SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (XIV)

NOTAS ESPIRITUALES

c) Año 1676

1.- El hombre y Dios

Me encuentro consolado, oponiendo a los sentimientos de los hombre que nos estiman y tienen en algo, el juicio de Dios, en presencia del cual no somos más que átomos. No le somos necesarios para nada; puede pasarse tan fácilmente sin nosotros, como si jamás hubiéramos existido; hará perfectamente y sin nosotros cuanto tiene designio de hacer; tiene mil servidores más celosos, más fieles, más agradables a sus ojos; puede formar en un momento una infinidad de otros más completos todavía, y servirse del más miserable de los hombres para su más magníficos designios.

¡Qué maravilla, Dios amabilísimo, si algún día queréis serviros de mi debilidad para sacar algún miserable de las puertas de la muerte! Si no hay más que quererlo, yo lo quiero con todo mi corazón. Verdad es que es necesario ser santo para hacer santos, y mis defectos tan considerables me dan a conocer cuán lejos estoy de la santidad; pero hacedme santo, Dios mío, y no me perdonéis nada para hacerme bueno; pues yo quiero serlo, cueste lo que cueste.

2.- Esencia de Dios

Sobre esta verdad que hay un Dios y que este Dios es un ser que no tiene nada de no ser; que nada puede perder, nada adquirir, que encierra en sí y es la fuente de todo ser; que no puede depender de ningún otro ser en la más mínima cosa, ni para ser ni para mejor ser: me he penetrado de un profundo respeto hacia esta grandeza incomprensible: me parece que jamás he comprendido tan bien la nada de todas las cosas como oponiéndola a esta idea. Los Ángeles, los grandes Santos, la misma Virgen Santísima y la santa Humanidad de Jesucristo, que no tienen nada de sí mismos y que dependen de Dios en todo: todo esto me parecía como nada en comparación de Dios.

Mi sorpresa ha llegado al extremo cuando he reflexionado que ese Dios, siendo tan grande y tan independiente como me lo represento, se digna pensar en el hombre, entretenerse, por decirlo así, en escuchar sus ruegos, en exigirle sus servicios, en considerar sus defectos. Me parecía ver a un gran Rey cuidando de un hormiguero. Si nos condenase o nos aniquilase sin otra razón que su gusto, sería como si un hombre se entretuviese en matar moscas o en aplastar hormigas.

Lo que me hace volver de mi asombro es que, en la misma medida que es grande, es también bueno, misericordioso y benéfico. Es un abismo de grandeza, es verdad; pero también es un abismo de misericordia. He aquí lo que me anima a esperar, a atreverme, a acercarme a Él para hablarle; sin esta consideración, me parece que ni siquiera me atrevería a pensar en Dios. Pensaré, no obstante, en Vos, Dios mío, no para conoceros: es necesario no estar apegado a la tierra para conoceros, y yo siento que mi corazón está aún apegado a las cosas humanas. Tantos deseos de ser estimado, amado y alabado, aunque la gloria y las alabanzas sólo a Vos son debidas; tanto amor a mis propias comodidades me hace gemir porque, cuando me creía más a cubierto del amor propio, veo que me ha sorprendido, y con gran vergüenza y confusión mía se ha burlado de mí.

Abridme, pues, los ojos, amable Jesús: «¡Señor, que vea! » (Lc 18, 41). No os pido veros, ni conoceros; dadme solamente luces que a mí me descubran a mí mismo, e infaliblemente os conoceré: «Señor, conózcame a mí, conózcate a ti». Yo no puedo conocerme a mí sin conoceros a Vos; mis imperfecciones me darán un ardiente deseo de conocer algo mejor que la criatura; y, ¿qué hay sobre la criatura que valga más que el Creador de ella? «A ti se dirige todo mi deseo». Todo lo demás me desagrada, y yo a mí mismo más que todo; porque no conozco nada más digno de repulsión, nada más despreciable y miserable.

Esta consideración de la grandeza e independencia de Dios por un lado, y de la nada de todas las criaturas por otro, me ha descubierto la bajeza y cobardía de aquellos que se hacen dependientes de los hombres; la generosidad y la dicha de los que sólo quieren depender de Dios. El único medio para sacarnos de la triste nada en que estamos, es el apegarnos a Dios: «El que se apega a Dios es un mismo espíritu con Él» (1Cor 6, 17). Así elevamos del polvo y en cierto modo nos asemejamos a Dios.

3.- Espiritualidad de Dios

Al considerar la espiritualidad de Dios he concebido cómo es que Dios, que es todo espíritu, puede ser gustado, oído, visto, abrazado por los sentidos espirituales. Esta consideración ha sido una persuasión interior y fuerte de la presencia de Dios que la fe hace como sensible al alma, de tal manera, que no duda y que ni aun necesita hacerse violencia ni razonar, para quedar convencida de su verdad.

Esta disposición en que me he encontrado me ha dado un gran deseo de mortificar los sentidos exteriores, cuyos desórdenes y operaciones son los únicos obstáculos que tiene el alma en el uso de los sentidos espirituales: «El hombre animal no percibe las cosas que son del espíritu de Dios» (1Cor 2, 14). No me sorprende que los hombres carnales no conozcan a Dios. Es que Dios es espíritu y el espíritu está muerto, o al menos amortiguado en el hombre carnal.

4.- Simplicidad de Dios

La simplicidad de Dios me parece cosa admirable; esta naturaleza que excluye toda composición de partes, ya esenciales, ya integrantes, ya accidentales, que es todas las cosas, y no es sino una sola cosa, que es su propia existencia, que es todo lo que ella tiene: su sabiduría, su bondad, su eternidad, su poder, etc.

Me represento una flor que tuviese los olores de todas las flores. Se podría quizás hacer una composición en donde se encontrasen todos estos olores; pero, ¡qué maravilla si una cosa simple tuviese todos y en todas sus partes y en la mayor perfección! Una fruta que tuviese el gusto de todas; una piedra que tuviese todos los colores de las otras piedras; una planta que tuviese todas las virtudes de todas las demás plantas, etc.: «Teniendo en ti solo todas las cosas, no debemos dejarte» (cf. Tb 10, 5).

Me he sentido inclinado a imitar esta simplicidad de Dios:

1º. En mis afectos, no amando sino solo a Dios; no recibiendo en mí sino sólo este amor. Y esto es fácil, puesto que en Dios encuentro todo lo que pudiera amar fuera de Él, y así mi amor será como dice la Escritura de Dios: «Santo, único y múltiple» (cf. Sb 7, 22). Pero mis amigos me aman, yo los amo; Vos lo veis, Señor, y yo lo siento. ¡Oh Dios mío!, sólo bueno, sólo amable! Es necesario sacrificároslos, pues que me queréis sólo para Vos; haré este sacrificio que me costará aún más que el primero que hice al dejar padre y madre. Hago, pues, este sacrificio y lo hago de corazón, pues que me prohibís dar parte de mi amistad a ninguna criatura[2]. Dignaos recibir este sacrificio tan rudo; pero en cambio, divino Salvador mío, sed Vos su amigo. Ya que Vos queréis ocupar en mí su lugar, ocupad en ellos mi lugar; yo os haré acordaros de ellos todos los días en mis oraciones y de lo que les debéis, pues me habéis prometido sustituiros en mi lugar. ¡Dichosos ellos si se aprovechan de esta ventaja! Os importunaré tanto, que os obligaré a hacerles conocer y estimar el bien que tendrán en el mandamiento que me ponéis de no tener más amigo para poder serlo vuestro. Sed, pues, su amigo, Jesús mío, el único y verdadero amigo. Sed el mío, puesto que ordenáis serlo vuestro.

2º. En mis intenciones: «Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo será claro» (Mt 6, 22). No buscar sino a Dios; ni siquiera buscar sus bienes, sus gracias, las ventajas que en su servicio se encuentran, como la paz, la alegría, etc., sino sólo a Él.

5.- Desasimiento universal

Un medio excelente para desprender el corazón de todo, es cambiar a menudo de lugar, empleo, etc.: se apega uno insensiblemente y se echan raíces, como aparece en la pena que se siente al dejarlos. Es una especie de muerte el salir de un lugar donde es uno conocido y donde tiene algunos amigos.

El pensamiento de que Dios me acompañará a todas partes es lo que me hará soportar sin turbarme la separación; porque en cualquier parte a donde vaya encontraré al mismo Señor y respecto de esto no tendré cambio alguno. Es el mismo Dios a quien yo adoro aquí, que me conoce y me ama y a quien quiero únicamente amar.

6.- Inmortalidad de Dios

«El único que tiene la inmortalidad» (1 Tm 6, 16). Sólo Dios es inmortal. Todo lo demás muere: reyes, parientes, amigos que nos estiman, o a quienes estamos obligados, se separan de nosotros o por la muerte o por la ausencia. Si nos separamos de ellos, el recuerdo de nuestros beneficios, la estima, la amistad, su reconocimiento mueren con ellos.

Las personas a quienes amamos mueren, o al menos la belleza, la inocencia, la juventud, la prudencia, la voz, la vista, etc., todo eso muere con ellos.

Los placeres de los sentidos no tienen, por decirlo así, más que un momento de vida. Sólo Dios es inmortal de todas las maneras.

Como Dios es simplísimo, no puede morir por la separación de partes que lo componen; como es sumamente independiente, no puede desfallecer por la sustracción de un concurso extraño que lo conserva.

Además, no puede ni alejarse ni cambiar. No solamente existirá siempre, sino que será siempre bueno, siempre fiel, siempre razonable, siempre bello, liberal, amable, poderoso, sabio y perfecto con todas las maneras de perfección.

El placer que gustamos en poseerlo es un placer que jamás pasa; es inalterable, no depende ni del tiempo, ni del lugar; no causa jamás hastío, antes al contrario, se hace cada vez más encantador a medida que más se goza.

7.- Infinita perfección de Dios

Dios es perfecto en todos sentidos. Es imposible encontrar en Él algo que no sea infinitamente bueno.

Dios es sabio, prudente, fiel, bueno, liberal, hermoso, dulce, no desprecia nada de cuanto ha criado, hace caso de nosotros, gobernándonos con dulzura y hasta con respeto, paciente, exento de todos los movimientos desordenados de las pasiones, tiene todo cuanto amamos en las criaturas. Todo está reunido en Él y para siempre y de un modo infinitamente más perfecto.

No tiene ninguno de los defectos que nos desagradan, que nos disgustan, que nos repugnan en las cosas criadas. ¿De dónde, pues, procede que no le amemos únicamente? ¿Qué es lo que puede justificar este desamor? Cuando encontramos algo muy perfecto y cumplido en cualquier género que sea, ya no podemos sufrir lo demás.

Una hermosa voz bien educada nos produce un extraño disgusto de los malos cantores; un hombre entendido en pintura y que ha estudiado durante algún tiempo los originales de Rafael y del Tiziano no se digna fijar sus ojos sobre las obras de otros pintores. Cuando se ha vivido entre personas educadas y finas no es posible acostumbrarse a una conversación menos delicada y fina.

8.- Dios, fuente de toda perfección

Dios no solamente es perfecto, sino que es la fuente de toda perfección. Sólo de Él se la puede sacar, y hay que hacerlo, estudiándolo y considerándolo: «Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es» (1Jn 3, 2).

Esto será en el cielo; mas en esta vida, tanto más nos asemejaremos a Él cuanto más lo contemplemos. Tenemos gran obligación de ser perfectos, porque en un hombre que predica la virtud y hace profesión de ella, las imperfecciones perjudican más al prójimo que le aprovecha su virtud; dan ocasión para creer que no hay verdadera santidad, que es imposible la perfección y que no es sino ilusión y mojigatería.

Si las imperfecciones no producen estos pensamientos, persuaden al menos a los flojos que se pueden tener y ser santo al mismo tiempo. Es lo bastante para adormecer a un imperfecto y para alimentar en su corazón alguna pasión que le lisonjea y que ama, el haber observado alguna sombra de ella en un hombre que tiene reputación de hombre de bien. Se cree por esto autorizado a continuar contentando su amor propio y se imagina que no será por ello menos santo.

9.- Eternidad de Dios

Pensando en la eternidad de Dios me la he representado como una roca inmóvil a la orilla de un río[3], desde donde el Señor ve pasar todas las criaturas sin moverse y sin que Él pase nunca.

Todos los hombres que se apegan a las cosas creadas me han parecido como individuos que, arrastrados por la corriente de las aguas, se agarran los unos a una tabla, los otros a un tronco de árbol ,los otros a una aglomeración de espuma que toman por cosa sólida. Todo eso se lo lleva la corriente; los amigos mueren, la salud se consume, la vida pasa, se llega a la eternidad llevado sobre esos pasajeros apoyos como a un dilatado mar, donde no podéis impedir el entrar y el perderos. Se comprende bien cuán imprudente ha sido uno al no agarrarse a la roca, al Eterno; se quisiera volver atrás, pero las olas nos han llevado demasiado lejos y no se puede volver; es necesario perecer juntamente con las cosas perecederas.

Por el contrario, un hombre que se abraza a Dios ve sin temor el peligro y la pérdida de todas las otras cosas. Suceda lo que suceda, cualquiera revolución que suceda, se encuentra siempre sobre su roca. Dios no puede escapársele; abrazado a solo Él, se encuentra siempre a Él asido; la adversidad le sirve sólo para regocijarse de la buena elección que ha hecho. Posee siempre a su Dios; la muerte de sus amigos, de sus parientes, de los que le estiman y favorecen, el alejamiento, el cambio de empleo o de lugar, la edad, la enfermedad, la muerte, nada le quitan de su Dios. Está siempre igualmente contento, diciendo en la paz y gozo de su alma: «Bueno es para mí el arrimarme a Dios; poner en el Señor mi esperanza» (Salmo 72, 28).

Esta consideración me ha conmovido mucho. Me parece haber comprendido esta verdad y que Dios me ha hecho la gracia de persuadirme de ella de tal modo, que me da gran ánimo y facilidad para desprenderme de todo y no buscar más que a Dios en toda mi vida y por todos los caminos en que a Él le agradará meterme, no manifestando nunca inclinación ni repugnancia, recibiendo ciegamente todos los empleos que mis Superiores me encargaren.

Y si alguna vez sucediese que me diesen a escoger (lo prometo, Dios mío, y confío guardarlo con vuestra gracia); si sucediese, digo, que me diesen a escoger mis Superiores, prometo renovaros el voto que me habéis inspirado hacer[4]: de escoger siempre el empleo y lugar hacia los cuales sintiere mayor repugnancia y donde crea, según Dios y en verdad, que tendré más que sufrir. Vos me habéis dado el ejemplo, ¡amable Jesús mío!, y en cuanto pueda quiero regirme por vuestros ejemplos y vuestras máximas, que son las únicas que me pueden conducir a Vos y sacarme de mis perplejidades e ignorancias y de los errores en que pueden precipitarme mis pasiones.