Mes del Corazón de Jesús basado en el Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. DÍA VIGÉSIMO PRIMERO. INTRODUCCIÓN A LA PASIÓN. LA ULTIMA CENA

VÍDEO:

TEXTO:

Entramos en las meditaciones de la Pasión de Cristo y de la Resurrección. Tenemos que evitar siempre en nuestra vida espiritual el escollo de prescindir de Cristo y de su Pasión.  Imitar a Cristo en su Pasión y seguir a Cristo en su Pasión; no olvidarla nunca.  Comencemos el día invocando al Espíritu Santo que es el que puede introducirnos en las profundidades del amor de Jesucristo.

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo, Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino;

 

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

 

DÍA VIGÉSIMO PRIMERO. INTRODUCCIÓN A LA PASIÓN. LA ULTIMA CENA

 

Es muy importante la Pasión de Cristo, y desgraciadamente se está perdiendo mucho esta devoción y este recuerdo del pueblo cristiano. ¡Qué poca gente hace el Vía Crucis.! Se pierde entre los seglares y entre los consagrados. San Juan Pablo II rezaba el Vía Crucis a diario. Lo cuenta él mismo. Antes había más devoción, me parece, a la Pasión de Cristo. Pensar con frecuencia en la Pasión de Cristo, aunque sólo sea por agradecimiento. Además, es la fortaleza para nuestra pasión. Hemos sido asociados a la Pasión de Cristo. San Pablo cuando habla de su conversión dice “para conocer a Cristo”. Conocer no se entiende intelectualmente, sino venir al conocimiento íntimo de Cristo. “Para conocer a Cristo, y la fuerza de su resurrección, y la compañía de sus pasiones”. Ese es el cristiano. Las dos cosas. Y así les dice muchas veces a los cristianos: “El Señor que nos consuela en todas nuestras tribulaciones”. Y les dice otras veces: “Y habéis soportado con alegría que os arrebataran vuestros bienes”. Y así siempre. Es, unido. No imaginar el cristianismo: consolación pura y no hay nada que sufrir, no. Es un sufrir y gozar al mismo tiempo.

Jesucristo expresa esto -y vamos a detenernos un poco en ello- en un pasaje del Evangelio de San Juan, poco después de lo que meditábamos ayer de la resurrección de Lázaro y de la unción anticipada de Betania. En el capítulo 12, en el versículo 20, después de la entrada de Jesús en Jerusalén, en este ambiente que se va adensando contra Cristo, en el ambiente de la resurrección de Lázaro, que habla de su muerte, sepultura, resurrección; cuando las sombras de la persecución están cada vez más negras, se presenta a la comitiva de los apóstoles un grupo de griegos, diciendo: “Queremos ver a Jesús”. Introducidos a la presencia del Maestro, Jesucristo pronuncia unas palabras que, a primera vista, parecen muy altas, una doctrina muy elevada, pero que no corresponde a lo que han pedido los gentiles. Y sin embargo, tiene mucho que ver; es la respuesta de Cristo a la petición de los gentiles. En efecto, ante la mirada de Cristo, en aquel momento, se extienden todas las masas de los gentiles, de los paganos de todos los tiempos, las cuales, representadas por esos griegos, se acercan con el deseo ardiente de ver a Jesús. “Señor, -le dicen a Felipe- queremos ver a Jesús”.

En el Evangelio de San Juan el ver a Jesús no significa verle con los ojos materiales, sino que significa verle en su gloria de unigénito del Padre. Significa conocerle íntimamente. Significa entrar en su amistad, tratar con Él como amigo. Pues bien; estos griegos querían ver a Jesús, querían establecer un contacto de amistad con Jesús; y por eso se acercan a los Apóstoles. Es el deseo de tantas almas que, sin saberlo ellas mismas, están torturadas en el fondo de su alma con este deseo de ver a Jesús. Y ellas mismas no lo saben. En cuántas inquietudes de espíritu, en cuántos vacíos del corazón, en cuántas turbaciones, en el fondo del alma está este deseo: queremos ver a Jesús. Y cuando uno llega ya a Cristo, ha caído en la cuenta que ese vacío, esa falta de su interior, esa insatisfacción era el deseo de ver a Cristo.

Y Jesús dice: Pues para verme, tengo que morir en Cruz; para que me podáis ver. “Cuando Yo sea levantado en la Cruz, todo lo atraeré a Mí. Si el grano de trigo no muere queda el solo; pero si muere, entonces produce mucho fruto”. Principio misterioso, que por mucho que penetremos, quedará siempre oscuro en nuestra mente.

Vamos a examinar qué pasa con el grano de trigo. Jesucristo se estaba sirviendo de un hecho común, diario, en la vida campesina. Para que fructifique el grano de trigo hay que sepultarlo bajo la tierra. Tiene que germinar, tiene que morir, tiene que pudrirse aparentemente; pudrirse en ciertos aspectos. Porque, notad; la vida misma del trigo no se pudre, la vida misma del trigo no muere; sino que precisamente para que se desarrolle la vida, tiene que morir el grano en cuanto grano, en sus apariencias de grano; tiene que destruirse la corteza, el límite que sofoca la vida en su interior, que la limita. La vida misma interior es la que, en su expansión vital, requiere la ruptura y la corrupción de la corteza que la ahoga. Eso pasa en el grano de trigo. De hecho, no muere. Ahora bien; ese grano de trigo es Jesucristo; Él lo sabe perfectamente: Cristo, Dios-Hombre, que lleva en Sí toda la vida divina dentro de su Humanidad unida a ella hipostáticamente. Y esa totalidad de su ser, Dios-Hombre, la Palabra de Dios encarnada, ésa es el grano de trigo. Y ese morir; tiene que ser despreciado, escupido, muerto, sepultado. Si muere así, si soporta todos esos sufrimientos, entonces sí, entonces produce mucho fruto. Entonces crece, grana, se multiplica; y será esa mies inmensa que Él está viendo ante sus ojos. Pero si no muere, si ante la realidad dura que se presenta como proceso de la fructificación, se echa atrás por miedo de la muerte, entonces, si no rompe la barrera de limitación que sofoca la pujanza de la vida, queda solo; como el grano que cae rodando por el camino fuera de la tierra, y queda allí, solo, abandonado, junto al camino, sin fructificar. Es la verdadera muerte del grano. Ahora, la que muere es la vida. No muere la corteza; no muere la apariencia exterior, sino la vida que estaba dentro del grano de trigo. Queda solo allí fuera.

He aquí el significado de toda la Pasión de Cristo; es éste. Pasión de Cristo que es fructificación, que es glorificación del Padre, manifestación a los hombres de las riquezas íntimas de su Corazón, que ama a todos, en esta obra grandiosa, que es la reparación del pecado, la justificación nuestra, la resurrección. Pero esto no vale sólo para Cristo, sino que también vale para todos aquellos que se asocian a su obra redentora. Por eso Jesucristo inmediatamente generaliza su expresión. “El que ama su alma, la perderá; mas el que aborrece su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna”; en ese mismo sentido que hemos dicho. Si alguno quiere conservar intacto todo lo que tiene, y tiene miedo de perder la vida, perderse a sí mismo, la vida corporal, sus comodidades, éste las perderá y perderá su vida íntima. Perderá la vida íntima, y con ella, también la vida corporal. Pero si es capaz, quiere, y da su vida aparente y la pone bajo tierra, entonces dará mucho fruto y salvará su alma, salvará su vida. Y añade el Señor: “El que me sirve, sígame, y donde esté yo, esté también mi servidor”. Aquí está toda la obra de la Iglesia, asociada a la cruz de Cristo: “El que me sirve que me siga”. Donde va el Señor, allá va su servidor. El gran principio de la imitación de Cristo, que seguirán tanto más cerca las almas, cuanto más tengan que cooperar con Cristo en la redención de los hombres. Lo que salva a los hombres, no es el simple amor. El amor que glorifica grandemente al Padre, es el amor que llega hasta dar la vida por Cristo, como Jesucristo ha dado su vida por las almas; el amor que se hace holocausto, donación total, que cae bajo la tierra, y muere. Sea porque muere de una vez para siempre, dado toda su vida, sea porque en cada momento vive su holocausto y muere a sí mismo, y en todo momento está ofreciendo todas sus fuerzas y todo su ser a la pura voluntad de Cristo. ¿Esto es difícil? -Sí. -¿Cuesta? -Cuesta; y cuesta mucho. Por eso Él ha ido delante; para darnos su fuerza y su ejemplo. Sería imposible que de nuestra parte pudiésemos acompañar en el sufrimiento a Cristo, si no estamos íntimamente unidos a Él.

Vamos a considerar esta Pasión de Cristo. Y vamos a empezar por la Eucaristía, para asociarnos con Él. Jesucristo, en la Última Cena, comienza con el lavar los pies a los Apóstoles. Pues vamos a empezar también nosotros por aquí, para asociarnos al amor de Cristo y a la Pasión de Cristo. Ambientémonos un poco en espíritu de oración. Jesucristo, antes del lavatorio de los pies, ora. Y envía dos de sus discípulos para que preparen la sala de la Última Cena. Y quiere que la sala esté bien adornada, porque es la noche del Amor de Cristo. Entremos en el Corazón de Cristo, en los deseos íntimos de Cristo. Dice Jesús: “con deseo ardiente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. “Con deseo he deseado”. A veces, muchas cosas que hacemos nosotros, son muy hermosas: en los ornamentos de la Misa, en los cantos; todo eso es muy hermoso y muy necesario; pero no olvidemos que es memorial de la Pasión de Cristo, recuerdo de la Pasión de Cristo. Y que no viviríamos bien la Misa, si no recordáramos la Pasión de Cristo, que lo ha dejado para eso en el último momento: “haced esto en recuerdo mío”, en memoria de mi Pasión. Con sufrimientos. Con deseo ha deseado esta Pascua para quedarse contigo. Con vosotros, con cada uno de los fieles. ¡Lo que desea padecer por ti Jesucristo! Desea quedarse; desea dar su vida; todo.

Fijémonos en este contraste. Parece que en toda esta parte de la Pasión -que comienza aquí, en la Eucaristía-, Jesucristo ha querido asociar este anuncio del amor grande suyo, en todo, al recuerdo de nuestra ingratitud para con Él. Jesucristo, con grande deseo desea dar su vida y comer esta Pascua con los Apóstoles. Y los Apóstoles disputaban entre ellos quién sería el mayor. ¡Qué contraste! Jesucristo desinteresado; llevado en fuerza de su amor hasta dar su vida por ellos, y ellos… quién de ellos parece que era el mayor, el primero. ¡Qué dolor para Cristo! Y sin embargo, ¡qué compasivo es Jesucristo! En esa misma Cena -que nosotros hubiésemos dicho: ¡qué falta de respeto!; es una cosa muy grave-, en esa misma Cena, Jesucristo dice a los Apóstoles: “Y vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Pero a esto, parece que ni siquiera le da importancia. ¡Qué comprensivo es Jesucristo! En sus mismos sufrimientos, ¡qué comprensivo es! Y en esta Última Cena precisamente les dice Él a los Apóstoles: “Vosotros sois los que habéis permanecido fieles conmigo en los días de mis pruebas, y yo voy a prepararos un buen sitio en el cielo”. Y es el juez de vivos y muertos. ¡Qué comprensivo es! Que tengamos esta idea grande del Corazón de Cristo. Que es verdad que Jesucristo nos va a juzgar; pero tampoco tenemos que imaginarlo como un juez mezquino -que no lo es nunca-. Es un gran caballero; en todo.

 

Y nos encontraremos con grandes sorpresas. Yo estoy seguro que muchas veces el juicio de Jesucristo sobre nosotros es más benévolo que el nuestro; por nuestras angustias, por nuestro complejo de inferioridad, por nuestras inseguridades personales, por nuestra soberbia, que no quiere reconocer las propias limitaciones como Él las reconoce. Y estoy seguro que el día del juicio, te encontrarás con grandes sorpresas de su misericordia para contigo. Es muy comprensivo el Señor; muy comprensivo. “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en los momentos de mis pruebas”. Parece que el Señor les podía haber dicho: Siempre habéis estado igual. Nunca acabáis de entender lo que os digo. Sois insoportables. No. Jesucristo les comprende.

El grande dolor de Jesús es Judas; la espina de Cristo en toda esta Última Cena. “Estáis limpios -les dirá enseguida-, mas no todos”. Pues bien; en este momento, con grande amor de Cristo -frialdad de los hombres, incomprensión de los hombres-, Jesucristo se levanta de la mesa y les lava los pies. El lavatorio de los pies, que sobrecoge a Juan. Y se ve que todavía estaba él impresionado cuando hablaba, cuando escribía de aquella escena: “La víspera del día solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin”, hasta el extremo, hasta la muerte, hasta todo lo que se podía amar. “Y acabada la Cena, cuando ya el diablo había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, el designio de entregarle” -siempre el contraste: el amor de Cristo, la ingratitud de los hombres-, “Jesús, que sabía que el Padre le había puesto todas las cosas en sus manos, y que como venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestido, y habiendo tomado una toalla, se le ciñe; echa después agua en un lebrillo y se pone a lavar los pies de los discípulos y a limpiárselos con la toalla que se había ceñido”.

Esto a Juan le deja sobrecogido. Lo miran con asombro. Empieza a lavar los pies, arrodillado a los pies de cada uno de sus amigos, de sus Apóstoles. Y lava los pies de Judas. Esto está claro; porque después de esto dice: “Vosotros estáis limpios, mas no todos”. Si no, no hubiese lavado a todos. Lava los pies de Judas. Judas no se conmueve. Es el alma endurecida, que por mucha misericordia del Señor y muchas delicadezas y muchas humillaciones del Señor, que se pone a sus pies a servirle, una vez que uno toma ese camino de decir: “Yo ya estoy así; adelante”, no se mueve. ¡Qué misterio el del corazón humano! Jesucristo consuma en Él las últimas ternuras y las últimas delicadezas de su amor para conmover a aquella alma sin remedio, sin fruto. Y pasa a los demás, con el corazón deshecho internamente. ¡Es tan fino el Señor! ¡Y es tan sensible a las ingratitudes de los hombres! ¡Y aquel Judas ha recibido tantos favores suyos! Pero no; está endurecido, está endurecido.

“Vosotros estáis limpios, pero no todos”. Y eso lo siente Cristo hasta el fondo: “no todos”. Hay uno que no. Y entonces pasa, y llega hasta Simón Pedro. Y Simón Pedro, con aquel ímpetu, un poco así, recio, pero de grande amor de Cristo, cae en la cuenta de lo que está pasando allí, y al ver que Jesucristo se le arrodilla a los pies, y que le quiere lavar los pies, no puede soportar eso, y le dice: “Señor, ¿Tú lavarme a mí los pies?”. ¿Tú a mí? Si le había dicho ya en la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un hombre pecador”, ¿ahora ése mismo me va a lavar los pies? No lo entiende. Y es verdad, y es admirable. “Yo soy el que hablo contigo” le dijo a la samaritana y es impresionante; pero mucho más es “Yo soy el que te lavo los pies”. Y Jesús le responde y le dice: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora”, no hace falta que lo entiendas; “lo entenderás después”. Le dice Pedro: “Jamás me lavarás Tú a mí los pies”; ni ahora, ni después, ni nunca. Por ahí no paso. Un poco duro; un poco seguro de sí mismo; un poco confiado en sus fuerzas. Impetuoso, pero de buen corazón. Y al alma que tiene un buen corazón y que ama de veras a Cristo, ¡qué bien se le domina!; ¡qué fácil es llevarlo, si ama de veras a Cristo!, aun cuando tenga algunos ímpetus.

Le responde Jesús: Muy bien. “Si yo no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Ya te puedes marchar. Y entonces Pedro, al ver que aquello se pone serio, le dice: “Señor, no sólo los pies, sino las manos y la cabeza”; todo lo que haga falta, con tal de no marcharme de tu lado. “No permitas que yo me separe de Ti”. Señor, haz de mí lo que quieras; pero yo contigo, contigo. Y entonces le dice Jesús: Si me lo hubiese dicho esto Judas, que le lavase todo… porque está todo necesitado. “El que acaba de lavarse no necesita lavarse más que los pies, estando como está limpio todo lo demás”. Se refiere a las costumbres de Palestina, que cuando pasaban un río, etc., generalmente entraban en el agua, se bañaban. Con el calor… con el sudor… el polvo… Bien; el que se ha bañado así recientemente, pues está limpio. Lo único es que en el trozo de camino que ha hecho, se le empolvan los pies. Pues bien; el que se ha bañado hace poco, basta que se lave los pies. “Y vosotros, limpios estáis, aunque no todos”. Y Judas lo oye, y nada. Sin inmutarse. “Que como sabía quién era el que le había de hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios”.

Pensad que el Señor pueda decir esas cosas de nosotros: “No todos estáis limpios”. Esto me enseña -es el juicio de Cristo sobre los Apóstoles-, me enseña a no asustarme por mis pequeñas faltas. No. Porque, aun cuando me manche en el servicio sincero de Cristo -que hay momentos de debilidad y de fragilidad-, ahí está el lavatorio de los pies de Cristo. Ahí está Jesucristo, dispuesto a lavarme los pies. Y así tengo que acercarme al examen de conciencia y a la confesión; no a torturarme el espíritu, no; sino a sentir las manos amorosas de Cristo que me lava mis faltas. Y con más admiración que Pedro, debo decir yo al Señor cuando me viene a lavar: “Señor, Tú a mí me lavas mis pecados con tu sangre, ¡con tu sangre! Hasta eso has llegado. ¡Cómo debo ir así a la Penitencia, al sacramento del Perdón!, a sentir las caricias de esas manos redentoras de Cristo. Con humildad; dejándome lavar. Que es necesario; que sólo Él me los puede lavar.

Y después le dice el Señor: “¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies uno al otro. Os he dado ejemplo, para que lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también”. Tomar esto como programa de vida. Ofrecerme a lavar los pies de los demás, las faltas de los demás; a esconderlas, a no publicarlas, a remediarlas, aun cuando tenga que mezclar mi sangre con la sangre de Cristo -que no sólo me ha lavado los pies con agua, sino con su sangre-, ayude también con la mía, con mi vida, con mi sacrificio, a lavar los pecados de los demás, las faltas de los demás; para que reine en todo la caridad auténtica de Cristo. Así ha instituido Jesús también la confesión; como el lavatorio continuado de los pies de los fieles; el ministerio de la misericordia de Cristo; la preparación para la Comunión, que es el Sacramento del Amor.

Decíamos que este Sacramento de la Eucaristía, parece que Jesucristo ha tenido interés en que se asocie también al recuerdo de nuestra ingratitud. Siempre en los Apóstoles -o en los relatos evangélicos-, siempre están unidas esas dos expresiones: “En la noche en que era traicionado, Él instituyó la Eucaristía”.

¿Qué traición era ésta? Judas es el que le traiciona. En la noche en que era traicionado por Judas. Judas, la espina del Corazón de Cristo en la Última Cena. Y Juan, que estaba penetrando en aquella noche de misterios el Corazón de Cristo, sabía que era Judas el que lo traicionaba, porque el Señor le había dado la señal; y fijó su mirada en él cuando salía precipitadamente. Y se fijó que, cuando abría la puerta,  “era ya de noche”, era noche oscura. Noche, en Jerusalén; noche, en el alma de Judas; noche, en el Corazón de Cristo.

En la noche en que era traicionado, no sólo por Judas, sino por Pedro; en esa noche, en que Pedro le iba a traicionar. Y Él lo sabía, y se lo había predicho: “Esta noche, antes de que el gallo cante, tú me habrás negado tres veces”. La noche negra para Cristo, cuando se quedó con nosotros.

En la noche en que era traicionado por mí; en la noche de mi ingratitud, de mi pecado; cuando yo estaba en pecado. En esa noche en que yo le ofendía, en la noche de nuestra ingratitud, saltó el rayo del amor de Cristo. Precisamente en nuestra ingratitud. Y con este amor precisamente, nos arranca de ese estado nuestro, para aplicarnos el fruto de su Pasión y para unirnos a él en la obra de la Redención.

Jesucristo tiene delante toda la visión oscura de la ingratitud humana; esa noche negra; y está viéndote a ti a través de los siglos, después de dos mil años, y te conoce, y te ama, y por encima de este océano de ingratitudes, quiere estar contigo, quiere eso: personalmente estar contigo. Cristo encubre su rostro bajo las especies de la Eucaristía para que le comamos, para que sea alimento y vida nuestra, para que nos transforme en Él. Si conocieras el don de Dios. ¡Si supieras lo que tienes en esa Hostia!, lo que es el don de Dios… ¡cómo la desearías!

Y así instituye la Eucaristía. Bajo los signos visibles, se da Él a sí mismo; inmolado. Y se da a mí, pecador. A cada una de sus ovejas perdidas; como a Zaqueo, como a la Samaritana. En los demás Sacramentos me da su gracia; aquí se da a Sí mismo, fuente de la gracia, para ser Él mi vida. Examina un poco esto. Examina un poco tu vivencia eucarística. ¿Aprovechas la presencia eucarística de Cristo? ¿Practicas la adoración de Cristo en el Sagrario, la hora santa los jueves, a veces la adoración nocturna de Cristo, cuando te lo permiten? ¿Fomentas en tus familiares y amigos, en las almas que se han confiado la adoración de la Eucaristía? ¿Adoras en espíritu y verdad a Jesucristo? ¿Lo consideras una persona viva? ¿Sabes situarte y orientarte: ahí está el Sagrario más cercano? Allí está Cristo, en esa iglesia, en esa capilla, allí está Él?

Tenemos que acordarnos mucho, mucho de Él, que así recordaremos la Pasión. La Eucaristía en medio de nosotros, es la presencia corporal del Señor, personal, que está siempre influyendo en nuestra vida y que se convierte en el centro de toda la vida cristiana. Si la vida cristiana es ese diálogo con Cristo, con Dios en Cristo; si la vida cristiana no consiste en no pecar solamente, sino estar convencido y vivir que Jesucristo es una persona viva, que tiene parte en nuestra vida, esto se realiza de una manera eminente en la Eucaristía. No lo olvidemos. Él está aquí, Él está aquí.

Es el centro, es el sol de la vida de la Iglesia y lo mismo debemos procurar de parte de nuestro apostolado y de nuestro trabajo; que sea el centro de cada Parroquia, de cada familia cristiana. El centro de todo el cristianismo es Jesucristo presente en la Eucaristía, que sólo en nuestra asociación con Él encontraremos la fuerza para comprender y para vivir como Él ha vivido. “Donde esté Yo, allí estará mi servidor”. Y gracias a esa unión con Cristo, que es la que da sentido a toda nuestra vida, podremos penetrar en la participación con la Cruz de Cristo. Adoremos así a la Eucaristía y pidámosle esa fuerza y esa gracia para entender su Cruz, para sentir dolor con Cristo doloroso y para hacer que esa luz de Cristo se refleje también en nuestra vida. Acabamos orando.

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén