Del libro “Miremos al Traspasado”, Joshep Ratzinger-Benedicto XVI
- El problema de los excomunicados.
Y si la realidad es así, ¿qué podemos decir de todos los cristianos que creen en el Señor y esperan el Él, de todo los que desean fervientemente el don de su Cuerpo, pero no pueden recibir el sacramento= me refiero ahora en general a las diversas formas de estar excluidos del sacramento de la comunión. Existe, en primer lugar, la imposibilidad práctica de recibir el sacramento en tiempos de persecución o por falta de sacerdotes. Por otra parte, existen modos de exclusión de la comunión fundados jurídicamente, como los divorciados en las segundas nupcias. En un cierto sentido, tocamos aquí el problema ecuménico, la ausencia de comunión entre los cristianos separados. Es imposible, ciertamente, aclarar en el marco de nuestro tema cuestiones tan diversas y tan amplias. Pero simplemente omitirlas sería una falta de probabilidad. Y aunque aquí es imposible una respuesta acabada, yo quisiera al menos realizar una alusión sobre un punto de vista importante. J. Hamer muestra en su libro “L’ eglise est une communion”; que la Iglesia del medievo, que ya no podía desatender el problema de los excomunicados, lo ha afrontado de un modo muy atento. Para un pensador del medioevo no era ya posible – como tampoco lo era en el tiempo de los Padres – identificar simplemente la pertenencia a la comunión visible de la Iglesia con la pertenencia al Señor. Gracián podía todavía escribir: Amados, un cristiano, que es excluido por un sacerdote de la comunión, es entregado al diablo. ¿Por qué? Porque fuera de la Iglesia está el demonio y dentro de la Iglesia está Cristo. Por el contrario, los teólogos del siglo XIII estaban frente a la tarea de salvar, por una parte, la conexión imprescindible y esencial entre el exterior y el interior, entre signo y realidad, entre cuerpo y espíritu, pero, por otra parte, debían dar cuentas de la diferencia de ambos ámbitos. De ese modo, por ejemplo, Guillermo de Auvernia se refiere a la diferencia entre comunión exterior e interior como una diferencia en la relación entre signo y realidad. Él explica que la Iglesia nunca querría privar a alguien de la comunión interior. Cuando ella usa la espada de la excomunicación, entonces, según él, lo hace únicamente para sanar con esa medicina la comunión espiritual. Él agrega, además, un pensamiento a la vez consolador y estimulante. Para él es claro que llevar el peso de la excomunicación no es menos pesado que llevar el peso del martirio. Pero, nos dice, a ves alguien como excomunicado puede progresar más en la humildad y la paciencia que como participante en la comunión exterior. San Buenaventura ha profundizado aún más ese pensamiento. Contra el derecho de excomunicar de la Iglesia, él elabora la siguiente objeción, bien moderna: excomunicación es separación de la comunión. Pero la comunión cristiana, según su esencia, se realiza por el amor, es comunión del amor. Nadie tiene el derecho de excluir a nadie del amor, entonces no existe el derecho de excluir a alguien. Buenaventura responde a esa objeción con la distinción de tres niveles de comunión; de ese modo puede afirmar el derecho eclesial y la disciplina eclesial y a la vez decir con toda su responsabilidad del teólogo: “Yo afirmo que nadie puede ser excluido de la comunión del amor ni debe serlo, mientras aún viva en la tierra. La excomunicación no es una exclusión de esa comunión.”
Evidentemente, no puede concluirse de tales reflexiones, que hoy podrían ser aceptadas y profundizadas, que la concreta comunidad de la comunión sacramental sea irrelevante o menos importante. El “excomunicado” es portado por el amor del cuerpo vivo de Cristo, por los sufrimientos de los santos, que se unen a su sufrimiento y a su hambre espiritual, a la vez que ambos – excomunicados y santos – son abrazados por el sufrimiento, por el hambre y por la sed de Jesucristo, que nos so-porta a todos. Por otra parte, el sufrimiento del excluido, su tender hacia la comunión (en el sacramento y en el ser miembro vivo de Cristo) es el nexo que lo conecta con el amor salvador de Cristo. De ambos lados están presentes y son irrenunciables tanto el sacramento como la comunidad de la comunión visible. Aquí también se cumple la “salvación y curación del amor” como la intención última de la cruz de Cristo, del sacramento y de la Iglesia. Así se ilumina cómo la imposibilidad de la comunión sacramental puede conducir, paradójicamente, a un crecimiento espiritual en el padecer la distancia, en el dolor de la nostalgia y del amor que allí va creciendo, mientras que, por el contrario, la rebelión, como dice justamente Guillermo de Auvernia, disuelve necesariamente el sentido positivo, constructivo, de la excomunicación. Rebelión no es salvación y curación del amor, sino su destrucción.
En este contexto, me urge una reflexión de carácter más general y pastoral. Cuando Agustín presentía cercana su muerte, se “excomunicó” a él mismo, asumiendo sobre sí la penitencia eclesial. En sus últimos días, se puso en solidaridad con los pecadores públicos, que buscan el perdón y la gracia padeciendo la renuncia a la comunión. Él quería encontrar a su Señor en la humildad de aquellos que tienen hambre y sed de justicia, sed y hambre de Él, el Justo y Misericordioso. Visto sobre el trasfondo de sus prédicas y escritos – que describen de un modo maravilloso el misterio de la Iglesia como comunión con el Cuerpo de Cristo y como Cuerpo de Cristo a partir de la eucaristía –, ese gesto último es conmovedor. Y cuanto más reflexiono sobre ese gesto, más justo y más inquietante lo siento. ¿No nos resulta hoy a menudo demasiado fácil recibir el santísimo sacramento? ¿No sería a veces más útil, o incluso necesario, un ayuno espiritual semejante para profundizar y renovar nuestra relación con el Cuerpo de Cristo?
La Iglesia antigua conocía una práctica altamente expresiva en ese sentido. Ya desde el tiempo apostólico era parte de la espiritualidad de la comunión de la Iglesia el ayuno eucarístico durante el Viernes Santo. Precisamente, la renuncia a la comunión en uno de los días más santos del año litúrgico, que era celebrarlo sin misa y sin comunión de los fieles, era un modo especialmente penetrante y profundo de participar en la pasión del Señor: en el luto de la Esposa, a la que le fue quitado el Esposo (cf. Mc 2,20). Yo pienso que también hoy ese ayuno eucarístico, cuando es meditado y también sufrido, sería conveniente, en ocasiones determinadas y cuidadosamente consideradas, por ejemplo en días de penitencia (¿por qué no nuevamente el Viernes Santo?) o de un modo especial en las grandes celebraciones litúrgicas públicas en las que el número de los participantes no permiten a menudo una digna administración del sacramento, de modo que la renuncia a él podría expresar un amor y una reverencia mayores al sacramento que una práctica que se contrapone a la majestad del acontecimiento. Un tal ayuno – que por supuesto no puede ser arbitrario, sino que ha de estar ordenado según la guía espiritual de la Iglesia – podría contribuir a profundizar la relación personal con el Señor en el sacramento. Podría ser, también, un acto de solidaridad con todos aquellos que están animados por el deseo del sacramento, pero que no pueden recibirlo. Me parece que el problema de los divorciados en segundas nupcias y también el problema de la intercomunión (por ejemplo: los matrimonios mixtos) serían mucho menos pesados y gravosos, si tales ayunos espirituales voluntarios visiblemente reconocieran y a la vez expresaran que todos nosotros dependemos de aquella “salvación y curación del amor” que el Señor ha cumplido en la extrema soledad de la cruz. Naturalmente, yo no quisiera recomendar un regreso a una especie de jansenismo: el ayuno presupone la situación normal del comer en la vida espiritual como en la vida biológica. Pero, de vez en cuando, nosotros necesitamos una medicina contra la caída en la mera costumbre y en su trivialidad espiritual. A veces necesitamos padecer hambre – físico y espiritual – para comprender de un modo nuevo los dones del Señor y para entender el sufrimiento de nuestros hermanos que padecen hambre. El hambre espiritual y el físico pueden ser un vehículo del amor.
A modo de conclusión
Intentamos echar una mirada de conjunto, que al mismo tiempo nos conduzca a una última observación. La palabra bíblica y patrística κοινωνία reúne en sí los sentidos de “eucaristía” y “comunidad”. Gracias a esa síntesis semántica, la palabra no solo remite al centro de todo eclesiología rectamente comprendida, sino también hace comprensible la síntesis necesaria de Iglesia particular y universal. La celebración eucarística se cumple, es verdad, en un lugar determinado y allí crea una célula de fraternidad de los cristianos. La comunidad local crece a partir de la presencia viva y eficaz del Señor en la eucaristía. Pero, al mismo tiempo, el Señor es uno en todo lugar y en toda eucaristía. La presencia indivisible del único Señor, que es a la vez la Palabra del Padre, presupone que cada comunidad particular está en el único y total Cuerpo de Cristo. Solo así esa comunidad puede celebrar la eucaristía. En este verano está co-implicado, como hemos visto, el estar o permanecer en la “doctrina de los apóstoles”, cuya presencia encuentra su signo y su garantía en la institución de la “sucesión apostólica”. Fuera de esa gran red, la comunidad deviene vacía y se convierte en el gesto romántico del deseo de protección y escondimiento en el pequeño grupo, que carece de todo contenido real. Solo un poder pleno y un amor más fuertes que todas nuestras propias iniciativas pueden construir una comunidad fecunda y confiable y darle la dinámica de una misión fecunda. La unidad de la Iglesia, fundada en el amor del único Señor, no destruye lo propio de las comunidades particulares, sino que las construye y sostiene como comunión real con el Señor y entre ellas. El amor de Cristo, presente en todo tiempo en el sacramento de su cuerpo, despierta nuestro amor, sana nuestro amor: la eucaristía es el fundamento de la comunidad y de la misión, día a día.