SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (VII)

Retiros y notas espirituales

PREFACIO

de 1684

Para explicar el título de este libro es necesario informar al lector que los Jesuitas tienen costumbre, antes de hacer la profesión solemne de sus votos, de pasar un año, que llaman de Tercera Probación, en los Ejercicios del Noviciado. Como esto suele ser a la edad de treinta años, sobre poco más o menos, son capaces de hacer reflexiones maduras y sólidas sobre los compromisos que van a contraer. Y a fin de que mejor se penetren de la obligación en que están de santificar sus acciones y asimilarse el espíritu de la santa Compañía de que forman parte, san Ignacio ordenó que hiciesen un Retiro de treinta días al empezar esta última Probación. Así pueden, con la gracia de Dios, durante este largo tiempo de retiro y oración conocerse bien a sí mismos y concebir una idea exacta de la perfección; y difícil será que no se sientan movidos del deseo de cumplir todos sus deberes. Y los que tienen grandes sentimientos de Dios, no dejan de formar un plan de vida digno de su vocación y tomar resoluciones que los conducen a la santidad.

El Padre de La Colombière sacó de este santo retiro todas las ventajas que se podían esperar de una virtud tan grande como la suya. Se preparó con excelentes disposiciones junto con una alta santidad, y ansiaba llegase este tiempo feliz en el que se había de desprender por completo de las criaturas, como en efecto se desprendió. No hay sino que leer el Voto inserto en este Retiro, pata juzgar exactamente del fruto de sus Ejercicios Espirituales.

Pero ¿qué hizo para lograr el fruto apetecido? Se sorprenderán cuantos lean este libro al ver la exactitud con que anotaba todos los pensamientos y movimientos de su corazón.

Dios ha permitido para gloria de su siervo que él mismo escribiese detalladamente sus meditaciones y las luces y sentimientos que iba concibiendo y que aquí fielmente publicamos. No dudamos que gozará el lector al ver la sinceridad de su alma y admirará juntamente la pureza y elevación de la misma. Aprenda al mismo tiempo cómo se debe responder a Dios cuando tiene la bondad de hablarnos por su gracia y pedirnos que le sirvamos con fervor.

Hemos creído que sería además muy oportuno añadir a este prefacio cierta Instrucción para los Ejercicios Espirituales, que el Padre de La Colombière dirigió a los jóvenes Hermanos Filósofos o Jesuitas del Colegio de Lyon que allí estudiaban Filosofía después del Noviciado y de cuya educación estaba encargado desde su vuelta de Inglaterra. Los dirigió para esta clase de Ejercicios que se hacen cada año; y para hacerles sacar de ellos el fruto que de esta santa práctica espera la Compañía, les dio los avisos siguientes que pueden ser útiles y aun necesarios a todos los que hacen semejantes retiros. Al saber las gracias que Dios hizo al Padre de La Colombière durante su retiro, será muy provechoso saber también con qué disposiciones entró en él:

1º. No deberían hacerse los Ejercicios espirituales sino cuando el alma, atraída de Dios a la soledad por el disgusto de las cosas del mundo, o por alguna luz especial o moción extraordinaria que la invita a reformarse o a santificarse, busca los medios de responder al divino llamamiento, o cuando movida a la vista de sus desórdenes, concibe deseos de hacer verdadera penitencia.

2º. Convendría entonces entrar en Ejercicios para tener tiempo holgado de examinar lo que pasa dentro de nosotros y cómo podremos corresponder a ella.

3º. Buenísima disposición para retirarse a la soledad es el deseo de cambiar de vida y santificarse; pero para aquéllos que no tienen esta resolución, creo que deben entrar en Ejercicios para examinar seriamente el estado de su alma; para ver a sangre fría si están en estado de salvación; si viviendo como viven, no arriesgan algo para la eternidad; si deben cambiar algo, o si pueden seguir con tranquilidad el camino emprendido.

4º. Darse enteramente a esto y no admitir ningún otro negocio, cualquiera que sea. Es justo dar a Dios y a nuestra alma toda aplicación que pide el negocio más importante que tenemos que tratar en la vida.

5º. Completa soledad.

6º. Pureza de corazón y perfecta exactitud en guardar todas las Reglas y todas las Adiciones. No son más que ocho días. Una falta ligera puede ser un gran obstáculo a las luces del Cielo y desagradar a Dios.

7º. Gran indiferencia para las consolaciones. No esperarlas, y aun resolverse a pasar toda clase de fastidios, sequedades y desolaciones.

Somos dignos de ellas, y en el caso de que Dios quiera enviárnoslas, no serán sino ocho días de ejercicios de paciencia y penitencia.

8º. Si no tenemos la resolución de hacernos santos con estos Ejercicios, es necesario al menos estar en disposición de recibir las gracias que a Dios plazca concedernos, y de nos resistir a las buenas mociones que el Espíritu Santo podría darnos por su misericordia infinita.

Dios mío, no siento ningún deseo de esta perfección tan elevada y aun quizás esté muy alejado de ella; pero si Vos por un efecto de vuestra divina bondad quisierais cambiarme, inspirarme mayor ánimo, arrebatarme, a pesar mío, del mundo, espero que al menos os dejaré hacer. Vos sabéis qué medios debo tomar para vencerme; estos medios están en vuestras manos; Vos sois el dueño. La vida perfecta me da miedo; Vos podéis quitarme este falso temor y hacerme agradable todo lo que me parece tan repugnante; Vos sólo sois capaz de hacerlo.

9º. Gran confianza en Dios. Él me buscaba cuando yo huía de Él, en medio del mundo y de las ocupaciones; no me abandonará cuando yo le busco en el retiro, o al menos ceso de huir de Él.

10º. Gran humildad en descubrirse al Director, aunque uno no le pueda decir otra cosa, sino que no siente nada, que no ve nada, que no se siente movido a nada bueno. Atenerse exactamente a los puntos y lecturas prescritas, aunque se crea que sería mejor otra cosa. Esta sencillez es muy meritoria y atrae grandes bendiciones.

11º. El día que precede a los Ejercicios es necesario excitar en sí el deseo de la soledad: «¿Quién me dará alas?» (Salmo 54, 7) – El deseo de la perfección: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados»[1] (Mt 5, 6)

PRIMER RETIRO ESPIRITUAL

HECHO EN LION
EN LA CASA DE SAN JOSÉ EN 1674

En que se anotan las gracias y luces particulares que Dios le comunicó en sus Ejercicios espirituales de 30 días.


PRIMERA SEMANA

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1.-Preparación

He comenzado, a mi parecer, con la voluntad bastante determinada por la gracia de Dios a seguir todos los movimientos del Espíritu Santo y sin ningún obstáculo que me impida darme a Dios sin reserva. Resuelto como estoy a sufrir por Dios todas las sequedades y todas las desolaciones interiores que me puedan sobrevenir y que tengo muy merecidas por otra parte por el abuso que he hecho de las luces y consuelos en otras ocasiones recibidas:

1º. Me he propuesto hacer estos Ejercicios como si debieran ser los últimos de mi vida y hubiera de morir enseguida.

2º. Ser en ellos extremadamente fiel y sincero, venciendo el orgullo que encuentra gran repugnancia en descubrir la conciencia.

3º. No apoyarme nada en mí mismo, ni en mis diligencias. Para esto es necesario no leer ni escrito ni libro alguno espiritual extraordinario, aunque sienta verdadera pasión por ciertas obras que tratan de la vida espiritual de un modo más elevado, como Santa Teresa, El Cristiano interior, etc.[2] He creído que Dios me hará encontrar en los puntos que el Padre espiritual me señalará y en los libros que me dará, todo lo que quiera el Señor que yo encuentre y sienta en este Retiro. Me encuentro perfectamente bien con este desprendimiento y doy gracias a Dios por haberme inspirado hacerle este sacrificio, el mayor sin duda que pudiera ofrecerle en esta ocasión.

2.- Principio y fundamento

He sentido gran confusión, de que habiéndome Dios hecho el honor de destinarme a amarle, haya pasado una gran parte de mi vida, no solamente sin amarle, sino aun ofendiéndole; he admirado con un muy suave sentimiento la paciencia y misericordia infinita de este mismo Dios, que viendo el desprecio que yo hacía de un fin tan glorioso, y no sirviéndole por consiguiente para nada en el mundo, antes al contrario, perjudicando sus intereses, no ha dejado de sufrirme, de esperar a que yo quisiese pensar para qué me encontraba en Él y haciéndomelo recordar de tiempo en tiempo. Ninguna pena he sentido al prometerle vivir en adelante sólo para servirle y glorificarle.

Todos los empleos, lugares, estados en que pueda encontrarse mi cuerpo, sano, enfermo, tullido, vivo, muerto, me son, por la gracia de Dios, enteramente indiferentes. Y aun me parece que tengo cierta envidia a aquellos a quienes la ceguedad o cualquiera otra indisposición habitual tiene separados de todo comercio humano, obligándolos a vivir como si ya estuviesen muertos. No sé si serán quizás los combates que preveo me han de sobrevenir en el resto de mi vida lo que me hacen encontrar satisfacción en estos estados, en que viviría tan vez con más tranquilidad y en un desprendimiento que me costaría mucho menos. Cuando uno quiere ser de Dios a cualquier precio que sea, es fácil comprender cómo se desean las cosas más extrañas, si en ellas se ve mayor seguridad para cumplir tales deseos. En estos ardientes que Dios me da de amarle sólo a Él y conservar mi corazón libre de todo apego a las criaturas, una prisión en que me hubiese echado, una calumnia me parecería una fortuna incomparable, y creo que con el socorro del Cielo jamás me cansaría.

No he encontrado en mí gran celo para trabajar en la salvación de las almas. Al considerar la segunda de nuestras Reglas me ha parecido que en otros tiempos lo tenía mayor. Quizás me equivoque. Pero creo que lo que me entibia en este particular no es sino el temor que tengo de buscarme a mí mismo en los cargos en que el celo se manifiesta; pues me parece que no hay ninguno en que la naturaleza no encuentre su propia satisfacción, sobre todo cuando se trabaja con éxito, como se debe desear para gloria de Dios. Una gracia muy grande y una fortaleza superior se necesita para resistir al placer que se experimenta al cambiar los corazones, y a la confianza que toman con nosotros las personas que han sido por nosotros convertidas.

3.- El pecado de los Ángeles

Fuerza es que sea muy horrible el pecado, puesto que obligó a Dios a condenar a criaturas tan perfectas y tan amables como los Ángeles. Pero, ¡Cuán grande es vuestra misericordia, Dios mío, pues me habéis sufrido, después de tantos crímenes, a mí, que sólo soy un poco de barro, y aún me llamáis y no queréis que me pierda! ¡Cuán grande debe ser vuestro amor para contrapesar y vencer la espantosa aversión que, naturalmente, tenéis al pecado! Verdaderamente, esta consideración me parte el corazón y me llena, a mi parecer, de un amor muy tierno para con Dios.

4.- Los pecados propios

A la vista de mis desórdenes y a la confusión que he sentido, ha sucedido después un dulce pensamiento, de que hay, a la verdad, en ellos materia muy propia para ejercitar la misericordia de Dios y una esperanza firmísima de que al perdonarme, Él será glorificado. «Esta esperanza tengo yo guardada en mi corazón» (Job 19, 27). Y la tengo en Él tan arraigada, que me parece que, con la gracia de Dios, ante me arrancarían la vida que este sentimiento.

Me he echado en seguida en los brazos de la Santísima Virgen, y Ella me ha recibido, me parece, con admirable suavidad y dulzura, la cual me ha conmovido tanto más cuanto más culpable me siento de haberla servido hasta ahora con harta negligencia. Pero he venido aquí con grandes deseos de no olvidar en este año nada de cuanto me haga concebir un grande amor hacia Ella y de trazarme un plan de devoción para con Ella, que procuraré guardar toda mi vida. Me siento muy consolado con el pensamiento de que tendré holgura para trabajar en esto y que lo conseguiré con la protección de la misma Virgen María. Después de recibirme con tanta afabilidad, esta Señora me ha presentado, a mi parecer, a su Hijo, el cual, en consideración a Ella, me ha mirado y abierto su seno como si yo hubiera sido el más inocente de los hombres.

5.- Una gracia especial

Antes de hacer la meditación sobre la muerte he tenido una conversación que me ha producido cierta inquietud, causada, de un lado, por cierto temorcillo de haber contentado mi vanidad, y de otro, por temer igualmente que lo que yo había dicho no fuese para mí fuente de confusión.

Habiendo ido al oratorio con estos pensamientos embargado, estuve cerca de media hora luchando por combatirlos y para recobrar la calma perdida; pero al fin, arrojándome resueltamente del lado de la misericordia de Dios por la falta cometida y aceptando, por otro lado, toda la confusión que me pudiese traer, y habiendo resuelto yo aun a prevenirla y salir a su encuentro en un momento, sentí en mi corazón tan gran tranquilidad, que me pareció haber encontrado al Dios a quien yo buscaba. Esto me causó un momento de la más dulce alegría que he gustado en mi vida. Desde entonces he quedado extremadamente fortificado contra el respeto humano y el juicio de los hombres, y con valor para vencer la repugnancia que sentía para descubrir mis debilidades.

6.- La muerte

Pensando después en el estado a que la muerte nos reduce respecto a todas las cosas criadas, me ha parecido que no me daría esto pena alguna, encontrándome como me encuentro desprendido de todo, y me he dirigido a mí mismo esta pregunta: Puesto que ninguna pena me daría el morir ahora mismo ni por consiguiente el estar privado para siempre de todo placer u honor en esta vida, ¿por qué no resolverme a proceder en adelante como si realmente estuviese muerto? Me he respondido que ningún sentimiento me causará el separarme realmente de todo, como si hubiese de pasar el resto de mis días en una tumba, o en una prisión con todas las incomodidades y todas las infamias posibles. Creo con todo que aún tendré que sufrir muchos combates, si quiero vivir en un perfecto desprendimiento de todo afecto en medio del mundo, en que nos obligan a permanecer nuestros ministerios. He resuelto, sin embargo, hacerlo con la gracia de Dios, la única que puede obrar en mí semejante milagro.

En fin, pensando en lo que da pena en la hora de la muerte, que son los pecados pasados y las penas consiguientes, se me ha ocurrido un partido que tomar, y he resuelto seguirlo con gran consuelo de mi alma. Ha sido el de formar en este último momento de todos los pecados que vendrán a mi imaginación, sean conocidos o desconocidos, como un haz que presentaré a los pies de nuestro Salvador para que sea consumido por el fuego de su misericordia; cuanto más numerosos sean y más enormes, con tanta mayor voluntad se los ofreceré para que los consuma, por ser ésta una obra más digna de su misericordia. Nada podría hacer yo más razonable, ni de mayor gloria de Dios; pues es tan grande la idea que he concebido de la bondad de Dios, y la siento tan de veras, que nada me costará el determinarme a ello.

7.- El purgatorio

Respecto al Purgatorio -pues haría injuria a Dios temiendo el infierno, aunque lo haya merecido más que todos los demonios-, el Purgatorio, digo, no lo temo[3]. Quisiera, cierto, no haberlo merecido, porque al merecerlo no he podido menos de disgustar a Dios; pero, puesto que es cosa hecha, me encanta ir a satisfacer a la divina justicia del modo más riguroso que sea posible imaginar y aun hasta el día del juicio. Sé que los tormentos allí son horribles, pero que honran a Dios y no pueden alterar la paz del alma; que allí hay seguridad completa de no oponerse jamás a la voluntad de Dios; que al alma no le disgustará su rigor, que amará hasta la severidad del castigo; que esperará con paciencia hasta que sea completa la satisfacción. Por esto he dado de todo corazón todas mis satisfacciones a las almas del Purgatorio y les he cedido todos los sufragios que por mí se ofrezcan después de mi muerte, a fin de que Dios sea glorificado en el Paraíso por las almas que habrán merecido estar allí elevadas a mayor gloria que yo.

Me he persuadido asimismo enteramente en esta primera semana, de que los hombres son incapaces de satisfacer a la justicia divina ni por la menor falta. Esto me ha causado alegría:

1º. Porque me quita la inquietud en que eternamente estaría de si habría o no satisfecho enteramente por mis pecados, pues me diría constantemente a mí mismo: No, tú no has satisfecho lo bastante; en cuanto a la culpa, ya se ve que no está en tu mano; se necesita la Sangre de un Dios para borrarla; en cuanto a la pena, preciso es o una eternidad o los sufrimientos de Jesucristo. Ahora bien, esta Sangre y estos sufrimientos están en nuestras manos.

2º. No se ha de descuidar el expiar por la penitencia los desórdenes de la vida; pero esto sin inquietud, pues lo peor que puede suceder, cuando se tiene buena voluntad y se está sometido a la obediencia, es el estar mucho tiempo en el Purgatorio, y creo que se puede decir, en el buen sentido de la palabra, que eso no es al fin y al cabo tan grande mal. Prefiero, además, deber mi gracia a la misericordia de Dios que a mis diligencias; porque esto da más gloria a Dios y me lo hace mucho más amable.

Me encuentro muy bien con haberme hecho regular mis penitencias. Esto me libra o de la vanidad o de la indiscreción o de la inquietud que me hubiese causado el temor en que hubiese estado de adularme, pues indudablemente hubiera caído en uno de esos lazos, o tal vez en los tres.

8.- El juicio universal

En el juicio habrá gran confusión para las personas vanas que hicieron sus acciones para ser honradas o estimadas de los hombres, que buscaron en ellas el distinguirse en todas las cosas, al verse entonces confundidas entre la más vil canalla y con increíble desprecio de aquellos mismos que más los estimaron en la vida. Al contrario, ¡qué alegría para las almas humildes, que por amor a Dios se abrazaron con una vida oscura y común al verse entresacar de la multitud para ser exaltadas a la mayor gloria sin tener ya que temer por su virtud!

9.- Desolación espiritual

Me parece que de todos los tiempos de la vida es el de sequedad y desolación el mejor para merecer. El alma que sólo busca a Dios soporta, sin pena, este estado, y se eleva fácilmente sobre todo lo que pasa en la imaginación y en la parte inferior del alma, que es donde radican la mayor parte de los consuelos. No deja de amar a Dios, de humillarse, de aceptar este estado, aunque fuese para siempre. Nada tan sospechoso como estas dulzuras y nada tan peligroso; se aficiona uno a ellas algunas veces; mas cuando pasan se encuentra con frecuencia con menos fervor que antes para el bien.

Pero para mí es sólido consuelo el pensar en medio de esas arideces y aun de las tentaciones, que tengo un corazón libre y que sólo por ese corazón puedo yo merecer o desmerecer; que no puedo agradar ni desagradar a Dios por las cosas que no son mías, tales como los gustos sensibles y los pensamientos importunos que se presentan a la imaginación contra toda mi voluntad. Cuando me encuentro en tal estado digo a Dios: Dios mío, que el mundo y el mismo demonio tengan para sí lo que yo no puedo quitarles, de lo que no soy dueño. En cuanto a mi corazón que Vos habéis querido poner en mis manos, no tendrán ellos parte alguna; es todo vuestro, bien lo sabéis, bien lo veis. Por lo demás, Vos lo podéis tomar de modo que sólo a Vos os pertenece, y lo podéis hacer cuando os plazca.

Por nada debe turbarse el hombre a quien da Dios verdadero deseo de servirle. «Paz a los hombres de buena voluntad». Eso hace que yo espere, contando con la gracia de Dios, formar actos de verdadera contrición, porque, aunque bien veo los motivos interesados que nos pueden inspirar dolor de nuestros pecados, pero con plena voluntad y con entera deliberación, renuncio a todos esos motivos. Estoy persuadido de que Dios es infinitamente amable, que sólo Él merece ser tenido en cuenta, que es justo le sacrifiquemos nuestros intereses y sólo pensemos en darle gloria. ¿Es eso posible, o no lo es? Si fuese imposible, Dios no me lo aconsejaría, o no me lo ordenaría; si es posible, lo hago yo con su gracia; pues sinceramente hago y quiero hacer de buena fe todo cuanto puedo.

10.- La Sagrada Eucaristía

No creo haber estado nunca tan consolado como en la meditación del Santísimo Sacramento, que es la última de la primera semana. Desde el primer momento que entré en el oratorio y consideré este misterio, me he sentido todo penetrado de un dulce sentimiento de admiración y agradecimiento por la bondad que nos ha mostrado Dios en este misterio. Verdad es que he recibido tantas gracias y he sentido tan sensiblemente los efectos de este Pan de los Ángeles, que no puedo pensar en ello sin sentirme movido a profunda gratitud.

Jamás he sentido mayor confianza de que perseveraré en el bien y en el deseo que tengo de ser todo de Dios, no obstante las espantosas dificultades que imagino para el resto de mi vida.

Celebraré Misa todos los días; he aquí mi esperanza y mi único recurso[4]. Poco podría Jesucristo si no pudiese sostenerme de un día a otro. No dejará de reconvenirme mi flojedad desde el momento en que me empiece a abandonar; todos los días me dará nuevos consejos, nuevas fuerzas, me instruirá, me consolará, me animará, me concederá o me obtendrá por su sacrificio todas las gracias que yo le pida.

Aunque no vea yo que está presente, lo siento; soy como esos ciegos que se echaban a sus pies y no dudaban que lo tocaban, aunque no lo viesen. Mucho ha aumentado en mí esta meditación la fe en este misterio.

Me he sentido muy movido, considerando qué pensará de mí Jesucristo cuando yo le tengo en mis manos, y cuáles serán sus pensamientos acerca de mí; quiere decir los sentimientos de su Corazón, sus designios, etc. ¡Cuántas dulzuras, cuántas gracias recibiría en este Sacramento un alma muy pura y muy desprendida!

11.- Véncete a ti mismo

El séptimo día por la mañana me sentí acometido de pensamientos de desconfianza respecto al plan de vida que me he trazado para el porvenir; veo grandísimas dificultades en su cumplimiento. Cualquiera otra vida me parecería fácil de pasar santamente, y cuanto más austera, solitaria, oscura, separada de todo comercio, más suave y fácil me parecería.

Respecto a lo que más suele espantar a la naturaleza, como las prisiones, las continuas enfermedades, la misma muerte, todo me parece suave en comparación de la eterna guerra que hay que hacerse a sí mismo, de la vigilancia contra las sorpresas del mundo y del amor propio, de la vida muerta en medio del mundo.

Cuando pienso en esto, me parece que la vida va a hacérseme demasiadamente larga y que la muerte nunca llegará demasiado pronto. He comprendido estas palabras de san Agustín: «Lleva la vida en paciencia y recibe la muerte con deleite». He comprendido además muy bien, que la vida que escogió para sí Jesucristo es seguramente la más perfecta, y que es imposible dar una idea más alta de la santidad que la de un perfecto jesuita[5].

Esto ha producido en mí un buen efecto: el convencerme de que si hasta aquí he practicado algún desprendimiento, aunque muy imperfecto, no lo he hecho seguramente por mí mismo, y así es necesario que en lo sucesivo ponga Dios mano a la obra, si quiere hacer algo bueno en mí; pues veo muy bien la imposibilidad en que estoy de hacer nada sin su gracia.

12.- Progresos en la perfección

He notado que hay muchos pasos que dar antes de llegar a la santidad, y que a cada uno que se da se cree haber llegado; pero una vez dado se ve que no se ha hecho nada, que aún estamos por empezar.

Un hombre que va a dejar el mundo mira esta acción como si después de esto ya no le quedase nada más que hacer; pero cuando se encuentra en la vida religiosa con todas sus pasiones, ve que sólo ha cambiado de objetos y que es un mundano, aun fuera del mundo; ve que no le han salido sus cuentas[6].

Se le presenta entonces otro paso que dar, y es desprenderse de los objetos de que, por su estado, aún no está enteramente desprendido: apartar del mundo su propio corazón y no tener amor a ninguna cosa creada. Una cosa es dejar el mundo y otra muy diferente hacerse religioso.

Una vez conseguido esto, aún queda otro paso que dar, que es desprenderse de sí mismo, no buscar sino a solo Dios en el mismo Dios. No solamente no buscar en la santidad ningún interés temporal, que sería una grosera imperfección; pero ni siquiera buscar en ella nuestros intereses espirituales; buscar en ella puramente el interés de Dios[7]. Para llegar ahí, Dios mío, ¡cuán necesario es que trabajéis Vos mismo! Pues, ¿cómo podría por sí mima llegar una criatura a ese grado de pureza? «¿Quién podría limpiar al hombre concebido en la inmundicia fuera de Vos, que sois el único Ser necesario?» (Job 14, 4)

Una idea que me consuela mucho y que me parece capaz, con la gracia de Dios, de calmar parte de mis turbaciones es que para saber si estamos apegados humanamente a las cosas que nos la obediencia, si disgustamos a Dios al satisfacer, por ejemplo, las necesidades de la vida, o al gozarnos de la gran reputación o de la gloria que se siguen a nuestros trabajos, o en el placer que sentimos conversando de cosas santas, etc., para saber, digo, si no se desliza algo de humano en todo eso, es necesario no juzgar por el sentimiento, porque ordinariamente es imposible no sentir el placer que lleva consigo esa clase de bienes, como es imposible no sentir el fuego cuando se aplica a una parte sensible.

Pero hay que examinar:

1º. Si hemos buscado de algún modo el placer que experimentamos.

2º. Si tendríamos pena en dejarlo.

3º. Si siendo igual gloria de Dios y teniendo libre elección, escogeríamos con preferencia las cosas desagradables y oscuras.

Cuando es está en esta disposición, hay que trabajar con gran libertad y ánimo en las obras de Dios, y despreciar todas las dudas y escrúpulos que podrían detenernos o turbarnos.