EL MISTERIO DE LA REDENCION(II)

Sagrado Corazón de Jesús

LUIS Mª MENDIZABAL, S. J. del libro «EL OFRECIMIENTO DEL APOSTOLADO DE LA ORACION A LA LUZ DE LA TEOLOGIA ACTUAL DE LA REDENCION«

LA REDENCION EN MARCHA

Juan Pablo II afirmaba en torno al Año Santo que la redención, iniciada con el «Fiat» de María y culminada en la oblación de la cruz, se desarrolla a lo largo de la historia principalmente por el instrumento de la Iglesia. Esto quiere decir que la gran tarea de la redención no está terminada. Y que el plan divino, tan amante de asociar al hombre a la terminación de sus obras, es también en este caso que el hombre colabore a la redención.

En concreto, podemos decir que el fruto de la redención ya obtenido (la Iglesia) es asumido como instrumento unido a Cristo para llevar a término la misma redención, tanto en su dimensión individual o santificación plena, como en su dimensión social y colectiva o nueva humanidad.

El tema presenta dificultades desde dos puntos de vista: desde la «incompleción» de la redención de Cristo; y desde la «aportación» del hombre a la redención. Pero ambos aspectos son fundamentales. Los expresa la densa frase de san Pablo: «Cumplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

La dificultad surge teológicamente de la afirmación paulina de que «uno solo es el mediador», el hombre Cristo Jesús (1Tim 2,5). Ahora bien; el sentido de esta afirmación paulina no es el de excluir otras aportaciones válidas, sino el de proclamar que toda aportación a la redención arranca de, pasa por, y tiene su fuerza del hombre Cristo Jesús.

De ninguna manera se puede pretender aportar desde fuera una riqueza o energía distinta de la de Cristo que complete lo que a la de Cristo le falta en su entidad. No se trata de algo complementario; sino de la realización de sus efectos en la línea de unión con él y de actuación plena de lo que de él deriva a nosotros. Se trata de «llevar a cumplimiento», de dejar que en nosotros «se realice plenamente el fruto de la redención».

Jesucristo ha padecido, no simplemente sustituyéndonos a nosotros, sino en solidaridad con nosotros; y no para que nosotros no padezcamos, sino para enseñarnos a padecer y para potenciar nuestro padecimiento; de manera que éste sea redentor unido al suyo, en el misterio de su vida en la Iglesia, hasta la Parusía[1]

Jesucristo terminó la obra que le confió su Padre. Por ella mereció su glorificación. Esa glorificación no es el simple «estar sentado a la diestra del Padre» en una contemplación beatífica y alienante. Significa haber sido constituido Kyrios, Cabeza de la Iglesia, con todo poder en el cielo y en la tierra para llevar a término la plenitud de la salvación por el instrumento de su Cuerpo, que es la Iglesia, asumida como esposa suya. Es la segunda etapa de la redención. Precisamente la última y suprema obra de Cristo en su vida mortal fue la institución de la Iglesia como instrumento que quedara sobre la tierra, a través del cual él, glorioso, continuará su obra de redención. Es el tema teológico que vamos a desarrollar. 

Falta algo a la pasión de Cristo, en cuanto la pasión de Cristo requiere, por su misma energía interior, que nosotros, en fuerza de la pasión que nos hace participar, colaboremos en la obra redentora. Ninguna riqueza tenemos que no haya sido merecida y obtenida por la pasión de Cristo. Es la tensión que caracteriza la vida cristiana: es verdadera acción colaboradora; pero cuya eficacia viene toda de la pasión de Cristo que nos lleva a asociarnos a él. 

Jesucristo, muriendo, forma su Cuerpo, su esposa la Iglesia, colaboradora de la redención, unido a la cual -como Cabeza- continúa su obra sobre la tierra. El momento cumbre de la escena del Calvario es la palabra de Jesús: «Mujer, fíjate bien: ¡es tu hijo!», y al discípulo: «Fíjate bien: ¡es tu Madre!».

En efecto, dice san Juan que «después de esto último, viendo Jesús que estaba cumplido cuanto tenía que hacerse según las Escrituras, dijo: «Tengo sed»». María y Juan al pie de la cruz representan la Iglesia constituida en la sangre de Cristo.

Cuando Jesús ha formado la Iglesia, ha terminado su obra mesiánica. Entonces grita: «Tengo sed», sed de dar el Espíritu Santo a esa Iglesia, Esposa suya. «E inclinando la cabeza entregó el Espíritu*, entrega el Espíritu Santo por su muerte redentora, como fruto de su redención. Es la conexión entre muerte redentora y don del Espíritu Santo, que aparece de nuevo simbolizada en la sangre y agua que brotan del costado de Cristo[2].

La Iglesia nace de Cristo crucificado, fruto de su Sangre. Es asociada desde su nacimiento a la cruz redentora de Jesucristo. Es, por su ser mismo, redentora con él. Se inicia la etapa de la redención en marcha. Esta comienza con la resurrección de Cristo, ascensión a la diestra del Padre y don del Espíritu Santo a la Iglesia en Pentecostés. Es el establecimiento y extensión del reinado de Jesucristo Rey: «Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies» (Sal 109, 1-2).

1. Reino universal y social

Jesucristo tiene derecho a la conquista de todo lo humano, y a través de lo humano a la conquista de todo lo creado, para establecer un reino de amor, una civilización de amor, como verdadero reino social. No tenemos certeza de que se llegará a establecer plenamente sobre la tierra. Pero tenemos que trabajar por acercarnos a él. La vida de entrega a Jesucristo debe tener repercusión social y expresarse en relaciones impregnadas por la caridad de Cristo.

Lo característico de este reinado de amor es que no puede imponerse por la fuerza. Invita los corazones a que se abran y acepten el amor sin límites. Y a través del corazón humano impregna todo lo que es humano.

Se deformaría el concepto de redención y de reino de Cristo si se redujera a la conversión individual de cada hombre y no se propusiera explícitamente redimir y salvar todo el humano en el orden familiar y social. De ahí el lema del A.O.: Adveniat Regnum tuum! grito que expresa un inmenso deseo formulado en forma de oración ardiente, que no se refiere sólo a la venida gloriosa de Jesús al fin de los tiempos, sino que anhela y pide el reinado progresivo de Jesucristo en los dos niveles, eclesial e individual, en los que la redención está todavía sin terminarse del todo.

2. Jesucristo en persona lleva la redención en la Iglesia

El Hombre Cristo-Jesús, Hijo de Dios, de corazón humano palpitante, Cabeza de la Iglesia, es el que lleva adelante la obra de la redención en la historia. ¡Es el Corazón de Jesús! La salvación no es una empresa impersonal. La lleva Jesucristo con corazón humano anhelante de la salvación de cada hombre y de la humanidad. Por la Iglesia y en ella se acerca personalmente a cada hombre. Así aparece Jesucristo en dos libros complementarios del Nuevo Testamento: en los Hechos de los Apóstoles (historia de la Iglesia a la luz de la fe) y en el Apocalipsis (descripción teológico-apocalíptica de la vida eclesial).

No hay que olvidarlo nunca, ni en la vida pastoral ni en la vida espiritual personal. No es que Jesucristo ha fundado la Iglesia y ahora va ella por su cuenta tratando de hacer lo que puede, mientras Jesucristo desde arriba contempla, a lo más, con benignidad. Cristo resucitado en persona lleva la batalla de la redención en cada corazón humano, sirviéndose de su instrumento, que es la Iglesia llena para ello del Espíritu Santo. La Iglesia es reino de Jesucristo, en sentido pregnante, aunque en su condición peregrinante y crucificada. Es la parte de humanidad unida a Cristo glorioso, que, llena del Espíritu Santo, se deja conducir por Cristo en orden a la plena realización de su reino.

En ella Jesucristo resucitado vivo está presente de muchas maneras: con sus inspiraciones, cuando nos reunimos en su nombre, en su palabra, en los sacramentos, en la Eucaristía con presencia real y sustancial.

Estamos envueltos en el misterio de Cristo vivo. Nos acorrala con su amor. Muy particularmente el misterio de la redención se hace presente sacramentalmente en la celebración del sacrificio Eucarístico, relacionado con la liturgia celeste, que es el sacramento de Cristo inmolado, de su caridad entregada hasta la muerte

3. La Iglesia colaboradora de Cristo glorioso

La Iglesia vive su colaboración a la redención, uniendo su vida a la de Cristo glorioso y asemejándose a él por la presencia de las actitudes de Cristo en ella, gracias a la presencia del Espíritu Santo, y según la imagen de la vida de Jesús en la tierra. Este principio es importante.

La actitud misma con que Cristo vivió su vida y mantiene ahora en su vida celeste la infunde en la Iglesia por el Espíritu Santo, moviéndola a vivir de esa manera. Se unen las dos cosas: la asistencia actual de Cristo y la imitación de su vida. La colaboración de la Iglesia a la redención se hace perpetuando en sí los misterios de la vida de Cristo sobre la tierra, renovando sus actitudes interiores.

A la manera de Jesucristo, la Iglesia, Cuerpo deCristo, realiza funciones muy diversas en su misión de colaborar a la realización plena de la obra de Cristo, asistida por el Espíritu Santo. Ora como Esposa en la liturgia y en la oración de los fieles. Evangeliza por los predicadores. Enseña por sus Maestros. Rige la comunidad por sus Pastores. Comunica la gracia y el don del Espíritu Santo por medio de los Sacramentos. Realiza toda esta actividad unida a su Cabeza.

Pero la Iglesia tiene una forma de colaboración fundamental que se actúa bajo todas estas actividades, y que podemos llamar más específicamente corredención con Jesucristo. Es la entrega de sí misma en el EspírituSanto por la salvación del mundo. Jesucristo la asume consigo y la entrega consigo poniendo en ella el fuego del Espíritu Santo, para que cumpla lo que falta a la redención del mundo, que es la oblación total de sí misma, reviviendo el ofrecimiento de Jesús al entrar en este mundo (Cf. Hb 10,5-10).

Jesucristo glorioso realiza en la Iglesia la entrega de sí mismo, y ofrece consigo la Iglesia, comunicándole por el Espíritu Santo su propia actitud de oblación que mantiene en el cielo y en el altar. Y a veces la asocia a su sacrificio cruento.

La Iglesia vive la inmolación de su vida por amor personal a Cristo y a los hombres, de los cuales se siente solidaria; es decir, con corazón redentor. De esta manera la Iglesia está capacitada para vivir los sacrificios espirituales, o sea: para dar a su existencia el mismo carácter sacrificial de la vida de Cristo. Teniendo presente que sacrificial no es lo mismo que doloroso, sino que significa entrega total de sí mismo en holocausto gozosamente vivido.

Esta preparación y ofrecimiento de la Iglesia como víctima pura unida a Jesucristo la presenta san Pablo en un texto inesperado, que muestra bien la profundidad espontánea de esta doctrina en el Apóstol: «Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola con el baño del agua por la palabra a fin de ofrecer él mismo una Iglesia gloriosa como él, sin que tenga mancha ni arruga…» (Ef. 5,27). Creo legítimo entender el «presentar» en sentido cúltico (cf. Lc 2,22), como ocupación principal de Cristo glorioso. La Iglesia es amada por Cristo para ofrecerla como víctima inmaculada, con las características de pureza exigidas en las víctimas[3].

De manera semejante, dirigiéndose a los fieles de Roma les exhorta a que «ofrezcan sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios- (Rom 12, 1-3; cf. Hb 10).

El Concilio Vaticano II presenta también así a la Iglesia (Lumen Gentium, ns. 10 y 34). Exhorta a los sacerdotes a que, con ocasión de la Eucaristía, enseñen diligentemente a los fieles a ofrecerse a sí mismos con la víctima del altar (P.O., ns. 2 y 5).

Y la Liturgia nos introduce vitalmente en esta vivencia espiritual recordándonos en el momento solemne del Canon esta dimensión esencial de nuestra vida cristiana, como hostia viva y ofrenda permanente.

El ofrecimiento de la Iglesia, como la oblación de Cristo en Hb 10,5-10, es una entrega incondicional y concreta del ser entero desde el corazón, pero recalcando la corporeidad o mortalidad consecuencia del pecado, en orden a cumplir la voluntad de Dios: «Aquí vengo para cumplir tu voluntad*.

Pero es oblación no sólo como estadio previo para conocer la propia vocación o voluntad divina sobre nosotros (oblación del Rey Temporal), sino como actitud oblativa mantenida como alma del cumplimiento de la voluntad de Dios ya conocida o de la propiavocación (EJERCICIOS ESPIRITUALES, Contemplación para alcanzar amor: «a sí mismo con ellas»). Así da unidad y sentido a toda la vida cristiana, constituyendo el corazón redentor con que se vive a semejanza de la vida de Cristo sobre la tierra y participando de la oblación actual de Cristo glorioso y sacramentado.

Hablamos en todo esto de una inmolación total. Y no simplemente de una actividad intercesora o de oración de petición. Es conveniente aclararlo. Es legítimo orar y pedir. Pero la oración no es -formalmente al menos- inmolación. En cambio la inmolación de la Iglesia, en la condición concreta en que se hace por la salvación del mundo, es siempre impetración e intercesión. Y se expresa espontáneamente en una fórmula de peticiones, como las que acompañan al Sacrificio Eucarístico, pero muchas veces expresadas a lo largo del día, y aprovecha el valor impetratorio que tienen todas las obras buenas, en fuerza del corazón redentor y de la oblación personal con que los vive.

El ofrecimiento de sí mismo es la actuación del sacerdocio común de la Iglesia, comunicado por el bautismo. En efecto, por el bautismo se da a los fieles la triple función sacerdotal, profética y regia. Es resultado de la unción del espíritu Santo. Esas funciones no se dan en orden a una actividad cúltica desencarnada y alienada; sino en orden a perpetuar la función mesiánica de Cristo por la salvación del mundo.

Por tanto, en fuerza de esa unción sacerdotal el fiel se hace capaz de ofrecer la Eucaristía y de ofrecer el sacrificio de sí mismo unido a la Eucaristía, cosa queno podría hacer si no tuviera el sacerdocio.

En el momento del bautismo se le da la unción sacerdotal, y, apenas dotado de la unción sacerdotal, se ofrece a sí mismo en unión con Cristo como víctima viva de la salvación del mundo. Como no hubo un momento de la vida de Cristo en que él no se ofreciera a sí mismo como víctima por la redención de la humanidad, de una manera parecida se identifica el ser cristiano con el ser ofrecido con Cristo por la redención del mundo. Con la exigencia, evidentemente, de una acción profética, de una coherencia de la vida.

Pero, al mismo tiempo que recibe el sacerdocio común participado de Cristo, recibe también el corazón sacerdotal con que viva ese sacerdocio y esa victimación esenciales. Toda la vida del cristiano tendrá valor redentor en la medida en que lo viva como sacrificio espiritual con corazón redentor. Ese corazón redentor lo forma en nosotros el Espíritu Santo. Y podemos señalar como características las siguientes:

  • Sentirse uno con Dios y con los hombres por amor. Conciencia de la sociedad entre nosotros y con el Padre y el hijo.
  • La comunión de los Santos.
  • Sintonía con Jesucristo resucitado vivo de corazón palpitante.
  • Una verdadera amistad con él, que nos identifica con sus sentimientos, proyectos, ansias redentoras y nos introduce en su corazón actual.
  • Horizonte universal de salvación que se extiende a todos los hombres.
  • Anhelo de la extensión del Reino de Cristo: Adveniat regnum tuum!
  • Amor redentor, como el de Cristo, que nos mueve a ofrecer el Sacrificio de Cristo y a ofrecer nuestra vida, hasta la muerte misma, en unión con él por la redención del mundo.

Cultivar la ofrenda espiritual permanente (Canon III) manteniendo vivo el corazón sacerdotal, es el objetivo primario del Apostolado de la Oración. A esta luz aparece claramente la estrecha vinculación del Apostolado de la Oración con la vivencia y culto del Misterio del Corazón de Cristo, vinculación que, en el orden de los hechos, la historia atestigua ampliamente.


[1] Cf. Juan Pablo II, “Salvifici doloris”

[2] Sobre estos puntos, cf. 1. DE LA POTTERIE, La maternitá spirituale di Maria e la fondazione della Chiesa (Gv 19,25-271, en «Gesú Veritá, Torino 1973, pp. 158-164; La sete di Gesú morente, en «La Sapienza della Croce oggi», I, Leumann (Torino) 1976, pp. 33-49.

[3] Cf. FULGENCIO RUSPENSE, Libri ad Monimum 2,12 (CCL 91,48): «Dios, al custodiar en ella (la Iglesia) su caridad difundida por el Espíritu Santo, hace a la Iglesia sacrificio agradable a sí mismo, que pueda recibir siempre la gracia misma de la caridad espiritual, por la que pueda presentarse a sí misma continuamente como hostia viva, santa, agradable a Dios..