Yo lo escojo todo

Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús

Un día, Leonia, creyéndose ya demasiado mayor para jugar a las muñecas, vino a nuestro encuentro con una cesta llena de vestiditos y de preciosos retazos para hacer más. Encima de todo venía acostada su muñeca. «Tomad, hermanitas -nos dijo-, escoged, os lo doy todo para vosotras». Celina alargó la mano y cogió un mazo de orlas de colores que le gustaba. Tras un momento de reflexión, yo alargué a mi vez la mano, diciendo: «¡Yo lo escojo todo!», y cogí la cesta sin más ceremonias. A los testigos de la escena la cosa les pereció muy justa, y ni a la misma Celina se le ocurrió quejarse (aunque la verdad es que juguetes no le faltaban, pues su padrino la colmaba de regalos, y Luisa encontraba la forma de agenciarle todo lo que deseaba).

Este insignificante episodio de mi infancia es el resumen de toda mi vida. Más tarde, cuando se ofreció ante mis ojos el horizonte de la perfección, comprendí que para ser santa había que sufrir mucho, buscar siempre lo más perfecto y olvidarse de sí misma. Comprendí que en la perfección había muchos grados, y que cada alma [10vº] era libre de responder a las invitaciones del Señor y de hacer poco o mucho por él, en una palabra, de escoger entre los sacrificios que él nos pide. Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: «Dios mío, yo lo escojo todo. No quiero ser santa a medias, no me asusta sufrir por ti, sólo me asusta una cosa: conservar mi voluntad. Tómala, ¡pues «yo escojo todo» lo que tú quieres…!

Pero tengo que cortar. No debo adelantarme todavía a hablarte de mi juventud, sino de aquel diablillo de cuatro años.

Recuerdo un sueño que debí tener por esta edad, y que se me grabó profundamente en la imaginación. Una noche soñé que salía a dar un paseo, yo sola, por el jardín. Al llegar al pie de la escalera que tenía que subir para llegar él, me paré, sobrecogida de espanto. Delante de mí, cerca del emparrado, había un bidón de cal y sobre el bidón estaban bailando dos horribles diablillos con una agilidad asombrosa a pesar de las planchas que llevaban en los pies. De repente, fijaron en mí sus ojos encendidos y luego, en ese mismo momento, como si estuvieran todavía más asustados que yo, saltaron del bidón al suelo y fueron a esconderse en la ropería, que estaba allí enfrente. Al ver que eran tan poco valientes, quise saber lo que iban a hacer y me acerqué a la ventana. Allí estaban los pobres diablillos, corriendo por encima de las mesas y sin saber qué hacer para huir de mi mirada; a veces se acercaban a la ventana mirando nerviosos si yo seguía allí, y, al verme, volvían a echar a correr como desesperados.

Seguramente este sueño no tiene nada de extraordinario. Sin embargo, creo que Dios ha querido que lo recuerde siempre para hacerme ver que un alma en estado de gracia no tiene nada que temer de los demonios, que son unos cobardes, capaces de huir ante la mirada de un niño…

[11rº] Voy a copiar aquí otro pasaje que encuentro en las cartas de mamá. Nuestra pobre mamaíta presentía ya el final de su destierro:

«Las dos pequeñas no me preocupan. Están muy bien las dos, son naturalezas privilegiadas; sin duda alguna, serán buenas. María y tú podréis educarlas perfectamente. Celina no comete nunca la menor falta voluntaria. También la pequeña será buena; no diría una mentira ni por todo el oro del mundo. Tiene una agudeza como no la he visto en ninguna de vosotras».

«El otro día estaba en la tienda con Celina y con Luisa. Hablaba de sus prácticas y discutía animadamente con Celina. La señora le preguntó a Luisa: ¿Qué es lo que quiere decir? Cuando juega en el jardín, no se oye hablar más que de prácticas? La señora de Gaucherin se asoma a la ventana para tratar de entender qué significa esa discusión sobre las prácticas…

«Esta criatura constituye nuestra felicidad. Será buena, se le ve ya el germen: no sabe hablar más que de Dios, y por nada del mundo dejaría de rezar sus oraciones. Me gustaría que la vieras contar cuentos, no he visto nunca cosa más graciosa. Encuentra ella solita la expresión y el tono apropiados, sobre todo cuando dice: «Niño de rubios cabellos, ¿dónde crees que está Dios?» Y cuando llega a aquello de «Allá arriba, en lo alto del cielo azul», dirige la mirada hacia lo alto con una expresión angelical. No nos cansamos de hacérselo repetir, ¡resulta tan hermoso! Hay algo tan celestial en su mirada, que uno se queda extasiado…»

Madre mía querida, ¡qué feliz era yo a esa edad! Empezaba ya a gozar de la vida, se me hacía atractiva la virtud y creo que me hallaba en las mismas disposiciones que hoy, con un gran [11vº] dominio ya sobre mis actos.

¡Ay, qué rápidos pasaron los años soleados de mi niñez! Pero también ¡qué huella tan dulce dejaron en mi alma! Recuerdo ilusionada los días en que papá nos llevaba al Pabellón. Hasta los más pequeños detalles se me grabaron en el corazón…

Recuerdo, sobre todo, los paseos del domingo, en los que siempre nos acompañaba mamá… Aún siento en mi interior las profundas y poéticas impresiones que nacían en mi alma a la vista de los campos de trigo esmaltados de acianos y de flores silvestres. Me gustaban ya los amplios horizontes… El espacio y los gigantescos abetos, cuyas ramas tocaban el suelo, dejaban en mi alma una impresión parecida a la que siento hoy todavía a la vista de la naturaleza…

Con frecuencia, durante esos largos paseos, nos encontrábamos con algún pobre, y Teresita era siempre la encargada de llevarles la limosna, cosa que le encantaba. Pero a menudo también, pareciéndole a papá que el camino era demasiado largo para su reinecita, la llevaba a casa antes que a las demás (muy a su pesar); y entonces, para consolarla, Celina llenaba de margaritas su linda cestita y, a la vuelta, se las daba. Pero, ¡ay!, la pobre abuelita pensaba que su nieta tenía demasiadas y cogía una buena parte de ellas para su Virgen… Esto no le gustaba a Teresita, pero se guardaba muy bien de decir nada, pues había adquirido la buena costumbre de no quejarse nunca. Incluso cuando le quitaban lo que era suyo o cuando la acusaban injustamente, prefería callarse y no excusarse, lo cual no era mérito suyo sino virtud natural… ¡Qué lastima que esta buena disposición se haya desvanecido…!

[12rº] Sí, verdaderamente todo me sonreía en la tierra. Encontraba flores a cada paso que daba, y mi carácter alegre contribuía también a hacerme agradable la vida.

Pero un nuevo período se iba a abrir para mi alma. Tenía que pasar por el crisol de la prueba y sufrir desde mi infancia, para poder ofrecerme mucho antes a Jesús. Igual que las flores de la primavera comienzan a germinar bajo la nieve y se abren a los primeros rayos del sol, así también la florecita cuyos recuerdos estoy escribiendo tuvo que pasar también por el invierno de la tribulación…