VÍDEO:
TEXTO:
Nos preguntábamos en esta etapa de la Pasión, qué debo yo hacer y padecer por Él. El amor nos enciende el corazón y nos hace expresar ese amor nuestro a Cristo. Y es el momento oportuno para hablar de un elemento esencial de la devoción al Corazón de Cristo: la reparación. Como reparar el pecado que hiere al Corazón del Señor y destruye el corazón del hombre? Pidamos el Espíritu Santo, luz divina para entender este misterio de nuestra asociación a la Pasión de Cristo
Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino
Te pido en especial
Por el Papa y sus intenciones
Por nuestro Obispo y sus intenciones
Por nuestro Párroco y sus intenciones
DIA VIGÉSIMO TERCERO.LA REPARACIÓN
La reparación se puede distinguir en tres clases: reparación negativa, reparación afectiva y reparación aflictiva. Las dos primeras no son reparaciones en el sentido más estricto de la palabra, sino en un sentido más amplio.
REPARACIÓN NEGATIVA. Si es que estoy convencido de que Cristo sufre por mí, por mis pecados, por los pecados de los demás, que el pecado causa esta herida en el Corazón de Cristo, la respuesta obvia será procurar evitar las ofensas a Jesucristo; las mías y las de los demás. Evitar, pues, el pecado, sus causas y sus efectos. Es lo menos que uno puede hacer. Y a esto se llama reparación negativa. Esto, tanto en mí cuanto en los demás.
En mí. Cuál debe ser mi actitud ante el pecado si viene, si se presenta en mi vida, y se presentará. Porque, como decíamos, no hacemos el propósito de no caer nunca en pecado, sino que hacemos el propósito de estar con particular atención en eso que hemos visto que el Señor desea más de nosotros. Pero el pecado se presenta. En cosas de debilidad, y aún quizás, si el Señor lo permite -esperemos que no-, aun en cosas mayores. Puede ser. De nosotros nada nos debe maravillar. Hay una jaculatoria que debería tener indulgencia el rezarla, porque es muy beneficiosa: “De un mal cuarto de hora, líbranos, Señor”. Porque todos podemos tener un mal cuarto de hora. Y en un mal cuarto de hora puede hacer uno muchos disparates, algunos disparates gordos. Por eso pedidle al Señor: Líbranos de un mal cuarto de hora. Pero si ese mal cuarto de hora llegase, ¿cómo tenemos que reaccionar? No asustarnos; es lo primero. No es una sorpresa para el Señor. Ya nos conoce. Él sabía lo que había dentro del hombre. No asustarnos. Y no asustándonos, no perder la confianza, sino: “ya sabía, contaba con esto, no me había apoyado en mis fuerzas; esto lo suponía que podía pasar. Mi confianza no estaba en esto, sino en el Señor. Y como Dios no se muda, mi confianza sigue firme en el Señor”. No perder la confianza. Por eso, todavía debería tener más indulgencias aún esta otra jaculatoria: “De la desconfianza después de un mal cuarto de hora, líbranos, Señor”. De modo que, no perderla; firmes. Más; si tenemos valor, hagamos ese acto de agradecer al Señor el que haya permitido esa falta en nosotros; falta que nos servirá como humildad, como comprensión, con tantos otros frutos espirituales. Y en este tono de serenidad y de paz y de confianza, pide uno perdón al Señor. Y quizá hace algún acto como penitencia. Y una vez hecho ese acto de reparación, ir a la raíz aplicando la mortificación de la voluntad, de la fantasía, del cuerpo; robustecimiento de la voluntad; el examen de conciencia; todo esto que nos puede servir para cumplir la obra que el Señor quiere de nosotros; todos estos medios, a los que se les puede dar este sentido de reparación negativa.
Entre estos medios, merece particular interés uno: es la aplicación de la Santa Misa. Para almas, a quienes haya que ayudar, que tienen mucho que purificarse, pues… darles este consejo: que hagan decir una Misa para que se les aplique a ellos; aplicación a ellos de las satisfacciones de Cristo. Es muy bueno. Es el más grande medio, que muchas veces no se emplea, sino para otras intenciones más de petición. Y sin embargo, ésta es muy propia de la Santa Misa: la aplicación de las satisfacciones de Cristo. Y para muchas almas, un gran consejo. Y así, de vez en cuando, pedir una Misa por las propias intenciones, por la purificación de todo lo que haya en nosotros de menos agradable al Señor.
Y lo mismo que en nosotros, en los demás. Todo el trabajo, que se ordene, a evitar el pecado, sea o no sea doloroso: la educación, el apostolado, el evitar escándalos. Todo esto es reparación negativa. Y en este sentido, toda vuestra vida puede tener perfectamente un sentido de amor a Cristo y de reparación negativa.
Está después la REPARACIÓN AFECTIVA, de amor; que, usando ciertos términos figurados, podríamos definir como el amor a Cristo que quiere distraerle del dolor que le causan los pecados de los hombres. El alma, contemplando a Jesucristo ofendido, lo ama; lo ama como queriendo compensar el desamor de los otros; queriéndolo consolar, tanto del dolor que tuvo en su vida, como de las heridas que ahora se causan en su Cuerpo Místico. Así habla en este sentido el Papa Pío XI en su encíclica “Miserentissimus”, indicando cómo Jesucristo, lo mismo que veía nuestros pecados, veía también nuestro amor en todos los pasos de su vida. Y este amor nuestro, visto por Él, lo consolaba en medio de sus tribulaciones, como veíamos también en la oración del Huerto.
Esta reparación afectiva se puede hacer de muchas maneras. Y voy a proponer algunas. Espero que a nadie se le ocurrirá hacer todo lo que yo diga ahora, porque se vuelve loco; sino, yo sugiero algunos caminos, algunas cosas, para que cada una escoja lo que más le pueda ayudar. En la vida espiritual hay que tener espontaneidad en el espíritu y libertad de corazón. Y un día, pues practica esto, y otro día, otra cosa.
Pues bien; un modo de realizar esta reparación, sin cargar nada nuestra vida, es a lo que hacemos normalmente, darle esa intención. Uno que se levanta por la mañana, levantarse con diligencia, con puntualidad, para reparar las perezas, etc. El ir a la capilla a adorar al Señor, por tantos que le olvidan y que no le adoran. El oír la Santa Misa, con la misma intención: por tantos que la descuidan los domingos, días de fiesta, etc. Sobre todo, haciéndolo esto en orden a nuestras almas. Las almas nuestras que no cuidan de estos deberes. Y así se puede hacer de toda la vida. Esto, ¿qué da? ¿Qué eleva? ¿Es que ya toda obra buena no era consolativa de Jesucristo? Sí, le consuela toda obra buena, pero es que aquí hay una mayor delicadeza de amor. El motivo es el puro amor de Jesucristo, ese deseo puro de agradarle, de consolarle, que va informando todo el día de cada uno de nosotros. Además de esto, hay actos especiales de delicadeza y de finura en el amor de Cristo, que no todas las almas son igualmente capaces de hacer. Ahí depende del temple de cada alma.
Recuerdo el ejemplo de aquel africano que se presentó al misionero y le pidió si había sitio en el seminario para él. Y el Padre le dice: -Pues… con mucho gusto te aceptaría, pero no tengo medios. -Y él se calló, se marchó y desapareció del pueblo. Nadie sabía dónde había ido. Y después de un año volvió, todo contento y satisfecho. Fue al misionero y le presentó una bolsa de monedas de oro. Y le dice: -¿Basta esto ahora? Dice: -Oh, sí, ¡demasiado! Aquí ya hay suficiente. -Pues… me ha costado mucho; el trabajo ha sido muy duro. He estado en las minas de oro trabajando mucho, pero estoy muy contento. Ahora puedo ser sacerdote. Y entró en el seminario. Pero había trabajado demasiado y sus pulmones estaban deshechos. Y al poco tiempo tuvo que dejar el seminario porque no tenía salud. Y entonces aquel pobre joven va al misionero y le dice: -Padre, estas monedas para usted, para algún otro que quiera ser seminarista y no tenga dinero. Se las dejo; para que sea sacerdote; ya que yo no puedo serlo, que otro sea sacerdote. Yo me vuelvo a las minas a ver si puedo conseguir más dinero para otro sacerdote. Y allí se volvió. Y cuando estaba ya para morirse decía al Señor: Señor, un mes todavía, y tengo dinero para otro seminarista. Esto. Él no puede ser sacerdote; que otro sea sacerdote.
Pues así podemos hacer muchas veces. Que yo no he conservado mi inocencia, que no he conservado mi virginidad, mi pureza… voy a procurar que haya otra alma que conserve esa pureza, esa virginidad, para reparar. Ya que yo no puedo, Señor, esta alma, para que te ame. Y tantas otras cosas. Delicadezas de la vida de un alma que quiere en todo agradar a Jesucristo y que está centrada en Él.
Entre las obras, así, más aptas para esta reparación afectiva, está, sin duda ninguna, la oración; pero la oración afectiva. Esa de la que hemos hablado:
Olvido de lo creado,
memoria del Creador.
Atención al interior
y estarse amando al Amado.
Ese estarse amando a Jesucristo por tantos que no se acuerdan de Él y que consideran tiempo perdido el estar con Él, es un acto de mucha reparación. Lo mismo la Santa Misa y la Comunión. Son los actos más grandes del amor de Cristo y de nuestro amor. El Sacramento del amor. Servirse de ello para obsequiar y adorar particularmente al Señor, es el gran medio de repararlo afectivamente, ofreciendo la Santa Misa así, como reparación de nuestro amor, como holocausto ofrecido por nuestro amor.
Y una práctica que les puede ser muy útil es la del ofrecimiento de la virtud contraria del Corazón de Cristo. Cuando uno ha cometido una falta cualquiera, sin discutir sobre ella, sencillamente recurrir al Corazón de Cristo y ofrecer al Padre la virtud contraria del Corazón de Cristo, y en obsequio suyo. Y basta. De modo que si ha sido una falta de caridad: Padre, te ofrezco la caridad del Corazón de Cristo en reparación de mi falta de caridad. Y se sumerge en ella; y esto es mucho más eficaz; sea por el culto que se da a Dios, sea también porque el Señor nos infunde más eficazmente esa su caridad, que es la que tiene que constituir nuestra virtud cristiana.
Y pasamos a la REPARACIÓN AFLICTIVA. Es la cruz. Es la reparación dolorosa. El misterio de la cruz, que es un verdadero misterio. Y de aquí tenemos que partir siempre. No lo entenderemos nunca del todo: ¿Por qué tengo que sufrir? ¿Por qué la cruz? Y menos todavía cuando se trata de la cruz de Cristo. No la entendemos nunca. Y no la entenderemos… Por tanto, si un alma exige que le expliquemos la cruz antes de abrazarse con ella y dice que ella no se abrazará con la cruz hasta que haya entendido por qué uno debe abrazarse con la cruz, esa alma no se abrazará nunca con ella; nunca. Como uno que no aceptase el misterio de la Trinidad hasta que no lo hubiese comprendido; no lo entenderá nunca. Si se abraza con ella con generosidad, mirando a Cristo, que es el que nos dice que hay que cargar con la cruz, entonces puede ser que entienda algo, puede ser que encuentre luz para comprender la cruz. Pero si no se abraza con ella, no la entenderá nunca. Es un misterio.
Como es un misterio –la cruz- en su sentido apostólico. Aquella palabra del Señor al bajar del monte de la Transfiguración y encontrarse con aquella escena del pobre padre que había presentado a su hijo a los Apóstoles para que arrojasen de él el demonio, y los Apóstoles lo habían intentado y el demonio no se iba. Y llega el Señor, y sale el padre, el pobre padre, y le dice: Señor, si puedes… si puedes… Lo he traído a tus discípulos y no lo hacen. Pero, Señor, si puedes… ten compasión de mí. Y el Señor le dice: “Todo es posible al que cree”. “Señor, creo; ayuda mi incredulidad”, decía el padre con lágrimas en los ojos. “Creo, Señor; ayuda mi incredulidad”. Y entonces el Señor arroja el demonio. Y los Apóstoles le preguntaron: “¿Por qué nosotros no le hemos arrojado, no le hemos podido arrojar? Y el Señor dice: Esta clase de demonios no se puede arrojar si no es con la oración y el ayuno”. Y uno se pregunta: ¿Y por qué? ¿Por qué? Son las leyes de la vida sobrenatural. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver que yo ayune para que el demonio se marche del otro? Que ayune él… Parece que sería lo más obvio. Pues no. Tiene que ayunar el que lo quiere echar.
Es el misterio de la cruz; misterio de santificación y misterio de apostolado. Y todo se oscurece así. E inmediatamente nos dicen: -Bueno; y, ¿cómo prueba usted eso por la Escritura? Pues mire; muy difícil, muy difícil. Usted acepte, y después mire la Escritura. Pero si primero quiere ver la Escritura, es muy difícil, muy difícil. Una prueba convincente para uno que se pone en plan de no creer, es muy difícil de obtener, muy difícil. Pues bien; es el misterio de la cruz, que tiene grande valor en el apostolado y en la santificación. El mundo no puede ver la cruz. Le tiene una especie de antipatía radical. Y es que Cristo ha vencido al mundo con la cruz. “Te adoramos, Cristo, y te bendecimos porque por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Y como ha sido derrotado por la cruz, y el demonio ha querido desviarlo de la cruz y no ha podido, y ve en la cruz el signo de la victoria de Cristo y de la glorificación de Cristo, pues no puede ni verla. Y por eso, lo que más odia el mundo es la cruz. Todo lo demás lo tolera, pero la cruz, no. Y apenas llega un Gobierno ateo, un Gobierno antirreligioso, lo primero, quitar las cruces. No lo puede ver. Y lo malo es que muchas veces, nosotros, oyendo esos gritos del mundo que nos llama y nos dice siempre: “Dadnos un cristianismo sin cruz y creeremos en vosotros; dadnos un catolicismo sin cruz y todos nos hacemos católicos”, creemos que ese es el camino, y escondemos la cruz. Y no sabemos que es el camino fatal. Porque por la cruz se redime al mundo. “Quiso Dios, por la estulticia de la cruz, salvar a los creyentes”. Es así… Por eso es nuestra lucha. Queremos esconderla, queremos hablar de un catolicismo positivo, de un catolicismo humano, donde no haya cruz. No hace falta. La cruz más bien es un elemento artístico para poner ahí, en un modo que uno tiene que adivinar: eso es la cruz, ¿verdad? Ya; sí. Claro es un… un escorzo, debe ser. La cruz. Pues no. Lo que vence al mundo es la cruz. Convencernos de eso; convencernos de eso. La cruz, que tiene que ser una cruz viva.
Más. No tenemos que esconderla nunca, sino que tenemos que ser, nosotros mismos, cruces vivas; que si somos nosotros cruces vivas, entonces el mundo reconocerá en nosotros a Jesucristo crucificado. ¡Cómo olvidamos esto! Siempre estamos: Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor, Dios nuestro. Y ya queremos esconderla. Pero, ¿cómo?, ¿cómo? Si está ahí la fuerza: en la cruz… Ser cruces vivas.
En un barrio de una ciudad, había una vez un catecismo, al cual iba un Padre, un sacerdote. Se presentó un chico de unos nueve años, el cual era nuevo; nunca lo habían visto allí. Entró, estuvo muy atento en todo el catecismo, y al terminarse, lo llama el sacerdote y le dice: -¿Has hecho la Primera Comunión? -No. -Bueno; entonces, ¿quieres que hable yo con tus padres para que te preparemos un poco para la Comunión? -No; no hable usted con mis padres, porque mi padre es comunista, y suele decir que no quiere ver a un cura en su casa, porque es capaz de hacer cualquier disparate; y que no quiere ver cruces ni todas esas cosas. -Y, ¿no hay nadie en tu casa que sea religioso? -Pues mi abuelita, todavía va a la Iglesia. -Pues ya hablaré yo con tu abuelita. Dile que venga, y ya hablaré yo con ella, a ver cómo arreglamos esto. Y habló con ella y lo arreglaron y pudo hacer la Primera Comunión sin que sus padres lo supiesen, a escondidas de su padre; una Primera Comunión muy fervorosa. Era un chico excelente. Y al poco tiempo, después de algún tiempo, viene la abuelita, y le dice: -Padre, el pequeño está muy grave, está muy enfermo. Pero su padre dice que no quiere ni cura, ni cruz, ni nada; y que si se muere, se harán los funerales civiles, pero que en su casa no entrará un sacerdote y que la cruz no la quiere ver para nada. Le dio las instrucciones para asistirle en la hora de la muerte, y al poco tiempo volvió la abuelita y le dice: -Padre, el niño ha muerto. Y mi hijo dice que puede usted venir y que puede hacer usted los funerales y todo, todo; la cruz; todo. -¿Cómo ha sido eso? Y le contó entonces la abuelita: -Mire. El pequeño estaba en su camita, siempre con los ojos cerrados; sufría. Y mi hijo, el padre del chico, no se separaba nunca de él. Y estaba allí contemplándole, con mucha pena. Y en un momento, el chiquillo abre los ojos grandes y le dice: “Papá, mira”. Mi hijo se inclinó y él no hizo más que esto: “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Y se murió. Y mi hijo levantó la cabeza lleno de lágrimas y me dijo: Madre, ahora puede venir el cura, y la cruz, y todo.
No quería la cruz hasta que la vio viva en su hijo. Allí. Y entonces se convirtió. Como decía la abuelita: “Y la voz de mi hijo era la que tenía él antes de que se hiciera comunista”. Le había cambiado la cruz. Tanto huir de la cruz, que no quería verla. Nadie se la ponía delante de los ojos la cruz. Cruces vivas. Tiene un grande valor la cruz, aun cuando a nosotros nos cuesta creerlo, porque es dolorosa y siempre encontramos razones para no cargar con ella.
Pío XI, en su encíclica “Miserentissimus”, cataloga estos VALORES DE LA CRUZ e indica tres, en tres períodos diversos. Dice que, la cruz, la reparación dolorosa, aflictiva, incoa la unión con Cristo satisfaciendo por los propios pecados. Es el primer grado. Hemos cometido pecados; hay que satisfacer por ellos. Y dice el Papa que es un deber de justicia SATISFACER POR LOS PROPIOS PECADOS. El Concilio de Trento dice que podemos satisfacer por los pecados con penitencias y con aflicciones. Penitencias que sean voluntariamente aceptadas, sean impuestas por el confesor; y aflicciones, es decir, lo que nos viene sin que nuestra voluntad intervenga para nada, como son las aflicciones de enfermedades, de clima, calor, frío, molestias, de vida común, etc. Todo esto son aflicciones, que por la misericordia del Señor, también nos sirven para satisfacer por nuestros pecados. Las penitencias impuestas por el confesor, también.
En Roma, un Padre iba a confesar a sitios donde había confesiones en serio. Y estaba un poco asustado; confesiones después de treinta, cuarenta años; y pecados serios; y decía: ¿cómo se pone una penitencia proporcionada? Y fue a consultarle al P. Capello, el santo P. Capello, que murió con fama de santidad, en la Universidad Gregoriana. Y le preguntó: ¿Qué penitencia? Y él le dice: “Mira, mira, mira; se le pregunta si sabe rezar el Ave María. Si no la sabe, se le aconseja que la aprenda, a ver si puede aprenderla; que le hará bien. Y entonces se le pone como penitencia que dé una limosna al primer pobre que encuentre fuera de la iglesia; que no dé a la Iglesia, sino fuera de la iglesia. Y le dará una buena limosna. Si sabe el Ave María, una Ave María. Y el otro se quedaba así asustado. -Sí, hágalo así, porque ése volverá, volverá. Y poco a poco se le podrá formar. Mientras que si le pone usted una penitencia que para él es desacostumbrada y no está preparado, ni hará la penitencia ni volverá otra vez a confesarse. Y es muy justo. En cambio le decía: “A las monjas, fuerte, déle fuerte”. Es decir, a quien tiene disposición; a ésas ya les puede poner. Y es cuestión de delicadeza.
Pero el alma, que desea en esto también progresar y avivar el espíritu de la confesión, muchas veces puede ser ella misma la que proponga una penitencia, porque puede facilitar. Un alma puede decir al confesor: Pues no; yo deseo una penitencia así, en serio, proporcionada, si puede ser. Y, ¿qué penitencia haría usted? Pues, tal cosa. Y el confesor se la puede dar como penitencia. Y a veces hay almas muy generosas.
Hablando de esto y haciendo una prueba -no es confesión, sino fuera de confesión indicándole a una persona: ¿qué penitencia haría usted, por ejemplo, por tal cosa? -¡a qué confesor se le hubiese ocurrido!-, me contestó: Pues yo, por mí, levantarme un mes a las seis de la mañana para ir a Misa y comulgar. ¿Quién le impone esa penitencia? Y sin embargo, el confesor le puede elevar eso a penitencia sacramental. E incluso, cuando no se le imponga con obligación para la confesión, sino que le diga: Mire; para la confesión basta que haga esto, ya está; aunque no haga lo demás, no peca; pero si lo hace, y le aconsejo que lo haga, todo eso viene elevado a penitencia sacramental, que tiene más eficacia para satisfacción de los pecados. De modo que ahí puede haber siempre un campo para actualizar el fervor de la vida espiritual.
Decíamos que el sufrir las aflicciones de la vida también es reparación aflictiva, pero notemos que el sufrir las aflicciones no significa que uno las sufre con gusto. Algunos creen que sufrir meritoriamente significa sufrir con una paz beatífica interior. Imperturbables: -¡Ah, con un gusto estoy sufriendo! Pues, ¡entonces no sufre! ¡Claro…! El verdadero sufrimiento es un sufrimiento que es sufrimiento, y que cuesta. Y el verdadero sufrimiento es ése con el cual el alma está allí que no puede más, y se aprieta los dientes; y casi se le escapa una palabrota; y casi está desesperada. Eso es sufrir, eso. Y esto es lo que satisface también. Es que yo no quiero sufrir porque, a veces, me impaciento. ¡Mire que bonito! Pues, aunque se impaciente un poco; la cruz es muy saludable, aunque a veces cometamos algunas imperfecciones llevándola. Nos hace mucho bien, mucho bien. Y no ser tan ingenuos que dice: Es que como no puedo rezar así, le pido al Señor que me quite la cruz. -¡Mire qué bien! Ahora no es tiempo de rezar; es tiempo de sufrir. Y lo que tiene que ofrecer al Señor es su sufrimiento. Y el sufrimiento ofrézcaselo, sobre todo, cuando no sufre, antes de que venga, y cuando venga, lo pasa como puede; pero allí, en la cruz. Estaría bien que el Señor en la cruz dijese en un determinado momento: Padre, que estoy muy incómodo, no puedo rezar; me bajo para rezar mejor. ¡Mire qué bien! ¡A la cruz!, que es lo que une con Dios: la cruz, el sufrimiento; pero el sufrimiento de verdad, sufrimiento de veras; aun cuando haya imperfecciones. Nos hace mucho bien. Es como el purgatorio para la unión de amor; la cruz, en cuanto es reparación por los propios pecados.
Segundo grado que indica Pio XI; segundo valor de la cruz: PERFECCIONA LA UNIÓN sufriendo a imitación de Cristo crucificado, con el deseo de parecerse a Él, de imitarle a Él. Estos son los grandes apóstoles; aquí se ve el temple de las almas. No almas de mermelada; sino que sepan imitar a Cristo con la cruz.
Así le pasaba a San Francisco Javier. Nosotros cuando vemos al grande Apóstol, queremos imitarle en el correr de aquí para allá -que hizo 100.000 Km. a pie en 10 años-. Incansable. Con unos fracasos enormes. Cuando los chiquillos se le reían y le tiraban piedras, y él iba allí, con los pies descalzos por la nieve del Japón, echando una manzana al aire loco de alegría, mientras los chiquillos se reían de él. Y cuando murió Javier, alguien escribió desde allí a un religioso como con un alivio: “Ya murió por fin aquel fanático”, como diciendo: Menos mal, ahora estamos ya tranquilos. Ese era Javier. Un hombre que a los 45 años estaba todo cano, lleno de desilusiones; siempre alegre al mismo tiempo. Pero éste formaba a las almas en serio, como a él le había formado Ignacio. Y así, es una cosa muy curiosa que él apenas se detenía en ningún sitio más de algún par de meses, y corría a otro lado y a otro lado. Y le achacan eso: que no tuvo el asiento de fundar las cristiandades a fondo. Y sin embargo, él decía que no era esa su vocación, sino abrir brecha por todas partes, que después vendrían los demás a asentar. Y, además, las cristiandades fundadas por él perseveran; y cuántos se glorían de la cristiandad fundada por Javier.
Pues bien; es que éste los formaba a temple. Caso bonito es el caso de Amboino, donde él estuvo poco tiempo. Formó un grupo de cristianos, tuvo que marcharse después y éstos quedaron sin misionero durante 10 años, en medio de una persecución musulmana fortísima. Y cuando después de 10 años se presentaron los primeros misioneros, creyeron que no encontraban a ninguno. Y con grande sorpresa encontraron que el grupo, sustancialmente era fiel y se había conservado. Y entonces, al jefe de ellos, que era un tal Manuel de Jacibe, le preguntaron: Pero, ¿qué es lo que os ha mantenido fieles? ¿Qué es lo que os ha dado fuerza en medio de tantos trabajos, de tantas persecuciones para manteneros fieles a Jesucristo? Y él respondió muy sencillo: Mire Padre; yo no conozco mucha Teología; yo apenas distingo una verdad de otra, pero yo sólo sé una cosa que me la grabó a fuego el P. Javier, y es ésta: “que es muy hermoso sufrir y morir por Cristo”. No sabía más. Y allí estaba: “que es muy hermoso sufrir y morir por Cristo”. ¡Oh!, si metiésemos esto a las almas: que es muy hermoso sufrir y morir por Cristo. Que hablamos mucho hoy mucho de la formación de los laicos … ¡Sobre todo temple de cruz hay que darles!
Pues bien; éste es el segundo grado: imitación de Cristo, unión con Cristo. Él ha sufrido por mí. ¿Qué debo yo sufrir por Él?
Tercer grado; tercer valor: completa la unión OFRECIENDO SACRIFICIOS POR LOS HERMANOS. Y en primer lugar, por los efectos de mis pecados en el Cuerpo Místico: pecados de colaboración, pecados de mal ejemplo. Y sobre todo, por los pecados de mis almas.
Es verdad que Jesucristo ha ofrecido satisfacciones infinitas. Pero esas satisfacciones vienen a ser como una grande central eléctrica, llena de potencia, pero que tiene que aplicarse. Y el motor que aplica esa potencia es el sacrificio de un cristiano. En ese sentido se puede entender la frase de Orígenes, que tenía tanta estima de los mártires, y decía: “Yo me temo que, desde que no hay mártires, que no se nos perdonan los pecados, porque no hay almas que ofrezcan su holocausto por nosotros”. Es una exageración, porque no hace falta el martirio mismo para esto; está Jesucristo en la Eucaristía como sacrificio, y está después el sacrificio de cada cristiano que se sacrifica haciendo la voluntad del Padre. Pero ahí se ve un poco esa tendencia, ese sentimiento de que hace falta el sacrificio de un cristiano para que se nos apliquen las satisfacciones de Cristo. Y así se comprende un poco y se ve la grandeza de lo que es el apostolado: Un sacerdote que ve muchas veces tantas conversiones por un lado, tantos sacrificios por otro, y sabe uno que cada conversión de éstas es fruto de sacrificio y de sacrificios costosos de otros; y estas otras almas que se sacrifican no saben a quiénes se han aplicado sus frutos; pero ahí está ese juego que veremos un día con luminosidad. Ofrecer sacrificios por los hermanos. Así se comprende también la llamada de la Virgen de Fátima, que: “se condenan muchos porque hay pocos que oren y se sacrifiquen por ellos”.
¿De qué depende la eficacia de esta redención o de esta cruz redentora de las almas, de esta reparación? La eficacia depende de dos elementos, los dos esenciales: de la intensidad del sufrimiento y de la dignidad de la persona que sufre. Las dos cosas tienen que haber. Si el sufrimiento fuese nulo, la dignidad más grande no ofrece reparación. Tendrá mérito, pero no es reparación estricta. Y si el sufrimiento es intensísimo, pero la dignidad es nula porque está en pecado mortal, entonces tampoco hay reparación. ¡Qué pena que se pierdan tantos sufrimientos porque las almas no están en gracia!
De estos dos elementos, el más importante es la dignidad de la persona que sufre, la santidad de la persona que sufre, porque sufrimiento no nos faltará nunca. Y aun los más pequeños sufrimientos en un alma muy digna, pues tienen una eficacia muy grande. Por eso el demonio tiene tanto interés en impedir la santidad de las almas, porque sabe que un grado de alta santidad que impida, impide más bien en las almas que muchas santidades mediocres. Y se comprende. En esas grandes máquinas que hay ahora, que desmontan las montañas para hacer esos aeropuertos, esas autopistas…, que actúan y se llevan un monte por delante; una máquina de esas que se detenga durante una hora de trabajo, significa mayor daño que no un obrero con su azadón que se detiene en trabajar durante una semana. Es mucho más la otra en un día. Por eso el demonio pretende eliminar estas almas, evitar que actúen estas grandes potencias, o que no se hagan, sino que se quedan en azadones que trabajan; y aun cuando éstos alguna vez se suspendan por horas y días, hacen muy poco; siempre en orden relativo. Pensemos en el P. Pío o en el santo cura de Ars. El demonio les molestaba y les impedía el sueño para que no hiciesen tanto bien como hacían.
Pues bien; esa dignidad viene de la unión con Cristo. Pero sobre todo esto hablaremos otra vez. Ahora detengámonos aquí, conscientes de este valor de la reparación nuestra; que estamos llamados a participar del misterio del grano de trigo. Como decíamos hace poco: si el grano de trigo no muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.
Acabamos rezando
Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,
herido por nuestros pecados,
has depositado infinitos tesoros de caridad;
te pedimos que,
al rendirle el homenaje de nuestro amor,
le ofrezcamos una cumplida reparación.
Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén