CARTAS DE SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE(IV)

4.-Cartas a la Reverenda Madre Francisca de Saumaise, Superiora de Paray (XX-XLIX)

CARTA XX

Londres, 12 noviembre 1676

Reverenda Madre:

Recibí en esta ciudad la carta que usted me envió a París. Ya estoy acostumbrado a la vida de los ingleses como si me hubiera criado en Londres. Mañana hará un mes que estoy aquí. He encontrado un gran número de católicos, pero dicen que son pocos los buenos. No me asombra, porque si nosotros tuviéramos en Francia tan pocos auxilios como tienen ellos aquí, seríamos peores. No se permite a los súbditos del rey de Inglaterra ir a las capillas de los embajadores para oír Misa y, desde que estoy aquí, han puesto guardias a la puerta de esas capillas y hasta en la de la reina, para prender a los ingleses que salgan de ellas. Es cierto que hay aquí muchos franceses, pero hace un año que no hay catecismo. De suerte que se puede decir que la palabra de Dios es muy rara en este país, y que el que venga a predicarla no dejará de ser muy bien recibido. Ayer comencé por el sermón del paraíso, porque aquí se celebra la fiesta de Todos los Santos diez días después que en Francia.

Doy gracias muy humildemente a todas sus santas hijas por el recuerdo que hacen de mí en sus oraciones. Yo no dejo nunca de ofrecerlas a Jesucristo en la Misa. Espero de su caridad, que bien conozco, que continúen encomendándome a Nuestro Señor; tengo de ello suma necesidad y tendré también muy profundo agradecimiento.

La Colombière

CARTA XXI

Londres, 20 de noviembre de 1676

Mi Reverenda Madre:

¡La paz de Nuestro Señor Jesucristo!

Como uno de mis amigos debe llevar esta carta a París, no tengo dificultad en escribirle como si estuviera en país católico.

No puedo expresarle la alegría que me ha causado usted dándome noticias de su Comunidad. Me regocijo del aumento de santidad que este último retiro habrá procurado a todas sus queridas Hijas. Son muy felices por tener en sus manos tantos medios como tienen de hacerse agradables a Dios. Si los católicos de este país tuvieran una parte de ellos, creo que habría muchos santos. Pero es gran lástima ver cuán perseguidos son y qué pocos auxilios tienen para la piedad. No oyen hablar de Dios; les prohíben ir a Misa y después se quejan de que no son muy fervorosos. Seguramente es ésta una iglesia muy desolada, y me parece que no estarán mal empleadas las oraciones de los buenos, si interceden para que se restablezca el fervor en este reino. No hay aquí Hijas de Santa María y mucho menos Hermanas Alacoque; pero se encuentra a Dios en todas partes, cuando se le busca, y no es menos amable en Londres que en Paray. A Él agradezco de todo corazón la gracia que me hace de conservarme en el recuerdo de esa santa Religiosa. No dudo de que sus oraciones me atraen muchas gracias; pero temo que yo no las aproveche como debiera hacerlo. Trataré de hacer uso de los consejos que usted me da por escrito y sobre todo de aquél que me dice haber sido confirmado en su último retiro.

La señora duquesa de York es una princesa de gran piedad; comulga casi cada ocho días y aun con más frecuencia; todos los días hace media hora de oración mental; me ha ordenado que predique el día de la Presentación; piensa fundar en Flandes un convento de la Orden de ustedes para jóvenes inglesas, y hay ahora en la ciudad una de sus religiosas que ha venido con este objeto.

Mi salud nunca ha estado mejor, gracias a Dios. Usted es demasiado caritativa al ocuparse de ella y recomendarme que me cuide. Estoy demasiado lejos de los excesos que usted teme; desearía no hacerlos en sentido opuesto y ser tan mortificado como debería serlo.

En cuanto a la persona de quien me habla usted al fin de su carta, la he entregado en sus manos y no podrá estar mejor; sé con gusto que persevera. Ella teme que en su voto haya algo que lo limite a un lugar. Es cierto que nunca es demasiada la extensión con que uno se entrega a Dios y yo sería de opinión, si la de usted no es contraria, que ella prometiera a Dios que en caso de no poder estar en absoluto en esa casa, entraría en otra. Esto es para quitar todo recurso al amor del mundo; porque no hay apariencia de que pueda hacerlo mejor en un lugar que en otro. No hay nada tan racional como la orden que le ha dado usted de interrumpir durante su indisposición los ejercicios que pueden aumentarla. En fin, Madre, cuéntela usted, si me hace el favor, como una de sus hijas y a mí como el más humilde y celoso de sus siervos,

La Colombière .

Me encomiendo a las dos Hermanas a quienes he visto más a menudo que a la otras. ¡Qué gusto tengo de saber que están contentas! Muy desgraciadas serían si cambiaran; mejor quisiera saber su muerte que un cambio tan funesto. Pero no temo que después de las gracias que han recibido de Dios puedan desprenderse de Él, a menos de estar absolutamente reprobadas.

CARTA XXII

Londres, enero 1677

Mi Reverenda Madre:

Dios no quiso que recibiera su carta a tiempo para darle la satisfacción que usted deseaba de mí. Espero que Nuestro Señor habrá suplido por sí mismo a todo lo que me hubiera inspirado escribirle.

No se asombre usted de las penas que siente en la oración; pero no se desanime. Basta que sea constante y sumisa, y Dios quedará contento. La vista de su indignidad, que a veces la impresiona, es tal vez una gracia con que quiere Dios prepararla para esa sequedad en que cae después y que es un castigo de sus infidelidades pasadas.

No crea usted que mi ausencia sea un efecto de la cólera de Dios contra usted, ya se lo he dicho muchas veces: Dios no necesita de mí para salvarla. No crea usted tampoco que yo le rehúse ninguno de los servicios que me cree usted capaz de hacerle: le serviré hasta el fin, y nunca diré la Misa sin pedir a Dios que le haga sentir los efectos de su misericordia infinita. Hágame el favor de pedir para mí la misma gracia y que mis faltas, por graves y frecuentes que sean, nunca me hagan desconfiar de su bondad. Este es, según mi opinión, el mayor mal que pueda acontecer a una criatura. Si uno se libra de ese mal, no hay ninguno que no se pueda convertir en bien y del cual no se puedan sacar grandes ventajas.

Adiós, mi Reverenda Madre, cuide a la buena Hermana Margarita María; pero, sobre todo, cuídese usted y trate de ser la más santa de su monasterio como debe usted serlo.

Todo suyo en Nuestro Señor.

La Colombière

CARTA XXIII

Londres, 17 de febrero de 1677

Mi Reverenda Madre:

Tomo gran parte en la muerte de sus buenas amigas y no dejaré de ofrecer mis pobres oraciones a Nuestro Señor, y también por su querida Hija enferma. La salud la pondría en estado de servir a Dios con el fervor con que siempre lo ha hecho, y la muerte en estado de gozar de Dios, que es el fin de todo lo demás.

Ciertamente es una noticia muy agradable la que me da usted de la demolición de ese edificio (un templo de hugonotes en Paray) que la señora de Saint-Léger deseaba ver destruido. Espero que Nuestro Señor no se contentará con esto, sino que reconciliará tantos templos espirituales que fueron edificados para su gloria y el demonio se los usurpó.

No podía dar usted mejor consejo a su pretendienta que el de estar tranquila y no añadir nada al escrito de que se trata. En efecto, cualquiera cosa que se añadiese sería una nueva fuente de penas. Alabo a Nuestro Señor porque no permitió que se sirviera del consejo imprudente que yo le di. Mucho deseo que la considere a usted como si fuera ya su Superiora, y que en este punto cumpla desde ahora el voto que ha hecho. Nada podía usted decirme que me regocije más que su perseverancia en el bien. Espero que no se detendrá en tan hermoso camino y que, con el auxilio de usted, hará progresos que respondan a tan felices comienzos.

¡Qué bendición que las dos personas de que me habla usted después, sean constantes en su resolución! ¡Qué alegría me causa eso! ¡Cuánto les agradezco que hagan honor a la gracia que han recibido y a la santa profesión que han abrazado! ¡Sea el Señor bendito para siempre por haberse reconciliado así con sus esposas y habérselas unido tan fuertemente, que me atrevería a jurar que, en el porvenir, serán de las más fieles y más ardientes en su servicio!

Le gustará a usted saber que el billete que me dio a mi partida estaba lleno de casi tantos misterios como palabras. No comprendí su sentido sino en un retiro que hice hace diez días. Pero es cierto que Nuestro Señor no dejó nada por decir, y que había previsiones contra todos los males que me pudieran suceder. Todo se ha cumplido, excepto la persecución de que se habla en el primer artículo, que una persona consagrada a Dios me debe suscitar; porque en cuanto a las del demonio, que allí mismo se predicen, es cierto que no hubo ninguna especie de lazos que no me tendiera.

El segundo artículo y el tercero eran de la mayor importancia para el descanso de mi vida y para mi perfección. Yo me imaginé al principio que sólo eran avisos generales que se extendían a toda la vida, y así lo creí durante tres meses; pero comprendí después que eran consejos para ocasiones presentes y remedios contra pensamientos y deseos que me turbaban y eran muy opuestos a los de Dios.

El último, sobre todo, que nunca había podido comprender, se abrió de repente a mi espíritu con tan gran claridad, que para mí no hay nada en el mundo más claro. No podré explicarle la alegría que me causó esa luz, porque vino en un tiempo en que me aplicaba a buscarla. Después de haber reflexionado sobre estas palabras que están al fin: «Que Dios me daría la inteligencia según la aplicación que yo aportara».

No le digo todos los tesoros que he descubierto en esa pequeña memoria; sería muy largo. Todo lo que puedo decir es que si es el mal espíritu quien lo ha dictado es sumamente contrario a sí mismo, puesto que de allí he sacado tan grandes auxilios contra sus ataques y que hace en mí todos los efectos que el Espíritu Santo suele producir.

No dejaré de dar las gracias al señor Raybaud por el hermoso sermón que predicó en su fiesta (de san Francisco de Sales). Usted me dio un gusto muy grande al hacerme saber que estaban muy contentos con él. Ruego al Señor que pueda reparar todas mis faltas y santificar a todos los de la ciudad. Ya le escribí qué tristemente iba a pasar ese día, pero tengo el gusto de decirle que Nuestro Señor no me ha dejado sin consuelo. Porque el mismo día llegó un hombre que estaba como desesperado por la razón que paso a decirle: es un cirujano que tiene un emplasto admirable, que recibió como herencia de su padre, y que nunca falló en hacer su efecto desde hace más de treinta años en los enfermos a quienes lo aplicó. Este emplasto tiene una fuerza tan extraordinaria, que aplicándolo en una parte cualquiera la descubre hasta el hueso en 24 horas sin que haya necesidad de aplicar el hierro ni el fuego. El rey llamó al cirujano para que curara a uno de sus hijos que hacía dos años estaba en manos de otras personas, las cuales no habían podido hacer nada, y él prometió curarlo en dos meses. Apenas dio su palabra, cuando el remedio perdió toda su virtud. Vio que a los otros enfermos que trataba les hacía un efecto enteramente contrario al que había hecho antes; que no solamente no penetraba en la carne, sino que la corrompía y formaba una especie de gangrena. Fingió que el príncipe, a quien debía aplicar el emplasto, no estaba todavía bien dispuesto; buscó pretextos, un día en el mal tiempo, otro día en otra cosa, entre tanto lo probaba en otras personas y él mismo se lo aplicó y lo que debía roer en 24 horas ni siquiera lo lastimó en tres días. Creyó que alguno de los otros cirujanos, que no podían sufrir que los suplantara, y que veían con confusión que iba a adquirir mucha gloria, creyó, digo, que habían hecho algún sortilegio para volver inútil su remedio.

El pobre hombre lloraba día y noche; había prometido descubrir en 24 horas el mal de aquel niño que estaba oculto en el hueso de la pierna y le apremiaban para comenzar la cura. Recurrió a los exorcismos de la Iglesia; pero no obtuvo el resultado que esperaba. Por fin vino a verme el día de san Francisco de Sales, por la tarde, y era preciso necesariamente que al día siguiente por la mañana comenzara a vendar a su enfermo o que se desdijera de la palabra dada. Yo le aconsejé que hiciera una promesa al santo, cuya fiesta celebrábamos, y así lo hizo. Al día siguiente aplicó su emplasto; después de lo cual fue a ver a los otros enfermos, a quienes encontró en mejor estado y al día siguiente, al quitar el aparato al príncipe, halló que el remedio había hecho más efecto que nunca. Desde entonces todo siguió tan bien como podía desear. El pobre hombre comulgó dos días después en acción de gracias, y está con un gozo y un deseo de servir a Dios que no podré expresar. Espero que esto hará conocer a ese gran santo y despertará algo la devoción de nuestros católicos que está muy adormecida. Sea alabado Dios eternamente por ello.

La Colombière

CARTA XXIV

Londres, 17 de marzo de 1677

Mi Reverenda Madre:

Hace sólo quince días que comprendí los dos puntos del papel que traje de Paray en el cual se me recomendaba que tuviera una dulzura compasiva con los pecadores. No dudo de que esto se refería a la primera persona que se me presentó a mi llegada. Nuestro Señor ve muy bien la necesidad que tengo de que me avisen. Ya le he señalado a usted en mi última carta varias cosas muy particulares respecto a ese billete; pero es imposible decir las cosas como las siento.

(fragmento)

CARTA XXV

Londres, 3 de mayo de 1677

Mi Reverenda Madre:

Me regocijo con nuestra Hermana Alacoque por el sacrificio que ha hecho a Nuestro Señor y las muestras de aprobación que Dios le ha dado. Tomo mucha parte en el ventajoso cumplimiento de lo que se había predicho respecto a usted. Admiro en esto la fidelidad de Dios y la perfección con que lo hace todo. Le suplico que le haga el bien en proporción de las obligaciones que tengo con usted. Usted misma, mi queridísima Madre, no sabe cuán grandes son. En el último billete de la Hermana Alacoque me parece que lo comprendí todo, menos estas últimas palabras: sin reserva. Eso tiene tanta extensión que temo mucho que no cumpla tal consejo. No porque no haya sacado ya gran fruto; pero ¡qué feliz me estimaría si pudiera hacer todo lo que esas palabras significan!

(fragmento)

CARTA XXVI

Londres, julio-agosto 1677

Mi Reverenda Madre:

Recibí, hace tiempo, todas las cartas que tuvo usted la bondad de enviarme; pero, según su consejo, no me apresuré a contestarlas. Demasiada consolación es la que recibo de las suyas y temo que sea demasiado también el afán con que las aguardo y que por esto, como por otras muchas cosas, tenga que reprocharme Nuestro Señor mi poca indiferencia. He leído su relación y he quedado muy consolado (conversión de la hija de Madame de Maréschalle). Espero que esa maravilla se ha de extender más lejos y que varias conversiones seguirán a la de esa pequeña predestinada.

A nuestra señorita le faltó el valor justamente en el tiempo en que todos los caminos se le abrían para abrazar la cruz. Es cierto que su padre no olvidó nada para desviarla, pero no se opuso formalmente. Tengo motivo para creer que hay culpa de mi parte, me ha faltado vigor en una circunstancia y prudencia en varias. Pido a Nuestro Señor que no castigue a nadie por mis faltas, sino a mí mismo. Espero que esa corona no se pierda y que otras ocupen ese lugar. Hay algunas, cuyo fervor es para mí de gran consuelo. En verdad, no recuerdo haber visto nunca más resolución y más valor de los que veo en dos o tres personas, que Dios me ha enviado para servirme de ejemplo y de aguijón. Me parece que trabajo mucho por otras que no van a tan a prisa o, más bien, que van muy lentamente. Habría abandonado ya la empresa si no esperara gran fruto de su perfecta conversión, y si no estuviera persuadido de que no hay que cansarse de pedir semejantes gracias.

Estoy sumamente agradecido a usted, por los consejos que me da, sea respecto a mi salud, sea respecto a mi conducta. En cuanto a los apóstatas, estoy seguro de que reflexiono mucho en lo que usted me dice, y me parece que me aprovecho de ello. Es cierto que es preciso tener gran cuidado con esas personas que han renunciado a la vida religiosa y a la religión cristiana; ya me han engañado dos, tres y tal vez cuatro; pero, gracias a Dios, para mí no ha sido sino pérdida de dinero.

No puedo decirle cuánto consuelo me ha procurado su carta. El billete de la Hermana Alacoque me fortalece mucho y me tranquiliza sobre mil dudas que me vienen cada día. Mucho me apena lo que ella desea de mí, y no sé qué responderle. Dios no se me descubre a mí como a ella y estoy muy distante de aconsejara en nada. Sin embargo, para contentar su humildad, le escribiré hoy. !Qué alegría me causa todo lo que usted me dice de esa buena hermana! ¡Qué admirable es Dios, pero qué amable en sus santos! No podría compadecerla por su mal. Me parece que los golpes que se reciben de la mano de Dios son más dulces mil veces que las caricias que nos vienen de la mano de los hombres.

Me encanta que esté usted contenta de la señora (de Maréschalle). No dudo de que tiene que esperar muchas cruces y debe hacer provisión de fortaleza y constancia.

Adiós, mi Reverenda Madre, le doy mil gracias por todas sus caridades; le ofrezco mis miserables oraciones y le conjuro que no me olvide en las suyas.

Su humildísimo y afectísimo siervo en Jesucristo.

La Colombière

CARTA XXVII

Londres, 25 de noviembre de 1677

Mi muy Reverenda Madre:

La paz de Jesucristo.

Estoy sumamente agradecido por el buen consejo que ha dado usted a esas buenas señoritas (Mayneaud de Bisefranc, v. carta XXXII) sobre el asunto de que le había escrito. No dudo de que por una y otra parte volverán a los primeros sentimientos, y de que Dios lo conducirá todo para su gloria. Continúan preguntándome qué deben hacer respecto a su dirección. Es menester que usted tenga la bondad de aceptar que yo le diga lo que pienso, a fin de que se lo haga comprender, si es posible. Creo que es absolutamente necesario que se determinen, una vez por todas, a elegir una persona, que sea la única que tenga conocimiento de su interior; porque cambiar cada año es para no adelantar nunca. Confieso que no podré hacer nada por ellas, si en cada caso tengo que confirmar o aclarar las miras de otra persona. Usted ve muy bien, Reverenda Madre, qué dificultad, qué pérdida de tiempo será para ellas y para mí; qué fuente de turbaciones e inquietudes. Confieso que no comprendo cómo unas jóvenes, que no son enteramente incultas ni ignorantes, no puedan decir sus pecados a una persona sin decirle todo lo que hacen, desde la mañana hasta la noche, sobre todo teniendo una regla en que, me parece, están explicadas la mayor parte de las cosas.

Es necesario disminuir, o aun dejar enteramente por obediencia, todos los ejercicios que puedan aumentar el mal o retardar su curación. Tenga usted la bondad de decírselo, si no lo he hecho yo. Aunque estuviese cerca de ellas, no tendría nada que decirles, sino lo que les he escrito. Si, después de esto, les diese media hora cada mes para que me digan cómo les va en su oración y sus disposiciones actuales, eso bastará, y sería una verdadera dirección; porque son una gran distracción y una verdadera ilusión esas visitas, que no acaban y vuelven a comenzar todos los días. Uno se contenta o se disipa con tantas conversaciones, y entre tanto se deja a Dios con quien únicamente se debería tratar de unirse. De suerte, mi Reverenda Madre, que si esas jóvenes no pueden contentarse con los servicios que puedo hacerles desde aquí, es absolutamente necesario que tomen un director, cuyas órdenes deben seguir en todas las cosas. Si así lo hacen, no rehúso escribirles y darles todos los consejos que sea capaz de dar; pero no deben recibirlos sino como simples consejos, y someterse a aquél cuya voluntad debe ser para ellas como una ley inviolable. Mientras esté usted ahí, someteré a su juicio todas las cosas; pero fuera de usted, no creo oportuno, en ninguna manera, que vayan a declararse a cualquiera que pasa; es un modo cierto de llenarse de vanidad y de turbaciones, de quedarse siempre en el mismo punto sin avanzar un solo paso, y aun volver atrás. Es preciso tener cuidado de no ocuparse de tal manera de sí que se busque en seguida cómo conversar con todo el mundo, sin ocuparse de Dios con quien debe ser toda nuestra conversación interior, yendo a El con sencillez, sin hacer tantas reflexiones y sin abrumar a los demás a fuerza de hablarles de nosotros mismos.

Se sigue trabajando por fundar un convento de inglesas con la regla de ustedes; será en Boloña, en Picardía. Me parece que, desde hace algunos días, el asunto ha tomado mejor orientación que hasta ahora.

Hace ocho días tuvo un príncipe la señora duquesa; no se puede decir con qué alegría de los católicos.

Soy siempre todo suyo en Jesucristo.

La Colombière