SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (VI)

EI Director de almas

El punto primero del citado Memorial de la santa, entregado al Padre como un mensaje de Jesús y recibido por él como un tesoro, según hemos visto, al partir para Londres, dice así: «El talento del P. La Colombière es el de llevar las almas a Dios» (Retiro de Londres, Aviso previo). Por eso, añade el mensaje, sufrirá contradicción de los demonios y de los hombres.

La palabra utilizada por la santa «el talento» («le talent») recuerda la palabra evangélica con que el Señor, en la parábola, designó los dones divinos concedidos a sus servidores y de los que pide luego cuenta. Creo que la traduciremos aquí de modo equivalentemente válido si hablamos del «carisma» del P. La Colombière en la Iglesia al servicio de sus hermanos. Llevar las almas a Dios, como don peculiar, y atraerlos hacia el amor del Sagrado Corazón.

Este carisma lo hizo fructificar el Santo a lo largo de su vida apostólica, aunque breve en años, de dos maneras principales: por la palabra hablada en sus conversaciones de espíritu y dirección, y por sus cartas. En ambas formas aparece y se mostró su carisma de llevar las almas a Dios. Diremos algo sobre este doble aspecto para terminar el perfil espiritual que estamos trazando.

a) El apóstol de la palabra

El P. La Colombière ejercitó por oficio durante varios años, en Francia, en Lyon y Paray, pero sobre todo en la Corte inglesa de Londres, en la Capilla del Palacio de Saint James, la predicación en determinados días y fiestas del año. Entre los escritos suyos, que quedaron a su muerte como precioso legado, se conservan sermones en bastante abundancia, unos ochenta, de los diversos temas de la predicación cristiana; y también centenares de páginas (318 en la edición de Charrier) con las llamadas «Reflexiones cristianas». Éstas son los apuntes y borradores tomados diariamente al paso por La Colombière, sobre diversos pensamientos que se le ofrecían. Son como pequeñas improvisaciones, que podrán servir después quizás para un desarrollo más amplio, o ser insertadas, según la conveniencia, en su predicación. Tienen así, divididas en cuarenta capítulos, un mayor encanto de espontaneidad, aunque el conjunto sea disperso. Pero en su totalidad tales «reflexiones» o pensamientos bosquejados en algunas breves páginas cada vez, abarcan casi toda la materia de la religión cristiana: sus misterios, las virtudes, verdades y mandamientos, consejos y advertencias.

No tratamos en este resumen de presentar al Santo como predicador elocuente. No es pues necesario que desarrollemos un estudio sobre sus variados sermones, que responden en su temática o a los tiempos litúrgicos del año, o a las fiestas del Señor, de la Virgen o de los santos. Tales sermones fueron escritos íntegramente por el orador como preparación a los mismos, aunque quizás no fueran dichos exactamente del mismo modo. El trabajo de prepararlos y escribirlos, limando el estilo y desarrollando el orden del tema propuesto con mayor perfección, era grande, conforme a la costumbre de los grandes oradores profanos y sagrados, cuyas piezas de elocuencia nos han quedado.

En la Carta XXXVI explica cómo preparaba sus sermones con gran cuidado, «escribiendo hasta la última exactitud», y esto ya para ,«los sermones del año que viene», cuando está todavía en mayo. Su falta de salud le obliga a pensar en la conveniencia de escribir solamente un resumen del sermón en adelante. Ya este año será el último de su predicación, pues la enfermedad, la cárcel, el destierro y luego la lenta enfermedad devoradora le impedirán predicar, aunque al llegar a París, escribe al Provincial que «fuera de la predicación» podría hacer otros ministerios, pero que aun aquella está dispuesto a tomarla si se le manda. Su voluntad de sacrificio le engañaba, pues su salud estaba profundamente minada, aunque desarrollará el ministerio de dirigir en espíritu a los estudiantes jesuitas de Lyon durante dos años largos (Carta X).

Como aquí no ofrecemos los sermones de La Colombière, podrá, sin embargo, tener el lector una muestra del ardiente estilo del orador sagrado si lee el admirable «Acto de confianza», ofrecido entre las oraciones o fórmulas del Santo, en este mismo libro. Tal «Acto de confianza» es en realidad la peroración de un sermón sobre el amor de Dios; y al leerlo se comprende el efecto que en sus oyentes había de causar tal unción, tal sinceridad, tal afecto y entrega. Nos ofrece además la ocasión de notar que, si bien es verdad que el santo hombre no se libró en algunas de las páginas que escribe, cuando toca temas afines, del rigorismo vigente en aquella época, del cual hay diversas muestras en los predicadores y sus severos acentos, tales acentos se hallan también en el Evangelio en boca del Señor. Y que lo característico de La Colombière es más bien el amor de Dios y la confianza en Él, como era natural en el elegido para la misión del Sagrado Corazón de Jesús, Amor ofrecido a los hombres para su salvación. También hay que considerar en cualquier hombre el progreso de la vida. Éste le va limando, y el que empezó por fuertes exigencias, sin dejarlas en su fondo, pero va atemperando, según el amor de Dios le penetra más y más, el temor al amor, y éste es el triunfador como una clara llama.

Pero hay otro aspecto del apostolado de la palabra en el que es aún más eminente el Santo, y que responde con exacta precisión al mensaje de que su carisma está en saber llevar las almas a Dios. Es el apostolado de la palabra personal, la conversación dirigida a traer el alma a Dios. Éste fue uno de los más excelentes apostolados de este hombre. Podemos comprobarlo en Paray, durante la estancia primera de Superior allí en 1675-76. Su palabra personal, directa, al alma que se entregaba a su dirección, fue tan eficaz como puede verse por los frutos de la semilla sembrada. Su correspondencia posterior (toda prácticamente) hace ya ver cuán atraídas habían sido aquellas almas por su palabra de dirección personal antes. Del mismo modo, estando en Londres, sembraba continuamente con su encendida palabra las llamaradas del divino amor en muchas personas que acudían a él para encontrar consuelo, luz, firmeza. En medio de la persecución inglesa La Colombière, durante aquellos dos años, aparece como un apóstol del Señor, una torre de defensa o un faro que guía con su luz.

En la correspondencia con la M. de Saumaise desde Londres (Cartas XX-XLI) se muestra la labor constante, eficiente del hombre de Dios en sus conversaciones y trato diario. Acuden a él, además de aquélla para la que en primer lugar ha ido a Londres, la Duquesa de York y su trabajo en la Corte, muchas personas que buscan su fuerza y seguridad: un cirujano, un mercader, señoras que buscan a Dios, vocaciones para el desierto o para el claustro, una abundante mies. En la Carta XLIII desde Lyon el recuerdo le hará pensar con nostalgia en la abundancia de la cosecha que recogía en Londres.

Si queremos sintetizar esta incansable acción, que contribuyó notablemente a su agotamiento de salud, podremos hacerlo con dos frases suyas, testimonio directo de tal labor. En la Carta XXIX pide a la M. Saumaise que «alabe a Dios, porque hay gran motivo para ello; es en todas partes admirable. Podría escribir un libro sobre las misericordias de que me ha hecho testigo desde que estoy aquí». Escribe esto a finales de 1677, cuando lleva un año allí. Seis meses más tarde, próximo ya al ocaso de su acción en Inglaterra por la enfermedad y el destierro, escribe en la Carta XXXIX: «los favores que me hace Dios, haciéndome testigo de las operaciones de su Espíritu en las almas».

Quien podría escribir el libro de las misericordias de Dios, y ha sido puesto por Él como testimonio de la acción de su Espíritu en las almas, es un hombre en el que verdaderamente comprobamos «el carisma de llevar las almas a Dios».

Como cuadro que sintetiza toda esta acción y su figura de apóstol de la palabra, transcribiremos el retrato que de él nos dejó un mártir franciscano, el P. Wall, sobre la entrevista que tuvo con el P. La Colombière en la noche de Todos los Santos, 1 de noviembre de 1678, cuando la persecución rugía alrededor y amenazaba a todos los católicos ingleses, especialmente a los sacerdotes como él. Dos semanas más tarde, el 16 de noviembre, la gran marea llegará hasta la misma habitación del Santo y será detenido y llevado a la cárcel y al destierro. La página es memorable, y mejor que muchas nos muestra al apóstol del Sagrado Corazón de Jesús. La transcribimos del relato que nos hace el P. Guitton, siguiendo a un biógrafo inglés del P. La Colombière (Sir Mary Philip, A jesuit at the english Court, p. 135; Guitton, p. 271-2).

Aprovechando la oscuridad de la noche el religioso, que tenía prohibida, como todos los sacerdotes ingleses, su entrada en Inglaterra, llegó hasta las habitaciones del P. La Colombière. «Vengo -le dijo-a buscar junto a usted la fortaleza y el consejo del Sagrado Corazón de Jesús. Todo el país sabe que usted es su apóstol». Hablaron de la persecución y la fortaleza, del cáliz de amargura de Getsemaní. «¡Oh, -exclamó el Santo- si yo pudiese recibir esta gracia tan preciosa, que los sacerdotes ingleses están ahora cosechando en este país de las cruces!» Prolongaron su coloquio martirial varias horas. El P. Wall, que meses después moriría mártir de Cristo, celebró finalmente la Misa en el altar del Sagrado Corazón, que el Padre tenía en su oratorio privado.

El P. Wall daba más tarde cuenta de esta entrevista: «Cuando me vi en su presencia, creí encontrarme con el apóstol san Juan, vuelto a la tierra para encender el fuego del amor del Sagrado Corazón. Su actitud bella y tranquila me parecía ser la que debió tener el Discípulo amado al pie de la Cruz, cuando la lanza traspasó el Costado de su Señor, y descubrió el tabernáculo de su ardiente caridad».

b) La correspondencia escrita

Una parte importante de este volumen la forma la colección de Cartas, que del Santo hemos conservado. Dejamos para su lugar, en la introducción a ellas, los detalles más técnicos respecto a sus ediciones, destinatarios y cronología, y aquí solamente queremos trazar las que podríamos llamar líneas maestras de su apostolado epistolar, y ello brevemente.

En todo caso, es necesario tener siempre en cuenta a quién se dirige la carta para valorarla mejor, y también en qué fecha está escrita. No pueden ser iguales, ni en el estilo ni en el abandono de la confidencia, las cartas escritas a religiosas que solicitan una orientación espiritual y las escritas a la M. de Saumaise, con quien siente una gran identificación, pues percibe que «sus gracias tienen mucha relación con las mías», y con la que puede hablar claramente de la Hermana Margarita María. También hay que pensar que el tiempo, y las enseñanzas que la vida da, y en su caso la misma enfermedad, moldean al hombre, madurándole en la comprensión de los demás, y haciendo que, si bien persevere en la exigencia de la entrega a Dios total y sin reserva, trate de realizarlo de manera más dulce y benigna.

Entre todas las cartas destacan de manera especial las de la M. Saumaise (XX-XLIX). Son treinta cartas, de ellas veintidós desde Londres. Desfila por ella el cuadro de su vida en la Corte inglesa, su apostolado, sus preocupaciones íntimas, su perpetuo recuerdo de las gracias del Sagrado Corazón y la Hermana Alacoque. También las dos cartas a esta misma santa (L-LI) destacan por su destino, y por la profundidad con que nos introducen en su propio corazón. Las cartas a la señorita de Lyonne y a su madre (LII-LXX) forman una magnífica lección del modo de conducir un alma a la perfección de la vocación religiosa a que Dios la llama, sin vacilaciones pero con prudencia, a veces sobrenaturalmente ilustrada con gracias especiales (LX).

Por la pintoresca variedad de sus múltiples consejos, merecen especial mención las cartas dirigidas a Catalina de Bisefranc, preguntona permanente y «ángel» por su ingenuidad y espíritu, como la llamará él mismo en una carta a la M. Saumaise (XLIII). El humor del Santo ha de hacer alguna vez el comentario, después de haber contestado a páginas y páginas de cuestiones espirituales, que otra vez escribirá más largo, cuando tenga más tiempo (CXXXVIII).

Podemos también notar en su varia correspondencia, algunas cartas que merecen ser destacadas por el tema que tratan o el modo con que lo hacen. Así, la Carta IV a su hermana, donde la tibieza religiosa le da ocasión para un cuadro digno del verbo de un profeta. La Carta XII hace el relato personal de su encarcelamiento. La Carta LXX es modelo de cómo escribir a una madre que se opone a la vocación de su hija. La LXXII es admirable por los consejos que da a quien va a morir pronto. La LXXIV por la sólida doctrina sobre la verdadera virtud, que no consiste en éxtasis sino en virtudes. Quizás asusta la dureza con que escribe la primera carta a la M. de Thélis, superiora de Charolles; pero esta Carta LXXXI está escrita a quien se ha entregado a su dirección, y con quien acaba de hablar para lanzarla por el camino de la perfección y santidad. Pensamos, con todo, que en las cartas posteriores no se halla la energía, un tanto ruda, con que al comienzo de su ministerio en Paray (pesa el detalle de temprana cronología de estas cartas) se dirige tanto a ella como a la joven Abadesa de la Benissons Dieu, porque ha reconocido a dos elegidas del Señor (CIX).

Mezcla de la ternura de un padre, que ha orientado a sus hijas desde la persecución inglesa hasta el retiro de Francia en Charolles, con la firmeza del director exigente de su perfección: así son las escritas a las inglesas que han entrado en la Visitación de Charolles, y especialmente a la H. María (LXXXVI-XCV, XCIX), la viuda que lo ha abandonado todo para entregarse a Dios. Admirable la Carta XCVI sobre la confianza en Dios a pesar de todos los pecados, y aun por ellos mismos, digna de quien ha frecuentado la escuela del Sagrado Corazón de Jesús (Puede verse y confrontarse con ella su «Acto de confianza»). Del mismo modo la carta sobre la tribulación y angustias de espíritu y el modo de comportarse en ellas (XCVIII). De manera especial adquiere interés biográfico profundo la Carta XCIX penúltima del Santo, en que describe su estado de salud y estancia en Paray, dos meses antes de su muerte, ya agotado por la enfermedad.

Como puede verse, en esta correspondencia del Santo la parte principal la obtienen las religiosas: su hermana Margarita, la M. Saumaise y santa Margarita María, las Salesas de Paray, las de Charolles, las Ursulinas de Paray. En total, hallamos dirigidas a religiosas ochenta y una cartas entre 149, a las que habría que sumar las siete dirigidas a jesuitas. Las demás están escritas a seglares: su hermano Humberto, los señores de la Congregación de Paray y su párroco, la señorita de Lyonne y su madre, una señora desconocida y las hermanas Bisefranc. Aun de éstas hay que decir que las dos series de la señorita de Lyonne y de María Bisefranc, aunque dirigidas a seglares, llevan la dirección de orientar su vocación religiosa, y algunas de ellas se dirigen ya a la corresponsal cuando ha tomado el hábito religioso. A seglares y como seglares, principalmente hallamos la carta a su hermano, las de la señora de Lyonne (primera, no relacionada con su hija), las dirigidas a una señora, al parecer con problemas de separación matrimonial (CXIII-CXV), y las de Catalina de Bisefranc. Sería, sin embargo, un error si pensamos que no las hubo, pues estamos muy lejos de conservar todas las cartas del Santo, y es natural que hayan podido tener mayor dificultad en ser recuperadas, si se conservaron, las de seglares y sus asuntos particulares. La actividad del Santo en la Corte de Londres, donde vivió diariamente entre seglares durante dos años enteros y hubo de estar en frecuente conversación con ellos, nos muestra su actividad apostólica en ese campo. Nos queda, por ejemplo, la mención de dos cartas a seglares ingleses que no conservamos: pueden verse sus referencias en las Cartas LXXXII y XCII.

Por lo demás es claro que en su dirección de seglares el Santo sabe mantenerse en un discreto término medio, buscando la perfección de ellas en vivir conforme a su estado con plenitud cristiana. Así nos lo muestran los consejos dados a las hermanas Bisefranc, que viven la perfección entre su familia, aunque María descubra en sí los indicios de su vocación, que el Santo consolidará. No en vano La Colombière tiene una grandísima devoción a san Francisco de Sales (Cartas XXIII y XXXI-XXXII y Retiro de Londres, n. 13, fin), cuyas obras aprovecha ampliamente. El autor de la «Introducción a la Vida devota», que trata de hacer la perfección asequible a los seglares en sus diversos estados profesionales, enseñaba al Santo el tacto con que debe dirigirse a cada uno conforme a su situación. La vida religiosa es camino exigente de perfección, pero también se halla la santidad en la vida seglar, aunque los consejos han de ser diversos y las exigencias también. Por lo demás, el amplio espectro de sus sermones predicados a seglares suple con mucha ventaja a las cartas, mostrando a un director espiritual que presenta a sus oyentes los problemas del mundo con exacta descripción de sus dificultades y de sus caminos hacia Dios. Es un director de almas el que tenemos delante, ya de seglares ya de almas llamadas por Dios a la vida religiosa.

Terminaremos enumerando algunas de las cuestiones o virtudes que en sus cartas pueden hallarse. No citaremos ahora en cada caso cartas determinadas, por no alargar la enumeración y hacerla poco digerible; pero pueden fácilmente hallarse casos de ellas en el índice analítico de las cartas que va al fin del volumen.

El amor de la soledad es recomendación importante en hombre que sabe su valor, aunque ha de vivir en medio del bullicio de los hombres. La obediencia religiosa y el amor de las propias Reglas se inculca en las religiosas repetidamente, como ya hemos demostrado. Una sincera abnegación, con sobriedad en las penitencias, especialmente cuando la frágil salud pide mayor prudencia en su uso.

La pobreza, en cuanto renuncia a lo innecesario para mejor poseer a Jesucristo. La paciencia en la enfermedad, como don divino de sumisión a su voluntad. Las alternativas del fervor sensible y las sequedades en la oración, sobre la cual hallamos muchas referencias: prevención contra las ilusiones, ánimo para hacerla con fidelidad, modo y consejos prácticos para su mejor aprovechamiento. Es un maestro ejercitado el que da tales doctrinas a los demás. En las cartas a Catalina de Bisefranc (CXXXI­ CXLVIII) podemos encontrar multitud de consejos a una seglar situada en medio de los pequeños problemas de cada día en la vida familiar y social: desde el uso del color rojo en su vestido hasta el problema de una sortija o las amistades en el mundo, y el apoyo que en ellas debe buscarse para servir a Dios.

Pero entre todas las virtudes que en la correspondencia encuentran su lugar, quisiéramos señalar algunas que tienen preeminencia, y marcan líneas de fuerza. Hemos hablado de la obediencia y las Reglas. Añadamos la perfecta humildad, virtud enraizada en el Santo como un constante anhelo, que él llamará y definirá, en la escuela de santa Margarita María, el perfecto olvido de sí mismo, del que ya hemos hablado. Ese olvido de sí, tan difícil de alcanzar, es la virtud de la infancia espiritual, que el Santo varias veces propugnará, conforme al Evangelio, declarando que es necesario saber hacernos niños ante Dios, como Jesús enseña (Cartas LXVII, LXXVI y XCVII).

En todos los casos, fundamentalmente el Santo busca persuadir a que el alma se convierta totalmente a Dios, se entregue sin reservas. La donación de sí a Dios es el fin de sus trabajos apostólicos con los demás, para él y para ellos. Quiere mover a esta entrega resuelta, que sabe será para ellos el principio de la más profunda paz. Aunque nunca sin cruces. Por el contrario, siempre tiene la palabra de la cruz en el corazón y en la pluma. Las cruces son las joyas, las cruces son el camino, las cruces son el tesoro (LXIV, LXV, XCV, CVII, CXXIV).

Así se encuentran dispersas en sus cartas las luces del Espíritu en consejos y afectos del corazón ante Dios. Como buen director quiere ser concreto. Por ello pide a sus corresponsales, tanto para facilitar su respuesta como para economizar su tiempo y orden, que propongan las cuestiones que plantean numeradas y en determinado orden. Así facilita el orden de la respuesta. Esta es la explicación de la multitud de breves alusiones a puntos particulares que se hallan en sus cartas a veces, sobre todo en la correspondencia con las hermanas Bisefcanc, particularmente de Catalina. Al no poseer las cartas dirigidas por ellas solamente adivinamos la pregunta o la cuestión planteada, al leer la respuesta. Este método de escribirle lo indica a veces él mismo a sus corresponsales religiosas o seglares (CI, CXVII, CXXXII).

Hay un método particular de entrega a Dios que el Santo aprecia, y que ha practicado como punto central en su vida: es hacer voto a Dios, para vivir con mayor plenitud y firmeza la entrega que se le hace. El ha hecho el Voto de guardar sus Reglas, que hemos visto fue el punto de giro de su vida espiritual hacia la plenitud de la entrega. Conocedor del valor de este apoyo para la firmeza del propósito, no vacila en recomendarlo a veces para puntos particulares. Recomienda el voto de hacer oración, aunque con las prudentes cautelas de seguridad (LXXI). Recomienda en las tentaciones de una novicia contra su vocación, que haga voto de hacer la profesión en el día que le señalen, si le admiten (XCI). Por supuesto ha aconsejado, en las ocasiones en que lo veía posible y oportuno, el voto de castidad. Y estima tanto el voto, que nos liga con Dios, que a propósito de los tres votos religiosos, compromiso con Dios, exclamará con alegría: «¡Oh, si pudiéramos, en lugar de tres, unirnos por un millón de cadenas a ese amable Esposo!» (LXVIII).

Pero lo que en el fondo de toda su correspondencia, y de toda su actividad respira, es el amor personal de Jesucristo, su amigo y su Señor. Por algo es el servidor perfecto y amigo fiel, en expresión del Sagrado Corazón de Jesús. Habiendo conocido el secreto de su Corazón en Paray, quiere a toda costa entrar en su Corazón. Considera esto como el verdadero tesoro. Para él la vida interior se convierte en esa profunda aspiración. Jesús es el centro, Jesús es la razón de ser.

Es Jesucristo el verdadero Maestro y Fuente de perfección de la religiosa, como se lo declara a su hermana (VII). La presencia del Sagrado Corazón en las cartas a la M. Saumaise es invisible y permanente, ya en encabezamiento o en despedidas, o en palabras expresas o en menciones de la Hermana Margarita María. En las dos cartas a la santa habla más especialmente del Señor.

Generalmente habla de Él como del Maestro o el Señor, expresando plenamente su confianza, su adhesión, su amistad con Él, tanto más cuanto mayor es la confianza que tiene con la persona a quien escribe. Y habla de su Corazón. Al entrar por fin en la casa religiosa de sus deseos, la señorita de Lyonne es recibida por Jesucristo, que al abrirle su casa le abre su Corazón (LXIV), y dará fuerzas a su madre para la separación. Le desea un lugar en el Corazón de Jesucristo (LXVII). Pide a la señora de Lyonne que gane el Corazón de Dios consintiendo en la vocación de su hija (LXX).

A la Hermana Catalina, carmelita, le propone el recuerdo expreso del estado de Jesucristo en el Huerto de los Olivos para animarla a reparar y sufrir (LXXIII). A la Hermana inglesa María de Charolles le explica que la profesión es una gloriosa alianza con Jesús Crucificado (XCI). Y a otra de las inglesas, tentada con violencia en una prueba que hace pensar en una purificación pasiva, con temores de condenación, le propone con sublime audacia de amor: «No deje sus pies adorables, y estréchelos tan fuertemente que, si quisiera precipitarla en los infiernos, se viera como obligado a dejarse arrastrar con usted» (XCVIII). «Pero, ¿cómo te digo que me esperes -llorará Lope de Vega- si estás para esperar los pies clavados?».

Es el mismo que en sus Retiros ha considerado a Jesucristo como su centro y su todo. En el Retiro de mes de 1674, al ver a Jesucristo clavado en cruz, siente que «no podría ser dichoso sin ella» (III, 9). En el Retiro de Londres de 1677 transcribe la Gran Revelación, en que Jesucristo le pide que sea el encargado de promover su amor.

Tal es, con las inevitables omisiones y defectos, el cuadro que se nos ha ofrecido del espíritu y del consejo de San Claudio de la Colombière en sus cartas. Los editores de la primera edición de las mismas en 1715 proponían el cuadro de sus luces en las cartas, expresando que no están escritas en términos misteriosos y esotéricos, que no buscan novedades sino la solidez, que no llevan por caminos de ilusión de lo superficial y accesorio, sino en lo sustancial. Se trata, según los mandamientos y consejos evangélicos, nunca recargados innecesariamente, de destruir el amor propio para que triunfe el de Dios. Servirán tanto a los lectores que buscan consejos para sí, como a los directores de espíritu que las aprovecharán para los demás.

Sirva como de un pequeño ramillete espiritual, un breve florilegio que muestra el acierto de algunas inspiradas frases de la correspondencia:

– «Esté para siempre en el Corazón de Jesucristo, con todos aquellos que se han olvidado de sí mismos, y no piensan sino en amarle y glorificarle» (XLVIII).

– «Sólo a Dios pertenece el santificarnos, no es poco desear sinceramente que lo haga» (XLIX).

– «No puedo llegar al olvido de mí mismo, que debe darme entrada en el Corazón de Jesucristo» (L).

– «Le deseo un lugar en el Corazón de Jesucristo, con los que le aman» (LXVII).

– «Trate de morir con espíritu de víctima, arrójese a ciegas al morir en el seno de Dios, que no la perderá» (LXXXII).

– «Dios la ama, y quiere hacer de usted un trofeo de la misericordia infinita» (XC).

– «El secreto espiritual es abandonarse sin reserva, en cuanto al pasado y al porvenir, a la misericordia de Dios» (XCV).

– «Aunque mis crímenes fueran cien veces más horribles de lo que son, siempre esperaré en Vos» (XCVI).

– «Un corazón lleno de amor de Dios no piensa sino en sufrir por lo que ama, y ama a todos aquellos que le dan ocasión de sufrir por su Amado» (CIV).

– «El empeño que he tenido en practicar la obediencia ha sido toda la felicidad de mi vida» (CV).

– «¡Oh santas Reglas, bienaventurada el alma que ha sabido poneros en su corazón, y conocer cuán provechosas sois!» (CVII).

– «¡Qué feliz sería usted si fuese pobre!» (CXIV).

– «Valdría mil veces más haber ofendido a todo el género humano, que haber desagradado en lo menor a un Esposo tan perfecto como Jesucristo» (CXXX).

– «Ame la nada en que Él la deja, para que brille más su misericordia» (CXLVIII).

El hombre que ha escrito estas cosas, y todas la demás que en sus escritos se hallan, no puede menos de ser un hombre plenamente entregado a Dios, y que ha comprendido lo que es amar a Jesucristo. Es el servidor perfecto y el amigo fiel, el P. Claudio de la Colombière.

c) El estilo del escritor

Solamente queremos advertir sobre el estilo literario de San Claudio de la Colombière, especialmente en sus cartas, que no puede olvidarse que pertenece a la Francia del siglo XVII. Es el siglo de oro francés, ciertamente, bajo Luis XIV; pero es un siglo refinado en las formas de cortesía, que resultan algo anacrónicas para nosotros. Debe, además, tenerse en cuenta que la formación religiosa del Santo puede mostrar algo de tendencia, en su primera fase, a las máximas algo extremas cuando habla de la justicia divina. Él, sin embargo, es el apóstol de la confianza y del amor, como correspondía a un elegido del Sagrado Corazón de Jesús. El lector sabrá distinguir estos matices.