Del libro “Miremos al Traspasado”, Joshep Ratzinger-Benedicto XVI
Todo esto nos ha mostrado que la piedad cristiana incluye los sentidos que reciben su orden y su unidad desde el corazón, y que ella incluye los sentimientos, la sensibilidad, cuyo centro también es el corazón. Lo dicho nos ha mostrado que la piedad centrada en el corazón corresponde a la imagen del Dios cristiano, un Dios que tiene corazón. Nos ha mostrado que todo esto, al fin de cuentas, es la expresión y la explicación del mysterium paschale, en el que la historia del amor de Dios con el hombre encuentra su concentración, su recapitulación. Ahora debemos preguntarnos: ¿corresponde tal acentuación de la palabra central “corazón”; no solo a la cosa misma, sino también al lenguaje de la tradición? Pues si el concepto corazón es tan elemental como hemos visto, entonces él debe encontrar también como palabra un apoyo igualmente fundamental en la Biblia y en la tradición. Sobre esto, concluyendo, quisiera proponer dos observaciones.
- En la mística del medioevo, como norma para el desarrollo de la piedad del Corazón de Jesús, según lo que yo puedo ver, servía ante todo el lenguaje del Cantar de los Cantares, por ejemplo las palabras: “Tú has herido mi corazón” (4,9) o también el versículo indicado en la encíclica: “Ponme cual sello sobre tu corazón… Porque es fuerte el amor como la muerte” (8,6). Los Padres y los grandes teólogos y orantes del medioevo encontraron expresado en el apasionado y conmovedor lenguaje de esos cantos de amor el tema del amor de Dios a su Iglesia y al alma, así como la respuesta del hombre. Tales palabras eran apropiadas para integrar toda la pasión del amor humano en la relación del hombre con Dios. En la medida en que en la edad moderna, bajo el dominio de un pensamiento histórico estrecho, desapareció la capacidad de cumplir un movimiento trascendente de las palabras en el misterio, se secó, al mismo tiempo, la fuerza de esa fuente. Por tanto, la posibilidad de una renovación de la Iglesia y su piedad depende, sin duda, de recuperar la capacidad de comprensión de toda la Biblia en su movimiento histórico, que – bajo la frase programática “alegoría” – ha sido declarada falsamente tabú a causa de algunas deformaciones particulares.
Aquí yo no quisiera investigar esa senda – decisiva históricamente –, sino remitir a un texto del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón aparece de un modo muy claro y en el que además, la autotrascendencia del Antiguo en el Nuevo Testamento es tan evidente que difícilmente se la puede negar. Me refiero al capítulo 11 del libro de Oseas, que recientemente fue puesto junto a 1 Cor 13 y designado como el “Cantar de los Cantares del amor de Dios”: Los primeros versículos de ese capítulo describen toda la desmesura del amor con el que Dios se ha consagrado a Israel desde los albores de su historia: “Cuando Israel era niño, yo le amé y de Egipto llamé a mi hijo”. Pero, ese amor incansable de Dios que persigue a Israel no es correspondido por parte del pueblo: “Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí”. Según el principio de justicia del Deuteronomio, a una semejante acción del hombre debe seguir una respuesta correspondiente: Israel le da la espalda siempre de nuevo a su llamada, está – por así decirlo – continuamente regresando a un tiempo anterior a la pascua salvadora y por lo tanto para él debería valer: “Volverá al país de Egipto”, lo que en este contexto significa: “y Asur será su rey” (v.5). Israel se transforma, otra vez, en un pueblo proscrito, desterrado, en un pueblo bajo el dominio extranjero, un pueblo esclavo. “Hará estragos la espalda en sus ciudades, aniquilará sus cerrojos y devorará a sus ciudadanos, por sus perversos planes” (v.6). Pero, de repente, un cambio aparece y golpea en el hablar divino: Israel puede regresar a un punto anterior a su liberación, pero ¿puede hacerlo Dios?: “¿Cómo voy a dejarte, Efraín, cómo entregarte Israel?”(…) Mi corazón se vuelve contra mí y mi compasión me quema… No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo y no vendré con ira.” (v.8 ss. ).
- Grob ha indicado que en el Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del Corazón de Dios; es visto como el órgano de su voluntad, según el cual el hombre es juzgado. El dolor que el Corazón de Dios siente por el pecado del hombre es el fundamento por el que determina el diluvio. Y, viceversa, la comprensión del Corazón de Dios frente a la debilidad del hombre también es la razón por la que en el futuro Él no quiere apelar nunca más a un tal juicio. Esta línea es asumida en Oseas 11 y conducida a una profundidad nueva. Dios debería revocar el llamado de Israel, entregarlo a sus enemigos, pero: “Mi corazón se vuelve contra mí, mi compasión quema.” El corazón se convierte, se revuelve, se trastorna – aquí es usado el mismo verbo que la Biblia emplea para describir el juicio de Dios contra los estados pecadores de Sodoma y Gomorra (Gen 19,25) – ; es la expresión para un vuelco, una revolución, un derrumbe, un trastorno: no ha de quedar piedra sobre piedra. Esta palabra ahora designa el “trastorno” del amor en el corazón divino en favor de su pueblo: “El vuelco violento del amor divino en el Corazón de Dios anula… su decisión de juzgar en contra de Israel: el amor misericordioso de Dios vence sobre su justicia intangible y a pesar de todo intocada por ese acto.”
Pero, ¿cómo es que la justicia queda intacta en ese vuelco revolucionario del amor? Esto se revelará en el Nuevo Testamento, en que el cambio cumplido por el corazón de Dios aparece ante nosotros como pasión real de Dios: el vuelco del corazón consiste en que ahora Dios mismo, en su Hijo, sufre hasta el fin el repudio de Israel, que en Oseas es llamado por Dios “mi hijo”, con una expresión que Mateo asigna a Cristo: “De Egipto llamé a mi hijo” (11,1: Mt 2,15). Dios mismo toma sobre sí el destino del amor destruido, se pone en el lugar del pecador y libera con ello de nuevo el lugar de hijo para el hombre, no ya solo para Israel, sino para todos los pueblos. A partir de Oseas 11, la pasión de Jesús es el drama del corazón divino: “Mi corazón se vuelve contra mí, mi compasión quema.” El corazón traspasado del crucificado es el cumplimiento literal de la profecía del corazón de Dios que trastoca su justicia por compasión y, precisamente de este modo, permanece justa. Solo en esta consonancia de Antiguo y Nuevo Testamento se hace visible en toda su grandeza el mensaje bíblico del corazón de Dios, del corazón del salvador divino. La veneración al corazón de Jesús tuvo sus primeros comienzos en el círculo de Bernardo de Clairvaux, porque entonces se leyeron ambos testamentos en su unidad, se percibió en el Cantar de los Cantares del Antiguo Testamento el cantar de los cantares del amor de Cristo por su Iglesia. Hoy también esa veneración puede experimentar una nueva fundación, si nosotros la recibimos a partir de la totalidad del testimonio bíblico y así comprendemos “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” que Pablo nos encomienda comprender 8Ef 3,18).
- B) ¿Y qué nos dicen los Padres sobre nuestro tema? Según A. Hammon, el primer milenio hace silencio sobre el tema “Corazón de Jesús”. La palabra parece emerger por primera vez en Anselmo de Canterbury, sin haber encontrado su significado específico. Hugo Rahner, en sus exploraciones sobre la interpretación patrística de Juan 7, 37-39 y Juan 19,34, ha incluido a los Padres en la historia de la veneración del Corazón de Jesús. Existe el problema, es verdad, que los Padres no han usado la palabra “corazón” en este contexto; parece ser correcto que ellos no usaron la palabra “Corazón de Jesús”. Pero, no obstante, los Padres nos entregan, más allá de lo dicho por H. Rahner, un fundamento importante para la veneración del Corazón de Jesús por medio de lo que podría ser denominado su teología y filosofía del corazón, tan valiosa para su pensamiento que, por ejemplo, B.E Maxsein pudo escribir un estudio sobre la Philosophia cordis en San Agustín. Quien leyó sus Confesiones sabe el papel que allí juega la palabra “Cor” como punto central de una antropología dialógica. Es sabido que aquí la corriente de la terminología bíblica – y con ésta la corriente de la teología y antropología bíblica – entró en sus pensamientos y se unió con la concepción platónica del hombre, bien diferente de la primera y en la que no existía un significado semejante del concepto Corazón.
Queda la cuestión de en qué medida fue lograda una síntesis objetiva. En la literatura sobre el tema existe la sospecha muy extendida de que el mundo de imágenes bíblico y el mudo conceptual platónico no se habrían realmente interpenetrado en el mundo de los Padres; en el mundo conceptual, Agustín, por ejemplo, permaneció siempre un platónico. Que el problema de ambas antropologías haya sido percibido, nos lo muestra, por ejemplo, una palabra de san Jerónimo, quien una vez dijo que según Platón y los platónicos el centro del hombre es el cerebro y según Cristo es el corazón. Si seguimos objetivamente el tema, vemos que aquí no se oponen, simplemente, platonismo y Biblia, sino que existe también la contraposición entre la antropología platónica y la estoica, cuya tensión ofreció a los Padres la posibilidad de desarrollar, a partir de la Biblia, una nueva síntesis antropológica. Según la antropología platónica, se pueden distinguir potencias o capacidades específicas del alma, que a su vez se encuentran ordenadas entre ellas según una jerarquía: intelecto, voluntad, sensibilidad (fantasía). El estoicismo, que piensa al hombre como microcosmos en una exacta correspondencia con el macrocosmos, rechaza esa representación. El fuego primordial – que en sí es amorfo y se transforma en lo que él genera a partir de sí – ha configurado la totalidad del cosmos. Del mismo modo, una chispa de ese fuego primordial divino forma y anima al cuerpo humano, y a la vez lo penetra. Esa fuerza únicamente vivificante se transforma en el proceso de las funciones vitales, todas implicadas en el mantenimiento de la vida, ya en el escuchar, en el ver, en el pensar, en el representar: es siempre el mismo y, sin embargo, actúa en una diversidad tal, que significa una especie de escala de la interioridad. El fuego primordial que conserva y anima el cosmos se llama logos; análogamente, su chispa en nosotros es denominada “el logos en nosotros”: No es difícil reconocer las posibilidades que tales representaciones podían ofrecer para la comprensión de los misterios de Cristo. La escuela estoica había identificado ese centro del cosmos con el sol, que por tanto llevaba el nombre de “corazón del cosmos”. Correspondientemente, en el hombre, la chispa del fuego primordial tenía su lugar en el corazón, en el órgano del cual se irradia a todo el organismo el calor vital. El corazón es el sol del cuerpo, es el logos en nosotros. Y viceversa, el logos es el corazón del mundo. En ese sentido, el estoicismo conoce una teología y antropología del corazón propias en contraposición con el intelectualismo de los platónicos.
Si se consideran en sí mismas las intuiciones de la escuela estoica, vemos surgir una mezcla singular de banal naturalismo y de profundas intuiciones filosóficas. Para los Padres, ellas significaron, en conexión con la herencia platónica y la fe bíblica, una chance magnífica para una nueva síntesis, abordada una vez más por Orígenes del modo más enérgico. El motivo para captar ese pensamiento se lo ofreció la palabra del Bautista, transmitida en Juan 1,26: “En medio de vosotros está uno a quien no conocéis”. Orígenes dice al respecto: es el logos el que, sin que lo reconozcamos, es el centro de todos nosotros, pues el medio del hombre es el corazón y en el corazón está la fuerza conductora de la totalidad, que es el logos. Por medio del logos nosotros mismos somos lógicos o semejantes a él: el logos es la imagen de Dios según la cual somos creados. La palabra corazón se transforma ahora, por encima de la razón, en la denominación “para una visión profunda de la existencia espiritual, en la que se cumple inmediatamente un contacto con lo divino.” Aquí, en el corazón, es donde sucede el nacimiento del Logos divino en el hombre, la unión del hombre con la Palabra de Dios personal y hecha hombre.
- von Ivánka ha mostrado de un modo convincente cómo desde esos pensamientos de Orígenes se desarrolló esa corriente de piedad y de pensamiento que en Guillermo de St. Thierry y en las religiosas alemanas del medioevo conduce a la irrupción de la devoción del Corazón de Jesús y, en general, a esa mística que sabe de la primacía del corazón frente a la razón, del amor frente a la inteligencia. Desde allí surge un arco de tensión espiritual que llega hasta el principio de Pascal: “Die sensible au coeur, non á la raison.” “Le coeur a ses raisons, que la raison ne connait pas”. Y, por supuesto, también están en esta tradición las palabras del lema del blasón de Newman ya mencionadas “cor ad cor loquitur”.
Entonces, localizar el corazón como lugar del encuentro salvador con el Logos, fundamenta profundamente la nueva síntesis del pensamiento patrístico, como fue formulado, por ejemplo, por Agustín siguiendo a los salmos: redeamus ad cor, ut inveniamus Eum (regresamos al corazón, para encontrarle). Sería una tarea hermosa mostrar cómo desde aquí se ensanchan y profundizan los fundamentos antropológicos de la piedad del Corazón de Jesús. Pero esta tarea supera ampliamente el marco dado.
Nos permitimos, para concluir, una última indicación. La escuela estoica ve ene l corazón el sol del microcosmos, la fuerza vital y la fuerza de supervivencia del organismo humano y del hombre en general. El estoicismo define la función de esta fuerza conductora, como tarea de conservación. Cicerón formula el sentido de esta conservación en esta frase: omne animal… id agit, ut se conservet (todo animal… obra, para conservarse). De un modo semejante, Séneca: … omnia… feruntur in conservationem suam (todo conduce a la auto conservación). La tarea del corazón es la auto conservación, la resistencia y la consistencia de lo propio. El corazón ha “revolucionado” o “trastocado” esa definición (cf. Oseas 11,8). Ese corazón no es autoconservación, sino donación de sí. Él salva al mundo, en cuanto se abre. La revolución del Corazón abierto es el contenido mismo del misterio pascual. El corazón salva en cuanto se dona, se derrocha. Así, en el Corazón de Jesús nos es dado el centro del cristianismo. En Él todo ha sido dicho, la novedad verdadera y realmente revolucionaria que sucede en el Nuevo Testamento. Ese corazón llama, habla a nuestro corazón. Nos invita a salir del intento vano de autoconservación y a encontrar la plenitud del amor en el amar junto con Él, en el donar-nos a Él y con Él, pues únicamente la plenitud del amor es eternidad y conservación del mundo.