Del libro de San Manuel González, Obispo. Que hace y que dice el Corazón de Jesús en el Sagrario.
Salió el que siembra a sembrar su semilla.(Lc 8,5)
Sembrador de las almas, llámeste sacerdote, maestro cristiano, escritor católico, «María», para ti va esta lección de Sagrario.
Ante tu espíritu fatigado, agotado quizás por el ingrato trabajo de una siembra, según todas las apariencias estéril, quiero presentar el ejemplo confortante de otra siembra y de otro Sembrador.
Verás lo que enseña, lo que levanta, lo que suaviza, lo que esclarece, lo que arrastra.
El Sembrador
Ya lo sabes, se llama Jesucristo.
El mismo que dio la virtud misteriosa al granito de semilla casi invisible para convertirse en gallarda espiga de trigo, en dorado racimo de uvas, en olorosa flor, en árbol gigantesco, salió a sembrar en las almas su semilla.
La semilla
Ya no eran granitos de virtud misteriosa, sí, pero limitada, sino que era la virtud misma de Dios Creador y Redentor en forma de lágrimas, de gotas de sudor, de pasos fatigosos, de bendiciones paternales, de miradas compasivas, de palabras augustas, de gotas de sangre de infinito precio y de infinito dolor, de ejemplos altísimos, de inmolaciones incalculables.
Y fue dejando caer el Sembrador Jesús esa su semilla en el surco abierto en las almas por el dolor, la gratitud, el cariño, la curiosidad, el odio, el desprecio y… la mayor parte no dio fruto.
Entre las rapiñas de los espíritus malignos y las malas yerbas de las concupiscencias y las durezas de corazón de los hombres, la semilla del Sembrador no llegó a arraigar en el alma de la mayor parte de los que la recibieron.
Fíjate bien, sembrador desalentado, fíjate bien en esa mayor parte que te subrayo.
Fíjate en que en esas dos palabras entran los miles de habitantes de Judea y Galilea que oyeron y vieron al Maestro y no lo siguieron, en que también entran no pocos que empezaron a seguirlo y lo dejaron después, en que entra ¡todo el mundo! de su tiempo, menos el puñadito aquel de mujeres piadosas y de apóstoles y discípulos.
¡Qué contraste a los ojos humanos tan desconsolador entre el valor y la abundancia de aquella semilla y la pequeñez del fruto! ¿No es verdad?
Los fracasos de la siembra
Hermanos míos, en la siembra de las almas, ¿qué sembrador ha tenido más motivos que el Sembrador Jesús para cruzarse de brazos y exclamar en el más justificado de los desalientos: no quiero seguir sembrando más en tierra tan ingrata? ¿Quién más desairado que Él, más aparentemente fracasado que Él?
¡Ay!, ¡qué miedo me da, Jesús mío, cuando te veo sentando en el brocal del pozo de Jacob, marcada la huella del cansancio en tu rostro! ¡Qué miedo me da imaginarme que pueden entreabrirse aquellos labios secos de la mucha fatiga y dejar salir estas palabras: no sigo más…!
¡Las decimos nosotros con tanta facilidad, con tanta frecuencia!
Y, en efecto, una tarde se sentó Jesús cansado, extenuado ya de sufrir tanto odio de los enemigos, tanto desconocimiento y dureza de los amigos y abre su boca, mientras asoman a sus ojos dos lágrimas y su corazón parece que va a romper la envoltura del pecho del extraordinario palpitar y…
«Tomad y comed, esto es mi Cuerpo…»
Dios mío, Dios mío, ¿qué maneras de querer son éstas?
La nueva siembra
¡El Sembrador, para vengarse de los culpables del fracaso de su siembra, convirtiéndose en semilla!
¡Y esto, Jesús mío, en la hora suprema de tus cansancios y agotamientos!
¡Ahora sí que van a ser los hombres puros y abnegados y humildes y buenos!
Ya no es una palabra, un consejo, un ejemplo de esas virtudes lo que va a sembrarse en sus almas, es la misma pureza, la humildad en persona, la abnegación y la bondad por excelencia, las que van a ser sembradas.
¡Qué cosechas tan abundantes, qué frutos tan regalados, qué fecundidad tan variada van a producir esas semillas divinas de Jesucristo Sacramentado en las almas!
Y es verdad, la semilla del Cenáculo ha hermoseado la tierra con la variedad y riqueza de sus frutos.
Es verdad que si en la tierra todavía se respiran aires de pureza y perfumes de virtudes y se calientan las almas con fuegos de amores santos es porque no dejan de sembrarse Hostias consagradas.
Pero…
¡Qué triste, qué desconsoladoramente triste es ese pero…!
Pero, hermano mío, sembrador de las almas, llámeste sacerdote, maestro, escritor, «María», cuenta que todavía la mayor parte de los hombres no han querido recibir o no han dejado arraigar esa semilla.
Todavía siguen en espantosa mayoría las almas situadas junto al camino, las ahogadas por los abrojos y las secas y duras como piedras…
Y, sin embargo, todavía no has alumbrado el sol un día a la tierra en el que no se hayan abierto las puertas de miles de Sagrarios para dejar salir al Sembrador divino a sembrarse a Sí mismo en las almas.
Sembrador, sembrador, cada vez que oigas rechinar las puertas del Sagrario girando sobre sus goznes, hazte cuenta que desde allá dentro te dicen:
-Sembrador, siembra hoy también…
-Siembra a pesar de los malos que ayer te persiguieron a cara descubierta; a pesar de los buenos que no te entienden, te interpretan mal y tratan de cansarte a fuerza de murmuraciones, reticencias y explosiones de celo amargo; a pesar de los achaques de tus años y de tu salud y de los cansancios e inconstancias de tus coadjutores y auxiliares…, a pesar de todo eso y, sobre todo, de tu amor propio herido y humillado, sigue sembrando hoy con la misma paz que el día de tus más copiosas cosechas.