SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (XIII)

NOTAS ESPIRITUALES

b) Año 1675

1.- Respeto humano

Reflexionando ayer tarde[1], después de la oración, sobre lo que había casi debilitado mis resoluciones, he reconocido que no he ahogado aún en mí el vano temor de los hombres, quiero decir el respeto humano; y que, aunque gracias a vuestra infinita misericordia, Dios mío, he salido bien en algunos encuentros con la ayuda de vuestra poderosa gracia; reconozco, sin embargo, mi miseria y me persuado que sólo Vos sois el que hacéis todo el bien en mí. Y os ofendería a cada momento, y muy gravemente, si no me dieseis Vos la mano para sacarme del hodazal a que me llevarían mis malas inclinaciones, y donde mi natural, demasiado complaciente, me comprometería si no usaseis conmigo de este dominio que ejercéis sobre todas las criaturas.

Pero, Dios mío, ¿cuántas acciones de gracias no deberé daros por tantos beneficios como me hacéis? Por indigno e ingrato que sea os alabaré, amable Salvador mío, y publicaré por doquier que Vos sois el único que debe ser amado, servido y alabado. Para confirmarme en esta verdad, me habéis hecho ver que el respeto humano nos hace hacer el mal por temor de desagradar a los hombres, nos hace omitir el bien por no disgustarlos y hacer el bien para agradarles. En efecto; me doy cuenta de que por no desagradar a los hombres se dan algunas cosas sin permiso, se quebranta el silencio, se oye criticar y murmurar y no se advierte de ello a los Superiores cuando se debe hacer. ¡Cosa extraña! Se prefiere atraerse la indignación de Dios a exponerse a disgustar a un hombre: «¿A quién me habéis hecho semejante? » (Alusión a unas palabras de Isaías 11, 18)

¡Confusión, dolor, propósito a la vista de Dios, no obstante sus amenazas y sus promesas! ¡Qué espero yo de este hombre? ¿Qué temo? ¿No es verdad que es imposible que no tengamos en la Religión a menudo buenos deseos? Pero es bien extraño que a veces no los pongamos por obra por temor a los hombres. ¿Qué dirán si quiero ser exacto, devoto, mortificado? He emprendido ya cierto género de vida; si tuviese que empezar, muy de otro modo procedería; pero pasaría por beato. Gustoso haría esto si me atreviese: «El que se avergüence de mí delante de los hombres» (Lc 9, 26). Y lo de Santa Fontana: «De tal modo temía a Dios, que era temida de los hombres».

Tendré yo menos fuerza que el hermano Jiménez, que cuando iba a entrar jesuita hizo este voto: «Os prometo, Dios mío, no hacer nada que no sea por amor vuestro. Pues, ¿a dónde iré para servir a alguien, si no es a Vos, que sois mi Dios y Señor? ».

Si no estamos alerta perdemos casi toda la vida por el deseo de agradar a los hombres. ¿Qué obligación tenemos para con ellos? ¿Qué bien esperamos de ellos? Más desgraciados somos y más despreciables que los que trabajan para ganar dinero.

Pero, ¡qué error el mío!, estos hombres a quienes tanto y tan locamente temo en la Religión, esperan verme practicar todo el bien que yo temo hacer delante de ellos. Me tratan de loco e insensato cuando falto; saben que precisamente para ser virtuoso, devoto y mortificado he dejado el mundo y ven que no lo soy. Vaya un extravagante, dicen, que se aparta de su fin; si quería vivir así, ¿por qué no se quedó en el mundo, donde hubiera podido hacerlo sin pecar, y en la Religión está con peligro de perderse? Esto es lo que juzgan de mí aquellos mismos cuyos juicios temo. ¿No soy bien miserable, Dios mío, por desagradaros a Vos y no agradar a los hombres? Si hiciera por Vos otro tanto, me juzgaríais favorablemente y los hombres no se sentirían por mi conducta el desprecio que sienten; pues, al fin y al cabo, todo hombre de buen sentido estima la virtud, aun cuando no la quiera practicar.

2.- Combate espiritual

Cuando considero mi inconstancia, me horrorizo y temo ser del número de los réprobos. ¡Dios mío, qué desorden! ¡Qué revolución! Tan pronto estoy alegre como triste. Hoy acaricio a todos; mañana seré como un erizo, que no se puede tocar sin pincharse. Señal es ésta de poca virtud; de que reina aún en nosotros la naturaleza; que nuestras pasiones no están nada mortificadas. Un hombre verdaderamente virtuoso es siempre el mismo. Si a veces obro bien, es más bien por humor que por virtud. Un hombre que se apoya en Dios es inconmovible, no puede ser derribado, decía el P. Caraffa. Suceda lo que suceda está contento, porque no tiene otra voluntad que la de Dios. ¡Oh dichoso estado! ¡Oh paz, oh tranquilidad! ¡Es necesario luchar hasta llegar ahí!

Lo reconozco, Dios y mío, y demasiado me lo enseña la experiencia, que un día es uno bueno y el otro malo; que insensiblemente se relaja uno. ¿De qué proviene que ya no soy lo que era en el noviciado? ¿Será acaso que creemos que hemos hecho bastante para pagar a Dios y ganar el Paraíso? Comparemos nuestros méritos con los de los Santos. Hemos recibido nuevas gracias; deberíamos, por lo tanto, aumentar nuestro agradecimiento. Estamos más cerca de la muerte, somos más razonables, más esclarecidos. ¿De qué viene, pues, que hayamos cambiado? ¡Que la razón nos haga entrar en nosotros mismos! Las más pequeñas ocasiones me hacen olvidar mis buenos propósitos: ¿Cómo las preveo? ¿Cómo me conduzco en ellas?, etc.

3.- Día de San Juan Bautista (24 de junio 1675)

San Juan, aunque inocente, pasa la vida en una continua penitencia. Este es el espíritu del cristianismo. Debemos practicar siempre esta virtud, porque hemos pecado; aunque hubiéramos cometido un solo pecado, no sabemos si Dios nos ha perdonado; y aunque lo supiéramos, San Pedro y Santa Magdalena lloraron hasta la muerte. He merecido el infierno, he crucificado a mi Dios; esto me debe mantener en humildad y alimentar en mi corazón un santo odio de mí mismo.

Peco todos los días; apenas hago una acción, aunque sea santa, que no haya en ella algo que merezca el Purgatorio. Por esto, el hacer a menudo actos de contrición es muy necesario y ventajoso. San Ignacio se examinaba después de cada acción. Yo hago muchas más faltas que él y ni pienso en ellas. ¡Qué ceguedad!

Puedo aún pecar. ¡Miserable condición de la vida! ¡Que este peligro me vuelva amarga la vida a mí y a los que aman a Dios y conocen el precio de la gracia!, pero, ¡que les vuelva también agradable la penitencia y la mortificación, que es un medio tan eficaz para prevenir esta desgracia! Reprime la carne, debilita la naturaleza, cercena las ocasiones, aleja los objetos, etc. ¡Santa penitencia! ¡Dulce penitencia!

La consideración de las virtudes de nuestros hermanos debe inspirar, a los que tienen verdadera caridad, sentimientos de alegría al ver que tienen estas virtudes y que Dios se glorifica en ellos: «La caridad no se regocija de la iniquidad, sino que se alegra con la verdad» (1Cor 13, 6). ¿No os afligen? Es necesario alabar a Dios, darle gracias y pedir para ellos que perseveren y se perfeccionen más y más.

Este es el medio de tener parte en todo el bien que hacen en las confesiones, mortificaciones, misiones, etc., y a veces más parte que ellos mismos a causa del desinterés. San Agustín decía: «¿Estás envidioso de que vuestro hermano es más mortificado? Regocijaos de su mortificación, y desde ese momento será vuestra». No, Dios mío, no tengo envidia de las virtudes de mis hermanos. «Hermana nuestra es: que crezca». (cf. Gn 24, 60)

Por el contrario, me humillo y me confundo comparándome con ellos. Pocos hay en los cuales no vea yo algo excelente y que yo no tengo. Puede suceder que tengan defectos; pero la mayor parte son involuntarios, y un pecador como yo apenas los debe notar, sino excusarlos y tener los ojos fijos en los míos. Sus virtudes son de ordinario verdaderas virtudes. Esto nos sirve para mantenernos en la humildad, en el respeto, en la caridad. ¿Lo hago yo así? No; señal de orgullo. En vez de esta envidia encended en mí, oh Dios mío, una santa emulación de imitarlos y aprovecharme de sus ejemplos. Me condenarán en el día del juicio. Deben excitarme y animarme para hoy. Son avisos sensibles que Dios me da. «¿Y no podrías tú lo de estos?» (Alusión a unas palabras de San Agustín)

Los ejemplos de nuestros hermanos nos deben mover más que los de los santos antiguos, porque los tenemos todos los días ante los ojos. Los veo, por ejemplo, proceder con gran moderación, teniendo un temperamento de fuego; los veo practicar las humillaciones más repugnantes, siendo de distinguida prosapia; los veo austeros y mortificados, aunque de muy delicada complexión. ¡Qué vergüenza para mí, tener a la vista tan grandes ejemplos de humildad en personas de calidad; de tan ruda mortificación en cuerpos criados tan delicadamente, ¿y no me aprovecho para ser mejor?

4.- Presencia de Dios

Dios está en medio de nosotros y parece que no lo reconocemos. Está en nuestros hermanos y quiere ser servido en ellos, amado y honrado, y nos recompensará más por esto que si le sirviésemos a Él en persona. ¿Cómo me porto yo? ¿Amo, honro a todos mis hermanos? Si exceptúo a uno solo, ya no es a Jesucristo a quien considero y ni siquiera parece reconozco en ellos. Si los amo es por ellos, para ser amado, considerado, porque es conforme al mío su carácter. Que cada uno considere en su hermano a Jesucristo.

Está en medio de nosotros en el Santísimo Sacramento. ¡Qué consuelo estar en una casa donde habita Jesucristo! ¿Pero no se diría que ignoramos nuestra dicha? ¿Le visitamos a menudo? ¿Vamos a Él en nuestras necesidades? ¿Le consultamos nuestros proyectos? ¿Le contamos nuestros disgustillos, en vez de tomar consejo de nuestros amigos, de quejarnos, de murmurar, etc.? «En medio de vosotros está Aquél a quien no conocéis» (Jn 1, 26).

Dios está en medio de nosotros, o mejor dicho, nosotros estamos en medio de Él; en cualquier lugar donde estemos nos ve, nos toca: en la oración, en el trabajo, en la mesa, en la conversación. Nosotros no pensamos en ello; pues si no, ¿cómo haríamos nuestras acciones, con qué fervor, con qué devoción? ¡Si cuando estoy en el estudio, en la oración, en cualquiera otra ocupación creyese yo que un Superior me ve desde algún rincón donde está oculto! Hagamos a menudo actos de fe; digamos con frecuencia: Dios me mira, aquí está presente. No hacer nunca nada, estando a solas, que no quisiéramos hacer a vista de todo el género humano.

5.- Día de Navidad (25 diciembre 1675)

He considerado con gusto muy delicioso y una vista muy clara los excelentes actos que la Santísima Virgen practicó en el Nacimiento de su Hijo. He admirado la pureza de este corazón y el amor en que se abrasa por este divino Niño; pues su santidad no se ha disminuido con el afecto natural, y con todo ha sobrepujado en ardor y ternura el amor natural de todas las madres del mundo. Me parecía ver los latidos de este corazón y me encantaban[4].

Desde la víspera de Navidad he estado muy ocupado con un pensamiento muy consolador que me ha hecho practicar muchas veces y con mucha dulzura los actos siguientes:

De alegría, considerando que la mayor parte de los fieles en el mundo cristiano se ocupan en honrar a Dios y santificarse, sobre todo las personas santas, los religiosos fervorosos, muchos seglares escogidos que viven de un modo muy perfecto y pasan, especialmente la víspera y el día de Navidad, en ejercicios muy santos. Me parece que el aire está todo embalsamado con su devoción y que todas las virtudes juntas dan un perfume admirable que sube al cielo e infinitamente lo regocija[5].

De acción de gracias, por los favores que Dios dispensa a las almas santas y a todos los cristianos.

De petición: que quiera Dios purificar y abrasar su sacrificio y el mío. Venid, Señor, Vos mismo a traer este fuego, y ¿qué queréis Vos, sino que arda y que toda la tierra se abrase? Todos vuestros fieles servidores trabajan con ardor y constancia para merecer alguna chispita de él, y Vos recompensaréis sus santos trabajos. Para mí, Dios de misericordia, no os pido recompensas; pues, ¿qué he hecho todavía que la merezca? Os pido solamente, Dios Todopoderoso y anonadado, que no me tratéis con rigor; perdonadme mis infidelidades en atención a todo el bien que practican mis hermanos, que os sirven tan religiosamente.

Y si mis debilidades y mis extravíos os han rechazado e irritado contra mí, castigadme en este mundo. Tengo un cuerpo bueno sólo para sufrir, hacedle sentir el peso de vuestra justicia; no me quejaré, sino que, en lo más fuerte de la enfermedad y de la calumnia, en la prisión y en la infamia, os alabaré y bendeciré con los tres niños del horno de Babilonia, segurísimo de que, si tenéis la bondad de castigarme en este mundo, me perdonaréis en el otro.

Sentía en mí grandes deseos de imitar el fervor de los sanos religiosos y fervorosos cristianos que pasan estos días en continuas comunicaciones con este Dios humillado, ofrecer a Dios algunas heroicas mortificaciones, mantenerme unido a Dios hecho niño. Y me sentía tan atraído, que no podía ocuparme de ningún otro pensamiento sin trabajo, cometiendo aun incongruencias; tanto era lo que me arrebataba este pensamiento[6].

¡Cuán bueno sois, Dios mío, pues recompensáis liberalmente la violencia que me he hecho! Cesad, mi soberano y amable Dueño, de colmarme de vuestros favores; conozco lo indigno que soy de ellos; me acostumbraréis a serviros por interés, o me induciréis a excesos; pues, ¿qué no haría yo si no me obligaseis a obedecer a mi Director, para merecer un instante de estas dulzuras que me comunicáis? ¡Insensato! ¡Qué digo, merecer!; perdonadme, mi amable Padre, esta palabra; me turba el exceso de vuestras bondades, no sé lo que me digo; ¿Acaso puedo yo merecer estas gracias e inefables consuelos con que me prevenís y me colmáis? No, Dios mío; Vos solo sois quien por vuestros sufrimientos me procuráis, y por vuestra intercesión para con vuestro Padre, todos los favores que recibo. Sed eternamente bendito por ellos, y agobiadme con males y miserias para que tenga alguna parte en las vuestras. No creeré que me amáis, si no me hacéis sufrir mucho y por mucho tiempo. Yo he cometido la falta: ¿es acaso justo que el Hijo sea castigado por el esclavo?

Nada tan puro como la maternidad de María. Dio a luz a Jesucristo sin perder nada de su integridad; ninguna mancha, ninguna sombra empañó la santidad de este parto. Así es como las personas apostólicas deben hacer nacer a Jesucristo en los corazones. Sucede a veces que nos manchamos purificando a otros. Y aun es muy ordinario, y aun una especie de milagro, el que no pierda un hombre nada de su humildad, nada de su santidad en las obras de celo, y que en ellas no busque más que a Dios.

Dios nos había dejado caer en un abismo de miserias para tener ocasión de manifestarnos su amor. Pero nuestras miserias, por grandes que sean, estaban muy por debajo de su celo. Una sola gota de su sangre bastaba para curarnos; su amor quería más, no se podía contentar con tan poca cosa: derramó hasta la última gota de sus venas. No era esto necesario para la curación de nuestros males; pero sí lo era para la manifestación de su amor.