FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA DE LA CRISTOLOGÍA ESPIRITUAL (II)

Jesús crucificado
JOSEPH RATZINGER
BENEDICTO XVI

Del libro «Miremos al Trspasado»

Segunda tesis:

 Jesús murió rezando. En la última cena, Él había anticipado su muerte, en cuanto se dio y compartió asimismo y así transformó desde dentro la muerte en una acción del amor, en una glorificación de Dios.

Luego de lo que hemos considerado en la primera tesis, esta segunda no necesita una explicación muy extensa. Hemos encontrado en la oración de Jesús la clave que unifica cristología y soteriología, que unifica la persona de Jesús con su acción y su pasión. Y aunque los relatos de los evangelistas sobre las últimas palabras de Jesús divergen en sus datos particulares, concuerdan en lo más fundamental: según ellos, Jesús murió rezando. El hizo de su muerte un acto de oración, un acto de adoración. Según Mateo y Marcos gritó o “con fuerte voz” las palabras con las que comienzan el salmo 21, el gran salmo del justo sufriente y redimido: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado ?” (Mc 15,34; Mt 27,46). Ambos evangelistas también nos transmiten que esas palabras no fueron comprendidas por los presentes, quienes interpretaron el grito de Jesús como un llamado a Elías. Según ellos, sólo la fe puede comprender que ese grito mortal era la oración mesiánica del gran salmo del sufrimiento y de las esperanzas de Israel, que culmina contemplando la saciedad de los pobres y la conversión de todos los confines de la tierra hacia el Señor. Para la primera cristiandad ese salmo era un texto cristológico clave, en la (el?) que encontró expresada no sólo la muerte de cruz de Jesús, sino también el misterio de la Eucaristía que procede de la cruz, la verdadera saciedad de los “pobres”, y la Iglesia de los paganos igualmente procede de la cruz. Así, ese grito mortal fue valorado por los presentes como un grito o inútil de auxilio por Elías, y para los cristianos como la interpretación más profunda que el mismo Jesús dio de su muerte: la teología de la cruz de ese salmo le pertenecía, del mismo modo que le pertenecía la promesa de ese salmo. A partir del cumplimiento de la promesa, esa atribución se demostró como verdadera y el salmo como la palabra propia de Jesús, que sólo en Él tenía a su verdadero orante, en el abandonado, humillado, y por eso mismo sostenido y glorificado por el Padre. Se debe admitir que toda la historia de la pasión es tejida siempre de nuevo a partir de los hilos de ese salmo, que en esa historia, palabra y realidad se transforman siempre de nuevo la una en la otra: el sufrimiento o arquetípico que este salmo describe de un modo anónimo se transformó aquí en realidad concreta, aquí se cumplió ese sufrimiento originado del justo y del aparentemente rechazado por Dios. Así se hizo visible que Jesús es el verdadero orante de ese salmo, que Él ha aparecido ese sufrimiento del cual proviene el sustento de los pobres y la adoración de sí de los pueblos en la adoración del Dios de Israel.

Regresemos una vez más a nuestro punto de partida. No existía, es verdad, una tradición uniforme sobre cuáles fueron exactamente las últimas palabras de Jesús. Lucas no vio estas palabras en el salmo 21, sino en el 31 (versículo 6), el otro gran salmo de la pasión (Lc 23,46). Juan eligió otro versículo del salmo 21 (versículo 15) y lo unió con el salmo de la pasión, el salmo 68 (Jn 19,28 ss.). En la tradición de los evangelios existe una concordancia unánime en dos aspectos centrales y, por tanto, sobre ellos ha de concentrarse toda interpretación teológica. Por una parte, según todos los evangelistas, el salmo 21 se relaciona de un modo especial con la pasión de Jesús, con su hecho mismo y con la sasunción que Él realiza de esa pasión, y en todo ello se alude, en verdad, siempre a la totalidad del salmo.

Todos los evangelistas concuerdan, por otra parte, en que las últimas palabras de Jesús era la expresión de su donación al Padre y en que su grito no se dirigía hacia cualquier lugar y hacia cualquiera, sino hacia Aquel con el que, permanecer en diálogo, constituía su esencia más íntima. Todos coinciden, por ende, en que su muerte misma fue un acto de oración, una entrega, un abandono al Padre. Finalmente, todos concuerdan unánimemente en que Jesús rezaba al citar la escritura y que la escritura se hizo carne con Él, se hizo pasión real en este justo. Todos concuerdan, por consiguiente, en que Él, de ese modo, insertó su muerte en la palabra de Dios, en la que Él vivió y que vivió y se abrió en Él.

Si vemos esto, entonces también nos resulta clara la unión indisoluble entre la Última Cena y la muerte de Jesús: las palabras de la muerte y las de la Última Cena y la realidad de la muerte y la de la Última Cena se ayudan y encadenan entre sí. El acontecimiento de la Última Cena consiste en que Jesús reparte, dona, com-parte su cuerpo y su sangre, es decir, su existencia terrena. Dicho de otra manera: el evento de la Última Cena es una anticipación y una transformación de la muerte en un acto de amor. Y sólo a partir de esa correspondencia se puede comprender el sentido de las palabras del evangelista Juan cuando dice que la muerte de Jesús es glorificación de Dios Y glorificación del Hijo (Jn 12,28 ; 17, 21). La muerte, que según su esencia es el fin, la destrucción de toda comunicación, es transformada por Él en un acto de comunión, en un estar en mutua comunicación. Y esto es la redención de los hombres, pues significa que el amor vence a la muerte. También podemos expresar lo mismo desde otro punto de vista diciendo que la muerte, que es el fin de las palabras y el fin del sentido, se transforma, ella misma, en palabra y de este modo en morada del sentido que se regala a sí mismo.