Mes del Corazón de Jesús basado en las meditaciones del Mes de Ejercicios del P. Mendizábal.DÍA DECIMOCUARTO. EL NIÑO PERDIDO

Vídeo:

Texto:

DIA 14

Vamos a hacer hoy la contemplación sobre el Niño perdido en el Templo. Queremos seguir a Jesucristo. Pongámonos en la presencia del Señor, como en todas estas meditaciones anteriores: con el corazón abierto hacia Él, dejando que penetre en nuestro interior. “Dilátate, ábrete, como una rosa que exhala fragancia exquisita”. Dile al Señor: aquí estoy

Ofrecemos el día al Señor, movidos por el Espíritu de Amor

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo.

Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino

 

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

DÍA DECIMOCUARTO. EL NIÑO PERDIDO

Con el corazón dilatado, abierto, en la presencia del Señor,  le pedimos la gracia de la santidad, que veíamos en el Principio y Fundamento: que toda mi interior sea ordenado, por la gracia divina, puramente a complacer a Cristo, a agradar a Jesucristo en todo. Y para llegar a esto, nos estamos disponiendo con los Ejercicios.

Y ahora nos encontramos contemplando estos misterios de la vida de Cristo con la disposición de la oblación del rey temporal, que la podemos renovar: “Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante de vuestra Madre gloriosa y de toda la corte celestial, que yo quiero, deseo, y es mi determinación deliberada de imitaros en pasar toda injuria, toda pobreza, si vuestra santísima Majestad me quisiere elegir en tal vida y estado”. Esto dilata más nuestro corazón.

Y ahora le pedimos la gracia de conocerle íntimamente en este paso concreto. Conocimiento íntimo del Señor: lo que piensa, sus criterios. Y conocimiento íntimo en nuestro interior. Que también esto es importante. Conocimiento íntimo. Esto que en los Ejercicios dice tantas veces san Ignacio: “sentir internamente, conocer internamente”, no solo se refiere a Jesucristo, a su intimidad, sino también que nos llegue hasta el fondo de nuestro corazón. Por sentimiento se entiende aquí una especie de elevación general y una como investidura de afectos, que hacen obrar al hombre connaturalmente de una manera contraria a la de la carne y sangre. El hombre, cuando se encuentra así bajo este sentimiento interno, se siente silencioso en su actividad. Y en este silencio íntimo hay y se percibe una actuación, un hablar, un amar, un resolverse, que claramente proviene de otro Ser, tan íntimamente dueño de nosotros, que nos hace proceder al exterior con el mismo aplomo y seguridad como si fuéramos nosotros sin intervención alguna. Así, el hombre siente surgir en su interior, pero no de su interior un actuar, un formular, un clamar que llega hasta el Padre. El Espíritu que está en nosotros, clama al Padre. Nuestras virtudes entonces, no son nuestras como moderación de una tendencia nuestra, meramente, de una tendencia humana, sino que son participación de las virtudes mismas de Cristo. Y así, mi paciencia no es no enfadarme, sino es participar de la paciencia del Corazón de Cristo. Y lo mismo mi caridad, y lo mismo mi fortaleza. Todo es participar del Corazón de Cristo que me suele ir comunicando en esta gracia. Por eso, dejarnos empapar de este conocimiento íntimo de Cristo para enamorarme de Él e imitarle según su voluntad.

Hemos seguido a Cristo en su vida oculta. Ahora vamos a seguirlo en un momento difícil de su vida: cuando Jesucristo deja a sus padres para dedicarse al puro servicio del Padre. Obediencia a Dios y a sus representantes. Pero primero a Dios… primero a Dios; a los representantes en cuanto legítimamente representan a Cristo. Cuando la voluntad de Dios sea otra, hay que aceptarla cueste lo que cueste, aunque «chille el corazón» como decía san Claudio La Colombière y haya lágrimas en los ojos. Esta es la lección de Jesús que se queda en el Templo. Vamos a considerarla.

Primero, camino de Jerusalén. Preparativos de alegría en Nazaret. Van al Templo. El salmo de los peregrinos, que ellos repetían tantas veces, dice: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. Y allí, en toda la casa de Nazaret como en todo el pueblo, se prepara con alegría este viaje. En el camino, la Virgen camina con Jesús, en quien tiene todo su corazón; Ella lo tiene todo en Cristo. Para Ella no hay otras cosas. Sólo Jesús. Ella dice de verdad: “Jesús mío y todas mis cosas”. Fuera de Él no tiene nada. En Él lo tiene todo. Y la Virgen, en el camino, lo contempla tantas veces… Se le van los ojos detrás de Jesús, su tesoro y su todo. Con aquel vestido que, quizás, lo ha hecho Ella misma… lo ve tan simpático entre sus compañeros… centro de la compañía de sus amigos, que van todos a Él. Cuenta San Jerónimo que había quedado una tradición en Nazaret, según la cual, los muchachos del pueblo para decir que iban a Jesús solían decir: “vamos a la suavidad, al que es la suavidad”. Era así el centro de todos. Y JESÚS VA CONTENTO en este camino; muy contento. Primero porque VA A SOMETERSE A LA LEY. Y todo lo que es someterse a la Ley -Él, que ha venido para ser obediente hasta la muerte y muerte de cruz- le alegra. Lo contrario de nosotros, que muchas veces el solo pensar que nos tenemos que someter a una ley, nos entristece, y hacemos lo posible por librarnos de una ley, eximirnos de ella. Jesucristo no. Él va contento, va a someterse a la Ley impuesta por su Padre. Lo hace con gusto. Está contento, en segundo lugar, porque VA A HACER UN GRAN SACRIFICIO. Gran sacrificio. Y Él sabe que le va costar mucho: el quedarse sin que sus padres lo sepan, el hacer llorar a sus padres. Y esto le cuesta mucho. Va a hacer un gran sacrificio. Y esto le da alegría, porque Él ha venido a esto. “No ha querido el Padre sacrificios y oblaciones, pero le ha dado un cuerpo, una humanidad para que se ofrezca”. Y lo va a ofrecer. Tanto más costoso cuanto que las lágrimas, más que suyas son de los suyos, de sus padres. Y va contento porque VA A PREANUNCIAR LA VIDA CONSAGRADA. Ese quedarse Jesús en el Templo para sólo servicio del Padre, sin otras ocupaciones, es el preanuncio de una vida consagrada dedicada toda ella solo a complacer al Padre, como primera y única ocupación de la vida. Y ve y está viendo en el futuro miles y miles de sacerdotes, monjes, monjas, religiosas y religiosos, vírgenes consagradas, almas que seguirán su ejemplo y se dedicarán también ellas al servicio del Padre, aunque sea con lágrimas de los suyos. Y así caminan. El mismo camino que hizo la Virgen cuando iba allá, hacia Belén, antes del nacimiento de Jesús. Y llegan hasta Jerusalén. La llegada a Jerusalén era grandiosa. La vista que se ofrecía a sus ojos de la Ciudad Santa, al atardecer, cuando el sol reverberaba sobre los mármoles y el oro del Templo, debía ser grandiosa. Nos cuentan los contemporáneos que era un espectáculo único, que parecía aquel Templo en llamas con el esplendor del sol poniente. Y llegaban ellos, los judíos, los que venían de la Galilea, y se entusiasmaban ante aquella imagen que se presentaba a sus ojos. Y entonces entonaban el cántico: “Qué alegría cuando me dijeron…”. Y Jesús canta con los demás desde aquella altura, contemplando la ciudad de Jerusalén a sus pies, que va a ser más tarde –total… no tanto-, después de 21 años, el lugar de su Pasión y muerte. Y quizás por primera vez más conscientemente, se presenta ante Jerusalén y ve con sus ojos el Calvario; allí lejos; lo está viendo. Segundo. ¿Qué hace Jesús en Jerusalén los días de Pascua? Lo primero, visita el Templo y va a adorar al Padre. Era el lugar que el Padre se había escogido hasta que llegase el Mesías; lugar de predilección, donde reposaba, descansaba la gloria de Dios. Y Jesús sube las escaleras grandiosas del Templo, pasa el atrio de los gentiles, sube a las escaleras del atrio de las mujeres, pasa al atrio de los hombres, y allí sube las últimas escaleras y se detiene a la entrada del atrio de los sacerdotes, porque Él no puede entrar allá; no es de la clase sacerdotal. Y allí, en la última puerta, de cara hacia el Sancta Sanctorum, ora. La oración del Cristo al Padre. Allí, de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, como solían orar, con los ojos elevados hacia el cielo, está en unión de oración con el Padre.

Acerquémonos de puntillas a los labios de Cristo y al Corazón de Cristo que ora con aquella elevación sublime; para enamorarnos de Cristo. “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno. Véante mis ojos, muérame yo luego”. Y si penetramos un poco en el Corazón de Cristo y nos acercamos a Él y ponemos nuestro oído cerca de sus labios…escuchad con atención. Seguramente está pronunciando una oblación que nosotros ya conocemos. Más o menos, en su sentido, decía el Señor así: “Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación… que yo quiero, y deseo, y es mi determinación deliberada de pasar todas las injurias y todo vituperio y toda pobreza… hasta morir en cruz”. Y sabes en quién piensa Jesús? En ti. Hace este ofrecimiento por ti. Y pronuncia tu nombre, porque te conoce. Lo ofrece por ti, por ti. Todo, todo. Ha venido a eso: a ofrecerse, a anonadarse a sí mismo hasta la muerte de cruz. Y ofrece también el sacrificio de las lágrimas de su Madre; todo. Por ti, por ti. Para que seas también tú generoso, generosa… y fuerte.

Jesús ora. Contemplemos sin prisa a Jesús en oración… Os dejo un momento para que oréis con Él y os sumerjais en su oración al Padre. Terminada su oración, Jesús, ¿qué hace? Asiste a las lecciones de Escritura. Eran las ocupaciones normales de los que venían a Jerusalén. De modo que allí en los atrios del Templo, había unas salas donde los Doctores de la Ley explicaban las Escrituras. Y Jesús va allá. ¡Qué emoción para Él el escuchar la explicación de las Escrituras que Él había dictado, que hablaban de Él! –porque todas las Escrituras se refieren a Cristo en último término-; y oír las exposiciones que hacían los Doctores, que no siempre eran acertadas. Y Él escucha con humildad, en silencio, con respeto a la palabra divina.

Jesús, además, asiste a los sacrificios. Era el sacrificio del cordero; y había allí un gran altar sobre el que iban sacrificándose los corderos que traían por familias. Nos acercamos con Jesús al altar de los sacrificios, y vemos que presentan un cordero; el sacerdote lo sacrifica, y Jesús se vuelve pálido. Y le preguntamos: ¿Qué tienes, Señor? ¿Qué te pasa? Y nos dice: “Es que me impresiona; porque dentro de 21 años, esto lo van a hacer conmigo. Porque este cordero es el símbolo, el tipo de mi muerte. Por eso no le rompen ningún hueso, porque a mí tampoco me lo romperán. Por eso sacan toda la sangre, porque a mí no me quedará ninguna gota de sangre. Es el cordero de Egipto, símbolo de la Pascua eterna, nueva, del Nuevo Testamento. Y me lo van a hacer a Mí”. ¡Qué impresión para Cristo! Todo lo que es el culto del pueblo de Israel, todo está ordenado a Él. Y Él recoge su sentido, porque lo conoce íntimamente. Jesús, además, recorre el Vía Crucis. También va viendo lo que pasará en cada uno de los pasos. Aquí lo azotarán… Y Él ve el sitio. Aquí lo coronarán de espinas… aquí tomará la cruz… por aquí caminará… se encontrará con su Madre… Todo eso lo ve Él con una claridad plena. Y va haciendo su Vía Crucis y renovando constantemente su ofrecimiento por ti: “Que quiero y deseo y es mi determinación deliberada de sufrir todo esto por ti, por ti”. Jesús ofrece, sobre todo, el sacrificio de las lágrimas de su Madre, que es el sacrificio inmediato que se va a realizar entonces mismo. Y así pasa los días de Pascua, ocupado con estas santas meditaciones. Y llega el momento de marchar. El Evangelio no dice más que esto: “Acabados aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén sin que sus padres lo advirtiesen”.

Meditemos esto en un sentido realista. Llega el momento, y Jesús se tiene que quedar. ¿Qué le costaba a Jesucristo haber dicho una palabra a sus padres? Nada… Haberles dicho: -no os asustéis, pero el Padre quiere que me quede aquí un par de días todavía. Nada… Es que, lo que quería el Padre no era eso, sino era el sacrificio: que se quedase sin que sus padres lo supieran. Era un sacrificio que el Padre pedía a Jesús; y Jesús, dócil, lo acepta. Y para realizar ese sacrificio, no sabemos cómo procedería el Señor. Quizás se esconde detrás de alguna de las columnas del Templo mientras marchan… Quizás los ve marchar… Ellos totalmente despreocupados, porque nunca habían tenido el mínimo disgusto de parte de Jesús. Sabían que era de fiarse totalmente. Y sin embargo, tenía que quedarse. Quizás los ve marchar; y a Jesús se le iban los ojos tras su Madre… y no le dice nada. Y la ve perderse de vista con San José… y nada. Se esconde; quieto, quieto. Quizás baja sus ojos antes de que su Madre desapareciese del todo. “Que quiero y deseo y es mi determinación deliberada, de ofrecer este sacrificio por ti, por ti”.

Y ellos caminan. “Anduvieron la jornada entera”. ¿Qué hace Jesús ese día en Jerusalén? ¡Pobre Jesús! Solo… doce años… Estaría por la ciudad, pues como un gitanillo. No tiene dónde reposar… no tiene dónde descansar… Seguiría haciendo esa vida ordinaria… iría a orar al Templo, asistiría a las lecciones, haría el Vía Crucis… Y lo demás, pues como un niño de la calle. Allí está. Y llega la noche; y, ¿dónde dormiría Jesús? Dormiría en el atrio del Templo, allí, en un rincón… sobre un banco… Eso es Jesús. Y su pensamiento está yéndosele detrás de su Madre, porque en ese momento ya su Madre ha caído en la cuenta de que Él no está con ellos. Y no puede dormir con ese pensamiento de su Madre, porque quiere mucho a su Madre; mucho. Es la criatura que más ama…

Y allí está Jesús. “Entretanto, persuadidos de que venía con alguno de los de su comitiva, anduvieron la jornada entera, buscándole después entre los parientes y conocidos”. Hacen el camino, un día entero de camino, y al anochecer, cuando llegan a la posada, al primer descanso, pues… no está Jesús. -¿No ha venido contigo? -No… -¿Contigo? –Tampoco. Pues, ¿con quién habrá venido? Porque ha tenido que venir… Si es tan fiel… Siempre viene con nosotros… Obediente…Y empiezan a preguntar entre los parientes y conocidos: -Pero, ¿no habéis visto a Jesús? -No; nadie. No; no ha venido, no ha venido.

¡Qué dolor para la Virgen! ¡Qué dolor! Porque, fijaos, que no tenía más amor que Cristo… Y ahora le falta Cristo. La pérdida de Cristo, el esconderse de Jesús, es el gran dolor para quien tiene puesto todo en Jesús. Y la Virgen no tenía otro amor; no tenía ningún otro descanso más que Jesús. Ahora le falta todo. Si allí en el Nacimiento, en la gruta, podía decir la Virgen: “Me ha quitado todo; me ha dejado solo a mi Hijo”, ahora tiene que decir: “Me ha quitado hasta mi Hijo”. Todo… Y aquella noche, la Virgen sufre. Su imaginación desatada, ¡qué cosas pensaría! Creen algunos teólogos que María sufrió entonces más que en la cruz; porque su imaginación le representaría todo lo más terrible que le podía representar: que quizás el Padre le había retirado a su Hijo porque no había sabido cuidarlo… que quizás el Padre había determinado que no se cuidase ya más de su Hijo… que Dios sabe lo que habrían hecho… si le habría pasado algo… que en Jerusalén había muchísima gente y entre ellos ladrones y gente malvada…. Todo lo que una madre puede imaginar de peor cuando se trata de la desaparición de su hijo.

Y Jesús… quieto, quieto. Y está viendo el dolor de su Madre… y lo siente íntimamente… Y allí está: tumbado sobre un banco, quizás sobre la piedra, durmiendo, o sin poder dormir pensando en su Madre. “Más como no le hallasen, retornaron a Jerusalén en busca suya”. Apenas llega la aurora, vuelta a Jerusalén. Es el segundo día ya. Vuelta a Jerusalén. Y llegan a Jerusalén ese día por la tarde, después de una jornada entera de camino. Y pensad: esa noche estaban en Jerusalén Jesús y sus padres. Y Jesús no va a encontrarse con sus padres. Eso que hablamos tantas veces de la caridad con los padres, la caridad con los padres… Pues, ¿dónde está la caridad de Cristo con los padres? Nos quiere dar la gran lección del desprendimiento, de la fidelidad a la voluntad del Padre, cueste lo que cueste. Y esa noche, quizás Jesús los vio llegar, quizás los vio; con su mente divina, sin duda; pero quizás también corporalmente, porque estaba allí y los vio pasar. Y no se presenta; porque no era la voluntad del Padre. Y esa noche están todos en Jerusalén. Y Jesús duerme como un gitanillo de nuevo, en el atrio del Templo, por algún rincón; y la Virgen y San José irían a una posada… Estaban todos allí. Aquí sí que diría la Virgen todo este tiempo: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste habiéndome herido; salí tras ti corriendo y eras ido.

“Y al cabo de los tres días –al día siguiente, el tercero- lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los Doctores. Y, ora los escuchaba, ora les preguntaba”. ¡Qué serenidad de Cristo! Al día siguiente, tercero, de nuevo como siempre, a orar al Templo, a asistir a las lecciones sagradas. Y Jesús va allí con todos los jóvenes de su edad y está escuchando las lecciones. Y los Doctores proponen; Él escucha. En determinados momentos ponía sus dificultades, pedía sus aclaraciones, y estaban todos asombrados. “Cuantos le oían quedaban pasmados de su sabiduría y de sus respuestas”. Impresionaba el equilibrio de aquella sencillez, de aquella penetración inteligente en aquel joven de 12 años, ya adulto según la ley judía. Y se preguntarían; pero, ¿quién es éste? Pero, ¡cómo conoce la Escritura! ¡Con qué precisión pregunta! ¡Qué precisión de respuestas! Quizás les hablaba del Mesías… cuándo tenía que venir el Mesías… Les hablaría, quizás de la profecía de Daniel… las 72 semanas de Daniel… si no era ya el tiempo… Ponía objeciones… le respondían… Y todos miraban con admiración a aquel muchacho, a aquel joven.

Y he aquí que cuando estaba así, entonces, entra la Virgen con San José. Ponderemos el dominio del corazón de los dos: de Jesús y de María; los dos; que son un gran ejemplo. Entran; y al verle, sus padres quedaron maravillados. Allí estaba; sereno, tranquilo, como si no hubiese hecho nada. Se quedaron maravillados. Maravillados también por su sabiduría, por sus respuestas, porque la gente estaba preguntando: ¿quiénes serán los padres de este joven? ¿De dónde será? ¿Quién será su madre dichosa?

Y entran los dos, y se lo encuentran. Y Ella se abriría camino: “Es mi Hijo, es mi Hijo”. Y le mirarían con admiración, felicitándose con Ella de tener un hijo tal. Pero Ella va derecha hacia Él. “Su Madre le dijo: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando”. Tu padre y yo. Aquí entramos en los misterios grandes. Tu padre y yo. A San José lo pone delante de Ella. Qué delicadeza de María para con José. Tu padre y yo. “Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros?”. ¿Por qué nos has dejado solos? ¿Por qué te has escondido? “Tu padre y yo te hemos estado buscando con dolor”.

 

Esta escena es el símbolo del alma a través de todo el trayecto de este mundo. Es buscar a Jesús con dolor. Te hemos estado buscando con pena. Y eso al Señor le agrada: el que nuestro dolor sea su ausencia, y que, llevados de ese dolor, lo busquemos en todas las cosas y en todas partes. “Te hemos estado buscando con dolor”. ¡Qué moderación en las palabras de la Virgen! Serena. Con un dolor íntimo, pero con un equilibrio… sin prorrumpir en grandes frases y grandes palabras. “Hijo, ¿por qué te has portado así? Mira que tu padre y yo te estábamos buscando con dolor”.

Jesús le responde con una aparente dureza, que es un misterio. Entramos en los misterios. Parece que debía haber dicho: menos mal, ahora ya ha terminado la prueba. No. “Él les respondió: ¿Cómo es que me buscabais? ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas del servicio de mi Padre?”. Habían dicho: “Tu padre y yo te buscábamos”. Y Jesús dice: “Debo ocuparme en las cosas del servicio de mi Padre”. El Padre suyo es el Padre que está en los cielos. “Mi Padre”. Pero ahora se presentan aquí grandes problemas, naturalmente. Grande misterio. Primero, casi les reprende: “¿Por qué me buscabais?”. Segundo: “Me debo ocupar en las cosas del servicio de mi Padre”. Pero es que cuando estabas en casa nuestra, ¿no te ocupabas en las cosas del servicio del Padre? Este es el gran misterio que no entiende el mundo de hoy. ¿Veis?, ¿veis?

Para el mundo de hoy, todo es igualmente el servicio del Padre, todo. Y la chica que está en su casa, que trabaja allí, está en el servicio del Padre lo mismo que la religiosa. Lo importante, decimos,  es que dondequiera que estemos, hagamos lo mejor que podamos. ¿De dónde sale ese razonamiento? “En las cosas del servicio de mi Padre”. Las cosas del servicio del Padre que nos enseña Cristo, son aquéllas que tienen como ocupación única complacer al Padre; directamente. Jesús ha dejado todo, ha dejado su familia, ha dejado su ocupación, ha dejado todo, solamente para estar en el servicio del Padre, en la contemplación del Padre, en el culto del Padre, en eso que ya será el preanuncio de una vida consagrada. Y en su casa no. En su casa obedecía en el orden civil normal, y eso quería el Padre que lo hiciese durante su vida oculta; pero Jesucristo ahora ha dejado todo para el solo servicio del Padre.

Y dice más: “Mas ellos no comprendieron el sentido de la respuesta”. No comprendieron. ¿Es que no sabían que era Dios? De aquí no se sigue absolutamente que no lo supieran. Sabían que era Dios, pero no comprendieron todo este modo de actuar del Señor. Esto para ellos resultó un misterio; como resulta un misterio hasta que uno no tiene que pasar por unas circunstancias parecidas; como resulta un misterio por qué –podemos decir tantas veces-, por qué un hijo debe dar un disgusto a sus padres. Y nos parece que no. Que la caridad pide que no se les dé nunca un disgusto. Y muchas vocaciones quedan frustradas por no dar un disgusto…por no soportar ese dolor, que lo es y muy grande para ambos…los padres y el hijo o la hija a quien Dios llama. No comprendieron la respuesta; como tantos no la comprenden hoy día. ¿Es que la Virgen no entendió nada de esto? Entendió mucho. “Su Madre conservaba todas estas cosas en su corazón”. A ver si entramos un poco en el sentido de este progreso de la Virgen. Es muy curioso esto. Y nos va a dar pie esta escena, para comprender cómo la Virgen iba creciendo en su progreso espiritual.

Mirad; lo que nos presenta el Evangelio de los encuentros de la Virgen con Jesús, creo que se pueden llamar y se pueden designar como una separación continua. La primera separación es el nacimiento mismo. En el nacimiento, el Niño se separa de la Madre. La segunda es la Presentación y la Purificación de la Virgen, cuando el anciano Simeón le anuncia la espada de dolor; y Ella deja a Jesús en los brazos de Simeón. Después, más adelante es esta escena del Niño perdido. Aquí, en la respuesta de Jesús aparece un abismo entre Él y la Virgen. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Más adelante, en las bodas de Caná: “Mujer, ¿qué tienes que ver conmigo?”. Y eso lo tuvo que sentir la Virgen como una verdadera separación. Y más adelante, en su vida pública: “Mira que tu Madre y tus hermanos están ahí fuera y te esperan”. Y el Señor: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?”. Y extendiendo las manos sobre los discípulos dice: “Estos son, los que hacen la voluntad de mi Padre, mi madre, mi hermano y mi hermana”. Si uno lo examina así, va abriéndose una separación entre la Virgen y Jesús. ¿Cuál es el sentido de esta separación? ¿Es una verdadera separación? No; es un progresivo unirse María a Jesús. ¿En qué sentido?

La Virgen, desde la Encarnación, según creo, al menos por la fe, había comprendido el misterio de Cristo; pero por fe; como nosotros conocemos el misterio de la Eucaristía por fe; que está presente allí en la Eucaristía. Pero el progreso espiritual está en una progresiva iluminación de la fe. La Virgen sabía por fe que su Hijo era Hijo de Dios. Pero en estos encuentros sucesivos, Jesucristo le hace sentir internamente que es el Hijo de Dios, y le muestra así progresivamente su relación con el Padre y su relación con los hombres.

Dice San Juan de la Cruz en uno de sus últimos cánticos, que en aquellos grados –en los últimos grados de la contemplación- el alma se goza en la consideración de los misterios de la vida de Cristo, y concretamente en el misterio de la unión con el Padre y de la unión de los hombres con Cristo. Pues bien; fijaos que en todos estos pasos, Jesucristo da a la Virgen un conocimiento experimental de su filiación divina y de su unión con los hombres. Y aquí concretamente le dice: “las cosas de mi Padre”, su filiación y su relación con el Padre, vital, real. Y la Virgen lo capta. Pero como dice el mismo San Juan de la Cruz de esos conocimientos íntimos del alma, cuando dice, por ejemplo, en aquella poesía: y todos cuantos vagan de Ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan y déjame muriendo un no sé qué que queda balbuciendo. Todos los que conocen a Dios me hablan de Él, y me hieren, me atraen hacia Él; pero lo que me mata, lo que me deja muriendo es un no sé qué, que quedan balbuciendo; algo que se entrevé, algo inmenso, que no llegan a decir, que quedan como balbuciendo, de la infinita grandeza de Dios.

Pues bien; esto mismo le pasa a la Virgen. La Virgen, en este conocimiento y en este momento intuye la divinidad de su Hijo de un modo mucho más luminoso que lo que Ella podía haber conocido en la Encarnación misma, con un conocimiento iluminado, experimental, como estas grandes gracias místicas. Pero como pasa con los místicos, que nos dicen que cuando entienden una cosa, entienden sin entender; entienden con un conocimiento superior que no pueden reducir al discurso. Y como ellos dicen, entiende, pero comprenden que queda mucho más sin entender; entienden sin entender. Esto le pasa a la Virgen ante este fuego luminoso. La Virgen entiende y no entiende. No entendieron del todo. Y por eso, como pasa después al alma espiritual, cuando pasa el fogonazo, se queda rumiando… rumiando lo que ha pasado. “Y la Virgen conservaba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón”. Y así va creciendo la Virgen. Y ya, de ahí en adelante, cuando contempla a su Hijo, lo contempla con la luz que ha obtenido en este misterio. Y así ahora, cuando vuelven a Nazaret, siempre que lo ve allí al Niño Jesús, lo ve como Hijo del Padre, que está al servicio del Padre, y se acerca a Él con ese respeto, con esa delicadeza, porque ha aumentado su unión a Él. Es algo así como si una madre tuviese un hijo suyo gran general. Para realizar esas empresas de general tiene que separarse de su madre para que manifieste esa grandeza como general. Pero cada vez que manifiesta esa grandeza como general, la madre se une más a su hijo íntimamente, porque sabe que ese gran general es su hijo.

Pues bien; lo mismo le pasa a la Virgen: En cada uno de estos encuentros, la Virgen se une más a Cristo, porque ese Hijo de Dios que ha visto, ha intuido ahí, es su Hijo. Y cuando después lo verá en Nazaret como Hijo suyo, lo ve con esa luz superior como Hijo de Dios. Y así va progresando indefinidamente del conocimiento de Cristo a su amor a Cristo, a la mayor manifestación de la gloria de Cristo, hasta que llega el momento de la muerte en la cruz, que realiza la Virgen con el supremo conocimiento suyo del Hijo que ofrece al Padre en holocausto.

Pues bien; volvamos a nuestro misterio. Este misterio de Jesús en el Templo es el misterio de Dios que hace sufrir a su Hijo viendo las lágrimas de su Madre. Por ti. Y tú por Cristo, ¿qué? ¿Qué ofrecerás a Cristo? Cualquier cosa. Aunque sangre tu corazón. Jesús no te quita el sufrimiento, pero da fuerzas para llevarlo. Que aprendamos esta gran lección, útil especialmente para los padres de sacerdotes y religiosas. Y para los hijos a los que Dios llama a una especial consagración a Dios. Pero útil también para todos. Dios quiere el amor en la familia, honrar padre y madre, amar y desvivirse por los hijos… Pero lo primero… Dios. Amarás al Señor tu Dios con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu ser. Que hoy se lo digamos al Señor: Señor hoy quiero ponerte en lo más alto, en el centro de mi corazón.

Acabamos esta meditación orando. Maria hizo el gran sacrificio de perder con dolor a Jesús. Pero el encontrarlo en el Templo ya le preparaba para creer en la Resurrección

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén

 

Etiquetas: