Alocución de San Juan Pablo II en la basílica del Sagrado Corazón en montmartre (París), 1 de junio de 1980.
«Quédate con nosotros, Señor, pues el día ya declina» (cf. Lc 24, 29). A los discípulos de Emaús les ardía el corazón dentro de sí después de haber oído explicar en el camino las maravillas del plan de salvación revelado en las Escrituras. Con la fracción del pan termina el Señor de revelárselas, resucitado, en la plenitud de su amor.
Estamos en Montmartre, en la basílica del Sagrado Corazón, consagrada a la contemplación del amor de Cristo presente en el Santísimo Sacramento.
Estamos en la tarde del uno de junio, primer día del mes especialmente dedicado a la meditación, a la contemplación del amor de Cristo manifestado a través de su Sagrado Corazón.
Aquí se reúnen día y noche los cristianos y se turnan constantemente para escrutar «las insondables riquezas de Cristo» (cf. Ef 3, 8-19).
Las riquezas insondables del Corazón de Jesús
Aquí venimos al encuentro del Corazón traspasado por nosotros, del que brotaron el agua y la sangre. Es el amor redentor, el origen de la salvación, de nuestra salvación, el origen de la Iglesia.
Aquí venimos a contemplar el amor del Señor Jesús: su bondad compasiva para con todos durante su vida terrena; su amor de predilección por los pequeños, los enfermos, los afligidos. Contemplemos su Corazón que arde de amor hacia su Padre, en la plenitud del Espíritu Santo. Contemplemos su amor infinito, el del Hijo eterno, que nos conduce hasta el misterio mismo de Dios. Cristo vivo nos sigue amando todavía ahora, hoy, y nos presenta su corazón como la fuente de nuestra redención: «Semper vivens ad interpellandum pro nobis» (Heb 7, 25). En todo momento nos envuelve, a nosotros y al mundo entero, el amor de este corazón «que tanto ha amado a los hombres y que es tan poco correspondido por ellos».
«Vivo, dice San Pablo, en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20). La meditación del amor del Señor pasa necesariamente por la meditación de su pasión: «se entregó por mí». Esto implica que cada uno tome conciencia no sólo del pecado del mundo en general, sino de este pecado por el que cada uno está realmente implicado, de forma negativa, en los sufrimientos del Señor.
Esta meditación del amor manifestado en la pasión, debe conducirnos también a vivir de acuerdo con las exigencias del bautismo, con esta purificación de nuestro ser mediante el agua brotada del corazón de Cristo; a vivir de acuerdo con la llamada que, por su gracia, nos dirige cada día. Que ahora El nos conceda «vigilar y orar» para no caer en la tentación. Que nos conceda entrar espiritualmente en su misterio; tener nosotros, como dice San Pablo, los sentimientos de Cristo Jesús… «que se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8).
Así somos llamados a responder plenamente a su amor, a consagrarle nuestras actividades, nuestro apostolado, toda nuestra vida.
La Sagrada Eucaristía
No estamos llamados sólo a meditar y a contemplar este misterio del amor de Cristo; estamos llamados a participar en él. Es el misterio de la Sagrada Eucaristía, centro de nuestra fe, centro del culto que rendimos al amor misericordioso de Cristo manifestado en su Sagrado Corazón, misterio adorado día y noche aquí en esta basílica, que de esta manera se convierte en uno de esos centros de donde el amor y la gracia del Señor irradian misteriosa pero realmente sobre vuestra ciudad, sobre vuestro país y sobre todo el mundo redimido.
En la Sagrada Eucaristía celebramos la presencia siempre nueva y activa del único sacrificio de la cruz, en el que la redención se hace acontecimiento eternamente presente, indisolublemente ligado a la intercesión misma del Salvador.
En la Sagrada Eucaristía comulgamos con el mismo Cristo, único sacerdote y única hostia, que nos arrastra en el movimiento de su ofrenda y de su adoración, El que es la fuente de toda gracia.
En la Sagrada Eucaristía —ése es también el sentido de la adoración perpetua—, entramos en este movimiento del amor de donde fluye todo progreso interior y toda eficacia apostólica: «Cuando fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (Jn 12, 32).
Queridos hermanos y hermanas: Siento una gran alegría al poder terminar esta jornada en este santuario de la oración eucarística, en medio de vosotros, reunidos por el amor hacia el divino Corazón. Rezadle. Vivid de este mensaje que, del Evangelio de San Juan a Paray-le-Monial, nos llama a entrar en su misterio. Que «saquemos todos con gozo el agua de las fuentes de la salvación» (Is 12, 3), las que manan del amor del Señor, muerto y resucitado por nosotros.