Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XXIII)

Muestra Jesús a Bernardo todos los Padres electores congregados en Roma para la elección de General, y se insinúan algunos otros favores

El tierno y filial amor que Bernardo tenía a su amada Madre la Compañía de Jesús, le hacía rogar con gran fervor por este tiempo al Señor se dignase mirarla con sus benignos ojos. El día segundo o tercero en que se celebraba en Roma la Congregación General[1], oraba con fervores extáticos por el acierto de la elección y de los gravísimos puntos que se habían de tratar en la Congregación. Cuando su espíritu se hallaba más sagradamente acalorado, tuvo un rapto maravilloso que le puso en Roma, o hizo que Roma viniese al lugar mismo donde oraba. Es no sólo de admiración, mas de sólida enseñanza esta revelación; y así díganos el inspirado y extático joven lo que le pasó.

“El segundo o tercer día que en Roma se empezó la Congregación General, encomendaba enixe (con todo fervor) a nuestro divino amor Jesús y a nuestro Santo Padre las cosas de la Compañía, suplicándoles asistiesen a todos los Padres que entraban en la Congregación para que, guiados de superior luz, tuviesen felices aciertos en todo, especialmente en las cosas que tocan a la mayor perfección de todos los jesuitas, la cual desea infinitamente mi espíritu y se duele de su falta en sí mismo y en todos los que son como yo, y por eso me suelen contristar humildemente las imperfecciones de los jesuitas.

A este tiempo que yo encomendaba al Señor su Compañía, vi por visión intelectual a todos los Padres congregados en Roma, que estaban ante el divino Jesús, y eran mirados de él con ojos apacibles. Se volvió este dulce Dueño a Ntro. P. San Ignacio y de nuevo le encargó atendiese a sus queridos hijos, que él prometía darles su luz celestial para que decretasen y ordenasen aquellas cosas, que más deseaba al presente en sus jesuitas.

Y después, mirándome a mí, sin hablarme, me enseñó cómo era la Compañía muy querida suya[2]; que aunque no en todos los jesuitas se hallase aquella perfección a que son llamados, y aunque en ellos se viesen algunas faltas, no obstante se conservaba en la Compañía el celo de su gloria y de la salvación de las almas con toda aquella puridad que floreció en su Patriarca. Que, aunque algunos superiores inmediatos careciesen de este celo (por lo cual nacían en los súbditos, si no en todos, en algunos, malas raíces), no obstante, en los superiores mediatos, que son la cabeza y alma de la Compañía, se animaba el sagrado fuego de San Ignacio; y que siempre miraban su gloria.

Que el haberse introducido en algunos individuos de la Compañía alguna tibieza, no impedía que sus divinos ojos se deleitasen en el hermoso cuerpo de esta Religión. Que, aunque en un ejército no sean las órdenes observadas de algunos soldados, no por eso se diría que no miraba la honra de su Rey, si los jefes principales la procurasen verdaderamente, y por el descuido de los sargentos y capitanes inferiores nacía en algunos la poca integridad en la observancia de las órdenes; y que, finalmente, su bondad atiende más a lo bueno, y conoce la fragilidad humana”.

Como tenía bien conocida la suya con las luces que recibía del cielo, había determinado firmemente en su corazón no cometer la menor falta de regla, con advertencia, toda su vida. Descubrió esta resolución cuando se hallaba fuera del colegio a convalecer. Llegó un domingo en que los Hermanos de nuestra Compañía de Jesús deben comulgar según su regla. Era Bernardo el más antiguo de sus condiscípulos, que estaban convalecientes en Alaejos: por esta causa debía avisarlos que era día de comunión, y así les previno que comulgasen este día; pues, no habiendo comunión en toda la semana siguiente, no comulgando se faltaría a la regla.

Uno de los Hermanos repugnó algo a esta proposición de nuestro joven: calló éste con prudencia y examinó las razones que se alegaban en contra.

Conoció que el enemigo quería privarlos del fruto de la Sagrada Comunión.

“Con esto quedé tan firme en comulgar yo, cuando todos lo repugnasen, que primero caerían las estrellas que faltase a la regla”.

Comulgó el día señalado, y fue tan agradable a su Majestad esta comunión, como declaran las palabras siguientes de nuestro joven:

“Recibió mi espíritu gran consuelo por haber practicado la doctrina, que el Señor me tiene dada: que de ningún modo deje de comulgar cuanto estuviere de mi parte. Se me mostró el Señor glorioso en esta comunión y me dio las gracias de haber hecho rostro a las dificultades; y me dio a entender que no me admirase (de) que los que no experimentan sus dulzuras, no estén deseosos de disfrutarlas en tan dulcísimo Sacramento”.

El día de la festividad de su santo director San Francisco de Sales[3], no podía este dulcísimo Santo dejar de visitarle y tratarle como a hijo espiritual muy regalado. Le apareció vestido de pontifical y, mirándole dulce y apaciblemente, entre otros puntos de su espíritu le habló de dos en particular.

“Me trató, como mi Padre espiritual, dos puntos: el del divino amor, el cual encendía más en mi alma con sus palabras y miraba yo en el mismo Santo como en espejo; y el de la simplicidad y paz interior, y parece que una secreta voz decía a mi espíritu: «mira y obra conforme al modelo», viendo en el Santo, en práctica, todo lo que su divino magisterio me enseñaba. Recibía el alma su doctrina con profundo silencio y admiración de la que en el Santo veía. Le encomendé mi vida, pidiéndole dispusiese su impresión, si era para gran gloria de Dios. Me certificó que se imprimiría; y finalmente dejó mi espíritu singularmente consolado con su santa bendición”.

Hasta aquí Bernardo, al cual servían de dirección visible los dulcísimos escritos del santo Príncipe de Geneva (Ginebra), después que sus favores le imprimían en el alma su celestial doctrina. Leyendo por este tiempo en la Práctica del amor de Dios del Santo, los efectos que causa en el alma el amor de benevolencia, conoció experimentalmente muchas de las cosas que pasan en los ímpetus supremos. Se empezó a encender con la lectura en su pecho un suavísimo incendio del amor divino,

“que es lo que me suele suceder en cualquiera parte que lea del admirable libro de la Práctica del amor de Dios, de mi santo director, que tan altamente habla del amor divino”.

Con este fuego sagrado, la lección se convirtió en altísima contemplación, como le sucedía mil veces. Le vinieron ardentísimos deseos de celebrar al siguiente día la fiesta de la Purificación de su dulce Madre[4] y disponerse con singular pureza para ganar el grande Jubileo, que Ntro. Santo P. Clemente XII había concedido por la exaltación a su Pontificado. También deseaba ofrecer al Señor alguna cosa especial en correspondencia de las tórtolas que María Santísima ofreció en el Templo[5].

Engolfado se hallaba en estos amantes deseos cuando le habló el dulcísimo Niño Jesús, que tenía en forma de Pescador en su relicario. Le dijo que le ofreciese, por manos de su Santísima Madre, para la purificación de su espíritu, al día siguiente, su corazón, sacrificado a padecer los ímpetus divinos que ya estaban cerca, y abrasado en el amor que en ellos se practica. Que el amor y dolor de los ímpetus significaban bien las tortolillas que su Santísima Madre había ofrecido, y el corazón sacrificado en todo a su santísima Voluntad sería símbolo del Agnus Dei que su dulce Madre había ofrecido este día al eterno Padre.

Procuró disponerse con el fervor posible para celebrar la Purificación de la purísima Virgen. Comulgó con los amantes ardores de siempre y recibió de la benignísima Madre de Misericordia este singular favor: Vio a esta gloriosísima Señora, por cuyas divinas manos había ofrecido su corazón a Dios, que tenía en ellas el mismo corazón de Bernardo ya ofrecido. Le ofrecía de nuevo María Santísima a su precioso Hijo.

Éste le miraba con especial amor: le aplicó los infinitos méritos de su preciosa Sangre y le inundó con celestiales luces. Sintió, al mismo tiempo, el alma de este fiel siervo del Señor que su Majestad le había concedido la indulgencia plenaria del Santo Jubileo, perdonándole toda la pena de las culpas que hasta aquella hora había cometido. Le mandó el Señor que continuase sus oraciones por la asistencia del Espíritu Santo y acierto en el gobierno del Sumo Pontífice en los negocios de su Santa Iglesia.

Por el tiempo de carnestolendas, en que los pecadores cometen tantos pecados, ultrajes e injurias contra el Señor, le mostró Jesús su infinita bondad y la maldad infinita de los pecadores con esta maravillosa visión. Estaba en oración delante del Santísimo Sacramento descubierto, cuando oyó una voz que le decía: “llégate y mira esta visión grande”. Le puso el Señor en una contemplación altísima de su bondad y de la maldad del pecado.

Vio por visión imaginaria a Jesús, el más hermoso de los hombres todos; le arrebató todo su espíritu tan soberana hermosura. Mas, al mismo tiempo, vio una infame turba de pecadores, que osadamente empezaron a descargar golpes, bofetadas y puntillazos sobre esta hermosura del cielo. Quedó el más hermoso de los hombres con estos despiadados golpes, cual le describe Isaías: desfigurado, acardenalado y sangriento.

Todos estos géneros de ofensas significaban las varias especies de pecados con que los pecadores ofenden a Dios en tiempo de carnestolendas. Entendió que los bailes de estos tres días agraviaban mucho al Señor; y le arrojaban en tierra, pisándole y acoceándole y volviéndole a crucificar, como habla el Apóstol. Con esta visión se horrorizó sumamente Bernardo y se le estremecieron las carnes, causándole vivísimo dolor en su corazón. Éste, en lugar de revestirse de un celo ardiente con que pidiese bajar fuego del cielo para abrasar aquellos pecadores, se halló movido con afectos de la más tierna compasión por ellos.

Le confirmó esta compasión dolorosa la visión que tuvo el día tercero de carnestolendas[6]. Vio al Señor sentado en un majestuoso trono y que había allí mismo desocupados otros tronos. Dejando Jesús su grande majestad bajaba de su trono, y procuraba por sí mismo y por medio de los muchos ángeles que le acompañaban, que los mismos pecadores que el día antes le habían abofeteado, pisado y crucificado, subiesen a ocupar los tronos desocupados. Ilustraba sus entendimientos y encendía sus voluntades de manera que muchos, aunque no todos, siguieron al Señor. Entonces Jesús, olvidado de sus injurias, les tomaba de la mano y les sentaba en los tronos, insinuando a sus ángeles le diesen el parabién de su gozo.

“Toda esta visión está casi delineada en la parábola del Hijo pródigo y del Buen Pastor[7]. Saqué con luz divina de estas dos visiones tres cosas: la primera, cómo aunque nos debemos doler de las ofensas de Dios, no hemos de encendernos en el celo de Elías contra los pobrecitos, redimidos con la Sangre del Señor, que se agrada en este celo compasivo; aunque a veces inspira a sus siervos algún ardor en celar su honra. La segunda, que este celo se ha de mostrar en las obras, orando, pidiendo, obrando y procurando sacar las almas de pecado. La tercera, cómo se debe tomar la práctica de este celo, no dejando medio alguno, no perdonando trabajo, atropellando (con prudencia no humana) cuantas dificultades se opongan; no volviendo atrás por cualquiera acontecimiento, no sintiendo desconveniencias ni riesgos propios; en fin, constantes, activos, prudentes y contentos; pues el mismo Cristo así lo practicó y tanto contento recibe en ello”.

Desde el día de Ceniza entró su espíritu en el penosísimo y gozosísimo martirio de los ímpetus supremos, para nosotros nada inteligibles.

“Sólo Dios puede hallar tal traza de favorecer y martirizar al mismo tiempo. El día pasado me presentó el Señor todos los trabajos interiores en un cáliz de oro lleno de un licor como de sangre, y adornado de piedras preciosas, de oro; porque todo es amor”.

Explicó después difusamente lo que padecía y gozaba en estos sagrados ímpetus, protestando que jamás podrá explicar lo que son, aunque tantas veces habla de ellos. En fin, con una profunda exclamación desahoga su abrasado espíritu y dice algunos de los sólidos efectos que causaba este gozoso martirio en su alma.

“¡Oh Padre mío!, cuán admirables veo experimentalmente en este paso las grandezas de nuestro divino Amor, que tan divinamente junta un favor tan grande, de que me veo indignísimo, con un padecer prodigiosamente grande. Y esto no es sólo cuando sobrevienen los impetuosos, imperceptibles torrentes de las diversas luces, que entonces es un levantar el contrapunto, sino también continuamente gozando de una presencia de Dios deliciosamente penosa y penosamente deliciosa. De modo que todo el estruendo del desamparo que experimenté ahora dos años, no le echo de menos en lo que toca a padecer; pero es excesivamente soberano este padecer.

Los efectos que en mí causó este alto paso de contemplación son tales, que se ve bien ser dado de Dios. Entre otros muchos, apuntaré aquí uno u otro. Veo mi espíritu solícito y quietamente cuidadoso de agradar a nuestro Dios en todo; deseo infinitamente abrasarme en su amor; quisiera servirle con la perfección que todos los bienaventurados juntos; me aniquilo y me confundo en el abismo de mi nada a vista de mi pequeñez y su grandeza; de mi miseria y su bondad; de mi ingratitud y del amor que me tiene; abrásame sin quemarme ni turbarme el celo de la gloria de Dios, en que sea amado nuestro divino Dueño de todo el mundo.

Me contrista amargamente la perdición de tantos pecadores, pido ardientemente por ellos y por los que se emplean en su aprovechamiento y conversión; y ofrezco al Señor mi vida para lo que en este punto quisiere disponer de ella; y esto acerca de la conversión de las almas, es uno de los principales objetos a que me atrae el Señor con luces, ilustraciones y visiones, de las cuales fue una ver el domingo de las Doctrinas[8] los confesionarios rodeados de redes infernales, en que se enredaban muchos incautos penitentes con gran gozo del demonio, de quien entendí en este caso lo de Habacuc: «Extiende su red y no se harta de matar gente».

En fin, Padre mío, yo aspiro y deseo una encumbrada perfección, a que me veo llamado, y veo claramente que con la divina gracia no ocupa mi corazón otro que mi Dios, y todas las cosas en Él, para Él, y por Él, que me sirven de escalones para subir a unirme íntimamente con su Divinidad, cuya divina Voluntad deseo sumamente se cumpla en todo[9] en este pobre espíritu”.


[1] En aquel año de 1730, se celebraba en Roma la XVI Congregación General de la Orden. En ella fue elegido el P. Frantisek Retz, para gobernar la Compañía.

[2] Bernardo, aun reconociendo las faltas que tenía la Compañía de Jesús en su época, insiste en que era amada del Señor y que Cristo se complacía en ella por su fervor y por su actividad apostólica.

[3] El 24 de enero.

[4] El 2 de febrero.

[5] En el evangelio de la fiesta de la Purificación de nuestra Señora (hoy llamada fiesta de la Presentación del Niño en el Templo) se habla de la ofrenda que habían de llevar al Templo de Jerusalén María y José: “un par de tórtolas o dos pichones” … En el pueblo de Villagarcía de Campos existe una antigua costumbre de llevar ese día de la Purificación una ofrenda de dos palomas.

[6] El martes de carnaval.

[7] Bernardo de Hoyos capta el sentido de ambas parábolas: el espíritu de compasión, de misericordia, de piedad… con los pecadores, como Cristo, que “se compadecía de las gentes porque andaban como ovejas sin pastor”.

[8] Hace alusión al catecismo que los estudiantes jesuitas solían explicar al pueblo los domingos y días de fiesta; de ahí el nombre de “domingo de las Doctrinas”.

[9] Acaba este capítulo con otra frase parecida a aquella con que Ignacio de Loyola concluía casi todas sus cartas: quiera el Señor darnos su gracia para que su voluntad sintamos y enteramente la cumplamos.