San Juan Pablo II, mensaje a los jóvenes franceses, 1 de junio de 1980.
Vosotros valéis también lo que vale vuestro corazón. Toda la historia de la humanidad es la historia de la necesidad de amar y de ser amado. Este fin de siglo —sobre todo en las regiones de evolución social acelerada— hace más difícil el brote de una sana afectividad. Por eso, sin duda, muchos jóvenes y muchas jóvenes buscan el ambiente de pequeños grupos, a fin de huir del anonimato y a veces de la angustia, a fin de encontrar su profunda vocación a las relaciones interpersonales. A juzgar por cierto tipo de publicidad, nuestra época parece incluso que es víctima de lo que pudiera llamarse una droga del corazón.
En este terreno, como en los precedentes, conviene ver claro. Cualquiera que sea el uso que de él hacen los humanos, el corazón —símbolo de la amistad y del amor— tiene también sus normas, su ética. Hacer sitio al corazón en la construcción armónica de vuestra personalidad nada tiene que ver con la sensiblería ni aun con el sentimentalismo. El corazón es la apertura de todo el ser a la existencia de los demás, la capacidad de adivinarlos, de comprenderlos. Una sensibilidad así, auténtica y profunda, hace vulnerable. Por eso, algunos se sienten tentados a deshacerse de ella, encerrándose en sí mismos.
Amar es, por tanto, esencialmente entregarse a los demás. Lejos de ser una inclinación instintiva, el amor es una decisión consciente de la voluntad de ir hacia los otros. Para poder amar en verdad, conviene desprenderse de todas las cosas y, sobre todo, de uno mismo, dar gratuitamente, amar hasta el fin. Esta desposesión de sí mismo —acción de largo respiro— es exhaustiva y exaltante, Es fuente de equilibrio. Es el secreto de la felicidad.
¡Alzad más frecuentemente los ojos hacia Jesucristo! El es el Hombre que más ha amado, del modo más consciente, más voluntario, más gratuito. Meditad el testamento de Cristo: «No hay mayor prueba de amor que el dar la vida por aquellos a quienes se ama». ¡Contemplad al Hombre-Dios, al hombre del corazón traspasado! ¡No tengáis miedo! Jesús no vino a condenar el amor, sino a liberar el amor de sus equívocos y de sus falsificaciones. Fue El quien transformó el corazón de Zaqueo, de la Samaritana, y quien realiza, hoy todavía, por todo el mundo, parecidas conversiones. Me imagino que esta noche Cristo murmura a cada uno y a cada una de entre vosotros: «¡Dame tu corazón!… Yo lo purificaré, yo lo fortaleceré, yo lo orientaré.