Del libro “Miremos al Traspasado”, Joshep Ratzinger-Benedicto XVI
Cuando fui invitado a hablar sobre la relación entre eucaristía, comunidad eclesial y misión de la comunidad, me vino de inmediato a la memoria el capítulo 2 de los Hechos de los Apósteles (v.42). Allí Lucas dice que la primera comunidad perseveraba “en la enseñanza de los apóstoles y en la comunión (comunidad), en el compartir el pan y en la oración”. Esta frase me parece ser la clave para la comprensión correcta de nuestra cuestión.
Ante todo es necesario echar una mirada al contexto, y en general, a la intención fundamental de los Hechos de los Apóstoles. De hecho san Lucas elabora en este libro algo así como una primera eclesiología, con la que quiere delinear la forma de una estructura de conceptos sistemáticamente construida. Lo que es la Iglesia, él lo representa haciendo visible la dinámica de su camino en la historia. Este camino comienza con la misión del Espíritu Santo, que se dona a una comunidad unida en oración y cuyo centro son María y los Apóstoles (Hechos 1,12-14; 2,1).
Si reflexionamos un momento sobre esas afirmaciones, vemos que ahí aparecen tres características de la Iglesia que la tradición retiene como fundamentales: la Iglesia es apostólica, es Iglesia orante y donada al Señor – “Santa” – y es una. El primer signo en el que se muestra el Espíritu Santo le agrega una cuarta: la presencia del Espíritu se representa en el don de las lenguas. El Espíritu desanda el camino iniciado en el acontecimiento de Babilonia. La nueva comunidad, el nuevo pueblo de Dios, habla en todas las lenguas y así se representa como “católica” desde los primeros instantes de su existencia. La realización del dinamismo que va hasta los confines de la tierra y de los tiempos, que radica en ese signo y que necesita a la Iglesia, es el tema más profundo de todos los capítulos de los Hechos de los Apóstoles, en el que se describe el paso del Evangelio de los judías a los paganos, de Jerusalén a Roma. En la estructura de ese libro, Roma (donde concluye) es una abreviación del mundo de los paganos en general, representa el mundo de los pueblos que no son el antiguo pueblo de Dios. Los hechos de los Apóstoles concluye con el anuncio del Evangelio en Roma, no como si el resultado del proceso contra Pablo fuera de poca importancia, sino, simplemente, porque ese libro no es una novela o una biografía: con la llegada a Roma ha alcanzado su fin el camino iniciado en Jerusalén. La Iglesia universal – católica – está cumplida, ella continúa al antiguo pueblo elegido y asume su historia y su misión. En ese sentido, Roma, como recapitulación de los pueblos del mundo, tiene un rango teológico en los Hechos; de la idea de catolicidad de San Lucas no es posible excluir a Roma.
Para finalizar estas indicaciones, de trazo bien grueso, sobre la idea de San Lucas acerca de la eclesiología, nombramos algunas características de la concepción de la Iglesia aquí esbozada. Ante todo, nos encontramos ante una eclesiología pneumatológica: el Espíritu crea la Iglesia. Se trata, además, de una eclesiología dinámica de la historia de la salvación, a la que le pertenece esencialmente la dimensión de la catolicidad. Por último, es una eclesiología litúrgica: la asamblea recibe los dones del Espíritu en el acto de la oración.
I. LA CLAVE DEL TEMA: LA PALABRA (COMUNIÓN)
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La descripción de la Iglesia en Hechos 2,42.
Al inicio de nuestras reflexiones habíamos afirmado que san Lucas nos presenta las dimensiones esenciales de la Iglesia, en cuanto nos la muestra haciendo el camino por el que el Espíritu Santo le guía. En el tejido de ese texto, se deja reconocer otro hilo conductor que Lucas utiliza para ilustrar la esencia de la Iglesia, cuando él esboza, en la imagen de la comunidad primitiva, la forma ejemplar de la Iglesia de todos los tiempos. Y es en el versículo 42, del que hablamos al inicio, donde Lucas resume la esencia de esta concepción. Recordemos su contenido: los primeros cristianos perseveran, según la descripción de los Hechos, “en la doctrina de los apóstoles y en la comunión en el compartir el pan y en la oración”. Estamos, pues, ante cuatro conceptos que nos describen la esencia de la Iglesia. Y si las comparamos con la historia de Pentecostés, vemos que ellos corresponden a sus componentes fundamentales, los continúan y los profundizan.
Aquí la unidad es una nota característica de la Iglesia. Y esta unidad proviene de la comunión con los apóstoles y de la donación al Dios vivo en la oración. Pero, lo que significa comunión o comunidad con los apóstoles es precisado como “el permanecer perseverante en la doctrina de los apóstoles”: La unidad, por tanto, posee un contenido y éste se expresa en una doctrina. La doctrina de los apóstoles es el modo concreto de la presencia permanente de la unidad en la Iglesia. Por la fuerza de esa doctrina permanecen las futuras generaciones, luego de la muerte de los apóstoles, en unidad con ellos y conforman ellas mismas una Iglesia. Para ver más claramente esa conexión de sentido, se debe incluir la despedida de Pablo a los presbíteros de Éfeso, referido en el capítulo 20 de los Hechos (20, 18-35). Ahí es expuesta la idea de una “doctrina apostólica”; que Lucas desarrolla en el contexto de la sucesión apostólica. El texto nos muestra que la doctrina de los apóstoles tiene un aspecto personal y uno institucional. A los presbíteros toca ahora la responsabilidad de representar la doctrina de los apóstoles, de conservarla viva y actual. Ellos son la garantía personal para “el perseverar en la doctrina” que era en el principio.
La idea de la apostolicidad adquiere profundidad y sentido concreto para servir a una estructura permanente de la Iglesia. En este mismo sentido es ampliado y aclarado un segundo concepto de la eclesiología de Pentecostés: la oración de la Iglesia encuentra su centro en “el partir el pan”: la eucaristía surge ahora como el corazón de la vida eclesial. Pero es necesario poner en claro un concepto de la descripción de la Iglesia originaria y, por ello, de la Iglesia en general: κοινωνία (en la Vulgata: communicatio). Esta palabra, a partir de su multiplicidad semántica, debe ser el concepto clave de nuestra meditación, pues ella significa tanto “eucaristía” como “comunidad”. En ella están reunidas las dos realidades que para nosotros están lingüísticamente separadas: eucaristía y comunidad, comunión como sacramento y comunión como dimensión social e institucional.
Esta observación nos abre el camino para nuestra siguiente reflexión. En primer lugar, hemos de seguir la huella de la palabra κοινωνία en sus diferentes ramificaciones, para iluminar en el espejo de esa palabra la relación entre eucaristía y comunidad, o mejor, el dinamismo eucarístico de la comunidad eclesial. Luego, en un segundo camino reflexivo, veremos la figura (Gestalt) de Jesucristo, y desde Él – origen y centro de la Communio cristiana – podremos encontrar una espiritualidad de la comunión que esté abierta para todos los que no pueden participar en la comunión sacramental en sentido estricto. “Comunicar- comulgar”, según la concepción cristiana, no es un acontecimiento propio de grupos particulares en el que una comunidad se cierra en sí misma, sino también, a partir de su fundamento cristológico, misión, representación vicaria, ir hacia los otros que aún están “fuera. No es necesario repetir que en este pequeño ensayo tal programa solo puede ser delineado con trazos muy gruesos y que no puede ser desarrollado en sus particulares. Se trata de acentuar de un modo nuevo algunos puntos esenciales de la tradición católica y con ello, al mismo tiempo, estimular a seguir meditando sobre el tema.
2.El contenido jurídico, sacramental y práctico de Communio en Hechos 2,42 y Gálatas 2,9-10.
Antes de continuar con nuestro desarrollo, demos una breve mirada al resultado de nuestro análisis de Hechos 2,42. Hasta ahora, solo hemos afirmado de un modo general que la palabra κοινωνία, en la multiplicidad de su significación, asume una posición importante dentro de la descripción de la esencia de la Iglesia. Per4o aún queda preguntarnos cuál es su significación precisa en este versículo. Las respuestas de los exégetas son diversas y el contexto no asegura una decisión indiscutible. Sin embargo, dos cosas pueden ser afirmadas claramente. Esta palabra está entre los conceptos “doctrina” y “partir el pan” (eucaristía”: en cierto modo, κοινωνία parece unir a ambos, parece ser una especie de puente entre ambos. Además, podemos agregar que Lucas representa los cuatro conceptos presentes en dos grupos de palabras: “doctrina y comunión” y “partir el pan y oración”. La comunión está relacionada con la “doctrina apostólica”, forma con ella una unidad y, de algún modo se distingue del partir el pan (eucaristía); de todos modos, ella alcanza un ámbito más amplio que el evento del servicio divino mismo y está esencialmente cimentada sobre el hecho fundamental de la tradición perenne y de su forma eclesial.
Este aspecto, quizá en un primer momento sorprendente, se nos ofrece, de un modo aún más fuerte y más claro, en la autodefensa de san Pablo en la Carta a los Gálatas, en la que Pablo, justificando su propia misión, explica también su comprensión medular de la comunidad eclesial (Gal 1,13-2, 14). Pablo refiere, en la parte del importante texto que ahora nos interesa, que las llamadas “columnas de la Iglesia” – Santiago, Pedro y Juan – le dieron a él y a Bernabé “la mano de la comunión” (κοινωνίαS, Vulgata: societatis). En la primera Iglesia, estas tres “columnas” eran, al parecer, la continuación de aquel grupo de tres apóstoles que Jesús había asumido como el círculo más íntimo de los doce en su Transfiguración y la hora de la angustia mortal en el Getsemaní (cf. Mc 9,2; 14,33; ver también Mc 5,37). En las manos de esas “columnas” fue depositada la responsabilidad de la guía de la Iglesia naciente; ellas determinaban sobre la pertenencia y la exclusión de los miembros. Si los tres le dieron a Pablo y a Bernabé el derecho a la “communio”, esto significaba una confirmación válida y obligatoria de la comunidad eclesial, un acto que también para san Pablo era irrenunciable, especialmente para él, que tanto acentuaba el haber sido llamado directamente por el Señor y el carácter directo de su recepción de la revelación. También para él es la unidad eclesial impensable sin el “permanecer en la doctrina de los apóstoles”, es decir, sin su permanecer en la estructura apostólica de la Iglesia. La palabra “communio”, por tal motivo, tiene en este lugar su significado plenamente cristiano, que comprende tanto la dimensión sacramental y espiritual como la institucional y personal. El “apretón de manos” de la “communio” – que se ha de identificar con el llamado Concilio de los Apóstoles referido en los Hechos (15, 1-35) – ha legitimado la dirección dada por Pablo y Bernabé a la Iglesia de los paganos, libre de la ley judía, y con ello ha instituido, por primera vez en su sentido pleno, la Communio eclesial: el nuevo pueblo que surge a partir de judías y paganos, ambos asumidos por las manos abiertas del Cristo crucificado (Cf. Juan 12,32): “Y cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”).
El párrafo siguiente de la autodefensa de Pablo muestra cuán difícil era ser justo frente a la pretensión de esa decisión, y nos manifiesta, por primera vez, toda su profundidad. Pues, a pesar de la clarificación ya realizada, en Antioquía la cuestión de las normas del comer casi provoca una vez más, una ruptura. Esa cuestión había hecho imposible la comunión en la mesa entre los dos grupos contendientes; ambos grupos no podían comer juntos, porque a los cristianos provenientes de los judíos les parecían irrenunciables las prescripciones de la alimentación pertenecientes al núcleo de la observancia religiosa, a las que no se sentían ligados los cristianos paganos. La ruptura de la comunidad de comensales “profanos” (Que en verdad nunca fueron meramente “profanos” para los cristianos de la ley) debía disolver también con lógica inevitable la comunidad en la cena del Señor. De este modo, se presentó una vez más con claridad agudizada la cuestión que había surgido en la comprensión de la communio en Jerusalén: o la Iglesia se transforma en una secta judía, como muchos de las ya existentes, o se separa de su raíz, del Antiguo Testamento, del cual dependía su legitimación como religión revelada. Pues no se puede tener al Hijo sin el Padre, ni a Jesús sin su Biblia, que nosotros llamamos Antiguo Testamento. Este intento de separación que Marción emprendió en el siglo II en medio de un paulinismo radicalizado y que siempre de nuevo encuentra seguidores – aun entre teólogos modernos –, es en sí mismo contradictorio y está condenado al fracaso. Volver al apretón de manos de Jerusalén significa, en esta situación, que tenemos el Antiguo Testamento en Jesús, en quien la ley está cumplida. Esto significa que la fe en Cristo fundamenta la comunión, solo ella. Si aquí Pablo obliga a las “columnas” – ahora, concretamente, a Pedro – con tal firmeza e intensidad a comprometerse con la Communio de Jerusalén, entonces, la fuerza de su insistencia en ello muestra, una vez más, que para permanecer en la unidad con el Señor crucificado y resucitado es irrenunciable el signo concreto de la unidad justa y legítima, el “permanecer en la doctrina de los apóstoles”.
Debemos regresar al relato de la decisión fundamental de Jerusalén, para poder ver otro aspecto de la Communio que concierne tanto al ser uno con el otro visible e “Institucional” como a la dimensión espiritual de la existencia cristiana. Pablo insiste en que la completa libertad frente a la ley de los cristianos paganos (y, entonces, de los cristianos en general) debe ser aceptada sin limitaciones. Pero existía, sin embargo, una imposición a los cristianos paganos, una imposición de un tipo bien diferente: cuidar a los “pobres” de Jerusalén. ¿Qué significa esto? Yo creo que, en primer lugar, se debe acentuar con fuerza el carácter social de esa prescripción: comunidad en y con el cuerpo de Cristo significa comunidad y comunión recíproca, de los unos por los otros. Ésta incluye, según su esencia, el aceptarse mutuo, el recíproco dar y recibir, la disponibilidad a compartir. No condice con la comunidad eclesial que uno viva regalado y el otro en la miseria. Es siempre “comunidad de comensales” en el sentido más exigente de la palabra, cuyos miembros deben darse “vida” los unos a los otros, de un modo espiritual y físico, precisamente, también físico y concreto. En este sentido, la cuestión social es introducida centralmente en el núcleo teológico del concepto cristiano de Communio.
Pero otro aspecto se relaciona con lo dicho. Si aquí se habla de “pobres”, ésta no es solo (tampoco primariamente) una categoría social, sino también un título de dignidad mesiánica de la comunidad de Jerusalén, similar al título “santos”. La colecta para los pobres es, al mismo tiempo, un reconocimiento del rango histórica salvífico de Jerusalén como lugar de la unidad, como punto de congregación de la historia de la salvación. Ella es expresión del primado de Jerusalén. Aquí hemos de recordar que esa designación fue formulada en un tiempo, en el que, para los cristianos, Jerusalén era todavía el centro y ellos aún no habían dado el paso hacia Roma. De todos modos, el motivo de Jerusalén y el pensamiento del primado ahí contenido pertenecen a la figura central de la Communio y es patrón de medida concreto del “permanecer en la doctrina de los apóstoles”. Así, en este texto se delinean los diferentes niveles de la Communio christiana, los cuales, finalmente, remiten al único y mismo centro: a la comunidad con la Palabra de Dios encarnada, que nos hace partícipes de su vida en su muerte y, de este modo, nos quiere conducir al servicio mutuo, a la comunidad visible y vivida.