II
PERFIL ESPIRITUAL
c) La obediencia
En el voto de guardar las reglas que hace en su Retiro de mes, si bien puntualiza detenidamente los compromisos que adquiere respecto a diversas reglas o costumbres religiosas, cuando se trata de la virtud central de la obediencia solamente dice: «En cuanto a la obediencia, ya he hecho voto de practicarla según nuestras Reglas» (Retiro 1674, B,2-14). Este voto es el voto religioso que tiene perpetuo desde el noviciado, y que pronto convertirá en voto solemne por su profesión. No le parece pues que necesita especificar nada, porque ya lo tiene hecho, y es según las reglas y constituciones de la Compañía, que lo extienden, si no en cuanto voto estricto, sí al menos en cuanto virtud buscada, a todas las cosas de la vida mientras no haya pecado y sean conformes a las reglas. Convendrá únicamente recordar que el voto religioso de obediencia obliga por sí mismo en los casos en que el superior apela expresamente a él, mandando algo en virtud de ese voto, o como suele decirse, «en virtud de santa bediencia». Pero si bien esto sucede pocas veces, y quizás nunca en la vida, sin embargo propiamente el voto de obediencia introduce al religioso en la Orden como miembro de ella, y así queda dispuesto a la obediencia en todas las cosas. Por eso no necesita el Santo especificar en qué cosas obedecerá, pues son todas: la casa, el oficio, el trabajo, la tarea diaria, la salud y enfermedad…; todo queda de algún modo en el área de la obediencia aunque, naturalmente, no siempre del mismo modo.
En sus cartas recomienda con frecuencia a las religiosas la obediencia. Pero recogeremos aquí algo que hace alusión a su obediencia como eje de su vida. En dos cartas particularmente, la CIV y la CV, toca este tema con especial atención. En la primera recuerda a la religiosa Ursulina (probablemente la misma en ambos casos), que la obediencia se hace por Jesucristo y como a Jesucristo. ¿Qué es lo que nos santifica? «Créame, querida Hermana: no son el retiro y las largas conversaciones con Dios las que hacen los santos. Es el sacrificio de nuestra propia voluntad, aun en las cosas más santas, y una adhesión inseparable a la voluntad de Dios, que se nos declara por medio de nuestros propios superiores» (CIV).
La religiosa parece haber objetado que sería feliz obedeciendo si supiera que su superiora (había dificultarles en aquel monasterio) le trataba así por consejo del P. La Colombière, como director suyo. A lo que el santo responde con una clara doctrina tradicional sobre la obediencia: «Ay, mi querida Hermana. ¿Haría usted más por mí que por Jesucristo, que la gobierna por medio de su superiora? Yo no he aconsejado a su superiora que le mande lo que le manda; pero a usted le he aconsejado, y le aconsejo de nuevo, que obedezca. Yo no respondo de que ella haga bien aplicándola a lo que le repugna; pero respondo con gusto de todo lo que haga usted siguiendo sus órdenes, que seguramente serán las órdenes de Dios, cualquiera que sea el motivo que le obliga a dárselas» (XCIV). La doctrina es clara: el superior puede equivocarse, y se equivocará más de una vez, cuando manda, si miramos a lo que objetivamente hubiese sido más apropiado mandar. Nada garantiza que el mando haya de acertar siempre, aunque se pueda pensar que la Providencia asiste de algún modo al que manda en su nombre (sin embargo la historia hace ver cuántas veces se han equivocado los superiores religiosos también, y no sólo eso sino que han podido tener y han tenido a veces mala voluntad). Pero el que obedece hace bien en obedecer a lo mandado, y agrada a Dios, exceptuado el caso en que el superior manda algo que es pecado hacer (pues entonces no manda en nombre de Dios), o manda algo contrario a las Reglas (pues entonces no tiene autoridad para mandarlo). Doctrina difícil, pero que da su precio religioso a la obediencia, si se hace por el reino de los cielos.
En la otra carta, el Santo manifiesta su propia conducta en la obediencia a lo largo de su vida. Aconseja así a la Directora del pensionado de las Ursulinas: «Antes de hacer nada, querida Hermana asegúrese de que hace lo que Dios quiere. Hágase dependiente de otro desde la mañana hasta la noche… El demonio nunca ha engañado ni engañará a un alma verdaderamente obediente». Y pasa a descubrir su propia conducta en la obediencia: «En cuanto a mí, hago tan grande caso de esta virtud que todas las demás no me parecen nada si ella no las conduce. Reconozco que el empeño que he tenido en practicarla ha sido la felicidad de mi vida, que le debo todas las gracias recibidas de Dios, y que mejor quisiera renunciar a toda clase de mortificaciones, de oraciones y de buenas obras, que apartarme en un solo punto, no sólo de los mandatos, sino aun de la voluntad de aquellos que me gobiernan, por poco que pueda entrever esa voluntad» (CV).
Tales palabras son de un hijo de san Ignacio de Loyola, sin duda. Solamente podríamos matizar que, ciertamente, la verdadera obediencia no debe impedir el desarrollo de la propia iniciativa y actividad personal, por lo cual hay que tener cuidado de no convertir la obediencia en una evasión de la propia responsabilidad. Pero evitado este peligro, no cabe duda de que la doctrina de los mejores maestros de la vida espiritual está completamente de acuerdo con el consejo y la práctica, en algunos casos heroica, de esta virtud, como el Santo la vivió.
d) El voto de guardar las Reglas
Es claro que entre las virtudes en que San Claudio de la Colombière destacó sobresale la fidelidad a las Reglas de su Instituto religioso. Y es un ejemplo memorable de ello especialmente por el Voto de guardar las Reglas, que estudió detenidamente y realizó durante el mes de ejercicios de 1674.
Al llegar en los ejercicios al instante cimero de la elección, que es el corazón de la praxis de los ejercicios de san Ignacio, la realización del Voto queda anotada con estas palabras: «Ha sido en esta situación (resolución de santidad, tras una falta de humildad interior) cuando, sintiéndome extraordinariamente instado a cumplir el proyecto de vida que desde hace tres o cuatro años medito, con el consentimiento de mi Director, me he entregado enteramente a Vos, oh Dios mío» (II,B,1). Fue una entrega sin reserva, como él deseaba.
Dice que lo había meditado largamente, durante tres o cuatro años antes. Es así cómo, ya en su vida de profesor en el Colegio de Lyon, surgía en su alma por divina inspiración el proyecto que ahora tomaba forma. Y señala que hace tal entrega en la misma edad en que Jesús nos redimió, y así se entregó por él. Su intención, ya antes de conocer las revelaciones de Paray, es con este voto «reparar el daño que hasta este punto no he dejado de haceros al ofenderos» (ib.). Esta reparación, tras la revelación de Paray, se tornará reparación al amor.
El Voto comprende todas sus Reglas, sin excepción. Enumera las obligaciones que contrae, una por una, en cuanto a las Reglas del Sumario de las Constituciones (que son las que más propiamente forman su Regla de vida), las llamadas Comunes (porque afectan a todos los miembros de la Compañía por igual), y las de la modestia, escritas por san Ignacio, y las propias de los sacerdotes como tales. No es necesario que nos detengamos a tratar de cada una. Mirando el conjunto de obligaciones que contrae, se comprende que haya escrito en su retiro de Londres de 1677: «Es del todo evidente que, sin una particular protección, sería casi imposible guardar este voto. Lo he renovado con todo mi corazón, y espero que Nuestro Señor no permitirá que jamás lo viole» (Retiro 1677, 6). Tales palabras son un elocuente testimonio de su propia conciencia ante Dios de que no lo ha violado hasta entonces, en aquellos tres años de intensa actividad. Bien podemos pensar que no lo violó en los cinco restantes, particularmente habiendo pasado los tres últimos en el retiro de su enfermedad hasta su muerte. ¿No basta esto para atestiguar la plena santidad de este hombre en la Iglesia de Dios? Es ella la que aprueba estas reglas como un camino de santidad para los miembros de la Compañía, mientras están en vigor. Y el voto de obediencia se hace siempre, y la Iglesia hoy de nuevo lo ha señalado enérgicamente declarando necesaria la condición para la validez de la fórmula de los votos, de modo que la obediencia se prometa según las Constituciones o Reglas de vida propia de cada Instituto.
Al leer las condiciones y motivos del Voto, que ofrece a su Director para que lo examine y apruebe o rechace (II,B,5-6), comprende uno bien la alteza de espíritu de este hombre y que una moción divina le guiaba. Busca la libertad de espíritu en las ataduras que quiere. Se siente desprender de todo por esta resolución. Le parece «que va a entrar al hacerlo en el reino de la libertad y de la paz».
Puede acaso parecer a alguno hoy que es más conforme a la libertad de los hijos de Dios actuar por amor que por obligación. Pero es que en este caso, como en los mismos votos religiosos, la obligación se contrae libremente por amor. Es el amor el que resplandece, no el temor. Nada de escrúpulo ni mezquindades. Es un espíritu equilibrado y reflexivo el que lo hace. Sabe, por eso, medir con precisión las obligaciones que quiere aceptar, dejar un resguardo para el caso de que le llegue a producir turbación o ansiedad. Pero aquel hombre mantendrá su voto hasta el fin: «terminará sólo con mi vida». El ascético Gandhi ha escrito: «El voto estabiliza la voluntad, la conforma a la inmutabilidad divina».
Dios le dio en aquellos mismos ejercicios una señal de su agrado sobre el voto. Pues al leer en la vida de san Juan Berchmans el memorable ejemplo de lo mismo, aunque sin voto, testimoniado por el santo joven en su lecho de muerte, tuvo un intenso dolor de su vida pasada. Lloró por sus faltas anteriores. Se decidió a guardar su voto con entera fidelidad (II,C,5). No sabemos qué día hizo el voto exactamente, pero fue en la mitad de la segunda semana, como hemos anotado (II,B,l). Pudo ser en la repetición de las tres manetas de humildad, de la que habla como tiempo del voto, hacia mediados de octubre de 1674.
La austeridad con que lo vivió fue la que le hizo no permitir encender fuego en su habitación del palacio de Saint James, en el durísimo invierno londinense de 1677 (se heló el Támesis, y sobre el río helado se asaba carne), y la que hizo que no se asomase nunca a la ventana para ver el espectáculo grato del ir y venir de las gentes, ni pasear nunca por la curiosidad de conocer Londres. En la hora de su muerte, ya próximo a ella, consultará a la M. Saumaise, su confidente de espíritu más de una vez, sobre su parecer en cuanto a manifestar a los superiores las ventajas de Vienne sobre Lyon para su enfermedad por el clima: «a fin de descargar mi conciencia, y no morir con escrúpulo de haber quebrantado la regla», que le manda dar cuenta al superior de lo que hace falta para su salud, modestamente expuesto (Carta XLIX).
Podemos resumir el aprecio que tuvo de las Reglas y el modo como las vivió si recorremos su correspondencia, diciendo que en toda ella como en un espejo aparece el modo religioso que tenía en todas las cosas. Su concepto de la vida religiosa era plenario. Y contra aquellos que piensan que la regla escrita es una atadura de la actividad, y que hay que buscar sin ellas una libertad de acción que les lleva a extremos tantas veces inauditos, se puede recordar que el hombre que brilla por este voto no es un apocado o un hombre retirado en un rincón mientras ha tenido fuerzas. Sus sermones han quedado como una de las más hermosas colecciones de elocuencia religiosa de Francia, en el mismo tiempo de Bossuet y de Bourdaloue. Su actividad apostólica se ha desarrollado en una corte real, la de Inglaterra, y en un país sacudido por las tormentas de la persecución religiosa, de la cual él mismo ha sido víctima.
Es un hombre lleno de cualidades humanas, entregado a Dios sin reservas, y que al ser desterrado de Inglaterra, piensa y sueña en «volver al país de las cruces» (Carta XLIII), tiene nostalgia de la persecución y de la prueba en medio de su enfermedad, que es el sello de su confesión de la fe. Es un mártir, que no ha podido dar el testimonio directo de su sangre, pero ha dado el de su palabra incansable; el de la cárcel, el del perdón. Ha dado el testimonio de una vida agotada por sus trabajos, su firmeza y sus sufrimientos. No es un niño ignorante, sino un atleta verdadero de Jesucristo.
Este es el hombre que, desde el Londres de las nieblas y la nieve, de las persecuciones y la tormenta, escribe en 1677, en plena actividad apostólica: «La perfecta observancia de las reglas es una fuente de bendiciones. De mí sé decirle que mis reglas son mi tesoro, y que encuentro tantos bienes encerrados en ellas, que aun cuando estuviese enteramente solo en una isla en el extremo del mundo (o sea, desprovisto de todo lo demás) nada me haría falta ni desearía otro socorro, con tal de que Dios me concediera la gracia de observarlas bien. ¡Oh santas Reglas, Bienaventurada el alma que ha sabido poneros en su corazón y conocer cuán provechosas sois!» (Carta CVII).