1.- Cartas a sus hermanos Margarita y Humberto (I-VIII)
a) A su hermana Margarita de la Colombière, religiosa de la Visitación (I-VII)
CARTA I
Lyon, mayo 1674
Mi muy querida hermana:
Acabo de recibir noticias tuyas que me han sido muy gratas, porque me aseguran que estás plenamente contenta.
¡Alabado sea Dios! Sería preciso ser muy desgraciado para no encontrarse bien con un Señor tal como es Aquél a quien te has entregado. Tu felicidad aumentará a medida que desprendas más tu corazón de todas las cosas de este mundo para consagrárselo por entero. No temo para ti sino una sola cosa: que el amor al descanso y el horror natural que tienes al tumulto y al cúmulo de negocios, sean la causa de una parte de la alegría que disfrutas. Si esto fuera cierto, sería una falsa alegría la tuya; porque es la cruz lo que hay que buscar en el estado que has abrazado, la gran cruz; es decir, aquella que pesa más a la naturaleza y que choca más con nuestras inclinaciones. Malo sería no encontrar siempre alguna de esta clase; en una comunidad hay siempre algo que contraría nuestro humor o nuestros sentimientos. Es necesario estar en guardia para aprovecharse de estas preciosas ocasiones y para someter en todas las cosas el juicio y la voluntad. Sin esto, no se goza de paz perfecta, o por lo menos no se goza mucho tiempo de ella.
Te considero sumamente feliz por haber entrado en una casa donde reinan tantas virtudes y una caridad tan perfecta. Yo sé que aunque hubiera menos ello no podría perjudicar a una persona fervorosa que no busca sino a Dios. Además de que casi no se piensa en los defectos ajenos cuando se aplica uno bien a corregir los propios; todo sirve a quien está bien intencionado y los malos ejemplos, que pervierten a los débiles, despiertan a los que tienen algún amor a Nuestro Señor, por el deseo que tienen de reparar lo que Él sufre de los negligentes y por el temor de asemejárseles. Sin embargo, es una ventaja estar rodeados de santos ejemplos y tener ante los ojos modelos que puedan despertarnos y reprocharnos nuestra cobardía cada vez que los miremos. Siempre se encuentran algunos en las familias numerosas. En todo caso los difuntos pueden servirnos a falta de los vivos, por lo cual creo que será bueno que leas a menudo, y con atención, la vida de las santas de tu Orden, o aún de otras religiosas que han seguido una regla diferente de la tuya y que han llegado a una gran santidad. Supongo que las personas que te gobiernan lo encontrarán bien; porque valdría más, por decirlo así, estarse ociosa que hacer algo sin su consentimiento. Pero, suponiendo que te lo concedan, aplícate a esa lectura y observa bien los caminos que esas santas han seguido para llegar al punto de perfección que han alcanzado, por la gracia de Nuestro Señor. Verás que han hecho pocas cosas que tú no puedas practicar con la misma gracia.
No tengo sino una cosa más que decirte, pero es esencial, y ruego a Dios con todo mi corazón, que no salga nunca de tu espíritu ni de tu corazón, porque sé que si la observas, estarás satisfecha toda tu vida: acuérdate de que no has entrado en religión sino para salvarte, tú en particular, y para disponerte a dar cuenta a Dios cuando le plazca llamarte para ello y así éste debe ser tu único cuidado. Tu regla y tus votos son artículos según los cuales serás examinada. Haz de suerte que estés pronta siempre para ello. Deja vivir a tus hermanas como les plazca, eso no te toca. ¡Qué horrible tentación es esa de cargarse con la conducta ajena. Deja gobernar a los Superiores y a las Superioras como juzguen conveniente. ¿Por qué preocuparse por ello? Que te baste saber lo que se pide de ti y, sea que te parezca razonable o no, si no hay pecados evidentes, es Dios mismo quien te lo manda. Una cosa que tú juzgarías digna de censura es tal vez aquella que Dios ha juzgado más propia para tu santificación. Un superior puede gobernar mal, tal vez, pero es imposible que Dios no te gobierne bien por medio de él ¡Dios mío!, que esto penetre dentro de tu espíritu, mi querida hermana, porque si no te estableces bien en ese principio, perderás el tiempo en la religión, pues toda tu vida no es sino obediencia. Ahora bien, esa obediencia no tiene mérito sino cuando se obedece a Dios en la persona de aquéllos a quienes ha puesto en su lugar, y ciertamente no es a Dios a quien se considera, cuando se juzga, se examina, y sobre todo, se condena lo que se nos manda. Cuando el Espíritu Santo es el que nos posee, Él nos inspira una sencillez de niño, que todo lo encuentra bueno y razonable, o si quieres mejor, una prudencia divina que descubre a Dios en todas las cosas, que le reconoce en todas las personas, aun en aquellas que tienen menos virtudes y cualidades naturales o sobrenaturales que le representen.
Te escribo todo esto, porque como comienzas en una edad más avanzada que la mayor parte de las demás, podrías verte tentada por ese lado. Pero cuanto más juicio tengas, más sumisión de espíritu debes tener, porque no hay nada tan razonable como dejarse gobernar por Dios, de cualquiera manera que quiera hacerlo y sea quien sea la persona de que quiera servirse para ello. Una buena religiosa no debería tener mayor trabajo en obedecer a un niño, del que pudiera tener en obedecer a su fundador, si viviera todavía, y aun a la Virgen Santísima, si tomara visiblemente la dirección del monasterio.
Te recomiendo que comiences pronto a amar la pobreza. Qué dulzura la de poder decir a Jesucristo: «Salvador mío, no poseo nada sino a Vos. Entre las cosas necesarias, no hay una a la cual tenga apego, y si lo tuviera a algo, fuera de Vos, me desprendería de ello inmediatamente y no podría sufrirlo ni en mí ni en mi cuarto un solo momento».
He aquí un sermón completo, pero te ruego que no lo consideres como se hace con la mayor parte de los discursos de piedad, que se miran como cosas muy hermosas dichas al aire. Te escribo mis sentimientos impulsado por el afecto que te profeso y por el gran deseo que tengo de que seas santa. Estaría sin esperanza si no pensaras seriamente en serlo, y creo que no podría resolverme a verte ni a escribirte jamás, si supiera que te contentabas con ser medianamente buena.
La Colombière
CARTA II
Paray, abril 1675
La señorita N., tu buena amiga, me ha pedido que te escriba. No ha tenido que rogarme mucho para ello, pues tenía bastante deseo y lo habría hecho hace mucho tiempo si se hubiera presentado una ocasión semejante. Esta señorita me ha asegurado de tu parte que estás muy contenta, lo que me ha regocijado mucho. Si esta disposición no es señal de gran virtud, por lo menos es necesaria para alcanzarla. Desde el momento en que se ha concebido un verdadero deseo de ser enteramente de Dios se comienza a gozar de una gran paz, y no dudo de que la que tú disfrutas, por la misericordia de Nuestro Señor, sea un efecto de la voluntad sincera y fervorosa que te da de servirle y entregarte a Él sin reserva. Serías muy desgraciada si hubiera algo en el mundo que te causara inquietud, puesto que no hay nada que pueda impedirte el hacerte santa, y aun todas las cosas pueden ayudarte a serlo. No hay ninguna, ni aun nuestros pecados, de que no podamos sacar utilidad para nuestra santificación por el conocimiento que nos dan de nosotros mismos, y por la renovación de fervor que deben inspirarnos. Además, no veo qué pueda sucederte que no te sea de provecho, si tienes bastante fe para reconocer que nada sucede sino por disposición de Dios, y bastante sumisión para conformarte con su voluntad.
Así, hermana mía, sigue contenta de esa manera y, si te viene algún acceso de tristeza o pesadumbre, reflexiona, te lo ruego, si es que tienes todavía algún apego a la ,vida o a la salud o a alguna comodidad o persona o cosa, que debes olvidar y despreciar para no desear ni amar sino a Jesucristo. Cada vez que sientas algún asomo de turbación en el fondo del corazón, ten la seguridad de que su causa es alguna pasión mal mortificada, que es un fruto del amor propio que vive todavía; y con ese pensamiento arrójate a los pies de Jesús crucificado y dile: «¡Qué, Salvador mío! ¿Deseo todavía alguna cosa fuera de Ti? ¿No me bastas Tú sólo? ¿No me basta ser amada de Ti? ¿Qué he venido a buscar a este retiro si no es a Ti? ¿No podré reteneros aquí? ¿Qué me importa lo que digan de mí?, que me amen o me desprecien, que esté sana o enferma, ocupada en un ejercicio u otro, con estas personas o las otras. Con tal de estar contigo y que Tú estés conmigo, estoy contenta».
Me dicen que deseas mucho que vaya a predicar en tu profesión; temo que si tienes tan gran deseo, Dios, que te ama, no lo permita. En cuanto a mí, no puedo responder nada todavía. Sea lo que fuere, estoy persuadido de que estás resignada a todo, y que has superado mayores penas que ésta; la indiferencia, en que estés para esto, te será más útil y te hará más agradable a Dios que todo lo que yo pueda decirte en varios sermones. No hay que desear nada, mi querida hermana, sino tener el corazón libre de toda clase de deseos. Esto no se logra en un día; pero cuanto más tiempo se necesita para conseguirlo, más debemos apresurarnos y trabajar con toda la aplicación que podamos. Si tenemos la felicidad de alcanzarlo, créeme que seremos bien recompensados de nuestro trabajo, aun desde esta vida.
Te recomiendo una observancia exacta y decidida de las más menudas reglas y de las órdenes menos importantes de tus superioras. No hay nada ligero cuando se trata de agradar a Dios y es gran mal desagradarle, aun en cosas pequeñísimas. No hace mucho leía yo la vida de un santo religioso que, a la hora dela muerte, decía que moría con el consuelo de no haber violado nunca una regla de su orden ni ningún mandato de sus superiores, por ligeras que hubieran sido las cosas que le ordenaban. Para eso se necesita mucha vigilancia y mucha resolución; pero bienaventurado el religioso y bienaventurada la religiosa que se imponga esa tarea y viva en esa perfecta fidelidad. Piénsalo, mi buena hermana, ve lo que puedas hacer en ese punto, lo que Dios merece, y lo que quisieras haber hecho al morir. No hay nada imposible con la gracia, y las dificultades no detienen a un buen corazón. Ruego a Nuestro Señor que fortalezca el tuyo, y que lo llene de tal manera de su amor, que no ames sino a Él solo y no desees ser amada sino de sólo Él.
La Colombière
CARTA III
Paray (1675-76)
Mi queridísima hermana:
La Reverenda Madre de (Thélis) (v. Carta LXXXI), me ha enviado una carta para ti y esto me obliga a escribirte porque, no hay que disimularlo, sin esto no sé si tendrías tan pronto noticias mías, por muy gran deseo que tuviera de dártelas.
Cuando me despedí no creía que había de pasar tanto tiempo sin verte, y ahora no sé cuándo tendré ese consuelo: será cuando nuestro Señor lo quiera. Espero que he de encontrarte muy adelantada en la virtud y que me enseñarás muchas cosas que la experiencia y tus reflexiones continuas te habrán hecho aprender desde tu profesión.
¡Qué feliz eres, mi buena hermana, de estar en la soledad en que estás!, ¡qué fácil te será, si lo quieres, desprenderte de todas las cosas y vivir en una gran unión con Dios! No sé si duran aún tus achaques, pero sé muy bien que para un corazón muy puro y desprendido de las criaturas, no hay mal que pueda impedirle unirse a su Criador. No hay necesidad para esto de tener la cabeza muy sana, basta tener el corazón muy limpio. Cómo envidiaría tu retiro con todos tus males, si no estuviera bien persuadido de que no hay mayor bien en el mundo que hacer la voluntad de Aquél que nos gobierna. Sé que no hay ocupación, por abrumadora que sea, capaz de impedir a una persona que se aplique a alcanzarlo sólo por razones sobrenaturales y porque Dios lo quiere. Pero, mi buena hermana, es difícil estar siempre entre los hombres y no buscar allí sino a Dios; tener siempre tres o cuatro veces más asuntos de los que se puede despachar, sin perder, sin embargo, el reposo del espíritu, fuera del cual no se puede poseer a Dios; tener apenas algunos momentos para entrar en sí mismo y recogerse en la oración y, no obstante, no estar nunca fuera de sí. Todo esto es posible; pero me confesarás que no es muy fácil. Esto es lo que yo debería hacer, si quiero verdaderamente ser lo que deseo que tú seas. Con todo, no me compadezcas, hermana mía, estoy donde Dios quiere que esté, hago lo que Dios quiere que haga; no conozco otra felicidad en la vida. Se puede ser santo en todas partes cuando se quiere serlo.
Yo saludaría a toda la Comunidad si me atreviera a tomarme esa libertad. Ruego a Dios por todas cada día y les deseo la misma santidad que a ti. Ruega mucho a Nuestro Señor por mí.
La Colombière
CARTA IV
Londres; nov.-dic. 1676
Queridísima hermana:
He recibido muy tarde tu carta; no hace quince días que me la entregaron. Por respuesta te diré que he dejado Francia sin pesar, porque creo que encontré a Dios en Inglaterra, puesto que es Él quien me llama. Si algo pudiera haberme dado pena a mi partida, habría sido el alejarme demasiado de ti; no porque la unión que hay entre nosotros me haga desear verte; pasaría toda la vida sin ese placer, aunque muy grande, si supiera que el sacrificio podía ser de alguna utilidad para tu perfección. Pero me imaginaba que teniendo ocasión de conversar contigo alguna vez, nos habríamos animado uno al otro a hacernos ambos más y más dignos de la vocación a que plugo a Dios llamarnos ¡Dios mío!, cuánto temo, pobre hermana mía, que lo que hacemos en la casa de Nuestro Señor no responda al ardiente deseo que manifestamos de entrar en ella. ¡Qué vergüenza haber hecho tantos esfuerzos, haber tenido tanto fervor cuando se trababa de dejar el mundo, y después llevar una vida tibia y lánguida en la religión! Y esto es todavía más vergonzoso cuando se trata de una religión tan santa como aquélla en que te encuentras. La conozco a fondo por la gran comunicación que he tenido durante año y medio con dos de tus monasterios. Es verdad que no veo otras reglas más propias para conducir pronto a una gran perfección. Así también he encontrado, entre tus hermanas, personas de una santidad tan elevada que no he conocido nadie de mayor virtud
Me pides que te escriba sobre la tibieza y la insensibilidad. ¿Quieres pues, que te predique o que te envíe un libro en lugar de carta? Si fuese cierto, lo que no puedo creer, que estás en el estado de que me hablas, sería necesario emplear mayores recursos y medios para sacarte de él, y no espero que mis oraciones y exhortaciones puedan conseguirlo. Preferiría tener que convertir a un gran pecador que a una persona religiosa que ha caído en la tibieza. Es un mal casi sin remedio. Pocos he visto que salgan de él, y la edad, que cura los otros defectos de la naturaleza, no hace sino aumentar éste. He hallado algunas veces, en un mismo monasterio, religiosas que, por falta de vocación y por haber entrado a pesar suyo, vivían en él de la manera más libre del mundo; y otras que no hacían nada que pudiera escandalizar, pero que carecían de fervor y celo por su perfección. Y he tenido el consuelo de ver pasar en tres meses a esas jóvenes tan inobservantes a la más perfecta regularidad y a una aplicación continua de mortificarse y unirse con Dios; sin que los afanes, de varios meses y años enteros, hubieran podido despertar a sus hermanas del letargo en que estaban ni decidirlas a hacer cosas que no eran nada en comparación de lo que hacían las otras. Que Dios te preserve, hermana mía, de caer en tal desgracia. Mejor quisiera verte muerta. Y no es que ello no sea sumamente común.
Las casas religiosas están llenas de personas que guardan sus reglas, que se levantan, que van a Misa, a la oración, a confesarse, a la Comunión, porque es costumbre, porque llama la campana y van las otras; que hacen esto y más todavía, sin devoción interior, sin interés, sin deseo de agradar a Dios; y si purifican su intención es más bien por rutina que por verdadero fervor de espíritu. El corazón casi no tiene parte en lo que hacen; tienen sus miras pequeñas, sus pequeños designios que las ocupan; las cosas de Dios no entran en su espíritu, sino como cosas indiferentes. Los parientes, las buenas amigas, sea de dentro, sea de fuera, consumen todos sus afectos; de suerte, que no queda para Dios sino no sé qué movimientos lentos y forzados que le disgustan y que no acepta en ninguna manera. Esas personas se forman cierta conciencia, que no se turba por mil cosas que alarmarían a las almas temerosas de Dios. Alimentan a veces aversiones, sentimientos de murmuración y rebelión contra las superioras; se perdonan faltas contra la pobreza; tienen una voluntad formal de no hacer caso de cosas pequeñas, de no darse el trabajo de pensar en su perfección; así se confiesan y comulgan, sin deseo de enmendarse; dicen sus pecados como una historia indiferente; van al tribunal de la Penitencia, no con los sentimientos de dolor y de humildad que deberían tener, sino porque es el día de confesarse, porque es su turno; y al salir de allí se faltará al silencio, se murmurará una hora después, y se verá después de uno, dos y tres años, que las cobardes son siempre cobardes, las irregulares siempre irregulares, las coléricas no han adquirido nada de mansedumbre, las orgullosas nada de humildad, las perezosas ningún fervor, las interesadas ningún desprendimiento, y así de lo demás. De suerte que las comunidades, que deberían ser hogueras en que se inflamaran sin cesar en el amor de Dios, y en que el alma se purificara cada vez más y más, permanecen siempre en una espantosa medianía, y quiera Dios que eso no vaya de mal en peor. Si se quiere vivir de esa manera es mejor quedarse en el mundo; habrá, tal vez, menos peligro para· la salvación.
Sé que tú estás en una casa donde tienes muy buenos ejemplos; pero, aun cuando no fuera así, ya no eres una niña: tienes una regla muy santa; obsérvala sin reserva, dedícate a no omitir nada de cuanto te prescribe, y en esto sé tan severa contigo misma como si hubieras hecho voto de cumplir los puntos más menudos; pasa por encima de todas las consideraciones humanas cuando se trate de la regla, no tengas ni condescendencia ni respeto humano en esas ocasiones; he aquí el único medio de salvarte en la profesión que has abrazado. Hazte digna de los favores de Dios, por una aplicación continua a negarte, dentro y fuera, todo lo que pide la naturaleza. No tengas voluntad propia y estate atenta para hacer siempre lo que quieren los demás y no lo que tú quieres, aun en las cosas indiferentes. Y verás que Nuestro Señor se encontrará pronto muy cerca de ti y que desaparecerá la insensibilidad.
Pero, si verdaderamente estás insensible, leerás todo esto y muchas cosas más fuertes todavía, y no harás ni más ni menos. Pedirás remedios y no usarás ninguno; harás mil reflexiones sobre mi carta, y ninguna de ellas dará resultado. Diré las veinte misas que me pides.
Adiós… Ruega mucho por mí a Nuestro Señor.
La Colombière
CARTA V
Lyon, 1679
Queridísima hermana:
Ruego al Espíritu Santo que llene tu alma de sus más preciosos dones.
Te doy las gracias por la bondad que has tenido en acordarte de mí. Espero que Nuestro Señor te recompensará… porque, ¿qué podrías esperar de mi agradecimiento?
En cuanto a lo que deseas saber, no vale la pena de explicártelo, pues mi salud es de poca importancia para los demás y para mí puede ser muy perjudicial. Hazme el favor de rogar a Dios que, sano o enfermo, responda fielmente a los designios de su misericordia. En cuanto a ti, mi querida hermana, hazte una gran santa y emplea mejor tus fuerzas que lo que yo hice con las que Dios me había dado. Ámalo, sírvele por ti y por mí; ofrécele a menudo mi corazón con el tuyo y ruégale que acepte los deseos incumplidos que tengo de mi perfección y de la santificación de todo el universo.
Te aconsejo que comulgues el día siguiente a la octava del Santísimo Sacramento para reparar las irreverencias que se hayan cometido para con Jesucristo, durante todo el tiempo de la octava en que ha estado expuesto en los altares de todo el mundo cristiano. Me ha aconsejado esta práctica una persona de una santidad extraordinaria, que me ha asegurado que todos los que den a Nuestro Señor esta muestra de amor sacarán de ella grandes frutos. Procura llevar a tus amistades a lo mismo. Espero que varias comunidades comenzarán este año a practicar esa devoción para continuarle siempre después.
Doy gracias a Dios de todo corazón por el deseo que te da y el valor que sientes para emprender algo por su amor. Créeme, mi querida hermana; mi alejamiento no podrá perjudicarte, encontrarás a Nuestro Señor siempre cerca de ti, cuando lo busques sinceramente y, cuando lo tengas, todo lo demás te será inútil. Te he dicho muchas veces, y te lo repetiré cuantas veces tenga ocasión, que tus reglas deben serlo todo para ti hasta que las observes en todos sus puntos, de suerte que no haya nada en que no cumplas exactamente lo que ellas te ordenan. No tienes necesidad ni de director ni de dirección; consulta tus reglas en tus más grandes fervores y no dudes de que lo que Dios te pide por los buenos movimientos que te da, sea una fidelidad inviolable en ejecutar su voluntad la cual está expresada tan exactamente en esas reglas. Si se supiera la seguridad que hay y las bendiciones que van adjuntas a ese esmero en guardar hasta las más menudas observancias, a eso se limitarían todos los afanes y todas las prácticas de devoción.
No veo mucha posibilidad de ir a verte en el tiempo en que lo esperas; pero cualquiera que sea el bien que puedas sacar de esa visita, sabes lo mismo que yo que es necesario sacrificarlo todo a la voluntad divina, y que ese sacrificio vale más que todo el provecho que pudiera venimos por otra vía. Ruega a Dios por mí y presenta mis respetos a tu Reverenda Madre y a todas las demás. Me ha edificado muchísimo su piedad, pero su bondad y sus atenciones me han cubierto de confusión. Ruego a Nuestro Señor que las recompense y las colme de su amor, que las llene de su Espíritu Santo y del de tu santo Fundador.
Todo tuyo en Jesucristo.
La Colombière
CARTA VI
Saint Symphorien d’Ozon, agosto 1679
Queridísima hermana:
Ruego a Nuestro Señor que cumpla en ti sus divinos quereres.
He sentido mucho no haber visto a tu pretendiente (nombre dado a las aspirantes a la vida religiosa). Estaba yo ausente cuando ella llevó tu carta a la casa.
No podría ahora trazarte el método para dar cuenta de tu interior, lo haré en la primera ocasión; no es cosa difícil. No tienes sino leer tu regla en ese punto y luego decir con sencillez lo que hay en ti, tal como me lo dirías a mí, excepto los pecados. Basta decir las malas inclinaciones, las tentaciones y las penas interiores, los buenos deseos, el cuidado que se tiene de mortificarse, de perfeccionarse, o la negligencia en hacerlo. Se podrían decir también las faltas que se han cometido, aunque no hay ninguna obligación; pero hay que acostumbrarse a no limitarse a sólo lo obligatorio. El amor de Dios está muy lejos de contentarse con tan poca cosa, pues nada le puede contentar.
Mi sobrina (Eléonore), que te escribe, sigue cada día mejor; espero que Nuestro Señor la haya escogido para ser una de sus fieles siervas. Tiene muy buenas disposiciones para ello.
Adiós, hermana mía, toda la familia te saluda y te ama cariñosamente. Ruega a Dios que todos amemos a Jesucristo, sobre todas las cosas, y que no amemos sino a Él en todas las cosas.
La Colombière
CARTA VII
Lyon, 1679-80
Queridísima hermana:
Aunque plugo a Dios devolverme algo de salud y sacarme a lo menos por un tiempo del peligro en que estaba, no puedo, sin embargo, escribir mucho sin molestia; por esto respondo brevemente a tu carta.
Me haces notar que si yo tuviera tiempo de verte a menudo serías mejor de lo que eres. Tal vez no has reflexionado en que tienes en tu soledad a Aquél de quien viene toda gracia espiritual, sin cuyo socorro ningún hombre puede serte útil. Él no necesita ni de mí ni de nadie para santificarte. Examina bien este punto y no repliques nada a este pensamiento, porque no puedes responder nada sólido; sólo nuestra poca confianza es la que nos impide aprovecharnos de la presencia de Jesucristo, que no está entre nosotros para no hacer nada; pero se recurre a Él tan rara vez y con tan poca fe, que no es maravilla que se tenga tan poca parte en los tesoros de luces y bendiciones que comunica a los que se dirigen a Él, como a Maestro y Fuente de toda perfección. En segundo lugar, temo que tomes por falta de fervor la sustracción de los gustos sensibles y las consolaciones interiores; de lo que resulta que encontrándote algún tiempo después en sequedad, pierdas el valor y caigas en faltas que no tienes cuidado de reparar prontamente, de donde se sigue la verdadera tibieza. Además te imaginas que para comenzar de nuevo a actuar santamente, como se hace cuando hay gran fervor y devoción, es necesario tratar de recobrar ese ardor que se ha perdido. Al contrario, para recobrar ese ardor hay que comenzar por humillarse y practicar la mortificación, como si se sintiera uno llevado por una gracia sensible. No es el fervor el que hace a las personas humildes, caritativas, regulares, mortificadas; sino el ejercicio de la humildad, de la regularidad y de la mortificación es el que las hace fervorosas, a la manera que tú lo entiendes.
He aquí una lección que vale por mil, mi queridísima hermana; medítala, ponla en práctica y verás que no serás engañada. ¡Qué error atormentarse y afligirse cuando se está en la oración sin luz y sin sentimiento, romperse la cabeza para tener devoción sensible cuando se comulga, y descuidar las faltas pequeñas, las menudas observancias, las ocasiones de mortificar los deseos y la propia voluntad, de vencer el respeto humano, de procurarse la humillación delante de los hombres! En lugar de pensar sólo en estos últimos puntos se hacen grandes esfuerzos para obtener el éxito según nuestro parecer; porque a la verdad, sólo se obtiene el mayor éxito cuando se sufre humildemente la aridez y la privación de ese pretendido fervor, que la naturaleza ama tanto, y que el verdadero amor de Dios desprecia y aun rechaza en cuanto está en su poder.
Me regocijo del celo que manifiesta tu aspirante por recibir el velo; es un efecto del deseo ardiente que tiene Jesucristo de poseerla por completo. Sin embargo, no quisiera que su afán llegara hasta la inquietud; esa dilación que la aflige no podrá retardar ni un momento la obra de su santificación. Es preciso que, mientras espera, se resuelva a cumplir su deber, pues es lástima ver jóvenes que han manifestado tanta impaciencia y tanto valor para salir del mundo y que después, en la religión, sólo ofrecen a Jesucristo servidoras cobardes y esposas infieles. Me dirás que esto es para ti y no me disgustaría que lo aprovecharas; porque es cierto que, conforme al ardor con que deseabas el estado en que estás, nadie hubiera creído que no ibas a ser una santa de primer orden.
Adiós, mi queridísima hermana.
La Colombière
b) A su hermano el señor Humberto de la Colombière
CARTA VIII
Londres, agosto 1677
Mi queridísimo hermano:
Hace algún tiempo que recibí tu carta de 7 de julio y te habría contestado más pronto si hubiera podido hacer yo también las cosas que quieres. Si pudiera disponer de mis bienes, tal vez te ofrecería el reloj que deseas. Y digo tal vez, no por falta de afecto y agradecimiento, sino porque quizás me creería obligado a darlo también a los pobres.
En cuanto a lo que a mí toca, estoy bien de salud, gracias a Dios; muy ocupado en diversas cosas, todas de la gloria de Nuestro Señor. En medio de la completa corrupción que la herejía ha producido en esta gran ciudad, encuentro mucho fervor y virtudes muy perfectas; hay una mies muy grande, pronta para la siega y que cae sin trabajo en las manos de que Dios se sirve, según le place. Sirvo a una princesa sumamente buena en todo sentido, de una piedad muy ejemplar y de gran dulzura. Por lo demás, no me turba el tumulto de la Corte más que si estuviera en un desierto, y sólo depende de mí ser tan observante como en nuestras casas.
No es la distancia la causa de que no te escriba; pero tengo pocas cosas que decirte y siempre las mismas, poco más o menos. Tus cartas tardan sólo diez días y mis respuestas hasta ahora no se pierden, a Dios gracias. Me parece que, cuando no estoy demasiado ocupado y tengo algo que decir, no me cuesta demasiado trabajo tomar la pluma en la mano.
Mi hermano (José) no me escribe sino muy rara vez; pienso que será por la misma razón y no se lo reprocho. Con el deseo que tiene de darse todo a Dios, estoy encantado de ser el primero a quien olvide. Pido a Nuestro Señor que le haga la gracia de olvidarse de todo, hasta de sí mismo. Cuando se comienza a gustar a Dios como él lo hace, queda en el corazón poco lugar para las criaturas; y aun queda poco en el recuerdo. Todo está ocupado porque es Él quien lo llena todo. Te deseo a ti, queridísimo hermano, semejantes sentimientos en medio de los negocios de que te ha encargado la Providencia. Aun cuando te amo afectuosamente, consentiría con gusto en quedar borrado de tu memoria, con tal de dejar el lugar a Jesucristo que merece todo tu amor.
Mi muy humilde besamanos a la señora de La Colombière… ¡Dios mío! qué mujeres tan santas las que conozco aquí. Si te dijera de qué manera viven, quedarías asombrado. Yo lo estaría tal vez del mismo modo si tú me contaras las virtudes de mi hermana.
La religiosa no me escribe. He contestado a una de sus cartas desde que estoy aquí. Conozco a varias religiosas de su orden que me escriben cada mes. Como no sé si recibe mis cartas, no tengo valor para multiplicarlas. Con tal de que se haga santa, consiento con todo mi corazón que nunca me dé noticias suyas; porque no deseo recibirlas sino para saber si responde a la vocación a que Dios la llama, y que siguió al principio con tanta constancia.
Ruego a Nuestro Señor que colme de bendiciones a tu familia y que reine en ella la paz y el temor de Dios, y que reine Él mismo por la sumisión de todos sus miembros a su santa voluntad. Adiós, mi querido hermano, ruega mucho a Dios por mí.
La Colombière