Del libro “Miremos al Traspasado”, Joshep Ratzinger-Benedicto XVI
- Eucaristía y Cristología.
Los análisis de la formación interior del concepto cristiano de Communio en la asunción y transformación de la herencia precristiana nos han conducido por sí mismos al centro de la Communio cristiana. Ahora podemos aseverar que su fuente ha de ser buscada en la cristología: el Hijo encarnado es la “comunión” entre Dios y los hombres. En realidad ser cristiano no es otra cosa que participar en el misterio de la encarnación, o con la fórmula de san Pablo: la Iglesia, en tanto y en cuanto es Iglesia, es el “cuerpo de Cristo” (esto significa, precisamente, participación de los hombres en la comunión entre el hombre y Dios, que es la encarnación de la Palabra). Si esto es comprendido, entonces es evidente también la inseparabilidad de Iglesia y eucaristía, de comunión sacramental y Communio comunitaria.
Bajo la luz de estas evidencias también se desvelan las palabras fundamentales de san Pablo sobre nuestro tema, que están en la primera Carta a los Corintios: “El cáliz de la bendición que nosotros bendecimos, ¿no es comunión (κοινωνία Vulgata: communicatio) con la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es comunión (κοινωνία Vulgata: participatio, Neovulgata: communicatio) con el cuerpo de Cristo? Porque existe un pan, todos nosotros somos un cuerpo, pues, aun siendo muchos, todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10,16ss). Para san Agustín, esos versículos se convirtieron en el centro de su pensamiento teológico; sus homilías de la noche pascual, que eran su catequesis eucarística para los neocatecúmenos (neobautizados), giran en torno a sus palabras. En cuanto comemos del único pan, nos transformamos nosotros mismos en lo que comemos, comenta Agustín. Ese pan – explica en sus Confesiones – es el alimento de los fuertes. Los alimentos normales son menos fuertes que el hombre al que ellos sirven: ellos son asumidos en cuanto son asimilados en los cuerpos de los hombres y los sostienen. Pero, por el contrario, ese alimento especial – la eucaristía – está por encima del hombre, es más fuerte que él, y por eso el proceso hacia el que todo apunta es todo lo contrario del primero: quien come de ese alimento especial es asimilado en él, es asumido por él, es fundido en ese pan y se transforma en pan igual que Cristo mismo. “Porque un pan, somos un cuerpo de los que somos muchos”. La consecuencia de esta comprensión es clara: la eucaristía nunca es un evento de dos, un diálogo entre Cristo y yo. La comunión eucarística apunta a una total transformación de la propia vida. Ella abre, rompe todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros. La comunión con Cristo es, necesariamente, comunicación con todos los que son de Él: allí yo me transformo en una parte de ese nuevo pan, que Él crea en la “transubstanciación” de toda la realidad terrena.
En este momento se hace visible la estrecha relación que existe entre el concepto de Communio y la comprensión de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo”. Igualmente, las imágenes afines, la de Cristo como la verdadera viña, pertenecen al mismo contexto de sentido. Todos esos conceptos bíblicos iluminan una vez más la procedencia de la comunidad cristiana de Cristo. La “comunidad” cristiana no puede explicarse de un modo horizontal, sociológico. La relación con el Señor, el proceder de Él, y el remitir a Él, es la condición de su existencia, sí, se puede incluso decir: la Iglesia es según su esencia relación, una relación fundada en el amor de Cristo, que a su vez funda una nueva relación de los hombres entre sí. Con las hermosas palabras de Platón, con las que nos encontramos hace un momento, podemos decir: la eucaristía es, en realidad, la “salvación y curación de nuestro amor.”
- La comunión de ser Dios y ser hombre en Cristo.
En un segundo paso, debemos determinar aún más claramente el fundamento cristológico de la existencia cristiana, para de ese modo tocar tanto el núcleo de la espiritualidad de la Iglesia. Jesucristo – así lo hemos visto en las meditaciones precedentes – nos abre el camino a lo imposible, a la comunión entre Dios y el hombre, porque Él, la Palabra encarnada, es esa comunión. En Él encontramos realizada esa “alquimia” que funde el ser humano con el ser de Dios. Recibir al Señor en la eucaristía significa, además, entrar en una comunidad de ser, en una comunión real, con Cristo, significa entrar en esa apertura del ser humano hacia Dios que es al mismo tiempo la condición para la apertura más íntima de los hombres entre ellos mismos. El camino de la comunión entre los hombres conduce a la comunión con Dios. Para comprender el contenido espiritual de la eucaristía debemos comprender la tensión espiritual del Dios- hombre: solo en una cristología espiritual se abre la espiritualidad del sacramento.
La teología de occidente, por su preponderante interés metafísico e histórico, ha descuidado un poco ese punto de vista que representa, en realidad, el nexo entre las diferentes partes de la teología, así como el nexo entre la reflexión teológica y la realización concreta, espiritual, del cristianismo. El III Concilio de Constantinopla (cuyo 1300 años en 1881 casi pasó desapercibido, significativamente, frente al recuerdo, ese mismo año, del I Concilio de Constantinopla y el de Éfeso) ofrece, según mi opinión, el punto de apoyo decisivo e imprescindible para una correcta interpretación del Concilio de Calcedonia. No es aquí posible, evidentemente, una deliberación detallada de los problemas; pero procuraremos comprender los que nos concierne al menos de un modo breve. Calcedonia había circunscrito el contenido ontológico de la encarnación con su conocida fórmula de dos naturalezas en una Persona. Tras la discusión que esa ontología había provocado, el III Concilio de Constantinopla se encontró frente a la pregunta: ¿cuál es el contenido espiritual de esa ontología? O más concretamente: ¿Qué significa, práctica y existencialmente, “una Persona en dos naturalezas”? ¿Cómo puede vivir una Persona con dos voluntades y con un intelecto doble? No eran de ningún modo preguntas propias de una pura curiosidad intelectual. Nosotros mismos estamos aquí en juego, es decir, se trata de la pregunta: ¿Cómo podemos vivir como bautizados, de quienes, según Pablo, ha de valer que “yo vivo, pero no vivo más yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal, 2,20)?
Es sabido que entonces, en el siglo séptimo, a semejanza de hoy, se ofrecieron dos soluciones, ambas igualmente inadmisibles. Una decía: En Cristo no existe ninguna voluntad humana propia. El III Concilio de Constantinopla recha esa imagen de Cristo como la de un “Cristo carente de voluntad y de fuerza”. La otra solución, diametralmente opuesta, construía dos esferas de voluntades completamente separadas. Así, el camino concluye en una especie de esquizofrenia, en una representación monstruosa y a la vez inaceptable. La respuesta del Concilio es: La unión ontológica de dos capacidades volitivas que permanecen independientes significa, en el nivel de la existencia, comunión (κοινωνία) de dos voluntades. Con esa interpretación de la unión como comunión el Concilio desarrolló una ontología de la libertad. Las dos “voluntades” se unen del modo en que voluntad y voluntad pueden unirse: en un sí común a un valor común. Expresado de otra manera: ambas “voluntades” se unen en el sí de la voluntad humana de Cristo a la voluntad divina del Logos. Así, las dos voluntades devienen concretamente – “existencialmente” – una sola voluntad y permanecen no obstante ontológicamente dos realidades independientes. El Concilio dice: Como la carne del Señor puede ser denominada la carne de la Palabra, del mismo modo puede caracterizarse a su voluntad humana como la voluntad propia del Logos. De hecho, aquí el concilio aplica el modelo trinitario (en la diferencia analógica irrenunciable) a lo cristológico: La unidad máxima que existe – la unidad de Dios – no es una unidad de lo inarticulado o indiferenciado, sino unidad en la forma de la comunión – unidad que es y crea el amor. De esta manera, el Logos acoge el ser del hombre Jesús en su propio Ser y lo expresa con su propio Yo, diciendo: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Juan 6,38). La comunión entre el ser humano y el divino se cumple en la obediencia del Hijo, en el unificarse de ambas voluntades pronunciando un único sí a la voluntad del Padre. Es el “maravilloso comercio o intercambio”, la “alquimia del ser” – que aquí se realiza como comunicación liberadora y reconciliadora, que deviene comunión entre el Creador y la criatura. En el dolor de ese intercambio, y solo aquí, se cumple la transformación fundamental y salvadora que puede transformar las condiciones del mundo. Aquí nace la comunidad, aquí surge la Iglesia. El acto de la participación en la obediencia del Hijo cual verdadera transformación del hombre es, al mismo tiempo, el único acto eficaz y potente para la renovación y transformación de la sociedad y del mundo en general: solo donde se realiza ese acto, acontece el cambio, la transformación en salvación, hacia el Reino de Dios.
Me parece necesario agregar una última observación para completar nuestras reflexiones. Hasta ahora hemos afirmado: la encarnación del Hijo crea la comunión entre Dios y el hombre y así abre también la posibilidad de una nueva comunión de los hombres entre sí. La comunión entre Dios y hombre, realizada en la Persona de Cristo, se hace comunicable en el misterio pascual, es decir, en la muerte y resurrección del Señor. La eucaristía es nuestra participación en el misterio pascual y de este modo ella constituye la Iglesia, el cuerpo de Cristo. De ahí procede el carácter necesario de la salvación de la eucaristía. La necesidad de la eucaristía es idéntica con la necesidad de la Iglesia y viceversa. Y en ese sentido han de entenderse las palabras del Señor: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Juan 6,53). Estas palabras también nos muestran la necesidad de una Iglesia visible y de una unidad concreta, visible (institucional). El misterio más íntimo de la comunión entre Dios y hombre es accesible en el sacramento del cuerpo del Resucitado; así, por el contrario, el misterio exige, reclama, nuestro cuerpo y se realiza a su vez en un cuerpo. La Iglesia, que es constituida por y desde el sacramento del Cuerpo de Cristo, debe por su parte ser un cuerpo y, en verdad, un cuerpo único, en correspondencia con la unidad de Jesucristo, que, por su parte, se representa en la unidad y en el permanecer junto a la única doctrina apostólico.