FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA DE LA CRISTOLOGÍA ESPIRITUAL

JOSEPH RATZINGER
BENEDICTO XVI

Del libro «Miremos al Traspasado»

Puntos de referencia Cristológicos

Desde el tiempo del concilio Vaticano II  a esta parte, el panorama de la teología ha experimentado un cambio radical, no sólo en el contenido de las disputas teológicas, sino también y de un modo especial, en su estructura. Mientras que el debate teológico anterior al Concilio se movía en el interior de un marco fijamente estructurado y libre de cuestionamientos, hoy están en tela de juicio los fundamentos mismos. Esta situación se hace evidente, de un modo especial, en el ámbito de la cristología. Antes se trataban las distintas teorías para una mejor elucidación de los misterios de la unión hipostática o se investigaban cuestiones parciales como el saber de Cristo. Hoy, en cambio, se pregunta: ¿Cuál es, en realidad, la relación entre el dogma cristológico y el testimonio de la Biblia? ¿Cuál es la relación entre la cristología bíblica en sus distintas fases de evolución y la figura histórica real de Jesús mismo? ¿Cuán profundamente se apoya, en realidad, la Iglesia en la voluntad de Jesús? En este contexto es muy significativo que, en la nueva literatura, la dignidad del nombre Cristo es remplazado y desplazado ampliamente por el nombre Jesús. Este proceso de cambio del lenguaje manifiesta un acontecimiento espiritual de gran alcance, es decir, el intento de remontarse a la figura puramente histórica de Jesús por detrás de la confesión de la Iglesia. Jesús no debe ser ya comprendido a partir de la confesión eclesial, sino sólo por Él mismo, y así poder interpretar de un modo radicalmente nuevo el influjo de su acción y su anuncio. Por eso, ya no se pregunta por el seguimiento de Cristo, sino por el seguimiento de Jesús. La expresión “seguimiento de Cristo” (sequela Christi) incluye, junto con la confesión eclesial de Jesús como el Cristo, también un reconocimiento fundamental de la Iglesia como figura originaria del seguimiento y de la imitación. El seguimiento de Jesús, por el contrario, tiene ante sus ojos al hombre Jesús, como aquél que se resiste y se opone a toda autoridad, y, de este modo, esta expresión porta consigo un rasgo constitutivo de crítica eclesial como distintivo de fidelidad a Jesús. Con ello, es puesta en discusión, más allá de la cristología, la soteriología, que ahora necesariamente también sufre un cambio. En lugar de la “salvación” aparece en escena la “liberación”. La cuestión sobre cómo puede ser transmitida la acción liberadora de Jesús aparece, casi de un modo espontáneo, en una oposición critica con la doctrina clásica sobre cómo la gracia es participada al hombre.

Estas referencias nos indican la tarea que hoy ha de enfrentar la teología. Una teología que se comprende a sí misma como explicación e interpretación del depósito común de la fe de la Iglesia y no como reconstrucción de un Jesús olvidado en el pasado o como super-estructura de su historia verdadera y hasta ahora nunca realizada y celebrada. En el marco de este ensayo es imposible responder a las innumerables cuestiones que se nos presentan. Ésta será la tarea, al menos, de toda una generación. Mi intención aquí es más modesta. Yo quisiera señalar en unas pocas tesis algunas indicaciones fundamentales en las que se representa la unidad interior e indisoluble de Jesús y Cristo, de Iglesia e historia.

 

Primera tesis:

Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el centro de la vida y de la persona de Jesús es su permanente comunicación con el Padre.

 

Tratemos de profundizar un poco esta idea. La joven Iglesia, al igual que los contemporáneos del mismo Jesús, se vio confrontada con la pregunta de quién era, en realidad, ese Jesús; de quién es Él.(cf. Mc 8,27-30). Las respuestas de la “gente” en el tiempo de Jesús, referidas por los Evangelios, reflejan el intento de encontrar categorías para ordenar su figura a partir de la reserva de lo ya conocido y calificado, al igual que lo fue la respuesta de Simón Pedro, transformada luego en la confesión de la Iglesia. Aunque con la confesión de Pedro fue dada una orientación fundamental y ella fue respetada por los creyentes como determinante, la única fórmula “Jesús es el Cristo, el Mesías”, por sí sola, no era suficiente. Esto no era posible por la pluralidad de sentidos conferidos al título de Mesías. La discusión entre Jesús y Pedro, a continuación de la confesión, refleja claramente la problemática de esa palabra (Mc 8,31-33). El desarrollo de la confesión de Pedro desde Marcos a Lucas y a Mateo muestra con claridad la necesidad de aclaración y elucidación. Este desarrollo acontecido en la tradición sinóptica es un jalón de la historia de la confesión de la Iglesia.

Podemos, entonces, determinar que en la Iglesia naciente se dio, con la confesión fundamental, un punto de cristalización de la explicación de Jesús, pero que, a la vez, existió un amplio campo de interpretaciones complementarias que se fueron condensando en una multiplicidad de otros títulos, tales como: profeta, sacerdote, paráclito, ángel, señor, hijo de Dios, hijo. El esfuerzo por la recta comprensión de Cristo en la Iglesia primitiva se nos presenta, concretamente, como una lucha por el orden correcto, por la visión y la selección de ese título de dignidad de Jesús. Si quisiéramos resumir el resultado en una fórmula concisa, podríamos decir que el proceso, en su totalidad, es un camino de creciente simplificación y concentración. Al final, sólo sobreviven tres títulos para la circunscripción comunitaria y auténtica del misterio de Jesús: Cristo – Señor – Hijo (de Dios).

Ahora bien, porque el título Cristo (Mesías) se fue fusionando paulatinamente con el nombre de Jesús y no tenía una gran significación objetiva fuera del ámbito judío, y porque, además, “Señor” tenía un significado menos preciso que “Hijo”, por eso, al final tuvo lugar una concentración última y decisiva: el título “Hijo” apareció como la descripción única y abarcadora. Este título porta en si a todos los demás y a su vez los aclara e interpreta. La confesión eclesial, finalmente, se contenta con ese título. En su forma definitiva lo encontramos en Mateo en la confesión de Pedro: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16,16). Si la Iglesia concentró la estructura pluralmente articulada de la tradición en esa sola palabra y con ello le dio al contenido de la decisión fundamental cristiana una simplicidad última, entonces no puede ser una simplicidad reductora. En esta palabra se encontró esa simplicidad que es a la vez profunda y comprensiva. “Hijo” como confesión originaría significa que esa palabra nos da la clave de interpretación que nos hace accesible y comprensible todo lo demás.

Pero aquí, necesariamente, aparece otra vez la pregunta por el origen, por el inicio. La exégesis contemporánea y la historia del dogma desconfían de esa concentración de la herencia histórica y la ven a priori como una falsificación de lo que fue en el inicio, simplemente porque el alejamiento temporal parece muy grande. En realidad, con la concentración en “Hijo” como categoría interpretativa fundamental de la figura de Jesús, la Iglesia respondió precisamente a la experiencia histórica originaria que realizaron los testigos oculares y los testigos de la vida de Jesús. Llamar a Jesús “Hijo” no significa imponerle el mito dorado del dogma (como se afirma una y otra vez desde el tiempo de Reimarus), sino que llamarle “Hijo“es la correspondencia más estricta con el centro de la figura histórica de Jesús. Pues todos los evangelios testimonian unánimemente que las palabras y las acciones de Jesús surgían de su intimísimo ser con el Padre, que Él se dirigía luego de la labor diaria “al monte” para rezar a solas (por ejemplo, Mc 1,35; 6,46; 14, 35-39). Entre los evangelistas, es ante todo Lucas quien afirmaba expresamente esa realidad. Lucas muestra que los acontecimientos esenciales de la acción de Jesús provenían de ese núcleo y que este núcleo era el diálogo con el Padre. Doy cuatro ejemplos:

1º Comencemos con la llamada de los doce apóstoles, cuyo número simbólico alude al nuevo pueblo de Dios y del cual ellos estaban destinados a ser sus columnas. Con ellos, Jesús da comienzo al nuevo “pueblo de Dios”, en un gesto  a la vez simbólico y totalmente real: su ser llamados por Jesús ha de ser valorado teológicamente como el inicio de la “Iglesia”. Según Lucas, Jesús había pasado la noche previa a ese acontecimiento rezando en el monte: la llamada procede de la oración, del diálogo del Hijo con el Padre. La Iglesia es dada a luz en la oración, en la que Jesús se entrega al Padre y el Padre se dona al Hijo. En esa comunicación profundísima entre Hijo y Padre se esconde el verdadero y siempre nuevo origen de la Iglesia, que es al mismo tiempo su fundamento seguro y confiable (Lc 6,12-17).

2º El segundo ejemplo es el relato del origen de la confesión cristiana, que ya hemos mencionado como la fuente central de la historia más temprana del dogma cristológico. Jesús pregunta a sus discípulos qué opinan los hombres de Él y qué es lo que ellos mismos piensan de Él. Como es sabido, Pedro responde con la confesión, que hoy como ayer constituye a la Iglesia en la comunión con Pedro. La Iglesia vive de esa confesión de fe; en esa confesión se abre para ella, junto con el misterio de Jesús, el misterio de la vida humana, de la historia humana y del mundo, porque allí se abre el misterio de Dios. Esa confesión une a la Iglesia. Por eso Simón, al confesar, es denominado Pedro, llamado y designado para ser la piedra de la unidad: la confesión y el ministerio petrino, la confesión de Jesucristo y la unidad de la Iglesia –con y en torno a Pedro– están, pues, inseparablemente unidos.

Por lo tanto, podemos decir que la confesión de Pedro constituye el segundo grado de la configuración de la Iglesia. Y Lucas muestra que Jesús hizo la pregunta decisiva por el compromiso de los discípulos con Él en el momento en que ellos comenzaban a participar en el ocultamiento y en el silencio de su oración. De este modo, el evangelista nos hace patente que Pedro comprendió y expresó lo más propio de la persona de Jesús en el momento en que había contemplado a Jesús orando, en su ser una sola cosa con el Padre. Quien es Jesús, según Lucas, sólo puede verse si se ve a Jesús orando. La confesión cristiana proviene de la participación en la oración de Jesús, del poder contemplar, del ser incluidos en su oración; ella es la explicación de la experiencia de la oración de Jesús, y por eso ella explica correctamente a Jesús, porque procede de la participación en lo más propio e íntimo de Él.

Con esto tocamos el fundamento profundo y el presupuesto permanente de la confesión cristiana: sólo entrando en la soledad de Jesús, sólo participando en su realidad más propia, en su comunicación con el Padre, puede verse esa realidad; sólo de este modo se abre el camino hacia su identidad. Sólo asi comenzamos a comprenderle y a entender lo que significa “seguir a Jesús”. La confesión trinitaria no es una sentencia neutral, es oración, y sólo se abre en oración. Aquel que había visto la intimidad de Jesús con su Padre y había comprendido a Jesús mismo desde el Padre es llamado a ser la “piedra” de la Iglesia. La Iglesia surge de la participación en la oración de Jesús (cf. Lc 9, 18-20; Mt 16,13 –20).

3º. El tercer ejemplo es la historia de la transfiguración de Jesús “sobre el monte”. En la tradición de los evangelios, el “monte” significa siempre espacio de oración, espacio de ser con el Padre. Ahora Jesús lleva consigo a ese “monte” a los tres apóstoles que forman el núcleo de la comunidad de los doce: Pedro, Santiago y Juan. “Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó” cuenta Lucas (9,29). De este modo, Lucas nos aclara que la transfiguración sólo hace visible, en realidad, lo que sucede en la oración de Jesús: participación en el resplandor de la luz de Dios y manifestación del verdadero significado del Antiguo Testamento y de toda la historia de la revelación. La proclamación de Jesús proviene de esa participación en el resplandor de Dios, en la gloria de Dios, qué significa simultáneamente el ver con los ojos de Dios y el abrirse del misterio mismo. Con ello, Lucas muestra la unidad de revelación y oración en la persona de Jesús: ambas cosas se fundan en el ministerio de su filiación, de su ser Hijo. Según el evangelista, la transfiguración es, además, una especie de anticipación de la resurrección y de la parusía (cf. Mc 9,1). Pues la comunicación y comunión con el Padre, que se hace visible en la oración de la transfiguración, es el fundamento real de porque Jesús no podía permanecer muerto y porque de toda la historia está en sus manos. Aquel al cual el Padre le dirige su palabra es el Hijo (cf. Jn 10,33-36). Y el Hijo no muere. Con esto, Lucas da a entender que todo el hablar de Cristo, la cristología, no es otra cosa que la explicación de su oración: toda la persona de Jesús está comprendida en su oración.

4º. Podemos, por último, mencionar también numerosas citas de los otros evangelios para iluminar la misma visión. Quisiera ofrecer brevemente tres ejemplos:

  1. El primero es la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, que ahora, en el comienzo de la pasión, se ha transformado en el monte de su soledad con el Padre. El llamar a Dios con el vocativo “Abba”, que Marcos nos ha transmitido, en ese contexto, en la lengua aramea materna de Jesús, supera toda manera de rezar entonces conocida; expresa una familiaridad con Dios imposible e inadmisible para la tradición judía. Así, esa sola y única palabra expresa el modo nuevo y extraordinario de la relación con Dios de Jesús, y a esa relación –desde la perspectiva de Jesús– sólo era posible expresarla con el nombre “Hijo”.
  2. De este modo, entramos ya en nuestro segundo ejemplo: el uso principal de las palabras “padre“ e ”hijo” que se observan en el habla de Jesús. Él nunca ha llamado a los discípulos –o a otros hombres –con la palabra “hijo“ o “hijos” en el mismo sentido con el que lo ha hecho consigo mismo. Del mismo modo, ha distinguido claramente la alocución “mi Padre” de la paternidad general de Dios, que vale para todo hombre. El tratamiento “Padre nuestro” es pensado para los discípulos que rezan en el nosotros de la comunidad; enuncia la participación –realizada en la oración de los discípulos– de los suyos en la relación con Dios propia de Jesús, participación que no anula la diferencia en el modo de relacionarse con Dios. En todas las palabras y acciones de Jesús brilla la relación filial, siempre presente y siempre activa; se puede reconocer como todo su ser está entrañado y protegido en su relación filial.
  3. Esta unidad de ser y relación constituye y es interiormente la Persona de Jesús. Ella no solo se muestra en las diversas maneras en las que aparece la palabra “Hijo”, sino también en otras expresiones formales que atraviesan la predicación de Jesús, como, por ejemplo, “para esto he venido”, “para esto he sido enviado”. Según la conciencia de Jesús, así como ella expresa en los evangelios, Él no hablaba o actúa por sí mismo, sino por Otro, y para Él es esencial provenir de este Otro. Toda su existencia es “misión”, es decir, relación.

Si nosotros realizamos tales observaciones en los evangelios sinópticos, también resulta evidente que el cuarto evangelio, compuesto centralmente por conceptos como “palabra”, “Hijo” y “misión”, no añade ningún elemento esencialmente extraño a la antigua tradición, sino que acentúa de un modo aún más fuerte lo que los demás evangelios ya nos hacían comprender. Se puede decir que el cuarto evangelio nos introduce en esa intimidad con Jesús en la que sólo son aceptados sus amigos, que nos muestra a Jesús desde una experiencia de amistad tan profunda que nos concede mirar en el fondo del corazón.