I
El autor y sus escritos
d) De Paray a Londres
Carlos II de Inglaterra, que era católico de corazón pero no se atrevía a serlo francamente, no tenía herederos directos. Tocaba heredar el trono a su hermano Jaime, que era verdadero católico en sus sentimientos y conducta. Murió su primera mujer, Ana Hyde, de la cual tuvo ocho hijos; de ellos sobrevivieron dos: Mary, futura esposa de Guillermo de Orange, usurpador del trono de los Estuardos con el nombre de Guillermo II, y Ana, futura reina de Inglaterra. Jaime, Duque de York, contrajo segundo matrimonio, muerta Ana. La elegida, contra su voluntad en principio, pues siendo muy piadosa se sentía inclinada a otra vida, fue la casi niña María Beatriz de Este, hija del Duque de Módena. Luis XIV y Carlos II intervinieron con cartas ante el Papa, Clemente X, quien llegó a escribir personalmente a la joven pidiéndole en nombre de la Iglesia el sacrificio de sus ideales. La pobre joven se sometió a la gran renuncia y obedeció. Convertida en Duquesa de York, esposa del heredero de Inglaterra (aunque apartado de la corona por su religión católica, prohibida al rey por el Acta del Test), tenía derecho estipulado a tener una capilla en palacio y un capellán católico, desde su matrimonio en 1673. Lo fue en primer lugar el jesuita P. Saint Germain, que suplió de este modo la acción desarrollada primero por el P. Patouillet como predicador autorizado en la Embajada de Portugal. Pero a finales de 1675 fue falsamente acusado por un traidor de haberle querido obligar por la fuerza a abjurar del protestantismo. A pesar de lo absurdo de la acusación, abandonó Inglaterra, y hubo de buscársele un sustituto. Se pensó de nuevo en el P. Patouillet, pero algunas circunstancias presentadas hicieron desistir de esta idea. La elección recayó ahora sobre el P. La Colombière, por parte del P. La Chaize, el confesor de Luis XIV, que le conocía a fondo del tiempo del Colegio de Lyon y de su tiempo de Provincial. Y fue destinado.
Arreglados sus asuntos de Paray, el P. La Colombière se puso en camino para París y de allí a Londres. La despedida en el convento de la Visitación debió ser resignada, pero llena de emoción sagrada. Se despedía, sin saber si las volvería a ver, tanto de santa Margarita María como de su Superiora, la M. de Saumaise, que había puesto su confianza en él espiritualmente, y con la que se sentía muy identificado (Carta XXXVI). En la despedida la santa entregó a la Superiora, para que lo transmitiese al Padre, un «Memorial» breve, de tres puntos. En dicho escrito se contenían algunos consejos y prevenciones para el Santo, de parte del Señor. Este tesoro se convirtió en un foco de luz para el Santo, que iluminó sus difíciles años de Londres, y le acompañó hasta su muerte. (Véase el Memorial en «Aviso previo», en el Retiro de Londres; y sobre su efecto, la nota 8 de la carta XXI). Se despidió también de otras personas, que sintieron mucho su partida, y el 5 de octubre salía para Calais, llegando a Londres el día 13. (Carta LIV).
e) En el palacio de S. James
El P. La Colombière habitó en Londres en el palacio de Saint James, residencia del Duque de York. Quedaba enfrente del Palacio real, separado por un parque, y sobre el río Támesis lleno de movimiento y vida. El P. La Colombière hizo propósito, conforme a su voto de austeridad, y lo cumplió con tal rigor que nunca se acercó a la ventana para mirar. Ni siguiera salió a visitar la ciudad. En lo que toca al clima, le correspondió un invierno frigidísimo, con nevadas que impedían andar por las calles. El Támesis se heló, y soportaba a los paseantes que hasta encendían fuego sin que se derritiese el hielo. El santo no permitió encender fuego en su propia habitación.
La predicación del Santo convirtió la capilla del Palacio en un lugar de consuelo para los católicos ingleses. Aunque era pequeña (cabían unas ciento cincuenta personas) era la única en que no se impedía entrar a los ingleses. Allí desarrolló una intensa labor de predicación el Santo. No pretendemos hablar de sus sermones, llenos de unción, correspondientes a las diversas épocas y fiestas del año. Sobre su valor literario y oratorio religioso, bastará decir que de ellos se hicieron en Francia durante el siglo XVIII repetidas ediciones, preparadas después de su muerte con sus escritos. De los seis grandes volúmenes, que Charrier dedica a la obra del Santo, cuatro son de sus sermones. La primera edición de ellos se publicó ya a los pocos meses de su muerte. Nos basta consignar aquí, como una muestra del valor extraordinario de su oratoria religiosa, que el Acto de confianza tan admirable, que se puede leer al fin de los Retiros en este libro, está tomado de su sermón sobre el amor y la confianza en Dios. (Charrier, IV, 215: v. p. 167).
Desde aquel palacio, el fervor apostólico de La Colombière irradió vigorosamente en torno la fe, la esperanza y la caridad. En sus cartas aparecen repetidas veces casos de personas que venían a buscarle para tratar asuntos de espíritu, de vocación, de fe perdida o recobrada. (Cartas XXIII, XXVI, XXVIII, XXX, XXXV-XXXVIII). Hasta hay indicios de que pudo influir en el ánimo del mismo rey. Respecto a su trabajo de escritor, dan testimonio tanto el esmero con que se han conservado sus sermones, que escribía con gran cuidado (cfr. Carta XXXVI), como la notable correspondencia con diversas personas de Francia, a quienes atendía incesantemente. Si se lee su correspondencia conservada, que es una parte de la real (cf. Retiro de Londres, n. 11, carta que no se conserva), se podrá ver que la mayoría de las cartas llevan como punto de partida Londres. Una incansable tarea, por otra parte siempre cumplida en Cristo y en su Espíritu. Así como en la copiosa correspondencia de santa Margarita María de Alacoque, conservada con cuidado, que son en total 142 cartas, mucho más amplias doctrinalmente que las del Santo, las 149 conservadas de éste muestran a un hombre lleno sólo de Dios. Si santa Margarita, religiosa de un convento de clausura, dedicada íntegramente a la vida interior, no escribía sino de asuntos espirituales y del Corazón de Jesús, el P. La Colombière, junto con los numerosos consejos de vida interior y dirección espiritual que llenan sus cartas, da, como hombre que vive en el apostolado activo; numerosos datos y referencias externas de su trabajo. Pero nunca elementos mundanos.
f) Enfermedad y cárcel
En febrero de 1678, año largo después de haber llegado a Londres, el Santo habla en sus cartas de una salud que «no es ciertamente buena», y empieza a crearle dificultades (carta XXXII). Tres meses más tarde, a pesar del cuidado puesto en trabajar algo menos para cuidar de su salud, como le advertía la misma santa desde Paray, siente los primeros síntomas de su pulmón enfermo (carta XXXIV, del 9 de mayo 1678). La terrible enfermedad de la tuberculosis, que ha de minar y arruinar su vida, ha comenzado su tarea, favorecida, sin duda, por su absoluta entrega al trabajo y austeridad.
El primer vómito de sangre se presentó el 24 de agosto. A fines de septiembre se presenta de nuevo la ruptura sangrienta pulmonar (cartas XL-XLI). Se piensa en que vuelva a Francia para reponerse, él vuelve a reanimarse momentáneamente. Y de pronto estalla la tragedia en Inglaterra.
El tristemente célebre Titus Oates, aprovechando el ambiente de las ambiciones y recelos de Londres, tramó su traición. Fingiéndose católico ferviente fue a Valladolid al Colegio de ingleses, que se preparaban al apostolado sacerdotal para su patria. Expulsado de allí al poco tiempo, pasó al Colegio de los jesuitas de Roma, y también acabó con la expulsión. Pero ya sabía lo bastante para sus planes. Esto sucedía en 1678, y en julio regresaba a Londres, con sus datos y sus planes. En agosto comenzó a trabajar en los planes de una conspiración fingida, que en frase del historiador Macaulay es «semejante a los sueños delirantes de un enfermo». Pero los ambiciosos aprovecharon la ocasión preparada largamente.
El 28 de septiembre eran detenidos varios jesuitas, entre ellos el Provincial de Inglaterra, arrancándolos de la misma Embajada de España. Pronto, a pesar del rey, que se reía de los fantásticos planes, los rumores llenaron Inglaterra. Una conspiración papista estaba en juego. Alguna carta poco prudente, pero antigua, del Secretario del Duque de York, Coleman, que luego murió valientemente, encendió el fuego popular. Y comenzó el terror. La locura se apoderó de muchos y aun de los mismos jueces. El rey quiso resistir y comenzó a comprender que era incapaz ahora. El «Popish Plot» (complot papista), inventado por Oates y apuntalado por los protestantes sectarios y los ambiciosos, había entrado en la historia, hasta que más tarde quedara patente su loca ficción.
El complot, como era obvio, afectó gravemente a La Colombière. Fue denunciado por resentimientos personales por un joven a quien había ayudado antes (Carta XII). La falsa denuncia, en aquel ambiente, prosperó un tiempo, y La Colombière fue arrestado en el mismo palacio de Saint James en la madrugada del 13-14 de noviembre. Dos días de cárcel con guardias de vista, como preso peligroso, y el 16 de noviembre fue trasladado a la cárcel de King’s Bench, tristemente célebre. El 18 siguiente compareció ante los comisarios de la Cámara de los Lores. Vieron fácilmente que era inocente de toda sospecha verdadera: las acusaciones eran ridículas. Pero el proceso siguió adelante. Se le acusaba de haber alentado varias vocaciones, de haber ayudado en sus dificultades a un muchacho de 16 años, de haber dicho que el rey era católico de corazón, que podía disolver el Parlamento (lo cual era pura verdad legal), que había ayudado a abjurar a algunos protestantes, que decía misa alguna vez fuera de palacio… Timbre de honor para un sacerdote de Cristo, que tales acusaciones le hicieran semejante a Jesucristo. Que cuidaba de unas religiosas católicas, ocultas en Londres: debían ser las hijas de la admirable Mary Ward. Un hombre con vómitos de sangre, que se va al campo a descansar unos días, y allí dice Misa. ¡Terrible conjuración! Pues la decía a sabiendas de todos en el palacio, y para eso había venido con autorización real.
El Parlamento, no atreviéndose a más, vista la falta de pruebas, pidió al rey que desterrase a La Colombière a Francia. Como Pilato de Jesús decía: No hallo culpa en este hombre, por tanto le castigaré…
La cárcel de King’s Bench, donde estuvo encerrado desde el 16 de noviembre hasta el 6 de diciembre, tenía los horrores de las cárceles inglesas de entonces, como todas las de la época. Aherrojado allí, con muy escasa comida, sin apenas agua, en el corrompido ambiente de aquella paja podrida, con compañeros demacrados y atacados muchas veces de la «fiebre del calabozo», pudo gustar, aunque sea brevemente, el cáliz de Jesucristo. Otros compañeros jesuitas llegaron más adelante con sus cruces, y acabaron en el martirio el desenlace de las fantasías de Oates y de su perversidad. Se había cumplido su visión profética. (Notas espirituales, a, n. 8).
Los lores, obtenido el destierro que pedían en la sesión del Consejo privado el 6 de diciembre, a la que el propio Rey asistió, sintieron compasión de aquel hombre tísico, sometido a graves hemoptisis, que habían empeorado en la cárcel con la humedad y frío, hambre y falta de toda asistencia (Carta XLII). Le permitieron reposar diez días en casa de Bradley y bajo su custodia. Allí pudo despedirse de sus amigos y de otros que tuvieron el último consuelo de saludarle. Finalmente en la segunda mitad de diciembre abandonó para siempre Inglaterra, con el corazón puesto en el que él mismo llamará «el país de las cruces» (Carta XLIII). A mediados de enero de 1979 se hallaba en París, y desde allí escribía el 16 a su Padre Provincial para solicitar órdenes suyas para su destino (Carta X).
g) Paray y Lyon de nuevo
Su destino fue Lyon, donde podría, con las fuerzas escasas que tenía (Carta X), realizar la labor de un Padre espiritual dirigiendo a los jóvenes estudiantes de la Compañía de Jesús (Carta L). Pero tuvo el gran consuelo, después de más de dos años de separación, de volver a ver a las personas que tan en el corazón llevaba. Pasó por Dijon, donde la M. de Saumaise, antigua superiora de santa Margarita María en Paray, vivía ahora en el monasterio de las Salesas, aunque no como superiora. Luego, alcanzó Paray-le-Monial. Allí visitó a santa Margarita María (Carta XLIII), y a las demás personas conocidas. Una de las hermanas Bisefranc, María, estaba ya en el noviciado de las Ursulinas. También estaba allí, aunque no duraría mucho tiempo, una inglesa a quien había dirigido a Francia, pero cuya vocación para Salesa, aconsejada por la santa de Paray, terminó al cabo de poco tiempo llevándola al monasterio de Salesas de Charolles, cerca de Paray (Carta XLV).
Después de diez días de estancia, de nuevo se puso en camino a Lyon, a donde llegó el 11 de marzo, agotado por el viaje. Arrojó de nuevo sangre (Carta XLIII). En el mes de abril, poco después de Pascua, que aquel año fue el 1 de abril, los superiores autorizaron a su hermano Humberto a llevarle a su casa de campo de S. Symphorien d’Ozon, su pueblo natal, para obtener una mejoría. Sometido a un régimen de salud cuidadoso, según la medicina entonces aconsejaba, logró experimentar alivio, por lo cual, habiendo regresado a Lyon después de mes y medio, volvió de nuevo a S. Symphorien en el verano (julio-agosto) para recuperar fuerzas y así poder resistir el curso escolar. En el campo decidió la vocación de la señorita de Lyonne (Cartas LIX- LXI).
En Lyon, en alternativas de salud, con esperanzas y retrocesos, mejorías y empeoramientos, pasará los años 1679-81, practicando el inmenso sacrificio de «no hacer nada», o casi nada (Carta XLIII). Sin embargo, de esta época es más de una tercera parte de la correspondencia conservada, y particularmente las dos cartas dirigidas a santa Margarita María. Las cartas a los jesuitas dirigidos por él dan testimonio de su labor callada y del efecto con que la recibían (Cartas XIV-XV).
Finalmente, en agosto de 1681, sus superiores viendo el declinar de su salud, y probablemente el peligro que podría traer a los jóvenes estudiantes un posible contagio, decidieron sacarle de Lyon. Efectivamente, el día de Pascua, en abril, había sufrido un nuevo vómito de sangre. Y la decisión fue enviarle a la Residencia de Paray, dándole aquel consuelo. Dios estaba de por medio en tal decisión. Era el lugar elegido por el Señor.
Vivió en Paray los últimos meses de su vida, aunque muy débilmente en sus fuerzas físicas. Una carta nos deja el autorretrato del enfermo en los meses finales de 1681 en Paray (Carta XCIX). No podía ni vestirse por sí mismo. Reducido a no salir de su habitación, aunque todavía podía decir Misa a intervalos. Era una ruina física, pero todavía con la esperanza, que un enfermo siempre conserva, de recuperar la salud, matizándolo como «un castigo del mal uso que hago de la enfermedad». Esta penúltima carta suya conserva también el último recuerdo de santa Margarita María: no se atreve ya a pedir por su salud, porque cada vez que lo hace, él empeora. Pero también ella conserva la esperanza, y ahora como de una cosa «de la que no dudaba».
Quizás era un aviso premonitorio del definitivo descanso de la gloria. El Santo expresa su porvenir con una frase que parece inspirada: «Veremos lo que Dios nos enviará con la primavera». Ésta para él sería eterna.
h) La muerte de un santo
En los meses de septiembre y octubre, todavía el Santo había podido salir algunas veces de casa, y en sus paseos ligeros y breves pudo visitar tanto a la santa como a la Hermana Rosalía de Lyonne, que había ya alcanzado el tesoro de las esposas de Jesucristo en el mismo monasterio de la santa. También, sin duda, hizo alguna visita a María de Bisefranc en las Ursulinas, y fue visitado por su dirigida Catalina, que le rodeaba con el afecto de quien tanto le debía (Cartas CXXXI-CXLVIII). La Hermana Rosalía se acordaba mucho después de la visita del Santo y de su última recomendación: «No hallará descanso sino en el amor de Dios».
En enero de 1682 los superiores, visto el peligroso estado del enfermo y siguiendo el consejo del médico, piensan en trasladarle a un clima mejor. ¿Será el de Lyon? ¿Sería mejor el de Vienne? El Santo piensa en ello y pide consejo, en esta última carta a las puertas de la muerte, a la M. Saumaise «por el escrúpulo de guardar la regla», conforme a su voto. Su regla dice, en efecto, que cada uno debe informar a sus superiores de lo necesario para su salud, aceptando después sus decisiones (Carta XLIX). El último consejo del Santo es impresionante. Después de haber deseado y trabajado tanto para hacerse santo, por fin ha comprendido: «Es imposible, si Dios no pone su mano en ello. Sólo a Él pertenece el santificarnos, y no es poco desear sinceramente que lo haga. No tenemos ni bastante luz ni bastante fuerza para hacerlo». Al fin está en el punto que Dios quiere: había dicho que trataba del negocio de la santidad «entre Vos y yo a solas». Ahora ya sabe que es cosa de Dios sólo. Su humildad es plena, está maduro para el cielo.
El doctor Billet, que le atiende en Paray, es hermano del socio del Provincial. Le ha escrito indicando su opinión de la necesidad de un clima apto para el enfermo, y la conveniencia o necesidad de su traslado. Es invierno. Habría que buscar un coche para el viaje, que sería en todo caso penoso. El Provincial manda un aviso a Floris La Colombière, hermano del Santo y arcediano de la Iglesia primacial de Vienne, para que vaya a buscar al enfermo y lo traslade, a Vienne al parecer. Debían partir el 29 de enero, fiesta de san Francisco de Sales, fundador de la Visitación, y a quien Claudio tenía muy particular afecto, como consta por sus cartas.
Santa Margarita María envió antes del día señalado un recado verbal al enfermo, sirviendo de intermediaria Catalina de Bisefranc: que si podía, sin faltar a la obediencia, no emprendiese el viaje. El Santo, por la misma intermediaria, de su entera confianza, hizo preguntar a la santa los motivos de su petición. La respuesta vino inmediatamente en una nota escrita de mano de la santa. Le decía así, simple pero elocuentemente: «Él me ha dicho que quiere aquí el sacrificio de vuestra vida». Todo ello nos consta por la declaración jurada de Catalina en el proceso de Beatificación de Margarita María.
Dios quería, pues, unir la memoria de los dos santos con Paray, como había unido antes sus corazones de hermano y hermana con el Suyo propio. El P. Superior de la Residencia, al saberlo, decidió que el viaje no se efectuase. Pasaron diez días, y no sabemos si intervino el Provincial ante el Superior, o más probablemente el hermano de Claudio, que estaba allí todavía, instó y logró la resolución del viaje, a pesar de todo. El hecho es que el día 9 de febrero, el Santo, acomodado lo mejor que se pudo, en el coche de su hermano y acompañado de éste, emprendió la ruta. Pero se cumplió el deseo del Señor.
Un violento acceso de fiebre impidió al enfermo proseguir el viaje. Hubo de volver a la Residencia, y el día 15 de febrero, con 41 años de edad justamente cumplidos el 2 de febrero, recién pasado, murió en un vómito de sangre, desangrándose así en manos del Señor, en el ahogo.
Catalina de Bisefranc supo la triste noticia. A la primera hora del día siguiente, apenas se abrió el Convento de la Visitación, corrió a dar a Margarita María, la noticia de la santa muerte del director espiritual de las dos. La santa ya la sabía por el mismo Señor. Sólo dijo: «Rezad y haced rezar por el descanso de su alma». Pero unas horas más tarde le escribió una nota: «Cesad de afligiros. Invocadlo, no temáis; es más poderoso que nunca para socorrernos». Y le pedía que reclamase la nota escrita que había enviado al Santo sobre su partida, el día 29 de enero. Catalina corrió al Colegio, pero el P. Bourguignet respondió firmemente: «Antes que deshacerme de este escrito entregaría todos los Archivos de esta Casa». Y para justificarlo leyó a la señorita el contenido de la nota, transcrito antes.
La entonces superiora de la santa, M. Greyfié, en su Memoire, narra que extrañándose con la santa de que no pidiera hacer sacrificios especiales por el alma del P. La Colombière, Margarita María le respondió: «Mi querida Madre, no tiene necesidad. Está en estado de pedir por nosotros, colocado muy alto en el cielo por la misericordia y bondad del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo. Únicamente, para satisfacer por alguna negligencia que le había quedado en el ejercicio del divino amor, se ha visto privada su alma de Dios desde que abandonó el cuerpo hasta el momento en que fue colocado en el sepulcro» (Gauthey, Vie et Oeuvres de S. M. M., I, 378).
Dios ha iniciado y casi concluido la glorificación externa de su servidor. El 8 de enero de 1880 León XIII introducía la causa de La Colombière en Roma. El 11 de agosto de 1901 el mismo León XIII proclamaba el Decreto de heroicidad de sus virtudes, culminando los procesos. Dios añadió por su misericordia los tres milagros requeridos para que el Venerable fuese proclamado Santo. Realizados aquéllos, Pio XI el 7 de junio de 1929, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, declaró completo el proceso de beatificación y aprobados los milagros, con el Decreto llamado de Tuto (= con seguridad): se puede proceder con seguridad a la Beatificación. Ésta se realizó en la acostumbrada ceremonia en la Basílica Vaticana el domingo 16 de junio de aquel año de 1929. Era el 254 aniversario de la Gran Revelación de santa Margarita María de Alacoque, el 16 de junio de 1675, en la cual el mismo Señor había encargado a Claudio de la Colombière su gran misión. Era verdaderamente reconocido por la Iglesia como el apóstol del Sagrado Corazón de Jesús. Ésta fue la misión que el Señor le había encargado con aquellas palabras:
«Dirígete a mi servidor el P. Claudio de la Colombière, y dile de mi parte que haga todo lo posible para establecer esta devoción, y dar este gusto a mi divino Corazón.»
El apostolado lo había hecho en vida. Pero, apenas coronada su vida con su muerte, iba a comenzar la fecundidad de su apostolado. Lo hemos de ver al señalar el perfil espiritual del Santo. En Paray-le-Monial un altar guarda, en la Iglesia de los jesuitas, los sagrados restos y huesos del Santo. Sobre la urna de cristal, en la que pueden verse ahora los huesos del apóstol del Sagrado Corazón, una admirable estatua yacente del mismo, de cobre dorado, estilizada y hierática, que hemos admirado con devoción, y ante la que pudimos ofrecer el santo sacrificio de la Misa. La capilla dirige la atención hacia el sagrario, al que sirve con su línea, en medio de la nave lateral y paralelamente, el altar del Santo. Sobre el sagrario, en el que atrae la mirada una cabeza de Jesús con sus manos llagadas y el Sagrado Corazón, en mosaico brillante, un gran fresco representando la célebre visión de santa Margarita María del 2 de julio de 1688, en la que la santa ve a la Virgen María junto al Sagrado Corazón de Jesús sentado en el trono, y a un lado junto a la Virgen las religiosas de la Visitación, y al otro, junto a san Francisco de Sales, el P. La Colombière. El Señor encarga a ambas órdenes la misión de promover y dar a conocer esta devoción. Y es el Santo precisamente aquel a quien se dirige la Virgen María como a «siervo de su Hijo», para que promueva entre los Padres de la Compañía de Jesús este apostolado. Ha sido elegido así como miembro de esta Compañía para tal misión. Esta fue su gloria, y éste es el apostolado que desde el cielo ha de realizar. A nosotros corresponde luego el ejecutarlo como servidores de la Iglesia y de Jesucristo, en unión con todos aquellos que sientan la misma llamada. El encargo es expreso, pero no exclusivo. San Claudio de La Colombière es el primer apóstol de la Compañía de Jesús en esta devoción. ¡Ojalá que la Compañía no abandone tan precioso encargo, que oficialmente recibió por su Congregación General con agradecida devoción! (V. Carta XC de santa Margarita: S. Tejada, Vida y Obras, p. 356-57).