LOS QUE USTED ME DIO

Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús

Madre, Jesús ha concedido a su hija la gracia de penetrar en las profundidades misteriosas de la caridad. Si ella pudiese expresar todo lo que se la ha dado a entender, usted escucharía una melodía de cielo. Pero, ¡ay!, lo único que puedo hacerle oír son simples balbuceos infantiles… Si no vinieran en mi ayuda las propias palabras de Jesús, me sentiría tentada de pedirle disculpas y de dejar la pluma… Pero no, he de terminar por obediencia lo que comencé por obediencia.

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Novicias y hermanos espirituales

Madre querida, yo escribía ayer que, al no ser míos los bienes de aquí abajo, no debería resultarme difícil no reclamarlos nunca si alguien me los quita.

Tampoco los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por Dios, que puede [19rº] quitármelos sin que yo tenga ningún derecho a quejarme.

Sin embargo, los bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones de la inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso constituye una riqueza a la que solemos apegarnos como a un bien propio que nadie tiene derecho a tocar…

Por ejemplo, si durante la licencia comunicamos a una hermana alguna luz recibida en la oración, y poco después esa hermana, hablando con otra, le dice lo que le habíamos confiado como si lo hubiese pensado ella misma, parece que se apropia de algo que no era suyo.

O bien, cuando en la recreación decimos por lo bajo a nuestra compañera una frase ingeniosa o que viene como anillo al dedo, si ella la repite en voz alta sin decir la fuente de donde procede, parece también un robo a la propietaria, que no reclama nada pero que tiene muchas ganas de hacerlo y que aprovechará la primera ocasión para hacer saber sutilmente que se han apropiado de sus pensamientos.

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Instrumentos de Dios

Madre, yo no sabría explicarle tan bien estos tristes sentimientos de la naturaleza si yo misma no los hubiese experimentado en mi propio corazón. Y me gustaría mecerme en la dulce ilusión de que sólo han visitado el mío, si usted no me hubiese mandado escuchar las tentaciones de sus queridas novicias.

En el cumplimiento de la misión que usted me confió he aprendido mucho. Sobre todo, me he visto obligada a practicar yo misma lo que enseñaba a las demás. Y así, ahora puedo decir que Jesús me ha concedido la gracia de no estar más apegada a los bienes del espíritu y del corazón que a los de la tierra.

Si alguna vez me ocurre pensar y decir algo [19vº] que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí, pues san Pablo dice que, sin ese Espíritu de amor, no podemos llamar «Padre» a nuestro Padre que está en el cielo. El es, pues, muy libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen pensamiento. Si yo creyera que ese pensamiento me pertenece, me parecería al «asno que llevaba las reliquias», que pensaba que los homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él.

No desprecio los pensamientos profundos que alimentan el alma y la unen a Dios. Pero hace mucho tiempo ya que he comprendido que el alma no debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas iluminaciones. Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras.

Es cierto que los demás pueden sacar mucho provecho de las luces que a ella se le conceden, si se humillan y saben dar gracias a Dios por permitirles tomar parte en el festín de un alma a la que él se digna enriquecer con sus gracias. Pero si esta alma se complace en sus grandes pensamientos y hace la oración del fariseo, entonces viene a ser como una persona que se muere de hambre ante una mesa bien surtida mientras todos sus invitados disfrutan en ella de comida abundante y hasta dirigen de vez en cuando una mirada de envidia al personaje poseedor de tantos bienes.

¡Qué gran verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones…! ¡Y qué cortos son los pensamientos de las criaturas…! Cuando ven un alma con más luces que las otras, enseguida [20rº] sacan la conclusión de que Jesús las ama a ellas menos que a esa alma y de que no las llama a la misma perfección.

¿Desde cuándo no tiene ya derecho el Señor a servirse de una de sus criaturas para conceder a las almas que ama el alimento que necesitan? En tiempos del faraón el Señor aún tenía ese derecho, pues en la Sagrada Escritura le dice a este monarca: «Te he constituido rey para mostrar en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra». Desde que el Todopoderoso pronunció estas palabras han pasado siglos y siglos, y su forma de actuar sigue siendo la misma: siempre se ha servido de sus criaturas como de instrumentos para realizar su obra en las almas.

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El pincelito

Si el lienzo que pinta un artista pudiera pensar y hablar, seguramente no se quejaría de que el pincel lo toque y lo retoque sin cesar; ni tampoco envidiaría la suerte de ese instrumento, pues sabría que la belleza que lo adorna no se la debe al pincel sino al artista que lo maneja.

El pincel, por su parte, no puede gloriarse de haber hecho él la obra de arte. Sabe que los artistas no se atan a un instrumento, que se ríen de las dificultades, que a veces les gusta escoger instrumentos débiles y defectuosos…

Madre querida, yo soy un pincelito que Jesús ha escogido para pintar su imagen en las almas que usted me ha confiado. Un artista no utiliza solamente un pincel, necesita al menos dos. El primero es el más útil, con él da los colores comunes, [20vº] y cubre totalmente el lienzo en muy poco tiempo; del otro, del más pequeño, se sirve para los detalles.

Madre querida, usted representa el precioso pincel que la mano de Jesús toma con amor cuando quiere hacer un gran trabajo en el alma de sus hijas; y yo soy el pequeñito del que luego quiere servirse para los detalles menores.

La primera vez que Jesús se sirvió de su pincelito fue hacia el 8 de diciembre de 1892. Siempre recordaré aquella época como un tiempo de gracias. Voy a confiarle, Madre querida, aquellos dulces recuerdos.

Cuando, a los 15 años, tuve la dicha de entrar en el Carmelo, me encontré con una compañera de noviciado que había ingresado unos meses antes. Tenía ocho años más que yo; pero su temperamento infantil borraba la diferencia de los años, así que pronto usted, Madre, tuvo la alegría de ver que sus dos postulantes se entendían a las mil maravillas y se hacían inseparables.

En orden a propiciar aquel afecto naciente, que le parecía que había de dar buenos frutos, nos permitió que tuviéramos juntas, de vez en cuando, algunas charlas espirituales.

Mi querida compañera me encantaba por su inocencia y por su carácter abierto. Pero, por otro lado, me extrañaba ver cuán distinto era el afecto que ella le tenía a usted del que le tenía yo. Había también, en su comportamiento con las hermanas, muchas otras cosas que yo hubiera deseado que cambiase…

Ya en aquella época Dios me hizo [21rº] comprender que hay almas a las que su misericordia no se cansa de esperar, a las que no concede su luz sino paso a paso. Por eso, yo me cuidaba muy bien de adelantar su hora y esperaba pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar.

Reflexionando un día sobre el permiso que usted nos había dado para hablar y así inflamarnos más en el amor de nuestro Esposo, como dicen nuestras santas Constituciones, me di cuenta con tristeza de que nuestras conversaciones no alcanzaban el fin deseado. Entonces Dios me dio a entender que había llegado el momento y que ya no tenía por qué tener miedo a hablar, o que, de lo contrario, debería poner fin a unas conversaciones que tanto se parecían a las de dos amigas del mundo

Aquel día era sábado. Al día siguiente, durante la acción de gracias, le pedí a Dios que pusiera en mi boca palabras tiernas y convincentes, o, más bien, que hablase él mismo por mi boca. Jesús escuchó mi oración y permitió que el resultado colmase ampliamente mi esperanza, pues los que vuelvan su mirada hacia él quedarán radiantes (Sal XXXIII) y la luz brillará en las tinieblas para los rectos de corazón. Las primeras palabras se aplican a mí y las segundas a mi compañera, que realmente tenía un corazón recto…

Cuando llegó la hora en que habíamos quedado para encontrarnos, al poner los ojos en mí la pobre hermanita se dio cuenta enseguida de que yo no era la misma. Se sentó a mi lado, sonrojada, y yo, apoyando su cabeza en mi corazón, le dije, con llanto en [21vº] la voz, todo lo que pensaba de ella, pero con palabras tan tiernas y manifestándole tanto cariño, que pronto sus lágrimas se mezclaron con las mías.

Reconoció con gran humildad que todo lo que le decía era verdad, me prometió comenzar una nueva vida y me pidió, como un favor, que le advirtiese siempre sus faltas. Al final, en el momento de separarnos, nuestro afecto se había vuelto totalmente espiritual, no había ya en él nada de humano. Se hacía realidad en nosotras aquel pasaje de la Sagrada Escritura: «Hermano ayudado por su hermano es como una plaza fuerte».

Lo que Jesús hizo con su pincelito se hubiera borrado pronto si él, Madre, no hubiese echado mano de usted para consumar su obra en aquella alma que él quería toda para sí.

A mi pobre compañera la prueba le pareció muy amarga, pero la firmeza que usted usó con ella acabó por triunfar. Y entonces fue cuando yo, tratando de consolarla, pude explicarle a quien usted me había dado por hermana entre todas las demás en qué consiste el verdadero amor. Le hice ver que era a sí misma a quien amaba, y no a usted. Le conté cómo la amaba a usted yo, y los sacrificios que me había visto obligada a hacer en los comienzos de mi vida religiosa para no encariñarme con usted de manera puramente material, como el perro se encariña con su dueño. El amor se alimenta de sacrificios; y de cuantas más satisfacciones naturales se priva el alma, más fuerte y desinteresado se hace su cariño.

Recuerdo que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes [22rº] tentaciones de entrar en su celda por mi satisfacción personal, por encontrar algunas gotas de alegría, que me veía obligada a pasar a toda prisa por delante de la procura y a agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalera; me venían a la cabeza un montón de permisos que pedir.

En una palabra, encontraba mil razones para dar gusto a mi naturaleza…

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