FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA DE LA CRISTOLOGÍA ESPIRITUAL(IV)

Jesús en la custodia
JOSEPH RATZINGER
BENEDICTO XVI

Del libro «Miremos al Traspasado»

Cuarta tesis:

 La comunión con la oración de Jesús incluye la comunión con todos sus hermanos. El ser o estar con su Persona, que surge del participar en su oración, constituye entonces esa compañía, ese ser-con, abarcador y entrañable, que Pablo denomina “cuerpo de Cristo”. Por eso, la Iglesia –El “cuerpo de Cristo”–es el verdadero sujeto del conocimiento de Jesús. En su memoria lo pasado se hace presente, porque en ella Cristo está vivo y presente.

 

Cuando Jesús enseñó a rezar a sus discípulos, les encomendó decir: “Padre nuestro” (Mt 6,9). Nadie, excepto Él mismo, puede decir “mi Padre”. Todos los demás tienen el derecho de llamar Padre a Dios sólo en la comunidad de ese nosotros que Jesús inauguró, pues todos son creados por Dios y creados el uno para el otro. Asumir y reconocer la paternidad de Dios siempre significa asumir ese estar referido o dirigido el uno al otro. El hombre sólo puede llamar rectamente a Dios “Padre”, si se ubica en el nosotros en el que el amor de Dios lo busca.

Esa relación constitutiva corresponde a una comprensión de la razón humana y de la experiencia histórica. Nadie puede por sí mismo construir el puente hacia lo infinito. Ninguna voz humana es lo suficientemente fuerte como para llamar por sí misma a lo infinito. Ningún  espíritu tiene la agudeza suficiente para imaginar con plena seguridad quién es Dios, para saber si nos escucha o cuál es la forma adecuada de tratar con Él. Por eso, en la historia de la religión y del espíritu, es posible comprobar una escisión peculiar sobre la cuestión de Dios. Por una parte, siempre ha existido una especie de evidencia fundamental de la realidad de Dios, y hoy continúa existiendo. Lo que Pablo afirma en la Carta a los Romanos, siguiendo al Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento (Sab 13,4 ss.), es decir, que el Creador es visible y por tanto  conocible en su creación (Rom 1,19 ss.), no es de ningún modo un postulado dogmático, sino la comprobación de un hecho ratificado por la historia de la religión. Pero Pablo añade, asumiendo y profundizando el pensamiento del Libro de la Sabiduría, que con esa imagen de Dios estaba asociado también un increíble oscurecimiento y perversión. También esto es simplemente una descripción de los hechos: la certeza fundamental de la existencia de Dios estuvo y está siempre acompañada de un carácter sumamente enigmático. Tan pronto se procura describir y nombrar a ese Dios de un modo más preciso, de relacionar la vida humana con Él y de responderle, la imagen de Dios se deshilachada en facetas contradictorias, que no anulan simplemente la evidencia primera, pero que pueden oscurecerla hasta lo irreconocible y en casos extremos, sin duda, destruirla por completo.

Aún otro tema muy significativo resulta de la consideración de la historia de la religión. En ella aparece siempre de nuevo el motivo de la revelación. En primer lugar, un aspecto negativo que se esconde en esa visión: el hombre no es capaz de establecer por sí mismo la relación con la divinidad. Él sabe que no puede forzar la divinidad a relacionarse con él. Positivamente, eso significa que los modos presentes de relacionarnos con Dios han de ser atribuidos a una iniciativa de la divinidad, que es transmitida en el espacio de una comunidad mediadora a través de la tradición de la sabiduría de los sabios antiguos. En este sentido, la conciencia de que la religión debe reposar sobre una autoridad superior a la propia razón y de que necesita de una comunidad que la porte y la trasmita, también pertenece al saber fundamental del hombre, aunque con muchas transformaciones y deformaciones.

En este punto, podemos regresar a la figura (Gestalt) de Jesús. Aunque Jesús tiene una relación personal totalmente única con Dios, de ningún modo ha abandonado el modelo descrito del carácter necesariamente comunitario y abierto de esa relación. Él ha vivido su vida religiosa en el contexto de la fe y de la tradición del pueblo de Dios de Israel. Su permanente diálogo con Dios Padre, su Padre, también era un coloquio con Moisés y con Elías (cf. Mc 9,4). En ese diálogo, Él ha superado la letra y abierto el espíritu del Antiguo Testamento para poder revelar al Padre “en Espíritu”. Esa superación no ha destruido la letra del Antiguo Testamento, la tradición religiosa común, sino que la ha llevado finalmente a su profundidad última, la ha “cumplido”. Por eso, ese diálogo no era la destrucción de la grandeza del “pueblo de Dios”, sino su renovación. La demolición del muro de la literalidad ha abierto a todos los pueblos el acceso al Espíritu de la tradición y de este modo a Dios Padre, al Dios de Jesucristo. Esa universalización de la tradición es su suprema confirmación, no su fin o su sustitución. Si se percibe esto, entonces resulta claro que Jesús no tenía necesidad de fundar en primer lugar un pueblo de Dios (la “Iglesia”). Ese pueblo ya existía, y la tarea de Jesús era renovarlo, profundizando la relación de ese pueblo con Dios, y abrirlo para toda la humanidad.

Del mismo modo, la pregunta acerca de si Jesús quería fundar una Iglesia es falsa, porque no es histórica. La cuestión correcta sólo puede ser si Jesús quería acabar con el pueblo de Dios o sea quería renovarlo. La respuesta a esa cuestión, establecida de un modo correcto, es clara: Jesús ha transformado el antiguo pueblo de Dios en un nuevo pueblo, acogiendo a los que creen en Él en una comunidad con Él mismo (la comunidad de su “cuerpo”). Eso es lo que Él ha hecho, en tanto transformó su muerte en un acto de oración, en un acto de amor y así se hizo asimismo comunicable. Podríamos expresar lo mismo del siguiente modo. Jesús entró en un sujeto de tradición ya existente, en el pueblo de Dios de Israel, por medio de su anuncio y de toda su Persona, y en él hizo posible la convivencia, el ser-con los demás, por medio de su propio y más íntimo actor de ser: su diálogo con el Padre. Este es el contenido más profundo de aquel acontecimiento con el que enseñó a sus discípulos a decir “Padre nuestro”.

Si esto es así, entonces, el ser con Jesús y el conocimiento que ahí surge de Él presuponen la comunión en y con el sujeto de la tradición viva a la que todo ello está ligado: la comunión en y con la Iglesia. El mensaje de Jesús no hubiera podido vivir y transmitir vida de otro modo que en esa comunión. También el Nuevo Testamento como libro presupone a la Iglesia como su sujeto. El Nuevo Testamento creció en ella y desde ella, tiene su unidad únicamente en la fe de la Iglesia, que reúne la pluralidad en unidad. Esta unión de tradición, conocimiento y comunidad de vida se hace visible en todos los escritos del Nuevo Testamento. Y para expresar esa unión, el Evangelio de san Juan y las cartas del Apóstol san Juan han acuñado la figura lingüística del “nosotros eclesial”. Así, por ejemplo, se encuentra tres veces la fórmula “nosotros sabemos” en los versículos finales de la primera Carta de San Juan (5,18 -20). También la encontramos en el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3,11) y ella siempre remite a la Iglesia como sujeto del saber en la fe.

Una función similar tiene el concepto de “memoria” en el cuarto Evangelio. Con esta palabra, el evangelista representa el entrelazamiento de tradición y conocimiento. Pero Juan quiere evidenciar, sobre todo, cómo viven juntos el progreso y el cuidado protector de la identidad de la fe. El pensamiento puede ser descrito de la siguiente manera: la tradición eclesial es ese sujeto trascendental en cuya memoria el pasado se hace presente. Por eso, en medio del tiempo que avanza en la luz del Espíritu Santo, que es quien conduce a la verdad (16,13; cf. 14, 26), puede ser visto más claramente y comprendido de un modo mejor lo ya contenido en la memoria. Tal avance no es la evolución de algo totalmente nuevo, sino el proceso en el que la memoria se profundiza y deviene más conscientemente de sí misma.

Esa unión del conocimiento religioso, del conocimiento de Jesús y de Dios con la memoria comunitaria de la Iglesia no separa ni dificulta en modo alguno la responsabilidad personal de la razón. Crea, más bien, el lugar hermenéutico de la comprensión racional, es decir, conduce al punto de fusión entre el yo y los demás, y así se transforma en el ámbito de la comprensión. Esa memoria de la Iglesia vive por ser enriquecida y profundizada la experiencia del amor adorante, pero también por ser purificada siempre de nuevo por la razón crítica. La eclesialidad de la teología, según resulta de lo dicho, no es por tanto ni colectivismo teórico cognoscitivo ni una ideología que viola la razón, sino un espacio hermenéutico que la razón necesita simplemente para poder actuar como tal.