CARTAS DE SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE(V)

4.-Cartas a la Reverenda Madre Francisca de Saumaise, Superiora de Paray (XX-XLIX)

CARTA XXVIII

Londres, 2 de diciembre de 1677

Le escribo, mi Reverenda Madre, para darle cuenta de mi dolor por lo que pasa en el sitio donde usted se encuentra. Ayer recibí cartas que me afligieron mucho, y si no esperara firmemente de la misericordia de Dios que cuidará de esas buenas Hijas me costaría mucho consolarme. ¡Qué desolación sería que, mientras Nuestro Señor bendice aquí nuestros trabajos, el enemigo de nuestra salvación destruyera en otra parte lo que tuve el consuelo de establecer allí por la misericordia de Dios!

Doy gracias a Nuestro Señor porque se digna aprobar, por su bondad infinita, el consuelo que recibo de sus cartas llenas de piedad. Necesito, según creo, de ese socorro, porque aquí, mi Reverenda Madre, no podré insistir demasiado, los peligros son infinitos y no hay socorro sino el que viene de Dios.

Tengo entre manos muchas buenas obras, todas las cuales se refieren a la conversión o la santificación de las almas; me siento con un celo mucho mayor por ayudar a las que quieren tender a la la perfección y para inspirar ese deseo a las que no lo tienen.

Hay en esta corte una viuda joven, de unos veintisiete o veintiocho años, que, entre la corrupción casi universal, ha conservado una reputación intacta, aunque su hermosura y su talento la hayan expuesto a las más fuertes tentaciones. Esta señora, que es de la primera nobleza, no deja nunca de venir a mis sermones y de derramar lágrimas a la vista de todo el mundo. Tiene deseos muy frecuentes de darse a Dios y aun de dejado todo; pero es rica, tiene mucho brillo y no puede resolverse todavía a renunciar a la vanidad. Tiene un natural admirable; yo la exhorto vivamente, ella me escucha con gusto; pero no veo que adelante; admira la virtud, pero no tiene fuerza para abrazarla. Yo no voy nunca a verla sino con gran repugnancia; voy, sin embargo, porque he sentido lo mismo respecto a otras personas a quienes Dios atrajo por fin enteramente. No deseo saber en esto lo que Nuestro Señor quiere de mí. Estoy muy contento de trabajar en la incertidumbre en que estoy. Sólo temo perder un tiempo que podría emplear en otra cosa. Si esta señora hiciera algo por Dios sería un gran ejemplo, porque seguramente no hay mujer alguna en toda esta corte que pueda comparársele por sus hermosas cualidades de cuerpo y de espíritu.

Ruegue usted un poco a Dios por esto. Yo no la olvidaré a usted nunca y trataré de tener un recuerdo más particular de su comunidad durante su tiempo de retiro. Espero que Dios me hará la gracia de comenzar el mío pasado mañana, porque tengo gran necesidad.

La Colombière

CARTA XXIX

Londres, fin de diciembre de 1677

Mi Reverenda Madre:

Sólo le escribo una palabra para tener un momento de consuelo con usted y participarle la muerte del principito, que Dios nos había dado. Esto ha afligido mucho a todos los católicos, pero sobre todo al señor duque, su padre, y a la señora duquesa, su madre, que, sin embargo, han recibido esta aflición del modo más cristiano.

Veo todos los días nuevos y grandes efectos de la gracia de Dios en las almas; siento, sin embargo, que mi poca virtud es causa de que sus progresos sean lentos y que no lleguen tan lejos como llegarían si estuvieran bajo la dirección de un hombre más desprendido. Hoy he recibido la abjuración de una señorita que antes había estado muy obstinada: ruegue a Dios por ella. Hace apenas ocho días tuve otra. Pero lo que más me conmueve es ver las maravillas que hace Dios en ciertas almas, respecto a la perfección. Alabe usted a Dios, se lo ruego, porque ciertamente hay gran motivo; es en todas partes admirable. Podría escribir un libro sobre las misericordias de que me ha hecho testigo desde que estoy aquí.

Todo suyo en Jesucristo.

La Colombière

CARTA XXX

Londres, 10 de febrero de 1678

Mi Reverenda Madre:

No puedo dejar de saludarla al dirigirle estas cartas. Celebramos pasado mañana la Presentación, un poco mejor que el año pasado, si así lo quiere Nuestro Señor. Tenemos indulgencia plenaria en nuestra capilla y espero que varias personas la ganarán. Me han dejado, por una providencia muy particular, una vida de la Madre de Chantal (santa Juana Fr., la Fundadora de las Salesas). Me ha edificado tanto que no se lo puedo expresar. Se la hice ya leer a dos personas que han quedado encantadas y han sacado un provecho incomparable. Espero todavía mayor fruto, porque pretendo servirme de esa obra en varias ocasiones. Tengo también las Cartas de san Francisco de Sales y pronto tendré su Vida. Espero hacer mucho bien por los libros y por la intercesión de ese gran santo.

Dios me dio hace poco un gran consuelo, con la conducta de una viuda de alto rango, que no es aquella de quien le hablé. Por una providencia muy particular, me encontré comprometido a dirigirla por los caminos de Dios. Yo me quejaba de la lentitud de la otra; ésta no me ha costado nada; todo se hizo en la primera conversación. ¡Alabado sea Dios eternamente!

La Colombière

CARTA XXXI

Londres, febrero de 1678

Mi Reverenda Madre:

No sin razón me dice usted que nuestra querida Hermana Alacoque ha sido confirmada acerca de lo que contenía el primer articulo del billete que me entregó usted a mi partida (v. Carta XXIII). Necesitaba ese aviso justamente en el tiempo en que usted me escribió. Creo que se refería a la persona eclesiástica que me hacía sufrir, a causa de lo que yo dijera a las almas para atraerlas a Dios. Era la única cosa cuyo efecto no había visto hasta ahora. Pero en fin, ello sucedió al tratarse de la persona que le dije se había dado a Dios sin que me costara nada (Carta XXX). Lo recordé, gracias a Dios, muy a tiempo en la primera ocasión. Me sirvió mucho para darme constancia, porque estuve tentado de abandonarlo todo por temor de poder escandalizar y alterar la caridad.

La Colombière

CARTA XXXII

Londres, febrero de 1678

Mi Reverenda Madre:

Me regocijo de las gracias que Nuestro Señor continúa haciendo a aquélla, cuyo nombre ha borrado usted en su carta (santa Margarita María, v. Carta XXVIII), y me regocijo también de la parte que ha tenido usted; esos son verdaderos favores: sufrir por la justicia y por la gloria de nuestro buen Maestro. ¡Oh! ¡qué cruces tan excelentes y qué buen gusto deben tener para las almas a quienes ha llenado Dios de su amor! Confieso que sería para mí una dulzura muy grande poder hablarles a usted y a esa buena Hermana. Pero que se cumpla en mí la voluntad de Dios en todo. No creo que haya nadie en el mundo que esté más incierto que yo, en cuanto a lo que le ha de suceder; espero en esto con tranquilidad la voluntad de nuestro gran Maestro. Le doy mil gracias por el cuidado que tiene de sus queridas hijas. Las dos hermanas (v. Carta XXVII), me han consolado mucho con sus últimas cartas; espero que estarán capacitadas para sostenerse, con la gracia de Dios, antes que usted las deje.

Respondería con gusto a la de nuestra santa hermana Alacoque, que me ha edificado muchísimo, pero me siento incapaz de decirle algo; temo tanto interrumpir sus ocupaciones interiores, que no me puedo resolver a seguir en esto mi inclinación. La encuentro tan prudente y tan equilibrada, y además estoy persuadido de que Dios se comunica con ella de una manera muy particular, que habría presunción en querer darle algunos consejos.

Me habla de un segundo sacrificio que le pide Nuestro Señor y es el cuidado del cuerpo y de la salud; en cuanto a mí, creo que ese sacrificio es más perfecto que el de las oraciones, porque es muy humillante y muy a propósito para desprendernos de todo el apoyo que podemos tener en nosotros mismos. Si tuviera necesidad de ser exhortada a obedecer en esto a la voz de Dios, yo la exhortaría con todo mi corazón. No veo nada que pueda darle pena en esto; ella ama las humillaciones y la obscuridad; esa conducta contribuye mucho a ello. En todo caso, no aventura sino su propio interés, que debe contar en nada.

En cuanto a mi salud, que parece me recomienda usted tan a menudo, ciertamente no es buena; llega ya la cuaresma y, si esto continúa, temo que mis oyentes tengan pocos sermones. Tal vez sea mejor para ellos, porque yo pondré menos de lo mío. Por lo demás, la enfermedad no me da miedo, a Dios gracias; que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas.

Aquí no se habla ya sino de la guerra con Francia; pero no creo que por eso tenga que volver pronto. Después de comenzada esta carta, tuvimos fiesta de San Francisco de Sales. Hice lo que pude para celebrarla devotamente. La señora Duquesa me prometió ayer que pediría una indulgencia plenaria para el año próximo. Si así sucede, predicaré ese día y no olvidaré nada para hacer que los ingleses conozcan a ese gran santo.

La Colombière

CARTA XXXIII

Londres, marzo 1678

Mi Reverenda Madre:

No puedo seguir adelante sin darle noticias mías. Después de lo que le escribí la última vez, le extrañará saber que nunca me he sentido mejor ni he trabajado tanto, ni con tanto éxito y tan buenas esperanzas, por la misericordia de Nuestro Señor. Nuestro Dios, por su bondad, derrama bendiciones increíbles sobre los sermones más mediocres. No dudo de que después de Pascua he de ver en el camino que deseo a la señora de quien le di a usted quejas. Asiste a todos los sermones y en ellos nunca deja de derramar lágrimas. La última vez que le hablé en su casa lloró amargamente por la resistencia que ha hecho a Dios, asegurándome que no creía que Dios hubiera convencido a nadie más plenamente de la vanidad del mundo y de la obligación que tenemos de ser del todo suyos. Seguramente es un alma muy hermosa, que junto con todas las cualidades de cuerpo, de espíritu y de fortuna puede, con su ejemplo, ser útil a toda clase de personas.

En cuanto a la otra persona que Dios me envió después, está, por su bondad infinita, en el gran camino de la perfección y sigue en él como debe. Dios le dio primero consuelos, que no se pueden expresar; le ha hecho dar en poco tiempo todos los pasos necesarios para desprenderse de todas las cosas y para dejar la esperanza de acercarse a cualquiera de ellas. Pero hoy tiene penas horribles; nunca he visto otras semejantes. El demonio hace lo posible para hacerle perder el valor, pero Nuestro Señor la sostiene admirablemente. Alabado sea eternamente. No le hablo sino de estas dos, porque son las que más me ocupan al presente. Hay otras que están más firmes y que me dan menos trabajo, aunque no menos consuelo. Observo que todas tienen buen espíritu y buen juicio. Le conjuro por el nombre de Jesucristo, que ha unido los corazones más separados por la distancia, que tenga usted un poco de interés por la santificación de estas almas y le bendiga mil veces por las gracias que les hace y las que yo recibo todos los días por causa de ellas.

No tengo inquietud por aquellas que le entregué, porque sé que Dios las protege y que usted no las descuida. ¡Oh cómo me alegro cuando pienso que se ama a Dios de un extremo del mundo al otro y que en todas partes hay verdaderos siervos y siervas fieles!

Deseo a sus hijas, tanto a las religiosas como a las otras, tanta paz y alegría espiritual, perseverancia y aumento en el amor de Dios como me deseo a mí mismo. Siempre las tengo en mi espíritu para encomendarlas a nuestro Padre común. Espero que Él las amará siempre.

Me encomiendo en sus oraciones y en las de toda la santa comunidad.

La Colombière

CARTA XXXIV

Londres, 30 de abril de 1678

Mi Reverenda Madre:

Le doy las gracias muy humildemente por la carta de nuestra hermana Alacoque. Yo le daré respuesta y si usted lo juzga a propósito se la entregará; si no, haga usted lo que le parezca. Estoy muy edificado por todo lo que me escribe y me confirmo tan fuertemente en la fe de las cosas que Nuestro Señor le descubre, sea del pasado, sea del porvenir, que pienso que no hay mérito en creer.

(Extracto)

CARTA XXXV

Londres, 6 de mayo de 1678

Reverenda Madre:

Recibo con todo el dolor y, al mismo tiempo, con toda la sumisión que me es posible; la noticia de su partida de Paray (va a Dijon). Estoy seguro de que, en cualquiera parte donde plegue a Nuestro Señor enviarla, trabajará usted por su gloria y de que su voluntad se cumplirá en usted. He aquí lo que debe consolarnos de todo. Podrá suceder que se acerque usted a París y así pueda haber noticias suyas más fácilmente.

Por interés de sus queridas hijas, a quienes su presencia era tan provechosa, las entrego en manos de Aquél a quien pertenecen, y que tiene mil caminos para procurarles los socorros que hasta ahora les ha dado por medio del celo de usted. Le doy mil gracias por la bondad que ha tenido con ellas y por las buenas noticias que me da.

Soy enteramente de su opinión, respecto a la más joven de las dos hermanas; es preciso que se quede como está, hasta que Nuestro Señor nos dé otras luces.

Tomo más parte de lo que puedo decirle en el favor extraordinario que ha recibido usted de Nuestro Señor; le doy las gracias de lo más profundo del alma como si me lo hubiera concedido a mí mismo; ya he dicho algunas misas en acción de gracias y hoy la diré también por esa intención. La felicito también por la cruz que Dios quiso enviarle; espero que será para usted una fuente de bendiciones.

Supe la muerte del Sr. N. pero no sabía aún el retiro de su Señora. Ruego a Nuestro Señor que le haga sacar gran fruto de los buenos ejemplos que verá en su casa.

La Cuaresma no me debilitó, aunque ciertamente he trabajado mucho.

Creo que sin el billete de la Hermana Alacoque no habría podido soportar nunca las penas que sufrí, y que nunca me atacaron con más violencia que cuando estaba urgido y como abrumado de trabajo.

¡Alabado sea Dios eternamente! Ahora me parece que cosecho, en lo cual casi no hay menos trabajo que en sembrar, tanto a causa del gran numero de personas a quienes hay que hablar y escribir, como a causa de los disgustos que nos hace padecer el enemigo de nuestra salvación.

Se necesita una gracia de Dios muy grande para sufrir con paciencia sus persecuciones y las nuevas turbaciones que no cesa de suscitar en las almas que Dios quiere atraer a sí. Anoche estuve otra vez durante tres largas horas con la señora de quien le escribí. Es extraño que el demonio se sirva para detenerla de un falso respeto, que le han inspirado por el cuerpo de Jesucristo, lo que le da tal alejamiento de la comunión que es la única cosa que teme en una vida devota; de suerte; que habiéndole hecho prometer que recibiría el cuerpo de Jesucristo cada quince días por lo menos, durante tres meses, me manifestó tan gran pena que me dio compasión, hasta decirme que todo lo que exigiera de ella, o pudiera exigir, no era nada en comparación, y que le atravesaba el corazón al pedirle eso. Sin embargo, me mantuve firme y me lo prometió. Mucho la encomiendo en sus oraciones. No sé de qué depende que no sea toda de Dios; está detenida por ilusiones, porque es una maravilla la admirable disposición en que está respecto a las cosas de la tierra. Me parece que siento el temor que tiene el demonio de su conversión completa. Ya sólo él se opone, pues casi nada encuentro en ella que resista.

Me ha convertido usted completamente en materia de salud; me ha inspirado el deseo de conservarla para servicio del prójimo. Veo que la necesito mucho para el oficio que Dios quiere que desempeñe; pero trate usted también de cambiarme respecto al alma, sea con sus sermones, sea con sus oraciones; porque, como sabe usted, necesito más virtud aún, para conversar con toda clase de personas, como estoy obligado a hacerlo y con tan poco tiempo para recogerme. Tiene usted razón, Reverenda Madre, en envidiarme la ventaja que tengo en poder animar a otros a amar a Dios, pero también sabe que es necesario tener el corazón lleno de amor a fin de que se derrame sobre aquellos con quienes se habla, y que los pecados del hombre son grandes obstáculos para los designios de Dios, que quiere servirse de él. No quiere decir que no me estime muy feliz en ser llamado al empleo que tengo, pero temo con razón que mis faltas impidan más conversiones de las que mi celo pueda realizar. No dejaré de continuar con confianza a pesar de mis justos temores y las ligeras fatigas que van adjuntas a mi ministerio, porque hay más cruces interiores y exteriores de lo que parece. Desde el momento en que uno se siente movido por Dios para trabajar en la santificación de un alma, hasta que se la pone en cierto estado de consistencia, hay muchas penas que pasar. Es cierto que hay también grandes dulzuras, sobre todo al observar las vías de la gracia, sus operaciones, sus progresos en los corazones, las bondades de Dios, su paciencia, su ternura, su prudencia admirable, su poder y otras cien cosas que iluminan el alma de los que reflexionan en ello y la colman de alegría.

Ruego a Nuestro Señor que continúe colmándola de bendiciones y que le haga la gracia de que, al partir, deje usted su espíritu tan bien establecido en su monasterio, que permanezca en él hasta el fin de los siglos.

La Colombière

CARTA XXXVI

Londres, 9 de mayo de 1678

Mi Reverenda Madre:

Es cierto que me siento un poco mal del pulmón, en lo cual me creía yo inatacable. En este país se está muy expuesto a ello a causa del carbón de piedra que se usa, y que da un humo muy perjudicial. Lo que siento es poca cosa todavía, y creo que el estudio es lo que contribuye más que cualquiera otra cosa exterior. Como tengo que preparar nuevos sermones para el año próximo, me ha venido la idea de que será tal vez mejor preparar en resumen lo que tengo que decir, sin querer escribirlo todo con la máxima exactitud. Así estaré mejor de salud y tendré más tiempo para ayudar a las almas, cuya dirección quiera Dios confiarme, y tal vez Nuestro Señor derramará más bendiciones sobre esos sermones en que tenga menos parte la elocuencia humana.

La señora Duquesa de York me ruega que le proporcione un cordón de san Francisco de Sales; he escrito a París para obtenerlo.

La pretendiente de quien le hablé tiene una admirable constancia y, a pesar de todas las tentaciones que la atormentan, parte con la firme resolución de morir religiosa, aunque tuviera que sufrir las mismas penas hasta la muerte. Tiene veinte años, no tiene madre, la que tuvo era una santa cuyo más vivo deseo era ver a su hija religiosa. Creo que le obtendrá esa gracia desde el cielo.

No podré expresarle mi agradecimiento por todos los bienes que Dios me ha concedido por medio de usted. Desea usted, mi queridísima Madre, que yo la exhorte a aprovechar, mejor que yo, las gracias que recibe: tienen mucha relación con las mías; pero, me haría sufrir mucho si no respondiese usted a ellas mejor que yo. Cada día soy más infiel y me veo obligado a decir para mi confusión que Dios se sirve de mí para formar en la piedad a almas que dentro de poco tiempo me sobrepasarán en todo. Tengo gran necesidad de sus oraciones. Le recomiendo con instancia a los elegidos que Dios tiene en esta ciudad; ruegue usted para que mis indignidades no detengan los designios de su misericordia. Veo las más hermosas esperanzas, pero tiemblo continuamente, no sea que yo lo arruine todo con mis infidelidades. Tengo actualmente cinco personas que me vienen a ver para abjurar la herejía, dos de los cuales han sido religiosos, los otros son dos señoritas francesas y un joven inglés; pero hay otros que son católicos, buenos o malos, cuya perfecta conversión sería de la mayor importancia, y de la cual no desespero sino cuando veo que soy yo quien se mezcla en convertirlos. Le digo todo esto para animarla a redoblar sus oraciones si es posible y a continuarlas.

Espero que el paquete la encontrará todavía en Paray. No he podido contestar todavía a esas buenas hijas; las cartas que recibí me hacen esperar mucho de ellas. No sé lo que harán después que usted se vaya; pero Dios cuidará de ellas Las abandono a su Providencia y trato de abandonarme yo mismo; porque me parece que, además de la paz del alma y la dulzura de la vida, en ese abandono se encuentran todas las cosas. Sin ese socorro no podría vivir en el empleo que tengo; porque el cuidado de las almas produce mil inquietudes, a causa de la resistencia que oponen a la gracia o de la inconstancia del espíritu humano, del cual nada se puede uno prometer.

Hay que entregar necesariamente el éxito a Aquél que puede darlo completo a nuestras penas, según el saludable consejo que me envió una vez la hermana Alacoque. Recibí de ella tres o cuatro que han sido toda la felicidad de mi vida. Bendito sea Dios eternamente que se digna iluminarnos a nosotros pobres ciegos con las luces de las personas que comunican más íntimamente con El.

No puedo expresar a usted bastante mi gratitud por lo que le debo. Ruego a Dios que la recompense al céntuplo.

La Colombière