JOSEPH RATZINGER
BENEDICTO XVI
Del libro «Miremos al Traspasado»
Quinta Tesis:
El núcleo de los dogmas definidos en los primeros concilios eclesiales consiste en afirmar que Jesús es el verdadero hijo de Dios, que posee la misma esencia que el Padre y, por medio de la encarnación, también posee la misma esencia que nosotros. En última instancia, esta definición no es sino la interpretación de la vida y de la muerte de Jesús, que siempre estuvieron determinadas por su diálogo filial con el Padre. Por tanto, no es posible separar u oponer una cristología dogmática y otra bíblica, del mismo modo que no pueden separarse cristología y soteriología. Asimismo, cristología “de arriba” y cristología “de abajo”, teología de la encarnación y teología de la cruz configuran una unidad indisoluble.
Con esta afirmación regresamos a la primera y segunda tesis. Si en estas tesis fue explicado correctamente el contenido fundamental de los testimonios bíblicos, entonces, lo nuevo a decir sigue completamente de por sí. La palabra fundamental del dogma “Hijo de la misma esencia”, en la que se concentra todo el testimonio de los primeros concilios, simplemente traduce la realidad de la oración de Jesús en un lenguaje filosófico y teológico, y nada más.
A esto se opone, es verdad, la tesis muy difundida que dice que escritura y dogma viven en dos culturas muy diferentes: la escritura en la cultura hebrea, el dogma en la cultura griega. La transformación de los testimonios bíblicos en un pensamiento marcado por la filosofía griega ha sido simultáneamente, así se afirma, una total refundición del contenido del testimonio de Jesús. La fe, que primero había sido un acto simple de confianza en la gracia que me salva, a mí personalmente, se transformó luego en la adhesión a paradojas filosóficas, en la creencia en una doctrina determinada. La confianza en el actuar de Dios fue sustituida por una doctrina ontológica, totalmente ajena y extraña al espíritu de la escritura.
En este lugar debemos intercalar una pregunta simple y fundamental. En el debate sobre Cristo se habla de la “liberación”, de la “salvación” del hombre. Pero, ¿qué es lo que libera al hombre? ¿Quién lo libera y para qué es liberado? O, más simplemente, ¿qué significa esa “libertad del hombre”? ¿Puede el hombre ser libre fuera de la verdad, es decir, en la mentira? Una liberación que no fuera verdadera, que fuera falsa, no sería libertad, sino engaño y por eso esclavitud, perdición del hombre. Libertad sin verdad no puede ser libertad verdadera; sin verdad ella es vana, negativa.
Agreguemos a esto otro pensamiento. Para que el hombre sea libre, debe ser “como Dios”. El querer ser como Dios es la medida que alienta interiormente a todos los programas de liberación de la humanidad. Porque el anhelo de libertad está fundado en la esencia del hombre, él se halla desde el principio en la búsqueda de llegar a ser “como Dios”. De hecho, todo lo demás le resulta finalmente demasiado poco. Precisamente en nuestro tiempo, con su grito apasionado por la libertad anárquica y total contra todas las insuficiencias de las libertades civiles y de todos los libertinajes, así lo muestra. Por ello, para una antropología de la liberación que quisiera ser justa con su objeto es inevitable la pregunta: ¿cómo se logra el devenir como Dios, llegar a ser Dios?
Ahora tratemos de abarcar de una mirada común ambos caminos de reflexión. Y entonces, ¿qué surge de esa mirada unificadora? Cuando el hombre se pregunta por lo que le es más necesario e irrenunciable, es decir, la cuestión de la verdad y de la libertad, entonces él realiza preguntas ontológicas. La pregunta por el ser, hoy muy calumniada, no ha surgido de otro fundamento que del deseo de libertad, que no puede separarse de la sed de verdad del hombre. Por tanto, no es sostenible la posición de A. Comte Que afirma que la pregunta por el ser pertenece a una determinada fase del desarrollo espiritual de la humanidad, que en su ley de los tres estadios él ordenó en un lugar intermedio entre la edad mítica y la positiva, edad en la que, según él, hoy nos encontraríamos y en la que habría sido superada definitivamente la cuestión metafísica de antaño.
Está aquí fuera de discusión que las ciencias humanas –que tratan de elucidar al hombre de un modo “positivo”, en el sentido de los métodos científicos actuales– pueden aportar importantes conocimientos sobre el hombre. Pero esas ciencias no pueden considerar superflua la cuestión de la auténtica verdad del hombre, la pregunta por el origen de esa realidad llamada hombre y por el fin al que está destinada. Si las ciencias humanas intentarán hacer superflua la pregunta por la verdad, se transformarían en métodos de alienación y con ello de esclavización del hombre. Las preguntas por la verdad y por la libertad –Como preguntas por el ser– incluyen a la vez la pregunta por Dios, ellas son preguntas por Dios. De ese modo, es ciertamente posible ordenar los métodos de la teología de los Padres de la iglesia en un tiempo determinado y así mostrar los límites de esa teología; por el contrario, las preguntas que esa teología ha motivado, son preguntas necesarias al hombre de hoy y de siempre. Una exégesis o explicación del Nuevo Testamento que deje de lado esas preguntas yerra en lo fundamental y se transforma en una colección de cosas marginales.
Ahora podemos regresar a nuestra pregunta concreta. A primera vista puede parecer algo del todo particular, algo que sólo incumbe al cristianismo, que nosotros hablemos de la oración de Jesús como la afirmación fundamental del Nuevo Testamento sobre su figura. En realidad, esto toca exactamente el centro de lo que aquí se plantea, es decir, tocamos el centro del hombre mismo. Pues, con ello, el Nuevo Testamento quiere caracterizar el lugar del posible devenir como Dios, de la posible divinización del hombre, y por tanto el espacio real de su liberación, el lugar en el que el hombre entra en contacto con su verdad y deviene libre. Cuando se habla de la relación filial de Jesús con su Padre, tocamos el meollo de la pregunta por la libertad del hombre y por su liberación, sin el cual todo lo demás se mueve en el vacío. Una liberación del hombre sin divinización, sin devenir como Dios, engaña al hombre, engaña su aspiración hacia lo infinito.
Agreguemos a esto una observación sobre el lenguaje del dogma. Como es sabido, el Concilio de Nicea en su símbolo o fórmula ha ido más allá del lenguaje bíblico cuando designó a Jesús como “de la misma esencia que el Padre”. Esta palabra filosófica en el Credo –“de la misma esencia”– ha despertado numerosas disputas desde la antigüedad hasta nuestros días. Una y otra vez se ha querido ver en ella un profundo desvío, no sólo del lenguaje, sino también del modo de pensar bíblico. Es posible dar una respuesta a este tema sólo si primero se precisa exactamente su afirmación objetiva. ¿Qué significa, pues, realmente, “de la misma esencia”? La respuesta es: esta palabra, según su intención objetiva, no es otra cosa que la traducción de la palabra “Hijo” en un lenguaje filosófico. Pero, ¿cuál es el sentido de esta traducción? Ahora bien, siempre que la fe comienza a reflexionar surge la pregunta sobre qué grado de realidad tiene la palabra “Hijo” en relación con Jesús. Esta palabra es una expresión corriente en el lenguaje religioso, de modo que la pregunta es inevitable: ¿Cuál es el sentido de ella referida a Jesús? ¿Es una metáfora, como es habitual en la historia de las religiones, o significa algo más? Cuando el Concilio de Nicea interpreta el vocablo “Hijo” de un modo filosófico con el concepto “de la misma esencia”, quiere decir que “Hijo” no ha de ser entendido aquí en el sentido del lenguaje simbólico o figurado de la religiones, sino según el máximo grado de realidad de la palabra. La palabra central del Nuevo Testamento, la palabra Hijo, ha de ser comprendida literalmente.
Esto significa que ese vocablo filosófico “de la misma esencia” no agrega nada nuevo o ajeno al Nuevo Testamento, sino que es, en el lugar decisivo de su testimonio, la defensa de su literalidad contra todo alegorismo. Y esto también significa que la palabra de Dios no nos engaña. Jesús no sólo es designado, sino que es Hijo de Dios. Dios no permanece eternamente escondido bajo nubes de imágenes que cubren más que manifiestan. Él siendo el Hijo, toca realmente a los hombres y se deja tocar realmente por ellos. En cuanto el Nuevo Testamento habla del Hijo, rompe el velo de imágenes de la historia de la religión y nos muestra la realidad, la realidad en la que podemos estar, vivir y morir. De este modo, podremos decir que precisamente la docta palabra “de la misma esencia” defiende aquella simplicidad incorrupta de la que el Señor nos habla cuando dice: “yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños”. (Mt 11,25; cf. 1 Pedro 2,2).