Mes del Corazón de Jesús basado en las meditaciones del Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. Día 8 ABORRECER EL PECADO (II)

DÍA 8

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Ayer considerábamos el pecado en sí mismo, que hemos de aborrecer para ser totalmente de Dios y el desorden de nuestro interior, tendencias y actos, que nos apartan del camino de la santidad. Hoy vamos a considerar el tercer punto que proponía san Ignacio. También llevaremos todo esto a los pies de la Virgen y le pediremos primero a Ella y después a Jesucristo y por último al Padre, que ponga en nuestro corazón ese aborrecimiento sincero y total. Nos ofrecemos al Señor al comenzar este nuevo día y le pedimos el don de su Espíritu.

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo. Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino.

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

 

DIA OCTAVO. ABORRECER EL PECADO (II)

Vamos a esta última meditación sobre nuestros pecados: Vanidad mundana.

 

Dice san Ignacio “cosas mundanas” Se entiende la expresión no como las cosas que hay en el mundo sino que se refiere al espíritu del mundo, las gentes que viven según ese espíritu mundano. ¿En qué consiste el espíritu del mundo? San Juan lo cuenta en su primera carta: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y su concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». (1 Juan 2, 15-17). Eso es el mundo, la concupiscencia o atracción hacia todo eso: la comodidad… la soberbia de la vida… la soberbia de los ojos… la carne, es decir, lo carnal, la arrogancia del dinero… Eso, como norma de conducta. Cuando uno es arrastrado por las cosas mundanas: el esplendor, lo que sacia la vista, lo que sacia los sentidos. Eso como norma o criterio de vida. –Pues bien; lo que debemos descubrir es que todo eso no se refiere a otras personas sino a mí. Ese mundo no está lejos de mí, sino que está en mí. Y se nos suelen meter casi sin darnos cuenta… El estar demasiado pendiente de nuestra imagen… el cuidado del buen nombre… la estima de todos… el estar a la última moda en todo… y siendo cristianos, que nos consideren siempre como parte del mundo, que quien no cree ni estima la fe, nos acepte a cualquier precio… que no hagamos mal papel ante el mundo… También la tendencia a todo lo que es lujo… para estar a la altura, solemos decir, para que no se diga que nosotros somos menos… incluso por razones apostólicas de eficacia y liderazgo social… El querer tratar con gente famosa o de alto nivel económico. –El afán desmesurado de doctorados y títulos académicos. ¡Oh! ¡Doctorados! ¡Títulos!, para hacer bien a las almas. ¡Ojalá! ¡Ojalá! Pero si no hay títulos, ¿con qué nos presentamos ante el mundo? No digo que no hay que tomarlos. Pero tanto afán… Todos con títulos, todos; y varios títulos, a poder ser; y hasta el monaguillo que tenga título de monaguillo. Contaban de un monaguillo, que cuando murió el Papa gritó muy contento: ¡¡¡bieeeen!!! Y le preguntaron extrañados: pero ¿cómo te alegras así, muchacho? Que ha muerto el Papa… Y dice el monaguillo: por eso me alegro… el escalafón es el escalafón. O sea que si moría el Papa subía en el escalafón eclesiástico. En fin, un chiste, nada más, pero realmente  ¡Cuánta mundanidad! Y si puede ser, presentarnos con tarjeta de visita, donde aparezcan los títulos para enseñarlos.

Y luego… las redes sociales, donde colgar todas mis fotos impresionantes para que se vea toda la maravilla que es mi vida y dónde he viajado y lo especial que soy… ¡Lo que importa es gustar! Y tantos adolescentes enseñando lo que no deben a quien no deben e incluso a quien no saben lo que pueden hacer con todas esas fotos y toda esa información de su vida personal y a veces íntima… ¡Terrible deriva del espíritu mundano que daña el corazón de tanta gente! Aquí se cumple la ecuación: cuanto más enseña por fuera, menos tiene por dentro. Tanta superficialidad, tanta vanidad…

Pues bien; lo tengo dentro de mí todo este espíritu de mundo; lo debería matar cada día en mí, porque me esclaviza y destruye, pero en vez de matarlo, quizás lo acaricio y en cada uno de mis pecados. Sus señales, ¿cuáles son? El apetito de placer, de comodidad, de comprar por comprar, por tener lo último que sale al mercado, sin necesidad verdadera, con gastos excesivos e incontrolados, la urgencia de emociones fuertes que llenen el vacío y el hastío que tengo por dentro, diversiones que me hagan olvidar, que aporten una chispa de felicidad, sin mirar las consecuencias, indocilidad y testarudez, ensoñaciones de grandeza y fama, susceptibilidad por cosas insignificantes que despiertan un monstruo agresivo y a veces tiránico con los de casa, independencia, que me dejen en paz, que nadie se meta en mis asuntos, que nadie me diga lo que debo o no debo hacer,  crítica amarga y corrosiva, gusto por el brillo y los primeros puestos… Es decir; soy religioso, quiero ser una persona espiritual, discípulo verdadero de Jesucristo y al mismo tiempo deseo la mundanidad que se me ofrece a cada paso. –Esto es lo que crea en muchas personas del mundo esa especie de indiferencia cuando ven un cristiano, un sacerdote, una religiosa así: “¡Bah! Pues mira; como nosotros, como nosotros, tan mundanos como nosotros”.

Detestar ese espíritu mundano, detestarlo íntimamente. El espíritu mundano es el enemigo de Dios dentro de mí, mi peor enemigo. Y tener horror profundo a todas sus manifestaciones, todo lo que es mundanidad. ¿Que otros lo hacen y glorifican a Dios? Dejémoslos en paz. Sin juzgar a nadie. Dios hace con cada uno un camino que nosotros no debemos ponderar. Pero… yo, en lo que depende de mí debo ser fiel a la luz que Dios me da.

Y esta vanidad tan fuerte, se descubre, sobre todo, en la consideración de la muerte. Ahí cae todo por su peso. Por eso vamos a ver brevemente la consideración de la muerte y del juicio, para caer en la cuenta de la vanidad de todo lo mundano. Lo que no es mundano resiste al pensamiento de la muerte. De modo que podemos decir que la alegría auténtica resiste la prueba del pensamiento de la muerte.

 

Recuerdo una vez que, tratando con un judío, me contó esta historia: del anillo de Salomón. Decía aquella historia así:

Había en tiempo del rey Salomón un joyero que tenía fama de ser muy inteligente. Tanto, que la gente había empezado a decir que era más sabio que Salomón. Se llamaba Benjamín. Bueno, pues ese rey Salomón empezó a tener celos de éste, y sabiendo que decía la gente que era más inteligente que él, un día le llamó y le dijo: – Benjamín, eres -me han dicho- más inteligente que yo. – Voy a poner una prueba. Si la resuelves, reconoceré que eres más inteligente que yo, pero si no la resuelves, te mando decapitar.

¿Tú eres joyero? – Sí, Majestad. – Pues mira; tienes que hacerme el anillo más precioso del mundo, y para esto todas las joyas de mi palacio están a tu disposición. Pero ese anillo tiene que tener esta propiedad: que cuando esté yo triste, muy triste, mitigue mi tristeza, y cuando yo esté muy alegre muy alegre, mitigue mi alegría. Y el pobre Benjamín dijo: – Majestad, yo no puedo hacer eso; no, no, yo no puedo. – ¿Que no? ¡Tienes que hacerlo! Un mes de tiempo.

Apenas llegó a su casa, se dijo a sí mismo: Benjamín, este mes es el tiempo suficiente para escaparte. Y cogió enseguida sus cosas, hizo los paquetes, y se marchó camino de Siria. Y cuando estaba caminando hacia Siria, se encontró con un mendigo, un pobre mendigo que se llamaba Neftalí; y cuando este Neftalí lo ve pasar apresurado y nervioso le pregunta: – ¿a dónde vas? Le responde: – Pues que el rey me quiere matar y voy escapando. – Pero, ¿por qué te quiere matar? – Pues mira tú mismo si, en realidad, no quiere matarme; me ha dicho que le tengo que hacer el anillo más precioso del mundo y que tenga esta propiedad: que cuando esté muy triste le mitigue la tristeza, y que cuando esté muy alegre, le mitigue la alegría. Y esto es a todas luces que lo que quiere es matarme, porque sabe que es imposible y entonces, me matará…

Y el Neftalí aquél se echó a reír y dice: – Pero, tú que eres tan inteligente, ¿no sabes hacer eso?  Mira; tú haz el anillo, bien hecho, como sabes hacerlo; y después, no tienes más que grabar  estas tres palabras: “También esto pasará”. Y dice: – Pues sí, es verdad… pues es verdad… Y se volvió corriendo y le preparó el anillo y le escribió dentro eso: “También esto pasará”. Y se animaba pensando: cuando el rey esté muy triste, leerá la inscripción y viendo que ha de pasar todo, le quitará fuerza a la tristeza, y cuando esté muy alegre, al recordar que todo pasará se mitigará la alegría. ¡Ay! pues tiene razón. Al cabo de algunos días se presentó al rey con el anillo y la inscripción; y el rey, viendo el anillo y leyendo aquellas sabias palabras reflexionó durante un largo tiempo en silencio; alzó la cabeza pensativo y le dijo: – Eres más sabio que yo. Y Benjamín, contento pero todavía temeroso le dijo a rey: – No, Majestad yo no; Neftalí, un mendigo que me sugirió que grabase esas palabras, es más sabio que Vuestra Majestad y que yo. Aquél mendigo sí que es sabio Majestad. Él es el que ha entendido. Por si acaso tenía que rodar alguna cabeza…

Pues bien, este cuento refleja muy bien el pensamiento de la muerte: si estamos en una grande alegría… miremos al anillo, todo este esplendor, riqueza, placer, pasará; tenemos que morir… se mitiga la alegría si no es auténtica, si no va fundada en Dios, si no es sobrenatural. Si en cambio, si una alegría es sobrenatural, crece con el pensamiento de la muerte. Si estamos muy tristes… el pensamiento de la muerte… todo esto pasará…; también esto pasará, mitiga la tristeza porque piensa uno en el Cielo. De modo que la muerte es como la piedra de toque para ver la autenticidad de la vida. “Para morir feliz -decía aquél epitafio- vivió como quien iba a morir”.

 

¡Cuánta verdad! Todos, queramos o no, vamos acercándonos hacia la muerte con un paso ininterrumpido. Cuando decimos: – yo tengo cincuenta años. No; tienes cincuenta años menos… menos; eso ya se ha pasado.  Nos vamos acercando a la muerte. Y ante esto no hay defensa posible. Ya puede decir uno que no quiere morirse, es inútil; camina hacia la muerte. Y todos los que han pasado, han llegado a la muerte; y ahora vamos acercándonos nosotros, y pasaremos, y vendrán otros y pasarán. El cementerio es donde va a parar la ciudad; todos los de la ciudad van pasando por el cementerio; todos.

Y como nuestra vida es tan frágil… Ahora con este virus, en muchos casos letal… 40.000 muertos en menos de tres meses solo en España. Y tantos accidentes, tantas muertes repentinas… ¡Cuántas veces!, después de terminar una fiesta, mientras vuelven a casa, un accidente. Me contaban unos amigos: aquí, el primero de año, cuando pasábamos nosotros por aquí, nos encontramos con un accidente donde habían muerto dos: un chico y una chica que venían de fiesta toda la noche, y tuvieron un choque, y una pierna de la chica salió por allí, fuera del coche… quedaron secos en el momento…

ES CERTÍSIMO QUE MORIREMOS; y sin embargo, nunca acabamos de convencernos del todo. Aun cuando uno sepa, y está en cama muy grave… pues siempre piensa vivir más. Un poquito más de vida, no es para tanto; cree que saldrá de ésta. Creo que siempre es verdad que la muerte coge repentinamente a todos, porque todos esperan que todavía no. Es difícil que uno se imagine un entierro o un funeral, donde uno sea el que es llevado. Siempre nos imaginamos acompañando al difunto. Es que es una experiencia que no hemos tenido nunca. Y es certísimo que moriremos pronto. Aun cuando falten treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta años, siempre será prontísimo. No hay más que mirar hacia atrás y ver cómo han pasado los años. Y, al morir, lo dejaremos todo; no podremos llevar nada con nosotros. En la tumba de Mazzarino, del cardenal Mazzarino estaba escrito: cinis, pulvis, nihil. “Ceniza, polvo, nada”. –Y eso mismo es lo que le impresionó a san Francisco de Borja en el entierro de la Emperatriz, Isabel de Portugal. Toda aquella hermosura… nada; aquél cuerpo, después de aquél viaje a Granada, para ser enterrado, desprendía un olor pestilente. De aquella belleza que encandilaba a todos los hombres del Reino no quedaba nada. –Dejaremos todo: comodidades, placeres, oficio, hermosura, dinero, tierras, casa… todo, todo, todo, todo. Eso es certísimo.

PERO ES INCERTÍSIMO CUÁNDO MORIREMOS. El año pasado, por esta fecha –un poquito más tarde-, del 16 ó 17 de agosto al 26 de agosto, más o menos, estaba yo  -cuenta el P. Mendizábal- dando Ejercicios a un Instituto secular italiano en una casa del pueblo de Pío XI, Dessio; y simultáneamente estaba dando al otro grupo de ese Instituto secular, a unos 50 Kms. de distancia otro Padre, Roberti, jesuita. Empezamos el mismo día. En la estación nos esperaban a los dos. Terminamos el mismo día, el 25 o 26 de agosto. El tres de septiembre aquel Padre había muerto en un accidente de automóvil. Fue una cosa… Pues allí estábamos… los dos… -Es así; no sabemos cuándo.

Y NO SABEMOS CÓMO, que es lo gordo. Si moriremos en gracia o en pecado. Las probabilidades van según la proporción. El Señor no es una persona que va ahí, a aprovechar el momento malo; no. Quien vive habitualmente en gracia, muere en gracia. Quien vive habitualmente en pecado, tiene peligro de morir en pecado. Eso es un hecho. Pensemos un poquito en el momento de la muerte y en el juicio que uno se forma de la vida en el momento de la muerte. Llega el momento de la recomendación del alma. El sacerdote, en nombre de la Iglesia, le dice: “Sal de este mundo”. Y me lo dice la Iglesia para animarme: “Sal de este mundo”. Es la hora decisiva; sal de este mundo. Fuera de los objetos, de la situación, de la influencia que uno puede tener, de los planes que tenía entre manos, de las empresas que estaba llevando, de la actividad humana… No era necesario al mundo; yo no era necesario al mundo. Era un siervo inútil, y tengo la seguridad absoluta que no se sentirá mi vacío. Aun cuando sea el Papa; no se sentirá el vacío. Estabas aquí de paso… has terminado… sal de este mundo.

Y ME VOY SOLO. Sal de este mundo solo. Del cuerpo mismo, solo. ¿Qué llevo conmigo? Pues mis obras, mis pocos méritos, mis pecados; eso llevo conmigo, todo lo demás queda aquí. El pecador, o el hombre de mundo, quien llega a este momento, pues… tiene que haber hecho su testamento. El testamento significa esto: dejarlo todo. Y… no hay nada que podamos llevar; tengo que dejarlo a los demás. Cuando uno lo ha hecho ya en vida, se ha acabado. Pero el que tiene muchos bienes, allí están todos alrededor: Bueno, y tal cosa, ¿para quién la dejas?, ¿y tal otra?, ¿y esto? Todavía queda aquella; ¿a quién la dejas? Todo lo tienes que dejar. Después del testamento, cuando ha dejado las cosas, tiene que despedirse de las personas. Si es un hombre casado tiene que despedirse de su esposa… de sus hijos… en un determinado momento, se queda solo… solo…

Y aquí viene el EXAMEN DE LA PROPIA VIDA, cuando uno está solo ante la muerte: ¿Qué uso he hecho de los bienes de la tierra? ¿Qué he hecho yo en mi vida por Cristo? ¡Cuánto he empleado en mi utilidad, en el lujo, en las comodidades…! ¿Cuánto he empleado en desgastarme por los demás, en el servicio de Cristo…?

Y aquí está LA GRAN DIFERENCIA. El pecador, aunque supongamos que está arrepentido, si es pecador, si ha sido pecador, y ahora se confiesa bien… tiene que encontrarse con una desolación, diríamos; ha dado su juventud al mundo, y ahora da la vejez y sus huesos a Dios. Pero lo que valía la pena de él, al mundo. Y ahora es cuando se dice de verdad: ¿quién ha enterrado su juventud: éste o la persona abnegada, sacrificada, que ha ofrecido los años mejores de su vida en obsequio a los demás, a sus hijos, a sus feligreses en el caso de los sacerdotes, a los enfermos los médicos, a los pobres y marginados del mundo rico los misioneros, a los niños sin alfabetizar los maestros con verdadera vocación? ¿Quién ha enterrado su juventud? Eso que dice el mundo: la juventud es para aprovecharla, no para enterrarla. ¿Quién entierra la juventud?

El hombre religioso, si ha sido tibio, sentirá tristeza en ese momento, pensando en las oportunidades de encuentro con Dios que desperdició, quizás con temores… ha sido una vida tan lánguida… religiosa de nombre sólo… Necesitará mucha confianza en la misericordia de Dios. Tenemos que orar tanto por los agonizantes…

En cambio, el hombre verdaderamente religioso que ha vivido con fervor… el sacerdote entregado, la religiosa fiel en los más pequeños detalles… llega el momento de la muerte… ya se ha acabado todo. ¿Qué significa la muerte para esta alma fervorosa, que en toda su vida cristiana ha estado buscando sólo a Cristo, y ha hecho siempre el holocausto, la entrega de sí…? Ahora ha llegado el momento… Si siempre buscaba el rostro del Señor, ha llegado el momento de abrazar al Esposo; ahora se correrá el velo… Y Él que le espera: el Esposo que ha buscado tanto en su vida. Es la muerte santa, la muerte perfecta, serena.

Esa es la muerte cristiana. La felicidad. Ya, todo, todo cesa. Toda la vida he estado detrás de Él buscándole… ya ha llegado el momento del abrazo. Sólo me quedo con Cristo en ese momento de la muerte. La vida se ha concentrado en su sentido íntimo: el diálogo con Cristo. Ahora va a ser el encuentro definitivo con Cristo, por quien he ofrecido mi vida, a quien he dado todo. Y Ese por quien he trabajado siempre, a quien he amado siempre, ése es mi Juez. Voy a caer en sus manos. Tiene una paz… y una felicidad…

 

En aquel momento, Jesucristo es el único me puede acompañar. Voy a entrar por un camino, para mí desconocido. La muerte lleva consigo esa incertidumbre; humanamente hablando entramos en otro mundo, en el mundo que no es ya el de esta materia; y eso nos sobrecoge. ¿Encontraré allí amigos? La Iglesia me dice: “Venid, ángeles de Dios y acompañadle”. No imaginemos la muerte como un momento que entra al alma en una oscuridad; no. El momento de la muerte es como una luz inmensa que entra en el alma, y en la que el alma entra en el gozo del Señor. No es languidez; es plenitud de vida, que al lado de la vida que tenemos aquí, esta vida nuestra es muerte. Y se abre el alma… Jesucristo me acompaña. Él es de aquí y es de allí. Todos desearíamos en este momento tener al lado uno que nos siguiese… Tenemos que dejar todo: nuestros familiares más cercanos que han estado con nosotros hasta este momento se quedan aquí, el sacerdote que nos asiste y nos da la Santa Unción, se queda aquí… todos los demás que están alrededor, que han estado rezando quizás el rosario por nosotros, se quedan aquí… y va uno solo. Si pudiese tener alguien que me acompañe… Ese es Cristo, Jesucristo; el amigo fiel, siempre fiel. El único que no me dejará jamás, ni en la muerte ni después de la muerte. Me acompaña. Será fiel a mí. El único que estará a bordo de mi alma. El capitán de mi barca a bordo. El único que no me dejará jamás. Y sobre mi tumba, la cruz, el crucifijo. Y en mis manos, el crucifijo. Y aun puesto bajo tierra, el Señor continuará pensando en mi cuerpo con el deseo de resucitarlo, porque desea glorificar también mi cuerpo.

Prepararnos para la muerte. No con muchos pensamientos macabros, no; prepararnos para la muerte. Y no hay más camino que: inocencia o penitencia; el buscar a Cristo sólo; en todo… en todo. Orar… “Ruega por nosotros Santa Madre de Dios ahora y en la hora de nuestra muerte”. Mantener ya desde ahora familiaridad con los santos de allí, que son con los que nos vamos a encontrar; vivir ya desde ahora una vida celeste en contacto con el cielo. Sobre todo, morir al mundo, antes que el mundo nos deje él; que el mundo es malo, y generalmente, antes de que muramos, ya el mundo nos deja, y nos manda retirar, y comienza ya la muerte en vida. Ya somos una carga a los demás. Incluso piensan que… por caridad, para que no sufra, sería mejor que muriese… Fijaos cómo va entrando en tantos países la ley de la eutanasia, una falsa compasión. Un amor mal entendido, profundamente cruel, pero de guante blanco, como el aborto. No significamos nada para el mundo. Pues bien; no esperar a que el mundo me deje a mí, sino yo dejarle a él antes; morir al mundo antes que el mundo nos mate, antes que el mundo nos deseche; cuando todavía valemos, cuando el mundo todavía no nos desecha a nosotros, desecharle nosotros a él. Y esto lo hacemos en la vida cristiana auténtica desde el Bautismo, con las renuncias a Satanás, al pecado y al mundo y sus pompas como se decía antes, la pompa del mundo…tan vacía… Es una muerte al mundo. En aquel verso inspirado de un Carmelo se lee:

Entra, hija; mas te advierto

que en esta humilde clausura

sólo vive con dulzura

aquélla que al mundo ha muerto.

Y es así… y es así. La vida cristiana y más aún la vida consagrada, la vida sacerdotal, está hecha para muertos al mundo, y quien no está muerto al mundo, se encuentra muy mal en la vida cristiana. Estamos en el mundo pero no somos del mundo, no le pertenecemos. Pertenecemos a Cristo. Cristianos, de Cristo, en la vida y en la muerte… de Cristo.

Imaginaos esta escena. Una sala está desinfectada, y entra un insecto, y dice: -Aquí se vive muy mal. -¡Claro! Como que está hecho contra ti… es precisamente para matarte a ti; así es que aquí no puedes vivir. Pues eso es la vida cristiana. Está hecha para muertos al mundo, y sólo entonces se vive en paz. Si quieres vivir una vida mundana dentro de una parroquia, de un movimiento o grupo eclesial, de un seminario, de un monasterio… vas a pasarlo mal, porque no entiendes ni quieres entender la necesidad de morir al mundo para vivir en Dios.

Ojalá nos aficionásemos al ejercicio ascético de morir constantemente. Ojalá sacásemos este propósito, que es la verdadera muerte y la señal de que hay una muerte verdadera. Si alguno de vosotros quiere una fórmula para morir al mundo y caminar hacia la santidad aquí la tiene en pocas palabras: “No quejarme nunca, ni de nada ni de nadie, ni de mí mismo, ni por fuera ni por dentro, ni de palabra, ni de obra”. Nada; como quien ha muerto. No vivo. Ya está…En realidad, ¡empiezo a vivir en plenitud!

Pues eso… Agradar a Cristo. Decirle siempre al Señor, cuando alguna circunstancia nos cause contradicción íntima: mejor así. No como yo quiero, mejor así, Señor. Gracias. –Pero es que me han roto una pierna… Mejor así… Gracias. Para tus planes… algo bueno sacarás tú, Señor, de esta pierna rota… No quejarme: ni de mi marido, ni de mi mujer, ni de mis hijos, ni de mis padres… ni de mi suegra, ni del párroco, o sea… ¡¡¡Heroico!!! Eso es morir, eso es morir. Quien vive así, buscando a solo Cristo, la muerte le será feliz.

Y amar ardientemente a Jesucristo. Mucho; hasta dar nuestra vida por Él. Ese es el gran camino.

Pues bien; que esto nos sirva para adquirir ese aborrecimiento de las cosas mundanas y vanas; esa orientación de nuestra vida puramente a agradar a Cristo, para que así el momento de nuestra muerte sea para nosotros, de verdad, el encuentro feliz con aquel Señor al cual hemos procurado agradar toda nuestra vida, y cuyo rostro hemos buscado incesantemente.

Acabamos rezando y escuchando una canción que nos hace pregustar ese maravilloso encuentro con Dios, cara a cara.

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén