EL MISTERIO DEL CORAZON DE JESUS, CENTRO DE LA VIDA Y MINISTERIO(3)

La filiación divina y el Corazón de Jesús

El fiel que se acerca al sacerdote busca a Cristo.

Luís-María Mendizábal Ostolaza, S.J.

Juan Pablo II decía en Brasil: «En el sacerdote todo, incluso lo profano, debe convertirse en sacerdotalizado, como en Jesús que siempre fue sacerdote, siempre actúa como sacerdote, en todas las manifestaciones de su vida.

Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que es como si nuestra personalidad desapareciera ante la suya, ya que es él quien actúa por medio de nosotros».

Particularmente en el sacramento de la Penitencia no se trata de un sacramento mecánico, sino que en el sacerdote debe sentir el penitente la misericordia, la comprensión, la dulzura y mansedumbre del Corazón de Cristo. El sacerdote debe esforzarse en su vida de intimidad con Cristo, en su comportamiento pastoral continuo por llegar a ese grado en el que en su corazón se manifieste el Corazón de Cristo, su amor al Padre, su celo por las almas, su entrega hasta la muerte. Y de manera especial su mansedumbre y humildad, virtudes características que él mismo quiso destacar relacionándolas precisamente con su Corazón. Mansedumbre y humildad particularmente necesarias para el diálogo con los fieles, para sentirse él mismo simple administrador y no dueño de los bienes de Dios, de la casa y agricultura de Dios, y servidor de los fieles en orden a su fidelidad a la gracia de Dios. Esto supone una contemplación continuada del Corazón de Jesús y una experiencia consciente de la mansedumbre y humildad con que el Corazón de Cristo sostiene y perdona continuamente a su sacerdote.

Del sacerdote vale con más razón lo que Juan Pablo II decía a las Hijas de la Caridad, que han de ser «el corazón de Cristo en el mundo de los pobres».

En efecto, el sacerdote amando a los fieles no les ofrece su corazón, de determinada persona humana. Sino que, curiosamente, amando de veras con su corazón y fuerzas de amor, deja que en él ame Cristo. Ylos fieles se sienten consolados porque de manera misteriosa, pero perceptible se han sentido acogidos, amados y comprendidos por Cristo.

Es el sentido del beato celibato sacerdotal, que no seca las fuerzas de amor sino que las entrega íntegramente para que sean instrumento y sean informadas por el amor sacerdotal superior de Cristo. Tal es el prodigio del corazón sacerdotal. Sin él las mismas actitudes y  «virtudes que se estiman en la convivencia humana» no le darían al sacerdote cercanía. En cambio le ayudarán mucho, si existe ese corazón sacerdotal.

Debe asemejarse del todo a Cristo, transformarse en él, de que su palabra (que expresa siempre la propia persona) sea verdaderamente palabra de Cristo, y no simple articulación sonora, como un disco. Debe tener para los hombres los mismos sentimientos del Corazón de Cristo, recibir en sí el mismo amor de Cristo, como parece expresamente en la famosa frase del Apóstol: «Caritas Christi urget nos» (2 Cor 5,14): el amor mismo del Corazón de Cristo, difundido en el corazón del apóstol no le deja en paz, es la forma de su vida. De aquí la cordialidad amplia, paciente, que no se cansa, que no pide demasiado y que dar bastante, no buscando para sí las cosas de los hombres, sino sus almas para Cristo.

Tal es la imagen ideal del sacerdote, celebrando la eucaristía, orando por el pueblo, administrando los sacramentos, hablando a Dios del pueblo, y al pueblo de Dios, ofreciendo al pueblo a Dios y Dios al pueblo. Este es el corazón sacerdotal que en el Corazón de Cristo bebe los torrentes de su amor y donde encuentra los tesoros de sus actitudes espirituales que le comunica en el Espíritu: El sacerdote según el Corazón de Cristo. Es el camino para evitar la despersonalización de la pastoral.

Pablo VI pronunció unas palabras maravillosas en 1972 en medio de la feroz crisis de identidad sacerdotal, trazando con ellas la figura del sacerdote. Deseo citarlas al término de mi intervención.

«El sacerdote es no sólo el Presbítero que preside los momento religiosos de la comunidad, sino que es verdaderamente el indispensable y exclusivo ministro del culto oficial realizado in persona Christi y al mismo tiempo in noimine populi, es el hombre de la oración, el solo operador del Sacrificio Eucarístico, el vivificador de las almas muertas, el tesorero de la gracia, el hombre de las bendiciones.

El es el sacerdote-apóstol, es el testigo de la fe, es el misionero del Evangelio, es el profeta de la esperanza, es el constructor de la Iglesia de Cristo fundada sobre Pedro.

Y ahora su título propio humilde y sublime: es el Pastor del pueblo de Dios, es el obrero de la caridad, el tutor de los huérfanos, y de los pequeños, el abogado de los pobres, el consolador de los que sufren, el Padre de las almas, elconfidente, el consejero, el guía, el amigo de todos, el hombre para los otros, y si llega el caso el héroe voluntario y silencioso.

Mirando atentamente al rostro anónimo de este hombre solitario, sin hogar propio, se descubre en él que no sabe ya amar como hombre, porque todo su corazón lo ha dado, sin retener nada para sí, a aquel Cristo que se entregó a sí mismo hasta la cruz por él (cf. Gá1 2,20) y a aquel prójimo que él se ha propuesto amar a la medida de Cristo (cf. Jn 13,15). De hecho este es el sentido de su intensa y bienaventurada inmolación celibataria. En una palabra, es otro Cristo».

¿No podríamos quizás formularlo con la frase que S. Juan Crisóstomo dedica a S. Pablo, y diciendo, que la explicación de todo está en que «Cor sacerdotis, Cor Christi?» Sí realmente; el sacerdote ideal será lo que debe ser, porque su corazón es el Corazón de Cristo.