No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Celebración Eucarística del Domingo de la divina Misericordia, Domingo 22 de abril de 2001 

1. «No temas:  yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 17-18).

En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su tranquilizadora presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno:  «No temas»; morí en la cruz, pero ahora «vivo por los siglos de los siglos»; «yo soy el primero y el último, yo soy el que vive».

«El primero», es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; «el último», el término definitivo de la historia; «el que vive», el manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que implora el perdón para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya «las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1, 18).

2. «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117, 1).
Hagamos nuestra la exclamación del salmista, que hemos cantado en el Salmo responsorial:  la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.

Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, «habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (…) Creer en ese amor significa creer en la misericordia» (Dives in misericordia, 7).

Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, «misericordia» hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los «enemigos», siguiendo el ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?

3. Con estos sentimientos, celebramos el II domingo de Pascua, que desde el año pasado, el año del gran jubileo, se llama también domingo de la Misericordia divina. Para mí es una gran alegría poder unirme a todos vosotros, queridos peregrinos y devotos, que habéis venido de diferentes naciones para conmemorar, a un año de distancia, la canonización de sor Faustina Kowalska, testigo y mensajera del amor misericordioso del Señor. La elevación al honor de los altares de esta humilde religiosa, hija de mi tierra, representa un don no sólo para Polonia, sino también para toda la humanidad. En efecto, el mensaje que anunció constituye la respuesta adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas de los hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias. Un día Jesús le dijo a sor Faustina:  «La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina» (Diario, p. 132). ¡La misericordia divina! Este  es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo  resucitado y que ofrece a la humanidad,  en el alba del tercer milenio.

4. El evangelio, que acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor de este don. El evangelista san Juan nos hace compartir la emoción que experimentaron los Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica:  «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). E inmediatamente después «exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:  «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos»» (Jn 20, 22-23). Jesús les confía el don de «perdonar los pecados», un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.

Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.
5. ¡El Corazón de Cristo! Su «Sagrado Corazón» ha dado todo a los hombres:  la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. «Los dos rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua» (Diario, p. 132). La sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista san Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14).

A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.

6. «Jesús, en ti confío». Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador.

Tú ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un simple acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la tristeza, de la duda y la desesperación. Los rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al que se siente oprimido por el peso del pecado.

María, Madre de misericordia, haz que mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos también tú, santa Faustina, que hoy recordamos con particular afecto. Fijando nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir contigo:  «Jesús, en ti confío». Hoy y siempre. Amén.