Cartas a Santa Margarita María Alacoque
CARTA L
Lyon, verano de 1680
Mi queridísima Hermana en el Corazón de Jesucristo.
Me he privado hasta hoy del consuelo que hubiera tenido en escribirle porque creí que Dios deseaba le hiciera ese pequeño sacrificio. Pero ¡ay!, vivo de una manera extraña, y siento que el pesar que tengo y mis quejas por ello, lejos de justificarme ante Dios, me hacen más culpable todavía. No sé qué es lo que me impide ser bueno y adelantar en los caminos de Dios; creo que el deseo que tengo no es bastante puro. Se suscitan en mi alma diversos deseos de emprender varias cosas para expiar mis pecados y para glorificar a nuestro amable Señor; pero, en el estado en que estoy respecto a mi salud, temo que sean sólo ilusiones, y que Nuestro Señor no me juzgue digno de hacer nada por su amor. Me parece que nada me sería difícil si conociera lo que Él pide de mí. Sin embargo, yo no trabajo sino en recobrar la salud como me lo han ordenado; pero tengo motivo para pensar que, con este pretexto, cometo muchas cobardías. Envejezco y estoy infinitamente lejos de la perfección de mi estado; no puedo llegar a ese olvido de mí mismo que debe darme entrada en el Corazón de Jesucristo del cual, por consiguiente, estoy muy lejos. Veo claramente que si Dios no tiene piedad de mi, moriré muy imperfecto. Sería para mí muy dulce si, después de tanto tiempo pasado en la religión, pudiera descubrir por fin algún medio de adquirir un completo olvido de mí. Pida para mí a nuestro buen Maestro que yo nunca haga nada contra su voluntad, y que en todo lo demás disponga de mí según su buen querer. Por favor, dele las gracias por el estado en que me ha puesto. La enfermedad era para mí una cosa absolutamente necesaria; sin ella, no sé lo que habría sido de mí. Estoy persuadido de que es una de las misericordias más grandes que ha usado Dios conmigo. Si la hubiese aprovechado bien me habría santificado.
En la última carta que recibí de usted me contaba una especie de visión en que el demonio la había representado llena de pecados, ninguno de los cuales, sin embargo, veía usted en particular, y me decía usted que temía fuera un efecto de ceguera e insensibilidad. Creo, más bien, que es Dios el que quiere que se entregue usted totalmente a su misericordia y no se mezcle en lo que le concierne. Porque creería hacer injuria a su inefable bondad, si pensara que la había dejado caer en el endurecimiento de corazón, Él, que tiene tanta ternura para con nosotros y tan gran deseo de nuestra salvación. Pudiera suceder que nuestras infidelidades hubieran merecido ese estado; pero no hay que juzgar de la conducta de tan buen Padre por el exceso de nuestras ingratitudes. Por malos que seamos, Él siempre será bueno con nosotros, mientras esperemos en Él.
Me han encargado aquí el cuidado de quince o dieciséis religiosos jóvenes, a quienes doy muy mal ejemplo; encomiéndelos un poco a Nuestro Señor. También me han rogado que le recomiende a uno que no está bajo mi dirección, y por el cual me reprocho no tener bastante celo. Siento mucho esto por el que me ha hecho esta petición. Hágame el favor de recordar a ambos delante de Dios.
Ofrezco a Nuestra Señora aquella persona que me recomendó usted cada vez que la recuerdo en la Misa; éste es casi el único ejercicio espiritual que hago; y lo cumplo muy mal.
Ruego a Nuestro Señor Jesucristo que la una cada vez más con su divino Corazón, que aumente y purifique en usted el deseo que le ha inspirado de su cruz y sus preciosas abyecciones. En Él y sólo por Él, soy todo suyo.
La Colombière
CARTA LI
Lyon, otoño de 1680
Mi queridísima Hermana en el Amor y en el Corazón de Jesucristo:
Es muy claro que el espíritu que la turba y que trata de hacerla caer en la desconfianza, persuadiéndola de que está usted engañada y que no debe pretender amar a Dios, sea en este mundo, sea en el otro, es muy claro, digo, que ese espíritu es un desgraciado espíritu y del número de aquellos que conocen a Dios sin amarlo y aun sin poderlo amar. Nuestro buen Maestro ha permitido que la ataque a usted con artificios sumamente groseros, a fin de que yo pueda descubrirlos, aunque soy tan ignorante. Me regocijo y alabo a Dios con todo mi corazón, porque todo recae sobre ese impostor, y porque usted queda purificada por todos los esfuerzos que él hace para separarla de su Todo. No, una vez más, no está usted engañada en ninguna manera; no hay ilusión en los favores que recibe de la misericordia del Señor. No tengo ningún motivo para sospechar disimulo o hipocresía, y aunque haya lugar de asombrarse de que el Soberano Dueño se abaje hasta criaturas tan viles e imperfectas, sería una blasfemia pensar que su bondad no pueda llegar hasta allí, y que sea capaz de ser sobrepasada por nuestras infidelidades.
Comprendo todo el mal que no puede usted decirme de sí misma, más de lo que usted piensa; me parece que leo en su conciencia y que descubro allí sus ingratitudes para con su soberano Bienhechor. Pero todo ello no puede darme ninguna desconfianza acerca de su estado; por el contrario, ello me persuade, más aún, de las misericordias de Dios para con usted, porque es digno de esa Bondad Infinita comunicarse con profusión a las almas en las que nada le atrae sino sus mismas comunicaciones y el placer que tiene de hacer el bien. Y estoy tan seguro de lo que le digo, que me parece podría responder, si fuera necesario, con la misma salvación de mi alma; que debe usted caminar con confianza y no pensar sino en agradecer a Dios la conducta que sigue con usted. Nunca la he lisonjeado y ahora estoy más lejos que nunca de hacerlo, tanto más cuanto que jamás he mirado la bondad que Jesucristo le manifestaba como bienes que sean de usted, sino como efecto de su caridad sin limites, que se complace con los pecadores, que hace abundar su gracia donde más abundó el pecado, que llena los vasos menos preciosos, a fin de que ninguna criatura se glorifique en su presencia, y que no se atribuya al alma que lo recibe lo que Él pone en ella. No se preocupe por leer la Vida de Santa Teresa a causa del consejo que se le dio en otro tiempo, si por otra parte no se siente usted atraída a hacerlo.
Yo leo muy fácilmente sus cartas, y no tengo trabajo en comprenderlas. Cuando recibí la última, no estaba en estado de contestarla; hasta se creía que iba a morir en ese otoño. Ahora me parece que estoy mejor de lo que he estado desde que estuve enfermo; pero en cuanto al interior, en lo cual no dudo que tome usted tanta parte como me lo manifiesta, le daría gran compasión si lo viera. Siento muy grandes deseos de glorificar a nuestro gran Maestro; pero no sé cómo ejecutarlos; aun tengo motivos de temer que sean muy impuros esos deseos, que sean ganas de salir de la vida oscura y abyecta que llevo al presente más que un verdadero celo; porque, en el fondo, si yo desempeñara bien el modesto empleo que tengo, haría mayor bien que en ocupaciones más laboriosas y de mayor ruido. Desearía mucho volver en todo a la vida común, y sobre todo a una oración ordenada, porque me encuentro mejor de lo que he estado hace tiempo Pero, como he recaído tantas veces, temo no estar todavía suficientemente restablecido y que haya ilusión en querer seguir los ejercicios comunes. Lo que encuentro de bueno en el estado en que estoy es una gran abyección, sea interior, sea exterior; comprendo que es un tesoro inestimable; pero ruegue usted mucho a Nuestro Señor que me lo haga amar por su amor, y que después, si es para su gloria, lo aumente cada día más y lo lleve hasta el colmo, sin tener consideración con mis repugnancias ni con mi indignidad.
La Colombière