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Vamos a hacer hoy la meditación sobre la oración del Huerto en este mes del Corazón de Jesús. Pero primero vamos a explicar esta etapa de los EE en la que entramos ayer, la tercera semana del Mes de Ejercicios ignacianos. Comenzamos el día pidiendo el Espíritu Santo que nos inflame en el amor de Jesucristo
Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo;Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino
Te pido en especial
Por el Papa y sus intenciones
Por nuestro Obispo y sus intenciones
Por nuestro Párroco y sus intenciones
DIA VIGÉSIMO SEGUNDO. LA ORACIÓN DEL HUERTO
Estamos dedicando tiempo a la Pasión de Cristo. Aquí concretamente pretendemos una gracia particular. Se trata de sentir dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. No es una gracia sencilla ésta, sino que es difícil. Y hay que reconocer que no siempre se obtiene en los Ejercicios. ¿Por qué? Porque no es sencillamente una compasión humana al ver los sufrimientos de Cristo. Cualquier persona de corazón noble que asistiese a la Pasión de Cristo y lo viese, sentiría pena, sentiría compasión, como la sentimos aun oyendo la muerte o viendo la muerte de un ajusticiado. No es esa compasión humana. Cuanto más viva tenga una persona la imaginación y más tierno tenga el corazón humanamente, tanto más, al representarse con viveza la Pasión de Cristo, sentirá pena e incluso lágrimas; pero sería una compasión humana. Ni siquiera bastaría el que esa compasión tuviera como fondo un espíritu de fe, pero humana todavía. Es decir, uno que pasase entonces por el Calvario y viese a Jesucristo crucificado, sin saber quién era, sentiría pena; porque es un hombre que sufre. Aun cuando tuviera fe y supiese que es Cristo, mientras quedase en esa compasión humana, todavía no habría llegado al ideal supremo de esta gracia que aquí pretendemos.
El ideal de esta gracia es mucho más. La compasión humana en espíritu de fe, es sólo una preparación para esta gracia interior, que es participar de la pena interna del mismo Cristo; como sumergirnos en la pena de su Corazón. Sentir pena de la pena de Cristo. No de mi pena. No de que yo me quede sin Jesús porque muere, sino de la pena que Él tiene dentro. Penetrar en ella; entrar en la pena de Cristo. Por eso decimos “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena como Cristo pasa por mí”. Cuando decimos pena interna -de nuevo insisto-, excluimos los nervios, que son superficiales. Íntima, en lo íntimo del corazón nuestro. Ni es el sentimiento inicial, que a veces se da en un comienzo de vida de fervor. Es algo mucho más profundo. Es penetrar en el Corazón de Cristo, sumergirnos en su amargura, que es infinita; de Dios-Hombre. Si penetrásemos un poco lo que Cristo siente ahí dentro… cómo repercuten en Él todas las heridas, todos los sufrimientos físicos que en los demás hombres no tienen esas raíces de profundidad divina.
Fijaos que en la Pasión, muchos hombres, por ejemplo Pilatos o Herodes, e incluso aquellas piadosas mujeres de Jerusalén que lloraban por Cristo, están considerando en aquel que sufre al puro hombre. A esas mujeres, de hecho Cristo las reprende. Hay que entenderlo como una verdadera reprensión cuando les dice: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos. Porque si en el árbol verde se hace esto, en el seco, ¿qué se hará?” Es una especie de reprensión. ¿Por qué? Porque estas piadosas mujeres, estas mujeres de Jerusalén, como Pilatos, como Herodes, como los mismos judíos, ven al puro hombre. Y si uno no ve más que el puro hombre en Cristo, no hay ninguna razón para pensar que los sufrimientos de Cristo superen a los sufrimientos de tantos otros que han sufrido en este mundo. Los sufrimientos de Cristo, considerados así, en su realidad humana, no son superiores a los que han sufrido muchos otros. Total, duraron poco. No llegaron a 24 horas. Poco tiempo. Pero, ahí estaba precisamente la falta de fe, el rechazo real de Cristo: el considerarlo como puro hombre. Y así Pilatos les dice: “¿Qué acusación tenéis contra este hombre?” Ecce homo, que quiere decir: “He aquí el hombre”. Y las mujeres de Jerusalén lloran al hombre. Por eso el Señor les dice: Si vosotras tenéis pena por esto que veis, que consideráis vosotras en mí, más vais a sufrir vosotras dentro de poco, como consecuencia de vuestra falta de fe. De modo que, no caigamos en este pecado nosotros; sino, hay que penetrar en el misterio del Corazón del Dios-Hombre que sufre. “Pena de tanta pena como Cristo pasa por mí”.
Digo que es un sufrimiento íntimo, si el Señor nos lo concede -y aquí veremos por qué a veces no lo concede-. Santa Teresa en las moradas quintas, en el capítulo 2, dice así: “¡Oh grandeza de Dios!, que pocos años antes estaba esta alma, y aún quizás días, que no se acordaba sino de sí. ¿Quién la ha metido en tan penosos cuidados? Que aunque queramos tener muchos años de meditación, tan penosamente como ahora esta alma lo siente, no lo podremos sentir. Pues, válgame Dios, si muchos días y años yo me procuro ejercitar en el gran mal que es ser Dios ofendido, y pensar que estos que se condenan son hijos suyos y hermanos míos, y los peligros en que vivimos, cuán bien nos está salir de esta miserable vida, ¿no bastará? Que no, hijas, no es la pena que se siente aquí, como las de acá; que eso bien podríamos, con el favor del Señor, tenerla, pensando mucho esto; mas no llega a lo íntimo de las entrañas como aquí, que parece desmenuza un alma y la muele, sin procurarlo ella, y aun a veces sin quererlo”. ¿Veis? Allí lo tiene dentro. Le queda allí, sin quererlo. Fijaos en la expresión: que parece que desmenuza el alma y la muele. Y sigue santa Teresa: “Pues, ¿qué es esto? ¿De dónde procede? Yo os lo diré. ¿No habéis oído que la Esposa, que la metió Dios a la bodega del vino, y ordenó en ella la caridad? Pues esto es, que como aquel alma ya se entrega en sus manos, y el gran amor la tiene tan rendida, que no sabe ni quiere más de que haga Dios lo que quisiere de ella (que jamás hará Dios, a lo que yo pienso, esta merced, sino a alma que ya toma por muy suya), quiere que, sin que ella entienda cómo, salga de allí sellada con su sello. Porque, verdaderamente, el alma allí no hace más que la cera cuando imprime otro el sello, que la cera no se le imprime así, sólo está dispuesta”. Recordad lo que hemos dicho días atrás: el alma quieta, pacífica y dispuesta para cuando el Señor quiera obrar en ella. “Digo blanda -sigue santa Teresa- y aun para esta disposición tampoco se ablanda ella, sino que se está queda y lo consiente. ¡Oh bondad de Dios, que todo ha de ser a vuestra costa! Sólo queréis nuestra voluntad, y que no haya impedimento en la cera. Pues veis aquí, hermanas, lo que nuestro Dios hace aquí, para que esta alma ya se conozca por suya -el sello que le pone-; da de lo que tiene, que es lo que tuvo su Hijo en esta vida. No nos puede hacer mayor merced”.
Esta es la gracia que pretendemos, gracia que es coronación de otras. Y si uno no se da, no puede pretender que el Señor también le haga sentir internamente esta pena. Porque es un gran don de Dios el participar de los sentimientos de su Pasión. Es de muy predilectos. Y entretanto, pues contentémonos con ese sentimiento en espíritu de fe, de ver a Jesucristo, con espíritu de humildad por nuestra parte, y procurar pegarnos a Jesucristo, adherir a Él, Cristo crucificado.
Para penetrar, para disponernos a esta gracia -que es gracia suya, que no podemos obtener por nuestras fuerzas, no podemos causar, sino únicamente tenemos que disponernos y quitar los impedimentos-, nos ayudan los PUNTOS QUE SAN IGNACIO PONE en estas meditaciones de la Pasión.
Son éstos: “EL CUARTO, considerar lo que Cristo Nuestro Señor padece en la Humanidad, o quiere padecer según el paso que se contempla”. Así que, fijarnos en el aspecto humano, detenernos un poco. Pensar lo que Cristo está sufriendo, lo que Cristo quiere sufrir, e irlo considerando poco a poco. Todavía es un orden humano; es para disponernos. “Y aquí comenzar con mucha fuerza, y esforzarme a doler, entristecerme y llorar”. A dolerme con Él, entristecerme con Él, llorar con Él. “Y así trabajando por los otros puntos que se siguen”. De modo que, este esfuerzo es sincero, verdadero. Que es verdad, no es ficción. Que es verdad que Cristo está sufriendo esto. Y al ver que es verdad, esforzarme por compadecerme de Él. Dolerme, entristecerme, llorar. Pero siempre, de verdad. Por lo tanto, sin esfuerzos nerviosos; que éstos hacen daño. No. De veras: -Señor, ¡cuánto has sufrido por mí! Que lo sienta, Señor. Este dolor, este otro, esas espinas; que lo sienta. Dámelo a sentir más íntimamente. De veras; esforzarme de veras; con mucha fuerza, con mucha verdad; esforzarme. En un sentido auténtico, de verdad. Que es cierto que Cristo ha sufrido esto por mí. De modo que ese esfuerzo no es esfuerzo nervioso, esfuerzo de concentración, sino que es esfuerzo de verdad; que puede ser con el espíritu de penitencia, que puede ser con el recogimiento, con el volver sobre ello, con el orar sinceramente.
Y sigue san Ignacio: “EL QUINTO, considerar cómo la divinidad se esconde”, cuando se medita de la Pasión de Cristo. Es decir, penetrar en el sentimiento íntimo de Cristo. Que está solo. Que no siente en su parte inferior esa presencia de la divinidad, a la que está unida hipostáticamente su Humanidad. No lo siente. La divinidad se esconde. Él nos manifiesta esto en la oración del Huerto y en la Cruz: que la divinidad se ha escondido. Si no, no lo hubiéramos imaginado; es decir, que queda muy sola la Humanidad en su sufrimiento. Y en esa Humanidad que sufre, no se ve nada de la divinidad. Parece que no es Dios el que está ahí, sino que es puro hombre, y aun una miseria entre los hombres. “La divinidad se esconde”. “Cómo podría destruir a sus enemigos, y no lo hace. Cómo podría manifestarse con la gloria de la Transfiguración, y no lo hace; y cómo deja padecer la sacratísima Humanidad tan crudelísimamente”. La divinidad escondida. Es el dolor inmenso de Cristo. Cuando estaba en su vida mortal, cuando estaba en su vida pública, Él decía: “Y no estoy solo, porque el Padre está conmigo”. Ahora en la Pasión dirá: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” No siente en su parte inferior. Considerar esto en los sufrimientos de Cristo; no sólo el sufrimiento exterior y el sufrimiento físico, sino la soledad interior, la tristeza interior, la tristeza de muerte de Cristo.
“Y EL SEXTO, considerar cómo todo esto padece por mis pecados”. Por mí. Que esto me ayudará también a disponerme a esa gracia. Por mí lo padece. “Y qué debo yo padecer por Él”. La primera vez que sale el padecer en los Ejercicios. Hasta ahora no; hasta ahora salía pobreza, salía injurias, vituperios, ese esfuerzo apostólico; todo esto. Pero ahora, ya es padecer. “Qué debo yo hacer y padecer por Él”. Él, todo eso lo padece por mí. Y yo por Él, ¿qué debo hacer; qué debo padecer? Si entrásemos en esto, que está en la misma petición también: “De tanta pena como Cristo pasa por mí”, ¡por mí! Si penetrásemos el sentido de este “por mí”, ¡qué de otra manera meditaríamos la Pasión! ¡Y qué de otra manera tendríamos el recuerdo de Cristo crucificado! ¡Y qué de otra manera nos enamoraríamos de Él!
¿QUÉ SIGNIFICA ESTE “POR MÍ”? Significa, en primer lugar, en vez de mí, EN LUGAR MÍO. Yo debía sufrir; y Él padece en lugar mío. Si estuviésemos convencidos de esto: que yo debía ser castigado; ¡no Él! No Él sufrir, sino yo. En la guerra última pasada murió en Polonia, en Auschwitz, el P. Maximiliano Kolbe, capuchino, antiguo alumno de la Universidad Gregoriana. Murió el 14 de agosto de 1941 a las 12’50. Canonizado por la Iglesia. ¿Cómo murió este Padre Maximiliano Kolbe? Mártir de la caridad. Era un gran apóstol de Polonia. Lo metieron en el campo de concentración. Y había una orden tajante del comandante del campo, que por cada uno que se escapase del campo, morían 20. Pues bien. Un día se corrió la voz en el campo, de que había escapado uno, y el pánico cundió en todo el campo. Porque allí las cosas se hacían. Y en efecto, al poco tiempo, los reúne el comandante del campo, y les dice: Os acordáis de lo que está ordenado: 20 por uno. Para hacer una buena impresión, redujo el número, primero a 15. Bien. Y por fin, a 10. Escogeremos diez. Entonces, como todos, cada uno tenía su número -allí no se les conocía por los nombres-, empezó a dictar los números que iba escribiendo su asistente: Número tal, número tal, número tal. Diez. Y al nombrar uno de los números, el hombre que lo llevaba, lanzó un grito y dijo: ¡Ah, mi mujer y mis hijos que ya no volveré a ver! ¿Quién era? Aparentemente solo un numero más. Sólo lo conocían por el número. Cerca de él estaba el P. Maximiliano Kolbe. Y cuando oyó esto, dio un paso adelante. Y entonces el comandante preguntó: -¿Qué quiere el nº 16.670? Y el P. Maximiliano dice: -Me gustaría ponerme en lugar de éste. Yo no tengo mujer, no tengo hijos, y quisiera sustituirle. -Aceptado.
No sabía él quién era tampoco el que tenía el número. El héroe se preparó rápidamente. Parecía que tenía prisa por ofrecer su último sacrificio. Y los metieron en la cámara de la muerte, en la cámara del hambre, porque a estos condenados los cerraban en un cuarto y nadie se preocupaba de ellos hasta que iban muriendo todos. El último que quedó fue el P. Maximiliano Kolbe, que les animó a todos ellos hasta la muerte. Y por fin, cuando ya quedaba sólo él y tenían prisa, porque hacía falta el cuarto para otras cosas, se dio la orden de que le introdujesen una inyección de veneno en el brazo izquierdo, y así se murió el Caballero de la Inmaculada, el P. Kolbe, el día 14 de agosto de 1941 a las 12’50. Este ha muerto por el otro. Ha dado su vida por el otro. ¿Vosotros podéis imaginar que el hombre que fue liberado por el P. Maximiliano Kolbe, piense con frialdad en la muerte del hombre que le rescató; que no tenga su fotografía en su casa, y que no les haya explicado a sus hijos y a su mujer: éste ha muerto por mí, por mí; le debo todo a él; y murió, murió por mí? Pues bien. Eso es Jesucristo para nosotros. Cuando veas la cruz, Cristo crucificado, tienes que decir así: Ha muerto por mí, en vez de mí. Yo debía haber muerto. Y así tienes que decirlo también a tus hijos: Ha muerto por mí, por ti. Jesucristo ha muerto por mí. Es el primer sentido: “Cómo todo esto lo padece por mí, por mí”.
Pero todavía tiene más sentido. Por mí quiere decir POR CAUSA MÍA; yo he causado esa muerte.
Por mí quiere decir todavía, POR MI PERFECCIÓN; para que yo me dé a la santidad. Ha muerto para eso. Todo eso junto.
Podríamos decir, exponer una parábola en la cual recogiésemos toda esta riqueza de sentido en ese “por mí”, para que nos haga fuerza y nos disponga a esa gracia del Señor. Imaginad una nación donde hay persecución religiosa. E imaginad que allí hay una orden, por la cual, todos los estudiantes universitarios tienen que denunciar a sus padres si es que practican la religión. E imaginad una joven universitaria que sabe que su padre practica la religión, pero no lo denuncia; y sus compañeras se enteran, y empiezan a reírse de ella, a amenazarla, a decirle que tiene que denunciar a su padre, que si no, ellas la denuncian a ella. Y la pobre, apurada, denuncia a su padre. Y encarcelan a su padre, lo procesan, y supongamos que lo condenan a muerte; a su padre. Y esta chica, la víspera del fusilamiento de su padre, como si no supiese nada, se acerca a su padre para despedirse. Y su padre, que lo sabe todo, le dice sólo esta palabra: “Hija, muero por ti, por ti”. ¿Qué quiere decir “por ti”? Muero en vez de ti, porque tú no has tenido valor para afrontar la muerte; muero por ti. Muero por ti, es decir, muero por causa tuya; tú me has denunciado, tú me has llevado a los tribunales. Muero por ti, para que seas buena en el futuro; a ver si en adelante eres mejor de lo que has sido hasta ahora, hija mía.
¿Cómo se le puede olvidar a esta hija esa palabra de su padre: muero por ti? Pues así muere Jesucristo. Todo eso lo padece por mí, en el sentido pleno. Por mí, en lugar de mí; por mí, por causa mía, por mis pecados, causa de su muerte; por mí, para mi santificación.
Pues bien; esto nos puede ayudar a disponernos en todas las meditaciones de la Pasión de Cristo. Además, aprendamos a ver en esos sufrimientos y en esa Pasión de Cristo, NUESTRO TESORO, que podemos ofrecer al Padre; para nuestra fortaleza; para obsequiar al Padre. También cuenta Santa Teresa esto: “Quizás le responderá lo que a una persona que estaba muy afligida delante de un crucifijo, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios ni qué dejar por Él. Díjole el mismo crucificado consolándola, que Él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión; que los tuviese por propios para ofrecer a su Padre. Quedó aquella alma tan consolada y tan rica, según de ella he entendido, que no se le puede olvidar. Más aún, cada vez que se ve tan miserable, acordándosele, queda animada y consolada”.
Pues bien. Con estas disposiciones y con esta petición vamos a entrar en la meditación de la oración del Huerto mismo. Lo importante es este encuadrar las meditaciones de la Pasión. Y ahora, brevemente, expondremos los puntos de LA ORACIÓN DEL HUERTO.
Jesús, con los Apóstoles, sale del Cenáculo, después de la oración sacerdotal; atraviesa el torrente de Cedrón, pasa al otro lado y llega al Huerto de los Olivos. Y en un lugar les deja a los ocho Apóstoles. Les dice: Quedaos aquí. A estos ocho Apóstoles no les dice que oren, sino los deja. Pueden descansar, pueden dormir. Toma consigo solamente a tres, los tres predilectos: Pedro, Santiago y Juan. Esto nos indica ya cómo el penetrar en los sufrimientos del Corazón de Cristo es de predilectos, de muy predilectos. Entre los mismos Apóstoles, escoge a tres. Sólo tres. Es una gran gracia la de entrar y participar del dolor mismo de Cristo. Cuando se encuentra con ellos solo, entonces empieza a atemorizarse, a angustiarse, a entristecerse, a tener tedio. Los Apóstoles, contemplando al Señor vieron que su rostro se cambiaba, que se ponía triste, se ponía con un gesto como de angustia; que miraba a todas partes como lleno de pavor. Nunca lo habían visto así. Él, que era siempre tan dueño de las circunstancias, en todos los momentos de su vida, ahora lo encuentran así y se asustan ellos mismos de verlo. Y el Señor entonces les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Está con angustias de muerte. Y les pide sólo esto: “Aguardad aquí y orad conmigo”. Estad en vela, orad conmigo. Y entonces Él se separa de los Apóstoles, “arrancándose de ellos con violencia” dice el texto. Hace un sacrificio costoso. Les ha pedido que oren con Él. Y se adentra entre los olivos solo, con paso inseguro, tambaleándose, porque ha tomado sobre sí nuestra debilidad. ¡Cómo se esconde la divinidad! ¡Quién diría que ése es Dios! Con miedo, con angustia, con tedio de la vida. La divinidad se esconde. ¡Lo que sufre Cristo internamente!
Vamos a penetrar aquí. Los sufrimientos de Cristo. La tristeza de Cristo es una verdad revelada. La ha querido revelar Él mismo. Si no, no hubiésemos penetrado nunca en ese misterio de la divinidad que se esconde en Cristo. Es revelada. ¿Por qué está triste el Señor? A ver si Él nos concede participar un poco de esa profunda tristeza de Cristo. Cristo camina entre los olivos, tambaleándose hasta caer por tierra, bajo la mirada del Padre. Tiene pavor ante la justicia divina. Él es cabeza real de la humanidad. Los pecados de la humanidad, en un cierto sentido, caen sobre Él todos; en un modo real, no por pura ficción del Padre. Y ante esta justicia divina, se ve con luz mística cargado con todos esos pecados de la humanidad. Tiene pavor. Pavor ante los tormentos espantosos que le esperan, que Él los siente en todo detalle, en toda su profundidad. Y ante esos tormentos, que ve con su imaginación vivísima en todos sus detalles, tiene que estar abandonado de Dios, con la divinidad escondida. Maldito de los hombres, abandonado también de los hombres. Y ante todos esos sufrimientos, tiene que ser como un cordero manso que no abre la boca, que no suaviza el dolor. La divinidad no intervendrá para nada. Dejará sufrir crudelísimamente a la sacratísima Humanidad. Por eso tiene pavor, pavor. Siente tedio, tedio; es esa especie de cansancio de la vida. Ese no sentir y no ver el sentido que puede tener la vida nuestra; que le parece que no tiene, no hay razón de sufrir; que no hay razón de pasar ese cáliz tan amargo. Sin fruto.
Ya Orígenes, sabiendo esto y conociendo esta íntima tristeza de Cristo y tedio de Cristo, decía así hablando de lo que a nosotros nos puede pasar: “¿Qué voy a decir de las luchas, de los pensamientos que nos sugiere a veces el enemigo para quitarnos de la fe de Cristo y de la esperanza de nuestra vocación? Porque cuando suscita en nosotros las aflicciones de las tentaciones y las molestias del siglo, consecuentemente ya empieza a sugerir a nuestra imaginación que es superfluo y es inepto tolerar tantas cosas por Cristo. Que es mucho mejor llevar una vida tranquila y sin persecuciones”.
Es lo que le pasa a Cristo en este momento. ¿Para qué? ¿Para qué tanto sufrimiento? ¿Para qué tanta Pasión? Total, por la importancia que le van a dar los hombres… por el interés que se van a tomar por sus sufrimientos… que nadie se acordará ya ni siquiera de tener una imagen suya… o que las van a retirar de los centros públicos en países de tradición católica como España… ¿Y para eso voy a dar yo la vida? Siente tedio; tedio de sus sufrimientos.
Tedio también porque se siente identificado con el pecador. Pasamos todos por Jesucristo, porque Él es el Cordero que lleva los pecados del mundo. Y todos pasamos a depositar nuestros pecados sobre Él, todos, todos. Cada uno de los nuestros. Y así ve Él ese río inmenso de la humanidad -ése es el sufrimiento de Cristo- con todos los detalles de cada hombre que ha existido y existirá, que todos ellos pasan junto a Él depositando sobre Él los propios pecados; los pecados más inmundos, más impuros, más repugnantes, más contra Dios, más sacrílegos; todos los van depositando sobre Él. Y Él se siente cargado, como sumergido en ese fango inmundo; Él que es tan puro. Si para una persona de conciencia pura es tan costosa una calumnia de pureza, porque es lo contrario de lo que ella puede desear y buscar, ¡qué sería para Cristo ver toda esa repugnancia! Con toda su reverencia al Padre, sentir sobre Sí todos los sacrilegios y todas las blasfemias; con toda su delicadeza de corazón sentir todas las impurezas. Y así vamos pasando toda la Humanidad. Y en ese momento están pesando sobre el Corazón de Cristo todos los pecados de la Humanidad. Y Él los siente vivamente. Y ve en sus manos los pecados de todas las manos, y las siente como leprosas, repugnantes, hinchadas. En sus labios los pecados de todos los labios: de palabras, de sacrilegios, de blasfemias, de besos; todos los pecados; y los siente en sus labios. En sus ojos, los pecados de todos los ojos de la humanidad. En su boca los pecados de todas las bocas. En su Corazón los pecados de todos los corazones: de amarguras, de odios, de amores; todo. Y así, ante la justicia del Padre siente que le afean realmente, que le avergüenzan; con toda su delicadeza finísima… Penetrar en esa pena de Cristo, en ese dolor íntimo de Cristo.
Y está triste; triste. Ante la mirada del Padre, la mirada de la justicia divina, ante la Pasión, siente quebrantos de dolor por nuestros pecados. El Profeta había dicho: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” (Isaías 53,4); se siente con todo el peso de la inutilidad de su Pasión, que le deja triste. Tristeza y tedio que se hacen ya aplastantes por el abandono del Padre, porque encuentra esa soledad ante el Padre. Y siente los sufrimientos de su Madre que va a estar presente en la cruz, que va a seguirle en los momentos más duros de su sacrificio, y va a sufrir; y Él la va a ver sufrir. Siente los sufrimientos de todos los Santos.
Piensa en esto. No hay sufrimiento de tu vida que Cristo no haya sufrido antes que tú, en su agonía. Todo lo que te ha venido a ti, lo ha sufrido Él antes; todo. Y todavía más que tú, porque veía toda la profundidad de ese sufrimiento. Y dado el amor que te tenía, lo ha sufrido más. Todo. Y eso que te pasa a ti, pasa con todos los hombres de todos los tiempos. Y eso está pasando en este momento sobre el Corazón de Cristo: sufrimientos de tantos cristianos, los sufrimientos de la Iglesia entera, las persecuciones; todo lo siente.
Y siente muy particularmente la indelicadeza y la ruindad de tantas almas, que después de lo que Él ha sufrido por ellas, no hay modo de que hagan nada, ni lo más mínimo. No merece la pena. Están arrastrando una vida lánguida; siempre salvando sus derechos; siempre salvando sus comodidades. No hay modo de que hagan nada por Cristo. “Si fuese un enemigo… pero eres tú, que Yo escogí para amigo mío, familia de mi Corazón, sacerdote mío tan amado, mi esposa consagrada… Y ahora me tratas así”. Y eso le da una repugnancia… Y todas esas infidelidades nuestras están cayendo sobre Él, las está viendo. Y le causan tristeza. “Mi alma está triste hasta la muerte”.
¿Qué podemos hacer nosotros viendo así a Jesucristo por tierra entre los olivos? Pues, no hablar mucho; pero pegarnos a Jesucristo, y oírle cómo clama al Padre en ese momento, diciendo: “Padre, si es posible pase este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Si es posible, pase este cáliz. Pero está firme. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es un grito que el Padre te lo pasa a ti en el momento en que vas a depositar tus pecados y tu vida en el Corazón de Cristo, que la va a ofrecer así en su Pasión; Jesucristo agonizante, caído por tierra como un gusano, que no parece ni hombre, que cualquiera que hubiese pasado por allí le hubiera dicho: ¡Vamos, sé hombre, levántate! Y era Dios. Pues, ese es Jesucristo, con esa mirada agonizante, cuando tú te acercas a depositar tu vida y tus pecados, te mira y te dice: Si es posible, pase este cáliz; el de tu vida, al menos éste; que éste pase. Eso depende de ti. Al menos tú, sé generoso, sé generosa. No cargarme más. Eso de pende de ti; pero, si es posible. No se haga mi voluntad sino la tuya, porque Él va a cargar con tu voluntad en tu vida. Y cuántas veces se hace nuestra voluntad sobre Cristo. Al final siempre se hace lo que tú dices -te dice Cristo-, siempre te sales con la tuya, se hace lo que tú quieres…
Pues… contemplarlo así, sin movernos mucho; muy cerca de Cristo. Como quien asiste a un enfermo y lo agarra de la mano, y no tiene nada que decirle, sino que: estoy contigo, Señor, estoy contigo, estoy contigo. Estar con Él.
Jesucristo, después de un rato, se levanta para buscar a los discípulos. Está deshecho. “Y vino a los discípulos y los halló dormidos”. ¡Qué dolor éste de Cristo! Casi peor que todo lo que estaba sufriendo; el encontrarlos dormidos. Después que ha aceptado todo, se vuelve a ésos a quienes había pedido un favor: Estad en vela y orad conmigo, que Yo lo necesito ahora; que me basta saber que hay una persona que está conmigo, que eso es ya un consuelo para mí. Pues bien; vuelve a los tres y los encuentra dormidos. No les interesa a ellos Cristo.
No hay cosa más desoladora que el encontrarse un enfermo grave, que está muy mal, que está sufriendo mucho, con que la persona que le debía velar, está durmiendo. Es decir: no le interesa nada. Yo que estoy pasando estos ratos… la otra persona no se interesa. Y así los encuentra a los tres. Dormidos. Él pasando toda esa agonía, y los otros, dormidos. El único que vela es Judas. ¡Qué tristeza ésta para Cristo! Y Jesucristo se siente solo. “Busqué uno que me consolase y no lo encontré” (Salmo 69,20). Sacar también esta conclusión para nosotros: Aceptar el desierto afectivo. Que muchas veces tendremos que estar solos. Y sentir esa soledad íntima. Que encontraremos nuestra fuerza en la Pasión de Cristo. Y hacer el propósito de acompañar a Jesucristo en su Pasión en la Hora Santa. Yo, y otros, en cuanto pueda, ayudar para que acompañen a Cristo.
Y les dice: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo?” ¿Ni siquiera eso? “Velad y orad para que no caigáis en la tentación”. Fijaos que Jesucristo siempre repite el Padre Nuestro. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y ahora les dice a los Apóstoles: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación”. Ahí está todo: en el Padre nuestro; todo lo que se puede pedir. Y el Señor siempre lo tiene en sus labios. “El espíritu, a la verdad, está pronto, pero la carne es flaca”.
Y se fue otra vez a orar, repitiendo las mismas palabras. Vuelve a la misma oración. A esa hora en que tantos le ofenden, siente en su dolor y en su Corazón todos los dolores y tristezas de todos los hombres; en un Corazón. Los dolores de todas las madres, los dolores de todos los padres… y sufre crudelísimamente. Tiene pesando sobre sí en este momento todos los tormentos de la Pasión: los dolores físicos, morales, las afrentas, el abandono del Padre, congojas de muerte… Padece en el interior; en el corazón, que se le desgarra, como que se le desencajan los huesos; con un choque entre la repugnancia al cáliz que se le presenta y la voluntad absoluta de beberlo; quiere beberlo. “Si es posible pase este cáliz; pero lo que Tú quieras, lo quiero yo”. ¡Con qué voluntad padece Cristo! ¡Con qué firmeza! Y de este choque, precisamente, de este sufrimiento, cuando la divinidad se esconde, salta la agonía de Cristo. Quizá es en este momento cuando su Corazón estalla y comienza a sudar como gotas gruesas de sangre… ¡Cuánto dolor y cuanto amor!
Un ángel le conforta; le muestra, quizás, el fruto de su Pasión. Si el demonio insistía en mostrarle la inutilidad de la Pasión -como suele hacerlo con todas las almas para indicarles que es inútil trabajar tanto, que no merece la pena, que por qué va a cargarse con una vida tan molesta, tan insegura, que es mejor pasarlo con tranquilidad en este mundo-, el ángel le muestra el fruto de la Pasión, quizás. Y primero, la Inmaculada Concepción de María, fruto de la Redención de Cristo, que es una gloria al Padre inmensa. Y después, la santidad de tantas almas, que van a ser verdaderamente heroicas en su generosidad para con Cristo para gloria del Padre. Y eso merece ya la pena. A así, el ángel le conforta. Con grande humillación de Cristo, porque es consolado por una criatura, por un servidor suyo. Pero le conforta. No es que le quita los sufrimientos; no. El ángel no viene a quitarle parte del cáliz. No le quita nada. El Señor no nos quita las cruces, no nos quita los sufrimientos, sino que nos conforta. “Pasión de Cristo, confórtame”. Dame fuerza para llevar los sufrimientos.
Y terminada su oración, se levantó y los encontró otra vez dormidos. Sólo vela Judas. Y el Señor, después de aquella hora de vela, les dice ya a los Apóstoles: Bueno, hijos; ahora dormid y descansad. Y Él, el que va a la muerte, vela el sueño de los Apóstoles con gran delicadeza. No por ironía; con verdad. Dormid, que yo os velo. Y Él, el que va a morir, está cuidándoles a los otros. Y está allí, ofreciéndose al Padre.
Y estando así, puede ver con sus ojos humanos las luces, las lámparas de los que vienen por el otro lado del torrente. Y en la soledad de la noche, quizás puede oír las palabras tristes de Judas que, volviéndose a ellos, les dice: “¿Lo conocéis? Mirad; aquél a quien yo daré un beso, ése es. Atadlo y conducidlo con cautela; que no se os escape”. Y eso lo oye Jesucristo. ¡Qué pena para Él! Con cautela, que no se os escape; que es muy vivo… ¡Pobre Judas! El único que vela; el traidor. Jesucristo lo oye; siente pena. Y se le va a ofrecer como amigo a ese mismo Judas por su parte. Y cuando ya están cerca, entonces les despierta a los Apóstoles: ¡Hala! Levantaos. Ya está cerca el que me hace traición. Y entonces, firme, se presenta a Judas, el cual le da un beso fuerte. “Lo besó fuertemente y le dijo: Dios te guarde, Maestro”. ¡Cómo le quemó esto al Señor, este beso de traición, de hipocresía! Y le dice: ¡Judas; amigo, amigo! Amigo, no porque lo eres, sino porque lo puedes ser. Amigo, porque de parte mía lo serás desde ahora. “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” ¿A qué has venido: a entregarme?, o, a qué has venido; hasta dónde has bajado. A qué has venido. ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre? ¿A esto has venido a parar? A qué has venido.
Y Judas se retira, y después prenden al Señor. Esto lo veremos después. Reflexionemos sobre el sentido de la oración del Huerto, las LECCIONES DE LA ORACIÓN DEL HUERTO.
La oración del Huerto nos muestra explícitamente que el cáliz se lo envía el Padre. Esto es muy importante. El cáliz de la Pasión, no se lo envían los escribas y fariseos; es el Padre. “Padre, si es posible pase este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. El cáliz que le preparan los otros, se lo envía el Padre. “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”, dirá a Pedro.
Segundo. Muestra que lo acepta libremente. “Se entregó a la muerte porque quiso”. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Podía huir, podía librarse, pero era voluntad del Padre. Y Él lo acepta. Nos muestra que en toda la Pasión se esconde la divinidad. No lo hubiéramos sabido. Hubiésemos creído que Cristo en su Pasión no sentía esas heridas con su deseo de agradar al Padre; que Él sufría con gozo interior. No.
Nos muestra que la divinidad se esconde. Que deja sufrir crudelísimamente a la Humanidad. Nos muestra que esa Pasión la ofrece por mí, por mí. Yo soy el tormento de Cristo en su agonía inmediatamente; no mediante los verdugos y los soldados, sino por mi persona. Yo soy el sufrimiento de Cristo en la agonía. Y esto no es un paso que termina, y sigue la pasión de otra manera, no. Ese estado de Cristo sucede escondidamente en toda la Pasión. En toda la Pasión, Jesucristo está triste hasta la muerte. En cualquier paso de ella, en su Corazón, íntimamente, está triste. En la flagelación, y en la noche triste, y en la corona de espinas, y ante Herodes y ante Pilato y en la cruz, está triste hasta la muerte. En toda la Pasión ora al Padre: “Si es posible pase este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. En toda la Pasión busca consuelo en sus discípulos, y no lo encuentra. Y en toda la Pasión siente la soledad más profunda; soledad de Cristo débil para fortalecernos.
Que esto sea para nosotros le comienzo de nuestra fuerza. Y preguntarnos: Cuánto padece Cristo por mí; y qué debo yo padecer por Él. Acabamos orando:
Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,
herido por nuestros pecados,
has depositado infinitos tesoros de caridad;
te pedimos que,
al rendirle el homenaje de nuestro amor,
le ofrezcamos una cumplida reparación.
Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén