San Juan Pablo II, ángelus dominical, 15 de junio de 1980.
«Con amor eterno te amé» (Jer 31, 3). Estas maravillosas palabras de la Sagrada Escritura vienen a la mente, cuando la Iglesia se recoge en torno al Corazón de Jesús, meditando sus misterios. Ese devoto recogimiento, característico de todo el mes de junio, alcanza su ápice en la solemnidad del Sagrado Corazón que hemos celebrado el pasado viernes. Hoy, en nuestro común oración del «Ángelus», debe resonar todavía el eco fervoroso de esa festividad, que en la vida de la Iglesia tiene una secular tradición y una actualidad siempre viva. Que cada uno de nosotros reflexione sobre aquello que le cautiva de ese Corazón que tanto ha amado a los hombres.
El Corazón de Jesús y los niños
Al escuchar la cierta afirmación bíblica sobre el amor eterno del Señor, que se reveló en el corazón del Dios-Hombre, atrayendo a cada uno hacia Sí, aparecen ante mis ojos, sobre todo, los sonrientes niños, chicos y chicas que el pasado domingo vinieron en tan gran número al encuentro con Jesús Eucarístico, aquí en esta plaza. Hace pocos días se acercaron por primera vez a la santa comunión, y continúan respirando la solemne atmósfera de aquel día, que se manifiesta incluso en su vestido. El Señor Jesús los acercó muy fuertemente hacia Sí y les atrajo a su Corazón. Que no se alejen jamás de Él. Que conserven siempre el vivo recuerdo de la primera comunión y la cordial amistad con su Amigo divino. En aquel Corazón, que jamás decepciona, han de encontrar válida y amorosa ayuda para toda la vida.
El corazón de Jesús y los sacerdotes
Y hoy, nuevamente, las palabras del amor eterno con que Dios amó al hombre, atrayéndolo hacia el Corazón del Hijo unigénito, encontrarán expresión altamente significativa en otro acontecimiento importante, al que se prepara la venerable basílica de San Pedro: 45 diáconos recibirán, por mi ministerio, la ordenación sacerdotal. Pensando en cada uno de ellos y reflexionando sobre el sacramento del sacerdocio que les será conferido, elevo mi plegaria al Eterno Sacerdote de nuestras almas, a fin de que cada uno de esos jóvenes presbíteros encuentre y profundice de modo perfecto el vínculo con el que desde hace tiempo se halla unido al Corazón de Cristo.
En efecto, la vocación sacerdotal no es otra cosa que el descubrimiento de ese eterno amor que atrae y llama, que puede llenar de gozo exhaustivo el corazón del elegido, abriéndolo al mismo tiempo hacia todos los hermanos y hermanas que la Providencia pondrá en el camino de su ministerio pastoral. Que cada ordenado descubra todavía más plenamente ese dulcísimo vínculo y se reafirme vigorosamente en él. Que crezca siempre el número de aquellos a quienes el amor eterno se revela en su propio corazón como el más grande, que sienten la llamada al servicio sacerdotal y la siguen sin volverse atrás.