Mes del Corazón de Jesús basado en las meditaciones del Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. Día 7 ABORRECER EL PECADO (I)

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Ayer intentábamos mirar el pecado desde la luz del Corazón de Cristo, una luz que cambia nuestra mirada, nos saca de nosotros mismos y nos hace amar más a Cristo y a los hombres, por los que Él entregó su vida. Hoy avanzamos en nuestra meditación. Pidamos luz al Espíritu Santo y ofrezcamos este día al Señor.

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo. Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino.

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

ABORRECER EL PECADO (I)

San Ignacio en los EE habla de hacer repeticiones, es decir, volver sobre cosas que ya hemos meditado para que se graben profundamente en el corazón porque “no el mucho saber harta y satisface al hombre sino el gustar de las cosas de Dios internamente”. No es leer por leer. No se trata de acumular ideas, citas de santos, esquemas teológicos… sino de saborear el amor de Dios. Por eso decíamos al principio de este mes que, en el afecto del corazón,  debe ser un mes del don de Sabiduría. San Ignacio recomienda al que reza, detenerse donde encuentra luz, consuelo, paz, certeza… No pasar adelante ansiosamente, para ver más, saber más…

Algunos de vosotros me decís que habéis oído alguna meditación varias veces. No os importe hacerlo, si el Señor os invita a volver sobre una idea que os ha calado hondo. Seguramente ahí os quiere mostrar algo importante para vuestra vida. Os propongo ahora, siguiendo los EE de Mes de san Ignacio que hagamos una repetición de la meditación del pecado con un triple coloquio, pidiendo al Señor por medio de la Santísima Virgen. San Ignacio nos lleva a María porque sabe lo importante que es Ella en la purificación del pecado en nosotros. De hecho, él experimentó una sanación del corazón en materia de castidad, por medio de la Virgen.  Había sido muy ligero con las damas en su juventud y había caído en pecados de impureza. Y eso le había dejado, como decíamos ayer, un peso en el corazón, unas heridas del pecado, que le hacían sufrir. Se sentía sucio, como apegado, condicionado, atado…hasta que la Virgen hizo limpieza en su corazón. Por eso acerquémonos a Ella, que es la que mejor conoce la gravedad del pecado –porque no lo tiene, precisamente-; que le pidamos a Ella nos conceda esas tres gracias, que paso a explicar con detalle:

  • 1º. Aborrecimiento del pecado

 

  • 2º. Conocimiento del desorden de mis operaciones para ordenarme en adelante

 

  • 3º. Conocimiento de las vanidades del mundo para arrojarlas de mí totalmente.

Vamos a hacer esta meditación así, sobre este triple coloquio, que después tenemos que repetir a Jesucristo y al Padre. O sea, por medio de la Virgen a Jesús, y de la mano de Jesús y de la Virgen al Padre para que nos conceda esta gracia. Hemos vivido y estamos viviendo esta pandemia del Coronavirus que tiene que hacernos reflexionar profundamente sobre nuestra vida. El gran virus que nos hace enfermar y acaba por matarnos por dentro es el pecado. Por eso es muy bueno profundizar en esta verdadera pandemia, mucho más agresiva y peligrosa que cualquier virus. Lo que el Señor está permitiendo que suceda debe ser para nosotros una llamada a una conversión más sincera. Ha habido muchas muertes, muchas personas para las que esta vida ha llegado a su final, al encuentro definitivo con la Verdad. Y nosotros queremos vivir también en la verdad. Vamos a pedirle a Dios de nuevo la gracia de una santidad heróica, verdadera, sin vuelta atrás.

Cuando hablamos de la personalidad cristiana decíamos que era importante sentir aborrecimiento del pecado como corresponde a su valor. Pues aquí san Ignacio añade dos aspectos más: el desorden de las operaciones para echarlas y la vanidad de las cosas mundanas, lo vanas que son. Y así, vamos a hacer esta meditación, o este coloquio en forma de meditación. Hoy trataremos sobre el aborrecimiento del pecado y el desorden interior, que nos va a dar bastante materia de meditación. Mañana seguiremos reflexionando sobre la vanidad y diremos algo sobre la muerte, que es lo que más nos manifiesta la vanidad de las cosas de este mundo, cómo pasa todo… para presentarnos ante el juicio del Señor.

Este tema que hoy tratamos es crucial porque pecado, desorden y vanidad son como el camino que nos puede llevar hacia el pecado mortal y hacia el infierno. Es como un plano inclinado por el que casi sin darnos cuenta podemos irnos precipitando en lo peor.

¿Qué pecado debemos aborrecer el primero? Pues, el primero creo que se puede decir que es la SOBERBIA; soberbia oculta o manifiesta; esa soberbia con la cual uno se cree ya superior a todos los demás, que ninguno otro entiende las cosas de la vida espiritual o laboral o política o educativa o familiar sino uno mismo; ese espíritu a veces exaltado de querer cambiarlo todo, de revolucionar todo; de impaciencia, de no soportar las cosas. Eso es lo más peligroso, quizás; estos espíritus así, agitados, que ni están en paz ni dejan estar en paz a los demás, cuando se manifiestan así, como grandes revolucionarios, son en el fondo del corazón unos pobrecillos, que tienen dentro la lucha de una afectividad que no saben controlar. Cuando a uno le dicen: hay una persona ahí que está muy agitada… y que tiene grandes problemas de vida, que quiere reformar esto y aquello, que en todo ve fallos… que no soporta; está agitada, quiere hablar con usted… cuando uno oye esto, uno tiembla, porque sabe que detrás de esos espíritus, en general, hay grandes problemas afectivos interiores, no resueltos; y muchas veces, debajo, problemas de castidad. Y son pobres hombres, pobres almas que dan verdadera pena; y se manifiestan externamente con toda esa soberbia aparente, cuando dentro no son capaces de soportarse a sí mismos. Y como son almas soberbias en esto, no sé cuál es lo primero; no sé si lo primero es el problema ese afectivo, el problema de la castidad, y después pasa a la actitud de esa soberbia, o es lo contrario. No siempre es fácil de decirlo; pero Dios se retira del alma soberbia y la deja allí sola, y el demonio le prepara asechanzas en muchos campos de la convivencia… y acaba por saltar y por desesperarse y amargarse.

El segundo pecado que debemos aborrecer es la IMPUREZA, porque daña el corazón en el campo afectivo que es muy central en el ser humano. No hay que llevar las cosas a extremos  y nunca vivir con ansiedad en estos campos. La ansiedad no es de Dios; sino siempre con paz. Pero es un campo que ofrece siempre una facilidad del pecado. Detrás de los problemas de castidad, siempre hay un problema de afectividad. Suele empezar por ahí, por no sentirnos amados. Raras veces el problema se presenta directamente en el campo de la castidad, raras veces; y en general, cuando se presenta así, fácilmente se supera; es un pequeño desliz, nada, una cosa sin importancia. De ordinario, el problema viene de la afectividad, que es la raíz. Es nuestro afecto, nuestro corazón; y en el hombre hay como una especie de energía de capacidad de afecto radical que después se realiza en planos diversos: en el plano sensual, en el plano sexual, en el plano psicológico, en el plano sobrenatural. Cuando el corazón experimenta el vacío, por cualquier experiencia mal vivida, que ha dejado como una herida dentro, eso es fatal. Porque entonces busca compensaciones en afectos y experiencias con las que intenta calmar esa sed, llenar ese vacío, curar esa herida. Hay problemas de castidad que pueden requerir una ayuda profesional sicológica, pero es muy cierto que como en el fondo hay un vacío de afecto, la experiencia profunda y vital del amor infinito de Jesucristo es sanadora del corazón. Cuánto ayuda una vida de oración verdadera, en la que uno se sabe tan amado, tan bien tratado por Jesucristo, que como decíamos es un caballero; es el verdadero Esposo de nuestras almas, el amigo que nunca nos fallará, el descanso y el refugio en los momentos oscuros.

Por lo tanto, mucha atención al afecto; que esté siempre lleno de Cristo, y renovarlo constantemente, y enamorarse de Cristo, que mientras haya esa plenitud de enamoramiento de Cristo, no habrá tanto peligro de la castidad; y cuando uno tiene problemas de castidad, procure enriquecerse del amor de Cristo, sin dar vueltas sobre sí mismo, sin estar contemplando siempre sus propias deficiencias y las propias incomprensiones y cruces.

Y esto hay que tenerlo presente, porque, en la vida cristiana ha bajado un poco el tono de la misma pureza, de la castidad misma. Con todas estas cosas modernas, que serán muy necesarias, muy buenas, apostólicas, todo lo que usted quiera; pero el tono de la vida espiritual, quizás ha sufrido con todo esto. Hay más facilidad para ver de todo, más sensualidad en las imágenes que nos llegan, poco o muy escaso sentido del pudor en el modo de vestir, en las conversaciones, una oferta agresiva de pornografía por todas partes…Todo eso va robando poco a poco esa transparencia en muchas almas, la transparencia de la castidad positiva; porque nuestra castidad, nuestra pureza tiene que ser positiva; no el evitar el pecado, sino el hacernos cada vez más transparentes a las miradas de Cristo. Que el alma suba siempre hacia el Señor en toda limpieza. Dichosos los limpios de corazón, ellos verán a Dios.

Pues bien; en esta materia, supuesto esto que he indicado, quien no ora, cae. Quien no ora, no en el sentido de que: yo no he rezado esta mañana, y hoy caeré. Esas son exageraciones que hacen mucho daño al alma. No, no es ése el sentido. Quien no ora, es decir, quien no tiene vida de oración, vida interior, cae, cae. Por la razón que he dicho: porque donde no hay vida interior no hay calor de amor a Cristo, y donde no hay calor de amor a Cristo enseguida entra el vacío del corazón, y entonces viene la tendencia normal, natural, hacia las criaturas, pero de forma desordenada, movidos por impulsos ciegos y torpes. En esta materia, quien se pone en peligro temerario, cae; en peligro temerario, es decir, no razonable: porque uno mismo se busca las cosas, porque se propone ciertas lecturas, ciertas películas, ciertas cosas que no tenía por qué mirarlas. Pues, quien se pone en peligro temerario, cae. Y quien no guarda los sentidos, cae. Quien no guarda los sentidos habitualmente, se entiende; lo cual no quiere decir una ansiedad en la guarda de los sentidos, no. No vivir nunca con ansiedad en esta materia, como si uno estuviese siempre al borde del abismo. No, por Dios, no. No es eso. Hay un margen bastante grande antes de llegar al pecado mortal, bastante grande. Por eso; que uno camina y se le van los ojos, o de repente aparece una imagen en internet… Que no se asuste por eso. –Entonces, ¿puedo mirar todo? No, no; usted vaya a lo que tiene que ir, pero no se asuste si alguna vez se le escapa, que todavía queda mucho, desde la sensualidad  hasta lo que puede llegar a ser falta moral. Pero no se descuide. Jesús siempre habla de una palabra: vigilar, cuidar el corazón. Holgura del corazón; generosidad con Dios en la paz y en la holgura de corazón. –Y notemos que en esto, no valen largos años de vida ni de inocencia. No tenemos ninguna seguridad. Por eso, tenemos que tener un modo de actuar muy sencillo y muy diligente, pero sin apoyarnos en nuestros propios méritos. A veces es curioso. Pasa a veces, que uno se encuentra en los peligros más grandes y ni se le ocurre un pensamiento malo, y después uno se encuentra en una circunstancia donde no hay nada malo, nada de particular, y le viene una tentación. Es enteramente imposible de prever, es imprevisible esta materia. Y no valen largos años. –Es que yo… son muchos años que me conservo así. –No importa. En la vida de un sacerdote suizo aparece cómo él tuvo las grandes tentaciones contra la castidad a los 70 años. Hasta entonces había ido sin ninguna dificultad; y a los 70 años empezó a sentir las grandes tentaciones. Hoy también se ven hombres mayores viudos que de golpe se meten a vivir con una joven como si fueran marido y mujer y tan frescos… ¿Fenómeno curioso? Pues, puede ser. –En fin, no hay nunca una seguridad. Por eso, proceder siempre con diligencia normal, serena, habitual.

Los otros caminos del pecado mortal son  las pasiones no domadas. Dondequiera que hay pasiones sin domar, esas pasiones pueden ser un peligro muy grande. –El desprecio formal y descuido habitual de la vida de piedad alegando que no hace falta, que son ñoñerías, que lo importante es vivir auténticamente la fe pero sin beaterías. De ahí resulta que se enfría la vida interior, y enfriándose la vida interior nos encontramos con falta de sentido de abnegación, con falta de sentido íntimo de amor a Cristo, y todos los peligros que de ahí derivan. –El desprecio de las cosas pequeñas en la vida espiritual. Tenemos que hacer cada pequeña acción con todo el amor con que un mártir va al martirio, con el grande amor. Pidamos al Señor siempre esas grandes gracias del amor grande de Cristo. –La tibieza, los pecados veniales habitualmente aceptados con deliberación. Todo eso nos puede llevar al pecado grave, y por eso tenemos que adquirir un aborrecimiento de esos pecados.

Pero para hacer así este coloquio, puedo fijarme en mi pecado, es decir, el pecado habitual mío; no precisamente el temperamental sino el pecado en que yo más fácilmente caigo por las razones espirituales que sean. No porque tengo mal genio y se me escapa de vez en cuando. Ahí no darle demasiada importancia, procurando insistir siempre en el mejorar, pero es muy difícil que lo elimine; y al Señor no le disgusta tanto como a nosotros; que a nosotros nos deja muy en ridículo, y eso nos duele. Pero digo mi pecado, el pecado habitual mío, mi negligencia más grande. –Pues bien; pedir a la Virgen, a Jesucristo, al Padre, conocimiento interno y aborrecimiento de ese mi pecado. ¿Por qué razones? Primero, por la fealdad intrínseca de ese pecado concreto, que es el mío, sea la envidia, sea la ira, sea la pereza, el descuido de los ejercicios de piedad, la frialdad en el trato con Dios, la falta de caridad… Ver lo repugnante que es ese pecado, lo que supone como locura, como ingratitud con el Señor. Si hubiese sido un enemigo el que me tratase así… pero tú, que dices ser mi amigo, o que eres mi sacerdote, mi esposa en la vida religiosa,  eres tú, que te dedicabas a agradarme siempre… que seas tú quien me ofendas… Así se quejaba el Señor por el profeta: “Si hubiese sido un enemigo…”, ¿pero tú, mi amigo, mi amiga, a quien he puesto yo al frente de una familia para que formes el corazón de tus hijos, tú me tienes que tratar así? –Y cuánto daño has hecho así en las almas que debías formar, cuidar, acompañar…

Considerar también el daño que me hace ese pecado. Daño que viene representado en la parábola de Jesucristo del buen samaritano: el caminante que cae en manos de ladrones. Y dice que se marcharon, lo despojaron y lo dejaron medio muerto. Lo despojaron de las virtudes; ¡cuántas veces! Ese pecado, ¡cuántas virtudes me quita! Me despoja del fervor; voy perdiendo el entusiasmo. Quizás llega a tal grado que uno ya se ríe de toda la formación religiosa recibida. Eso sería ya muy malo. Si uno llega a reírse de todo lo vivido, de todo lo aprendido, eso quiere decir que va muy mal. –Con llagas, lo dejaron al pobre herido; en estado de torpeza, de debilidad espiritual, llagado, medio muerto. Así me quedo yo muchas veces con mi pecado: con una vida lánguida en la vida espiritual. –Que sienta aborrecimiento de esto; que me hace mucho daño ese pecado. Y no sólo a mí, sino que causa daño a mi alrededor, según el pecado que sea, más o menos: palabras contra mis semejantes, contra los sacerdotes, contra políticos, contra obispos, incluso quizás contra el Papa… me he atrevido a decir palabras para criticar ácidamente al Obispo, al Papa… Palabras contra la caridad, que delante del Señor es una cosa tan delicada, hiriendo la reputación de los demás, el honor y la fama de los demás, induciendo en las almas el desaliento, que es un pecado muy grande. Almas generosas que volarían hacia Dios, yo he hecho la labor de desanimarlas, presentándoles las dificultades, la falta de espíritu sobrenatural… que la vida cristiana no es tanto como se imaginan… y las he desanimado. Y aquí hay peligro de pecado grave a veces. “Líbrame de mis pecados ocultos”, decía el salmista. Y el Evangelio es muy duro cuando habla de la caridad y de las faltas de caridad; cuando dice que si uno llama a otro con un mote: estúpido, fatuo, imbécil que será reo del fuego eterno. –Palabras quizás contra la comunidad eclesial donde vivo… quizás sembrando críticas, descontento, mal espíritu… Quizás he dado ejemplos que han hecho daño. Esto hiere mucho al Señor también. En el libro de los Reyes se dice así de aquellos reyes malvados: “Pecó e hizo pecar a Israel”. Con esto se quiere indicar como una cosa muy repugnante a los ojos de Dios.

Examinar esto en mí para que lo aborrezca. Preguntarme: ¿He sido de los que atraen las bendiciones sobre mi familia, grupo, lugar de trabajo, parroquia, comunidad? ¿He atraído bendiciones del cielo? O más bien al contrario: ¿He atraído castigos del Señor? ¿He sido útil a mis hermanos? O al contrario: ¿He sido inútil? ¿Querría yo sinceramente que todos los que viven conmigo fueran como yo?  ¿qué altura de santidad ofreceríamos entonces al mundo?

Y debo también considerar otro punto: ¡cuántas gracias recibidas! ¡Cuántas gracias constantes del Señor! Desde mi bautismo, la primera comunión, la catequesis, la familia, el colegio, la formación humana recibida, la educación religiosa, los cuidados de la Iglesia… -Que me llegue al fondo este aborrecimiento de mi pecado. Pedírselo a la Santísima Virgen.

Coloquio con la Virgen que no hizo pecado, y por eso ama más al Señor, lo conoce mejor y sabe más lo que significa ofender al Señor. Coloquio con Jesucristo que llevó sobre sí mis pecados a la cruz; y de la mano de Jesucristo y de la Virgen, coloquio al Padre, que conoce adecuadamente lo que es el pecado.

Y vamos al DESORDEN DE LAS OPERACIONES. El desorden se puede dar en las tendencias o en los actos. Las tendencias pueden ser desordenadas, y de ahí nacen después los actos desordenados. El desorden propiamente tal en las tendencias, se puede reducir al desorden de la sensualidad, de la afectividad y de la soberbia. ¡Cuánto desorden en mí en ese campo! No digo ahora que son pecados. ¡Cuánto desorden, cuánto tiempo perdido en eso, cuánto me muevo por esas tendencias desordenadas, aun cuando quizás no haya sido pecado! Me determino por afecciones desordenadas. Vivo de mil pequeñeces, caprichos, que yo después hincho, y me parece que es una cosa tan importante… y no vale nada. Detalles insignificantes. Me esclavizo con las realidades de este mundo en vez de usarlas con un corazón libre: el dinero, el placer, el éxito, el alcohol, la comida…a veces las desvío de su fin, las hago ir contra su fin, y así hago a veces a Dios cómplice de mis desórdenes, obligándole a cooperar conmigo en lo que yo uso mal, por ejemplo en la procreación de los hijos. Y claro, en fuerza de estas tendencias desordenadas, hay infinitas contradicciones en mi vida. ¡Cuántas… cuántas…! Contradicciones entre mi conducta y mis principios. Los principios están ahí; son los principios religiosos, los principios sobrenaturales; ¿y la conducta? –Es que no se puede vivir de principios sobrenaturales. -¿Quién ha dicho eso? Pues entonces, ¿para qué se enseñan si no se pueden vivir?   –Examinemos estas contradicciones, que son nefastas. Contradicciones entre mi conducta y mis sentimientos íntimos –muchas veces disimulados los sentimientos íntimos-, por los dos extremos: a veces sentimientos íntimos muy altos… mi conducta muy baja; a veces sentimientos íntimos inconfesables… en la conducta exterior, se procura disimular suficientemente.

Contradicciones entre mi conducta y mi fe; ¡cuántas…! Yo que me llamo católico, católica… ¿me dedico a eso en mis ratos libres, ejecuto con tanta incompetencia mi trabajo profesional?… estoy consagrado al Señor por el bautismo… y mi conducta, ¡qué distinta…! Y claro, muchas veces es patente la contradicción entre mi conducta y la opinión que tienen de mí como católico, como sacerdote, como religiosa. Los laicos estiman mucho -digan lo que digan- a los sacerdotes y piden mucho de ellos y son generosos en hacer limosnas, en desprenderse de sus bienes para sus parroquias; pero lo hacen para la Iglesia,  para Caritas, para las misiones, para que sirvan al Señor, a los fines verdaderos; no para que se aprovechen de eso para enriquecerse y vivir mejor que los laicos. ¡Qué doloroso es esto! Saber de una persona que ha renunciado a todo por ayudar a un sacerdote, a un seminarista, a un misionero; que en años no se hace un vestido para poder ahorrar dinero, y así va dando su beca poco a poco… y el seminarista o la persona que se sirve de esta ayuda, no puede prescindir de ir al cine todas las semanas. ¡Qué contradicción! Aquella alma tan generosa, que se desprende de todo para ayudar a un religioso, a una religiosa porque ve en ellas la consagración a Dios que le atrae; y la religiosa no corresponde a esa idea alta, que es justa, por parte del seglar. Contradicción, por fin, entre mi conducta y los consejos que doy a los demás. Les hablo de desprendimiento, de amor, de humildad… ¿Y mi conducta?

En fin…pedir detestar este desorden interior; que lo arroje lejos de mí. Que haya en mí una lógica sobrenatural; que me ofrezca de veras al Señor, como se espera de alguien que dice que ama a Cristo.

Como dice San Pablo en la carta a los romanos, en el capítulo 12: “Por tanto, os ruego por la misericordia de Dios que dio su vida por nosotros, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, que es el holocausto, la ofrenda lógica, razonable ante el amor de Cristo”. Que sea consecuente, que cesen esas contradicciones, que haya en mí un orden interior. Y pedírselo a la Virgen, que tuvo siempre tal orden en su alma, toda ordenada, todas sus intenciones dirigidas puramente a complacer a Dios. Y de la mano de la Virgen, acercarnos a Jesucristo, la norma del orden. Y por Jesucristo, al Padre, para que nos conceda ese aborrecimiento de todo desorden en nosotros y esa lucha incansable para ordenarnos. Que nos conceda la gracia del orden: que todos mis pensamientos, mis palabras, mis acciones estén puramente ordenadas a agradar a Cristo.

Acabamos esta meditación orando y escuchando una canción que nos habla de esa profunda renovación interior que necesitamos.

https://youtu.be/uSEcsv_463U

 

Oh Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; Te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén