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Decíamos ayer que el Corazón de Jesús es una autorrevelación de su amor que nos cambia la vida. Siempre nos sorprende su bondad inagotable, su paciencia infinita, su humildad. Comenzamos el día ofreciendo nuestra vida al Señor y deseando conocerle más para amarle más y servirle en nuestros hermanos. Pedimos el Espíritu Santo, que baje a nosotros su Gloria y nos libere del pecado.
Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo
Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino
Te pido en especial
Por el Papa y sus intenciones
Por nuestro Obispo y sus intenciones
Por nuestro Párroco y sus intenciones
DÍA SEXTO. EL PECADO A LA LUZ DEL CORAZÓN DE CRISTO
Meditando los pecados y nuestra respuesta ingrata al Señor, no debemos fijarnos únicamente en mis pecados personales, sino reflexionar en el pecado como tal.
Muchas veces, por diversas razones, el hombre se siente como si llevase un cadáver en su corazón. Un cadáver del cual no se puede desprender por muchos esfuerzos que haga. Siempre está allí. Un estado de desaliento, de desconfianza… producido por el recuerdo de los propios pecados; pecados pasados que pueden crear un verdadero tormento psicológico al alma. Y no hay modo de quitárselo de encima; está allí siempre ese recuerdo. Es algo de lo que no se suele hablar en este mundo secularizado, pero cuando uno rasca dentro de las personas, se lo encuentra.
Se da muchas veces este estado interior en los jóvenes que están en etapa universitaria. Un estado que ellos mismos no saben, quizás, interpretar y que no saben formular; pero que sienten dentro como un peso. Quizás se podría formular de esta manera: si yo no hubiera perdido mi inocencia, mi pureza, me esforzaría por conservarla con todas mis fuerzas; pero ya que la he perdido, ¿para qué esforzarme? Ya no merece la pena. Y se dejan llevar. Y notamos que una gran parte de los jóvenes que se pierden, y se alejan de la práctica religiosa, lo hacen por esto: por desconfianza; porque ya han perdido la ilusión o la esperanza de poder ser buenos, y ya una vez que no pueden ser buenos, hay que dar la impresión de que ya no interesa el ser buenos, de que ya lo más importante es lo otro: el ser inteligente, el ser admirado, el éxito social; pero en el fondo llevan esa amargura interior, aunque hablen poco de ello.
Y en casos de personas religiosas pasa una cosa parecida: si yo no fuera conocido como un sacerdote murmurador, acomodado, como una religiosa mundana, tibia,… me esforzaría por ser un buen sacerdote, una buena religiosa; pero ya que soy así, ya que tengo esta imagen pública ¿cómo cambio? Ya me conocen como soy. Sería un deshonor para mí; sería como reconocer mis errores de antes; ya no importa. Lo que tenía que perder, lo tengo perdido.
Ese estado interior, supone una concepción demasiado egocéntrica del pecado, demasiado centrada en nosotros mismos. Si lo miramos a la luz del Corazón de Cristo, entonces comprenderemos, cómo diríamos, que es casi diabólico tal modo de pensar. Porque sería como decir: si yo no hubiera azotado a Cristo, me esforzaría por no azotarlo; pero una vez que lo he azotado, seguiré azotándolo. Esto es no entender el pecado. Ninguno procedería así con ninguna persona humana, y menos con Dios. Es que no se trata en el pecado, tanto de tu honor cuanto de Cristo y de la gloria de Cristo. Y así, aun en almas fervorosas que tienden decididamente hacia la santidad y hacia el agradar a Cristo, se siente a veces que llevan este cadáver en el alma. Piensan a veces con ansiedad: ¿por qué habré pecado tanto… por qué habré cometido tantos y tales pecados…? No es que duden del perdón; están seguras de que todo está perdonado. No es que quieran renovar las confesiones; están ya hechas. Pero es una pena ansiosa que turba, que corta las alas para volar, que están allí creando ese peso de plomo sobre el corazón. Y esto pasa en concreto en materias de pureza más particularmente, a pesar de que éstas faltas siendo graves son las menos graves entre las graves, porque son aquéllas en las que hay más fragilidad humana, más inclinación de la concupiscencia, etc., y tienen en sí menos gravedad maliciosa. Y sin embargo, dejan más esta huella, esta especie de peso dentro, como algo de lo que uno no llega nunca a librarse del todo.
Pues bien, esa reacción no es puro amor de Cristo, sino que hay una buena dosis de amor propio…En el fondo, quizá lo que me hace sufrir es que no soy tan perfecto como yo querría. Si yo pudiese presentar una vida inmaculada en todo, una página limpia del servicio del Señor… Y la prueba está bastante clara; pensemos: ¿Por qué quedo indiferente ante las ofensas que cometen los demás? Me puedo interesar, sí; pero no me dejan con esa pena ansiosa como las mías. Y aun cuando es verdad que tenemos más obligación de impedir nuestros pecados que los de los demás, pero no habría esta desproporción si la razón fuera verdaderamente la ofensa de Cristo; porque también los pecados de los demás ofenden a Cristo. Hay esa mirada egocéntrica del pecado, demasiado centrada en nosotros mismos. Por eso, para corregirlo, vamos a meditar en un principio fundamental de la devoción al Corazón de Cristo: Jesucristo es sensible. Vamos a tratar de ver en qué sentido se puede decir que Jesucristo ahora sufre por el pecado.
Ayer pedíamos al Señor “vergüenza y confusión de mí mismo, viendo que tantos han sido condenados, castigados, por menos pecados que yo, y cuántas veces yo merecía haber sido castigado por mis tantos pecados”.
Hoy tenemos que pedir al Señor la gracia de sentir dolor intenso por el pecado y por mis pecados. Tenemos que levantar la mirada a Jesucristo en cruz para entender. Sabemos que la Cruz de Cristo es el efecto más terrible del pecado. Ahí está el Corazón de Cristo, traspasado por la lanzada. Cristo en cruz. ¿Qué dice el Corazón herido de Cristo cuando se nos presenta delante? Nos dice que está herido, que hay ofensas que lo han herido. Eso debería ser lo importante para nosotros. Que sea yo o que sea otro, lo importante es que el Corazón de Cristo está herido. Esta reflexión nos saca de nosotros mismos y nos hace interesarnos por Él. De aquí se pueden abrir grandes horizontes de generosidad a un alma ardiente. Si yo antes, movido por el amor hubiera podido llegar a decir: antes morir que cometer un pecado mortal, contemplando ahora ese Cristo herido, ofendido por el pecado, quizás la Gracia me mueva internamente a decir: Señor, mi vida para evitar un pecado, sea mío, sea de otro; lo que yo quiero es evitar una ofensa a tu Corazón, una herida de tu Corazón. Ahí tenemos horizontes inmensos de caridad y de amor.
Pero entremos en la pregunta clave: ¿Sufre Cristo? Ese Corazón herido que se nos presenta ahora, ¿es sólo un símbolo o hay una realidad vital en esto? En esta meditación, viendo así el Corazón herido de Cristo ante nuestros ojos, le pedimos gracia para sentir internamente en qué sentido sufre ahora, y cuál debe ser mi actitud ante ese Corazón herido de Cristo.
1º EL PECADO RESPECTO A CRISTO.
En su vida mortal, en su vida terrena, el pecado –sea mío o sea de otro- ha tocado a Dios en lo más profundo de su Corazón. El pecado es causa de la pasión de Cristo. Él tomó sobre sí nuestros pecados; todos y cada uno, conscientemente y en particular. Cada uno de mis pecados y cada uno de los pecados de todos los hombres, Jesucristo los tomó sobre sí conscientemente, y cada uno de ellos supuso en Él la causa de sufrimientos íntimos. Si yo hubiera pecado menos, Jesucristo hubiera sufrido menos. Esto es muy cierto.
Además, no sólo es causa de la muerte de Cristo, sino que nuestros pecados suponen una negra ingratitud con Jesucristo; porque, nosotros le hemos ofendido después de haber conocido su perdón y su redención y después de haber recibido la gracia santificante. De modo que es un pecado que recae sobre sus beneficios. Y Jesucristo es muy delicado para la gratitud. Pocas veces se quejó en su vida, pero se quejó de aquellos nueve leprosos curados que no habían venido a darle gracias; sólo había venido aquel samaritano. Por eso, nuestro pecado es una herida en el Corazón de Cristo en su vida mortal; por ser causa de su Pasión y por ser una particular ingratitud que él tomó sobre sí con ese carácter de ingratitud.
Y otra pregunta que nos interesa mucho: ahora, ¿qué supone en la humanidad de Cristo glorioso? ¿SUFRE CRISTO AHORA EN EL CIELO? Ciertamente que no sufre EN SU CUERPO glorificado. San Pablo lo dice claramente: “Ya no muere Cristo; la muerte ya no le puede dominar”.
Pero EN SU ALMA ¿Jesucristo sufre ahora en el Cielo? Vamos a verlo. En su alma Jesucristo posee la visión beatífica. Ve al Padre y eso le hace verdaderamente feliz. Pero esto no resuelve todo porque también cuando estaba en este mundo, en su vida terrena, el alma de Cristo poseía la visión beatífica y era también verdaderamente feliz; veía al Padre y era feliz. Y con todo, la visión beatífica no impedía que sufriese, incluso físicamente en su cuerpo, en la agonía, en la cruz; y no impedía –mucho menos- que sintiera compasión honda en su alma a vista de las ofensas que recibía el Padre y de los males morales que sufrían los hombres. Sentía compasión muy honda. Cuántas veces nos dice el Evangelio que, viendo la multitud decía: “Me da pena esta multitud, porque están como ovejas sin pastor”.
Por tanto, en su estado actual glorioso en el Cielo, Jesucristo no sufre en su cuerpo, pero podemos admitir que siente compasión honda en su alma ante las ofensas del Padre, y que no es indiferente a nuestro mal moral, al mal de sus miembros sobre la tierra, tambien a sus males físicos. Los siente íntimamente y se compadece de ellos. A este estado actual de Cristo se refiere la carta a los Hebreos: “No tenemos un pontífice que no sepa compadecerse de nuestras miserias”. Este sentimiento hondo de compasión de Cristo podemos, quizás, declararlo con un EJEMPLO HUMANO. Suponed UNA MADRE que está en perfecto bienestar económico, en perfecto estado de salud, y recibe la noticia de que su hijo ha sido trasladado a una clínica gravemente enfermo. Esta madre no puede menos de sentir compasión íntima; tiene todo lo que puede desear de salud, de estado económico… pero siente compasión por el estado de su hijo. Sería más feliz si no existiese la enfermedad del hijo, pero supuesta la enfermedad del hijo, no habría mayor dolor que el de no poder compadecerlo; porque ama. Supuesta la enfermedad, es más feliz compadeciéndolo. Y esto se debe a que en la compasión hay una fruición de amor; el amor goza en poder compadecer. Si ama, compadece. Y así está Cristo en el cielo, y así están los santos en el cielo: muy unidos a nosotros, sensibles a nuestros pecados o a nuestras virtudes. Es verdad que esa compasión de Cristo, como la de los santos, se ejercita en un modo perfecto, sin mezcla de imperfección alguna que rompa la serenidad del espíritu bienaventurado. Y esto es lo que a nosotros, a veces, nos impresiona y no entendemos.
Pensad esto: cuanto más santa es un alma, cuanto más ardiente en su celo, tiene tanta mayor compasión de los pecadores. Un san Francisco Javier, un san Pablo, sienten compasión honda, íntima, y sin embargo, cuanto más suben, más serena es su vida; más crece su compasión y más serena es su vida. Esa paz que supera todo sentido. Eso es lo que a nosotros nos choca.
En este sentido –entendiéndolo así-, en este grado, se pueden interpretar justamente las impresionantes expresiones de San Antonio abad, fundador de la vida del desierto: “Os digo, como cosa cierta, que nuestra negligencia y miseria, nuestras conmociones extrañas, no sólo nos hacen daño a nosotros, sino que constituyen un trabajo para los ángeles y para todos los santos en Cristo Jesús, porque no descansan totalmente por causa de nosotros. En verdad, hijos míos, que nuestra miseria les causa tristeza a todos, como por otra parte, nuestra salvación y glorificación les produce alegría y descanso”. Y el gran Orígenes decía: “Mi Salvador llora aún hoy día mi pecado. Mi Salvador no puede alegrarse del todo mientras yo permanezco en pecado; permanece en tristeza mientras yo permanezco en error. Nosotros somos, por consiguiente, los que, descuidando nuestra propia vida, retrasamos su plena felicidad. Nos espera a nosotros para beber del fruto de esta vid. Y tú mismo tendrás felicidad al salir de este mundo, si eres santo; pero tu felicidad será plena cuando no te falte ningún miembro del cuerpo. Esperarás a otros, como otros te han esperado a ti”.
Esto nos sirve mucho para entender que Cristo tiene un Corazón, tiene un Corazón ahora, se interesa por nosotros y compadece todas nuestras miserias y todos nuestros pecados.
2°EL PECADO EN EL CUERPO MÍSTICO.
Veamos ahora el pecado en relación con Cristo, pero en SU CUERPO MÍSTICO.
El sentimiento de compasión de Cristo glorioso, del que hemos hablado ahora, corresponde a la herida real del Cuerpo Místico suyo. Si toda la Iglesia fuese brillante, llena de esplendor, se la reconocería como fundada por Cristo con más facilidad que no cuando se la ve lleva de miserias por todas partes. Y nosotros hemos puesto nuestro granito en esta impresión que puede causar la Iglesia fuera, a los que no son de ella. Pero, aun todo pecado que no se vea por fuera, todo pecado interno, de pensamiento, pecado secreto, íntimo, es una herida en el Cuerpo Místico de Cristo. Jesucristo está ahora como leproso en su Cuerpo Místico por nuestros pecados, y yo lo puedo curar.
Y muchas almas del Cuerpo Místico de Cristo, se salvarían y el Señor les concedería gracias de misericordia, si por el resto del Cuerpo Místico circulase esta vida plena; y al impedir yo esta vida plena con mi pecado, pues puede haber un influjo, de modo que esa alma no reciba esas misericordias. ¡Ah!, ¿entonces tengo más responsabilidad y más pecado? No; no debemos exagerar esto. Mi responsabilidad es la misma siempre ante el Señor, pero puede ser que yo hubiese salvado muchas almas que, quizás, no se han salvado. Con estos pensamientos no debemos atormentarnos sino animarnos a amar con más generosidad.
También sucede al contrario. Precisamente porque constituimos este Cuerpo Místico, los pecados de los demás católicos me tocan; me tocan de cerca en cuanto que esos pecados no me pueden dejar indiferente. Somos una unidad con Cristo; y el miembro vivo se reconoce en esto, en que compadece con los demás miembros. Cuando uno no siente esa compasión, quiere decir que no tiene la plena vitalidad del cuerpo.
Pues bien; pidamos sentir íntimamente las heridas del Cuerpo Místico; que tenga sensibilidad para ellas, que yo sea un miembro vivo de Cristo. Y es gracia del Señor. ¡Oh!, si tuviésemos este sentimiento íntimo de las grandes heridas del cuerpo místico, ¡qué poco nos fijaríamos en las pequeñeces de nuestra vida! Que yo me esté quejando de este pequeño disgusto, de este pequeño dolor que tengo, este pequeño dolor de cabeza, cuando el Cuerpo Místico de Cristo sufre tanto…: persecuciones, sacrilegios, escándalos… Y yo estoy ahí con mi pequeño dolor. Pidamos al Señor ampliar el corazón, hacerlo grande con las dimensiones de su mismo Corazón. Y que crezca en nosotros cada día más esa sensibilidad interior.
Y vengamos al último punto de esta meditación: Los pecados de mis almas, mis almas. Dentro de este Cuerpo Místico, mi sensibilidad mayor tiene que ir a los pecados de mis almas. No sería una actitud perfectamente católica el trazar una línea divisoria entre nosotros y los pecadores; una oración por ellos en la que yo me siento inocente y ellos son pecadores; yo implorando perdón para los pecadores… Esta actitud es algo farisaica. Todos somos pecadores y me debo sentir también yo pecador, porque lo soy. Pero si el Señor me ha concedido vivir, por su Gracia en esa inocencia debería sentir más aún la necesidad del sacrificio por esos pecadores que son también almas mías. No basta el apostolado, trabajar por ellos… apostolado activo… hablar con ellos…no bastan las obras de misericordia materiales o espirituales. Puedo y debo ofrecerme por ellos. Este es el gran misterio de la Cruz de Cristo de la que yo puedo ser participe. Un Inocente, Cristo, sufriendo y ofreciendo su vida y su cruz por los pecadores.
Sigamos profundizando en ese ofrecimiento de reparación por los pecados de las almas.
En mi pecado personal, no basta con pedir perdón, sino que tengo que satisfacer por mi pecado. Suponed que una persona me debe 6000 euros. Yo puedo proceder de dos maneras respecto de esta persona que no puede pagar; o le perdono la cantidad y lo dejo sin que él haga nada (esto es humillante para esa persona), o le busco una ocupación, medios para conseguir ese dinero y que me lo pague (este modo dignifica a la persona). El orden que ha escogido el Señor es éste segundo: darnos la posibilidad de pagar, porque así es más noble, es más digno de la bondad divina, que no esa humillación del hombre que vive de puro perdón del Señor; no. Reparar. Te doy la posibilidad de reparar; y nos ha dado la posibilidad de reparar enviando a su Hijo a la cruz; su Hijo que ha ofrecido por nosotros la reparación de la cruz, y nos ha dado la posibilidad de unirnos a Él y unir nuestra pequeña satisfacción a su satisfacción infinita por ser Persona divina quien repara, quien satisface.
Pues bien; lo mismo pasa en nosotros con nuestras almas. Nosotros, cada uno, tiene sus almas en el Cuerpo Místico de Cristo. Almas con las cuales está vinculada por una unión real sobrenatural. ¿Cuál es esta unión? No es fácil de determinar; pero existe una unión creada por vínculos sobrenaturales, como son los sacramentos. Por ejemplo: miembros de una misma familia unidos por el Sacramento del Matrimonio, almas que la Iglesia nos ha confiado particularmente: súbditos con superiores, Director con las almas dirigidas, párroco con sus feligreses, padrinos con sus ahijados… Esto es claro. Pero además de esto, yo creo que hay muchísimas almas, miles y millones de almas que están vinculadas a nosotros por el Señor con vínculo real sobrenatural, aun cuando nosotras no las conozcamos siempre.
Pues bien; todas esas son mis almas, mis almas en el Cuerpo Místico que yo puedo curar, y por el cual puedo satisfacer ante el Señor. No se da esa unión particular de que estoy hablando, con todo el cuerpo místico, no. No tenemos nosotros esa unión con las almas que existieron hace siglos, ni con las almas que existirán después, ni siquiera con todas las almas presentes. No tenemos ningún argumento que lo pruebe así. Jesucristo sí. Él estaba unido a todas las almas, y la Virgen también, y por eso es medianera universal; pero nosotros no. Nuestro campo es más reducido: nuestras almas, ésas que el Señor sabe, ésas que están unidas.
Pues bien; respecto de esas almas puedo decir también en verdad, que los pecados de esas almas son míos, míos, de una manera real, verdadera; no míos personalmente cometidos, no míos en modo que yo quede manchado por ellos, pero míos en ese sentido: que tengo posibilidad de satisfacer por ellos, de reparar por ellos. Diremos que son las llagas de Cristo que yo puedo curar con mi satisfacción. No tengo obligación, no tengo; aunque quizás de mi satisfacción depende la salvación de ellas; y los pecados de ellas son míos realmente. Y por esos pecados no digo sencillamente: Señor, perdónales, sino digo ante Jesucristo: Señor, perdónanos nuestros pecados.
Pedid la gracia de sentirlo así íntimamente, de sentir los pecados de las almas, de mis almas, y de sentirme así capaz de satisfacer por ellas. Moisés dice estas palabras, en el Éxodo, capítulo 34: “Si he hallado gracia delante de tus ojos, Señor, te pido que camines con nosotros”. Él con el pueblo; el pueblo había ofendido al Señor, y él dice: “Si yo he hallado gracia a tus ojos, te pido que camines con nosotros”.
Y ésta me parece también la razón por la cual es tan propia de la devoción al Corazón de Jesús, la Hora Santa. Porque en el Huerto de Getsemaní, Jesús sintió sobre sí los pecados de todos los hombres y de toda la humanidad con luz misteriosa, y se vio cargado con todos ellos, y se presentó así delante del Padre. Y así, muchas almas en esa práctica del ejercicio de la Hora Santa han sido agraciadas con este sentimiento íntimo de los pecados de las propias almas.
Pues pidamos al Señor esta grande gracia: que ampliemos nuestro horizonte respecto del pecado; que saliendo de una concepción demasiado egocéntrica del pecado, sepamos también sentir íntimamente la ofensa de Cristo, la herida del Corazón de Cristo; que sintamos íntimamente que Cristo es sensible a nuestros pecados y que tomemos así sobre nosotros los pecados de nuestras almas. Así lo decimos en la oración de ofrecimiento que hacemos cada mañana: por la Redención del mundo.
Acabamos esta meditación orando y escuchando una canción que expresa muy bien este deseo de reparar al Amor no amado
Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,
herido por nuestros pecados,
has depositado infinitos tesoros de caridad;
te pedimos que,
al rendirle el homenaje de nuestro amor,
le ofrezcamos una cumplida reparación.
Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén