Mes del Corazón de Jesús basado en el Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. DÍA DECIMONOVENO, MODOS DE ORAR. ORACIÓN CONTINUA

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Ayer vimos qué es lo fundamental en la vida de oración y cómo reaccionar ante las dificultades. Y decíamos que lo fundamental era ir a la oración a estar con Cristo, en pura fe, con el corazón abierto; para recibir su influjo, su contacto. No ir a la oración tanto a “tener que estar un tiempo”, como un deber que hacer, sino ir a estar con Cristo. Con alegría. Voy a estar un rato con el Señor, el tiempo que he fijado, pero con anchura interior. Avancemos hoy un poco más y sigamos aprendiendo o recordando algunas ideas que nos puedan ayudar.

DÍA DECIMONOVENO MODOS DE ORAR. ORACIÓN CONTINUA

Sucede muchas veces en las almas, que quienes no encuentran a Dios en la hora de oración, lo encuentran en un rato de paseo en silencio, o lo encuentran en un rato de visita voluntaria por la tarde. A veces, sienten la tentación de decir: pues ya que encuentro a Dios de esta manera, voy a dejar la oración, porque allí pierdo el tiempo; y por la tarde haré mi visita, o, en paseo, en silencio encontraré al Señor. Esto es fatal. Suele pasar que esta oración más rica, más sabrosa de la tarde, del paseo en silencio, es fruto de la oración de la mañana. Si cesase esa oración de la mañana, cesaría también lo otro. Y ahí viene el demonio a tentar a que dejes la oración de la mañana. Nunca. No. Ser fiel, ser fiel. Pero, otras veces puede ocurrir que la actitud con la cual uno entra en la oración: como una obligación, a no perder tiempo, a no distraerme, esa actitud crea una verdadera inhibición del espíritu, que, por esa causa se encuentra más árido. Si yo tengo que estar con una persona pensando que tengo que hablar la hora entera sin parar, y que, a ver qué se me ocurre; pues no se me ocurre nada. La persona más charlatana, si va en ese plan, se le acaba la conversación. Y es un poco de esto: como tengo que estar con el Señor, pues va uno con el miedo: a ver cómo ocupo el tiempo… No, no. Ir en la actitud esa interior sencilla, serena; a desahogarse afectivamente con el Señor; a estar con Él. Sin prisas, sin miedo de que alguna vez tenga alguna distracción; no ir así. Si uno va a hablar con su madre no está pensando: a ver si no me distraigo en este tiempo, no. Estoy hablando, y a lo mejor tengo un libro en la mano, o veo una flor, o cojo algo… No pasa nada. Estamos los dos conversando. Esa holgura de espíritu en la oración. Ir de veras, en espíritu y en verdad a estar con el Señor.

Y saber estar quietos; saber estar quietos. Que no todos saben estar quietos en la oración. Hay gente que está charlando, hablando, pidiendo… Y… no le dejan meter baza al Señor, no. Y de parte del Señor, debe ser a veces un poco molesto. Pero cuándo te callarás? Recuerdo un compañero que era… ¡qué charlatán! No he visto cosa parecida. Una vez fue a la barbería y le estaban afeitando; y él hablaba y hablaba y hablaba y hablaba. Y ya le llegaban hacia la boca. ¡Igual! Con la boca torcida, pero hablar, hablar. ¡Pero hombre, que te van a cortar! ¡No hables tanto! Saber estar quietos.

En la oración vamos, sobre todo, no a una quietud.  Vamos a pensar, pero con actitud quieta, interior. Mientras uno piensa, mientras busca al Señor, quieta. Y apenas el Señor da una muestra, o apenas uno se encuentra bien con el Señor, quedarse allí, quedarse. Y no estar hablando y hablando y hablando. Porque es que si no, me parece que no hago nada. Pues vence eso! Y ésa es una de las dificultades más grandes de la oración: ese deseo de estar satisfechos de que hemos hecho todo y de que: ya está, estoy tranquilo; que por lo menos he trabajado. Pero no se trata de eso; estamos buscando al Señor. Por lo tanto, cuando Él se muestre, calla. Como dice Santa Teresa: que hay algunas almas que tienen su plan hecho de oración, y aun cuando el Señor se les muestre y se les comunique, le dicen: Señor, espera, que tengo que acabar estos Padrenuestros; ahora los tengo que terminar; después ya podrás venir. Así no se trata al Señor. Con delicadeza. Y suele pasar eso, que el señor, yo creo que a muchas almas, a muchas les dice: pero estate callada; calla de una vez. Por lo menos, óyeme, óyeme. -No, no, no; espera, espera; ahora hablo yo. -Pero, óyeme. Y el Señor querría concentrar sus rayos sobre el alma y si el alma estuviese quieta, se inflamaría. Pero no hay modo, porque es inquietísima, y está ahí pensando y repensando; volviendo a un libro, y unas jaculatorias, y el rosario y el otro… Estate quieto. Esto como actitud.

MODOS CONCRETOS. A veces la plegaria, la oración de petición, que es muy buena. Pero oración de petición que no tiene que convertirse en un sucedáneo. La oración de petición es excelente; es la que más se subraya en el Evangelio directamente; en la insistencia. Pero es la que más tenemos que emplear como oración durante todo el día: la de petición. Según las cosas que vayamos necesitando, viendo: por las almas; en lo que nosotros estamos trabajando; en nuestra propia santificación; en nuestras humillaciones; pedir siempre, siempre, siempre. Era la oración continua de que hablaban los Padres del desierto, que repetían: Dios mío, ven en mi auxilio. Siempre; todo el día estaban pidiendo el auxilio del Señor. Es muy bueno. Pero atencion, que la oración de petición es compatible con las afecciones desordenadas. Uno no limpia su corazón, y en cambio llega a la oración y pide al Señor, y pide, y pide, y pide. Por eso hay muchas almas que piden mucho, mucho, y después siguen sus gustos. Se confirman en su santísima voluntad; la de ellas. Piden. Parece que están pidiendo todos los días: hágase mi voluntad así en el cielo como en la tierra. Y cuidado cuando se suele insistir mucho en algo. Puede ser que almas que estén con verdaderos apegos desordenados, hagan la oración sobre ellos. Por ejemplo, uno que va a examinarse y está medio loco con los exámenes -y no agrada mucho al Señor eso; debería tener un poco más de dominio-, y sin embargo, va a la oración, y vuelta a los exámenes: Señor, dame gracia para esto, para que los lleve bien, para que sepa examinarme; ¡venga! E incluso puede llegar a dialogar con el Señor sobre la materia del examen: ¿cómo es aquella lección que no me acuerdo? Señor, ayúdame. Y se pasa la hora repasando la lección. ¿Véis? Esos pueden ser sucedáneos de la oración, pero no verdadera oración. Y lo mismo en las necesidades del ministerio sacerdotal o del apostolado. Está uno preocupado con el caso de una persona, y llega la oración y hago de la preocupación oración, y allí estoy a repetir. Pero si estás apegado a esa persona… ¿Y también en la oración quieres estar pensando en ella? Piensa en el Señor. Si Dios te quiere en silencio, estate en silencio. Si Dios te quiere serena y tranquila, estate así, aun cuando no tengas la satisfacción de que has hecho algo. De modo que no se convierta esa petición, que es tan buena, en un sucedáneo del espíritu.

Después está la meditación. La meditación es sencillamente reflexionar, de veras. Aquí no hay ficciones. Reflexionar en espíritu de fe sobre la palabra sensible de Dios, para que el corazón se compenetre de ella. Eso es meditar. Como hacía la Virgen. “María conservaba todas esas cosas, reflexionando en su corazón”. Les daba vuelta; lo que había pasado. Pues igual. Lee un trozo del Evangelio y reflexiona; en espíritu de fe; con criterios divinos. Reflexionar sobre esa palabra de Dios que llega por la Revelación, por la historia, la enseñanza de la Iglesia, la Liturgia; todo eso. Y así, Cristo se va formando en el corazón, pensando como Él, amando como Él, gustando como Él. Eso es la asimilación.

Y por fin, una cosa que puede sernos muy útil. Hay días y hay horas en las cuales uno no está para muchas cosas: por cansancio, por trabajo, por mala salud. Pues bien. BAÑOS DE EUCARISTÍA. Os lo aconsejo mucho. BAÑOS DE EUCARISTÍA. Se va uno al banco de la capilla, se sienta allí delante del Señor, y se está; tomando baños de Eucaristía. Dejándose mirar del Señor. Que me mire, que me cure, que me inflame… Estás allí. -¿Qué haces tú? ¡Si no haces nada…! –Estoy tomando baños de Eucaristía. -Pero, ¡si no haces nada…! -Baños de Eucaristía. Como uno que toma baños de sol. No hace usted nada. -Pues tomo baños de sol. Pues igual. Baños de Eucaristía muy, muy ricos. De mucho fruto espiritual, cuando uno en espíritu de fe está allí delante del Señor sin tener prisa para hacer otras cosas que le esperan. Baños de Eucaristía.

ORACIÓN CONTINUA

 

Pero hemos sido llamados para estar con Jesucristo no sólo en el rato de oración explícita, sino todo el día, y todos los días de nuestra vida.  Vamos a dedicar ahora nuestra atención a reflexionar sobre esa oración de todo el día. Este es el ideal. Los tiempos de oración explícita van haciendo que el alma se una a la voluntad de Dios y a la vez sea inflamada en el amor de Dios. Y por lo tanto es normal que en la vida espiritual desarrollada con fidelidad, se sienta habitualmente la devoción. La devoción brota de ese amor con que Dios inflama el alma. No hablamos ahora de esa devoción que se puede sentir mientras uno está en la capilla; no; sino de una devoción más continua, íntima, sabrosa, que sirve al Señor con gusto, con gusto íntimo.

Es vivir la unión de caridad con Dios. Y en esta unión de caridad, la acción de Dios suele ser tan normal en el alma, que ya no se nota. Como se dice de un estudiante que siente gusto en el estudio, sin querer con esto afirmar que siente una impresión sensible, lo mismo puede decirse que se forma en el corazón el gusto de Dios. Esta alma tiene ya el gusto de Dios; notando bien, que tal gusto de Dios sobrepasa todo sentimiento piadoso. Es más profundo que el gusto sensible. Está como más al fondo y es más estable.

Cuando el corazón se abandona totalmente a cumplir lo que Dios quiere, hemos llegado al abandono total a la voluntad de Dios, poniendo todo nuestro ser a su servicio. Sin darnos cuenta, actúan también en nosotros los dones del Espíritu Santo y la voluntad se comporta con una flexibilidad maravillosa, como el tallo del girasol ante la luz del sol. Aquí la rectitud no es ya rigidez, sino constante flexibilidad, disponibilidad, movilidad al ritmo del movimiento solar, a la inspiración del Señor.

Esta es la devoción normal en la vida espiritual. Cuando uno ha trabajado un poco, y con sinceridad se ha despojado de sí mismo y de las cosas, esto no es una cosa extraordinaria y particular; no, no. Los Apóstoles vivían a gusto con Jesucristo; estaban a gusto con Él. Es lo normal esa devoción, que es como la flor del siglo futuro, como la llama San Bernardo. Dice San Bernardo: “La compunción es el fruto del tiempo pasado”. “La flor -que todavía no es fruto-, la flor del siglo futuro, de la eternidad, es la devoción”. La devoción viene a ser como el pregusto de la eternidad. Ya actualmente estamos participando en nuestro grado. Y comentando esto, Suárez dice que es verdad que es así, y que esa devoción brota de la caridad. Si miramos la suavidad y el deleite que suele traer consigo la devoción, de ningún acto se sigue tan eficazmente como del afecto de la caridad; de esa caridad llena de afecto, de riqueza hacia Cristo.

La devoción es pues ese estado habitual del alma en todo el día en el servicio del Señor. Puede dirigirse a los Santos, a la humanidad de Cristo, a los objetos, al trabajo apostólico; todo hacerlo con devoción; en el servicio del Señor, en el agradar al Señor. Y así se convierte todo en un ejercicio de amor. “Que ya sólo en amar es mi ejercicio”.

Pero esta devoción está amenazada, es una delicada flor. Vamos a ver esto. Los obstáculos que impiden esta devoción, que inciden sobre ella, que la perturban, nunca provienen meramente de fuera. “Vuestro gozo nadie os lo quitará”, decía Jesús. Ninguno puede arrancarte esta devoción, de fuera, sino que supone siempre una actitud tomada por el alma misma; una reacción personal del alma en una dirección que no está de acuerdo con la corriente de la vida que le viene comunicada por Cristo. Jesucristo la mueve en un sentido, y ella se empeña en otra actitud. Entonces se perturba la devoción interior. Es como cuando uno echa una piedra en la tersura del agua de un estanque. Aparecen enseguida unas ondas que desfiguran la imagen que reflejaba el agua. Así sucede. El alma estaba como reflejando a Dios, el rostro de Dios, habitualmente, serenamente y ahora se han formado estas pequeñas ondas sobre la superficie del alma y se emborrona el rostro de Dios que antes se reflejaba en ella. Entonces se comprende experimentalmente que aquella actividad no es según la corriente que viene de Dios por la caridad.

¿He perdido la devoción? He metido algo que no era propiamente lo que Dios quería. Y esta atención interior es la que hace al alma espiritual; esta constante atención a Dios. Cuando yo era joven me preguntaba muchas veces esto. Por qué los que no creen en Dios viven aparentemente más descuidados sin estar pendientes de estas cosas. Pero razonando, caía en la cuenta de que carecen de esta vida dentro. Una mujer embarazada debe cuidar con esmero la vida que lleva dentro y en cambio quien no tiene esa vida dentro vive descuidado. Y nosotros llevamos un tesoro en vasijas de barro, como dice san Pablo. Y es justo que lo cuidemos con primor.

Muchos dicen que no se complican la vida con esto; no necesitan; viven mucho más tranquilos. Y es verdad. El tener este dulce huésped del alma, supone una dedicación total a su cuidado. Y cuando se suspende esa devoción, esa especie de reflejo del rostro de Dios sobre el alma, el alma sabe decir: aquí he metido algo que no era lo que Dios quería. Algo así como pasa con la luz. Que uno vive en la luz de Dios, esa luz inunda el ambiente; estamos en la luz. “Caminar en la luz, a la luz de Dios”, sale muchas veces en la Escritura, Es como la devoción en la cual uno camina. Y, como pasa con la luz nuestra, que si uno introduce algún elemento extraño y hay un mal contacto, saltan los plomos y uno se queda a oscuras. He perdido la luz. Y entonces se examina uno. ¿Por qué habrá sido eso? Y va allí a ver, a buscar el defecto, a eliminar aquel aparato, aquella máquina, y entonces vuelve a ponerse la luz de nuevo y a caminar en la luz. Así se camina en el Señor. Así entendida la devoción, es como la salud del alma.

Decíamos desde el Principio y Fundamento: el hombre ha sido creado para agradar a Cristo, y así obtener la salud del alma. Viviendo así, reflejando el rostro de Dios, ya está obteniendo su plena sensibilidad a la acción de la gracia. Habrá momentos de crecida devoción, que son una verdadera consolación del espíritu, más que lo normal que suele tener de ordinario; como una inyección de elementos sobrenaturales, que si están bien empleados deben producir un aumento de salud, una mayor invasión de la gracia sobre la persona humana, haciéndola aún más dócil, más adherida a Dios, más pegada a Dios.

 

 

 

Si, sin que venga un obstáculo nuevo nuestro, cesa la devoción, si parece emborronarse la figura de Dios sobre el alma, sin que yo haya hecho nada -después de examinarme bien-, puede uno tener la seguridad de que ahora se trata de una prueba de Dios. Y entonces, en realidad, no es que se ha perdido la paz, sino que se ha trasladado más a la profundidad, más debajo de la superficie, más al fondo, aunque las purificaciones sean profundas; pero Dios está más en comunicación que antes con el alma. La imagen de Cristo está pasando de la superficie del corazón a lo más profundo del alma.  Esta es la obra de Dios. Y a esto tenemos que tender, sin cansarnos. Se puede decir así, que la devoción es como una especie de conciencia del amor de Dios y de su complacencia sobre el alma. El alma se mueve así bajo la mirada de Dios. Tender a eso; no ser fáciles en evitarlo. Que es tan fácil decir que la vida cristiana, pues es muy sencilla, y no hay que trabajar mucho, y basta el hacer obras de caridad a los demás. Es mucho más íntima la riqueza de vida que el Señor nos ha traído. “Si conocieras el don de Dios”, y lo que Él quiere tratar con el alma, tú se lo pedirías, y no te quedarías en la superficie.

Dice el obispo Antoline, comentador de San Juan de la Cruz -tiene unas cosas preciosas-: “A estas almas que van buscando a Dios a su manera, sin llegar a estas profundidades; a estas almas parece habla San Agustín cuando dice: “Buscad lo que buscáis, pero no donde lo buscáis”. Como si dijera: ¡Oh, qué bien me parecen vuestras ansias! ¡Cómo me agradan esos deseos de encontrar a Dios que es el Bien de mi alma! Buscadle en buena hora. Pero si le queréis hallar, no le busquéis donde le buscáis. Tomad la senda larga del alma, andad por ella, que ella os llevará a donde está el Amado descansando. Y si es verdad -como lo es- que Dios está en lo muy hondo del alma, mira cómo le hallará quien le busca por de fuera. Cuando veo estas almas, no me parecen sino a la mujer que hace que le busquen al hijo por la ciudad, y anda muy ansiosa por toda ella diciendo a voz de pregonero le den su niño perdido; y no se da cuenta que le ha dejado dormido en el rincón más escondido de la casa”. Y también se parece a la mujer que anda revolviendo su casa por encontrar el anillo que no halla, y desanda cuanto tiene andado aquel día a ver si encontrará su joya; y no se da cuenta de que lo lleva escondido dentro del pecho donde lo puso para lavarse las manos. ¡Qué de pesadumbres se ahorrarían estas personas si se miraran a sí primero y a su casa! ¡Con qué facilidad se encontrarán con el hijo y el anillo! ¡Oh, válgame Dios, Señor! ¡Cómo te hallara esta alma y hubiera gozado de tus brazos si te buscara dentro de sí y no fuera de casa!”

Es eso. Buscarlo, buscarlo. Dentro de nosotros, en nuestra vida interior. Para poder vivir así hace falta esa pureza. Esa devoción constante, ese reflejar en nosotros el rostro de Dios supone un alma pura. Y el presupuesto de esta presencia de Dios es una castidad angélica; castidad angélica que no significa que no hay inclinaciones o mociones, sino significa esa castidad positiva del corazón. Que no va sólo a evitar el pecado, sino que va a poner su corazón en solo Dios. Y se desprende de todo lo que es carnal y sensual, sin poner su nido en ello, sino limpiamente. Si se desprende de las cosas, si huye de las ocasiones, no es por sólo el temor del pecado -como diciendo: si no hubiera pecado yo me quedaría aquí-, sino es para adherirse a solo Dios, solo Dios. Y renuncia a los gustos de las criaturas para ponerle en solo Dios. Este es el presupuesto. El corazón que no se libra así de los gustos terrestres, sobre todo carnales y sensuales, no gustará tampoco de esta devoción íntima del alma, sino se contentará con una medianía en esto; el ser un buen cristiano, pero renunciando prácticamente a la santidad.

Pues bien; no estemos siempre diciendo que lo importante es simplemente hacer lo que uno tiene que hacer; no. Hay que llegar a esto. Más aún en la vida religiosa o sacerdotal. Los Apóstoles vivían así con Cristo, con gusto; aun cuando estaban corriendo de una parte a otra de la Palestina, pero iban siempre con Jesús, y tenían el gusto de estar con Él.

Pero hay momentos en los cuales se pierde este gusto profundo. Son las llamadas por san Ignacio, desolaciones, en que parece que el Señor esconde esa luz. Como indicábamos, a veces se pueden fundir los plomos. Se encuentra uno en la oscuridad. En nuestra vida normal hay día y noche. Y en la vida espiritual el Señor de vez en cuando se esconde. Se escondía a la Virgen cuando se quedó en el Templo, se esconde a los Apóstoles otras veces, se esconde a las almas. Es la desolación. Esta desolación puede ser una desolación sin culpa o con culpa. Sin culpa; porque el Señor en un determinado momento quiere retirarse para dejar el alma en prueba, para ver cómo camina. Es lo que decía San Agustín, que se quejaba a veces del Señor: “Señor –decía- Señor, ¿cómo es que me tratáis así, que os vayáis sin decirme: Agustín, que me voy?” Se queja de esto: de que se vaya y de que no le diga que se marcha. Pues así pasa también en el alma, a veces: que se marcha.

¿Qué se entiende por desolación? Por desolación se entiende oscuridad del alma. Si antes estaba en la luz, ahora está en tinieblas. Turbación en ella. Moción a las cosas bajas y terrenas: a la sensualidad, a lo material. Inquietud de varias agitaciones, tentaciones. Moviendo a desconfianza: “No puedo ya más”. Sin esperanza; “yo no salgo de esto, no tengo remedio”. Sin amor: “ya no me dice nada el amor”. Hallándose toda perezosa, tibia, triste, y como separada, alejada de su Criador y Señor Jesucristo. Eso es la desolación; momentos en que está uno así. Parece que todo se ha acabado. Y esto les pasa a todos, a todos; todos pasamos por ahí. Y el P. Nadal, hablando una vez a los estudiantes de España, de la oración, y de las consolaciones y desolaciones, decía que el P. Ignacio también las pasaba, y que le dijo a él en Roma, que tenía algunas desolaciones que no se podía valer; a veces sentía como si en toda su vida no hubiese recibido un solo favor de Dios; como si todo lo pasado fuese una mentira, Eso es lo que sentía en ese momento san Ignacio. Y él era fiel, y pasaba adelante. Pero estas desolaciones, es normal que vengan. Lo que no es normal es que habitualmente viva uno en sequedad, en aridez, y todo lo demás es normal; eso no. Pero que vengan momentos de desolación, eso hay que cargarse con ello. Tienen que venir. Con causa o sin causa.

El ejemplo de esto es la tempestad. Como decíamos que el agua del pozo de Jacob es símbolo del agua de la gracia, así la desolación es como una tempestad en el alma. En la tempestad se oscurece el cielo, los nubarrones se adensan, el agua del mar se agita, viene el temor de que se va a perecer, da la impresión de que de ésa ya no se sale, de que las cosas se ponen cada vez más negras; se pierde la fe, la esperanza, se olvida todo el resto; ya no se ve más que la tempestad.

Pues bien; las desolaciones pueden ser sin causa. Y el ejemplo de esta tempestad sin causa, o de esta desolación sin causa nos la representa San Mateo, en el capítulo 8: “Entró, pues, en una barca acompañado de sus discípulos, y he aquí que se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las ondas cubrían la barca. Mas Jesús estaba durmiendo”. Estaba en la barca. ¿Tenían la culpa los Apóstoles? Ninguna. Jesucristo había entrado en la barca; estaba allí, estaba descansando. No tienen culpa. Pero la tempestad es recia. “Y acercándose a Él sus discípulos -que trabajaban y luchaban con la tempestad, ya creyeron que estaba todo perdido- acercándose sus discípulos le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos que perecemos! Les dice Jesús: ¿De qué teméis, hombres de poca fe? Y entonces, puesto en pie, mandó a los vientos y a la mar, y se siguió una gran bonanza”. Esta es la tempestad sin causa. Pero, donde se ve todo lo que siente el alma: la agitación del espíritu, el temor; sin esperanza, sin amor, y que les parece que el Señor, si no está despierto y lo sienten despierto, no hace nada ya en la barca ni les puede defender. La falta de confianza. Pues esto mismo nos puede pasar a nosotros. Cuando es sin causa, en el momento en que uno entra en desolación tiene que mirar hacia atrás, y ver si de la vida precedente, uno ha dado causa para esta desolación.

En el caso de los apóstoles, Jesucristo había entrado en la barca. No lo habían echado de la barca, no había salido; estaba allí. Ellos no le habían tratado mal; luego estaba. Sólo que estaba durmiendo; no se hacía sentir en la barca; no se hacía sentir su presencia. Estaba allí presente, pero como dormido. Y de aquí viene la tentación de desconfianza. Y habrá momentos en nuestra vida en lo que lo sintamos así: todo oscuro. Y el Señor está que no se le siente; parece que no está dentro, y está, porque no ha salido. Y estaba dentro. Quietos, quietos. Y si quieres un consejo en estos momentos de desolación: no despertar al Señor. A ver si tienes valor para eso. Que no tenga que decirte: hombre, mujer de poca fe, ¿por qué has dudado?, ¿por qué tienes miedo? ¿Es que Yo no te puedo proteger, aun cuando no me sientas? ¡Si estoy aquí contigo dentro de tu barca!

Si el alma le grita: ¿a dónde te escondiste, Amado? El Señor le dice: no, aquí estoy, aquí estoy; estoy aquí; aun cuando parezco no darme cuenta. Ten confianza. Y ten esa confianza siempre. Fíate siempre del Señor y camina adelante, aun cuando parece que se va a hundir todo. Él está dentro; no hay peligro. Adelante. Y recuerda lo que te dice el Corazón de Jesús: si quieres agradarme, confía. Si quieres agradarme más confía más. Si quieres agradarme inmensamente, confía inmensamente.

 

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén

 

 

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