Claudio la Colombière

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Claudio La Colombière fué sido canonizado por el Papa Juan Pablo II el 31 de mayo de 1992. Este santo jesuita destacó extraordinariamente por su amor a la Compañía de Jesús y a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Persuadido de que el amor de Jesucristo va por el camino de la dulzura y de la fidelidad personal, sobresale en la espiritualidad del Corazón de Cristo que aprendió en la escuela ignaciana.

Infancia 1641- 1650

Nació el 2 de febrero de 1641 en Saint Symphorien d’Ozon, un pequeño poblado del Delfinado, en Francia y dependiente entonces, en lo espiritual de la diócesis de Lyon. Su padre, Bertrand La Colombière, era el notario del lugar y se había casado en 1633 con Margarita Coindat, hija de un rico ciudadano de Vienne, mujer de gran fe e inteligencia. Formaron una familia profundamente cristiana.

Bertrand y Margarita tuvieron siete hijos: Humberto, el primogénito; Izabeau que vivió 8 meses; Claudio, el jesuita; René, muerto en la cuna; Floris, más tarde sacerdote en la diócesis de Vienne y párroco arcediano de la Catedral hasta su muerte; Margarita Isabel que entrará en las Salesas de Condrieu donde, después de vivir con toda edificación, morirá a la edad de 86 años; y José que, abogado antes de hacerse discípulo del Señor Olier llegará ser misionero austero en el Canadá y más adelante Vicario General del segundo Obispo de Quebec.

El mayor, Humberto, será padre de 13 hijos y va a ser uno de los miembros más distinguidos del Parlamento del Delfinado. De Humberto sus contemporáneos dirán: es un monje, que vive en el mundo.

La niñez de Claudio fue sencilla, en familia, como la de todos los niños de familias semejantes. Los grandes cambios comenzaron al cumplir éste los nueve años de edad.

En la primavera del año 1650, Bertrand decidió comprar la plaza vacante de oficial de finanzas, en Vienne y la familia entonces pasó a establecerse en esa bella y antigua ciudad.

Lyon 1650-1658

Vienne tenía en esos años unos 8.000 habitantes y ofrecía buenos medios para la educación de los hijos. En lo religioso la diócesis había escapado, casi por completo de la herejía calvinista a pesar de la proximidad con la diócesis de Valence donde la herejía había hecho estragos.

El Colegio de los jesuitas en Vienne ofrecía a la juventud una enseñanza completa. Sin embargo, Claudio, comenzó en octubre de 1650 sus clases de Gramática en el pequeño Colegio de Nuestra Señora del Socorro que los jesuitas tenían en Lyon, al pie de la colina de Fourvière. El gran Colegio de la Trinité, situado sobre el Ródano, podía ser un peligro para un niño de nueve años que debería atravesar dos puentes de madera con movimiento de carruajes y peatones.

Claudio cursó en Nuestra Señora del Socorro tres cursos de Gramática. Veinticinco años más tarde, predicando en Londres, recordará la impresión que en él habían producido las palabras dichas en marzo de 1653 por el Cardenal Alfonso de Richelieu, Arzobispo de Lyon, en su lecho de muerte. Éste, después de haber pasado veinte años en una Cartuja había sido propuesto por su hermano Armando, el gran ministro, para la dignidad de primado de las Galias. En sus últimos momento no había podido menos de exclamar suspirando: ¡Cuánto mejor me sería morir cartujo y no Cardenal!.

En octubre de 1653 Claudio ingresó al Colegio de la Trinité, donde pasará cinco años, dos de ellos dedicados ala filosofía. En este Colegio, Claudio se va a encontrar con dos jesuitas que desempeñarán más tarde papeles muy importantes en su vida: El Padre Francisco de la Chaize, profesor de Poética que será su Rector durante tres años en Lyon y luego su Provincial, antes de ser nombrado Confesor de Luis XIV; y el Padre Juan Papon, Prefecto de estudios, Director de la Congregación Mariana , a la cual el mismo Claudio perteneció, y que será su Maestro de Novicios.

Claudio recordará, después, el Proceso de Beatificación de Francisco de Sales; la consagración del arzobispo de Lyon Camilo de Neuville, abad de Ainay; la visita al Colegio de la Reina Cristina de Suecia después de su conversión al catolicismo; y la visita del joven Luis XIV a quien se le ofrecieron discursos pronunciados en doce lenguas.

En el otoño de 1658 decidió poner por obra su decisión de ingresar al Noviciado de la Compañía de Jesús: “Jesucristo ha prometido el ciento por uno, escribirá más adelante, y no puedo decir que nunca he hecho nada sin que haya recibido, no cien veces, sino mil veces más de lo que había dejado. ¡Oh, si supieras cuán bueno es tu Dios y cuán generoso! Lo es para con sus enemigos, pero para aquellos que le sirven tiene mil manifestaciones tiernas y cariño tan dulces que no se pueden decir, que no se pueden callar y que apenas se pueden soportar”.

Estas dulzuras Claudio no las sin tió inmediatamente, sino que dijo adiós a sus padres con toda la austeridad del sacrificio. A medidos de octubre viajó a Aviñón y se presentó en el Noviciado.

Aviñón. Noviciado 1658-1660.

La Capilla del primer Noviciado de la Compañía de Jesús en Francia, terminada en 1611, está todavía, hoy, como entonces. A igual que la de San Andrés del Quirinal, el más antiguo Noviciado de los jesuitas, en Roma, tiene la forma de cruz griega y está rematada por una cúpula. En el centro está el altar dedicado a San Luis, rey de Francia.

En esta casa Claudio vivió dos años bajo la dirección del Padre Juan Papon, recién nombrado Padre Maestro a quien ya conocía por haberlo tenido como Prefecto de estudios en el Colegio de la Trinité. Sus 32 compañeros de Noviciado eran todos jóvenes venidos del este y sudeste de Francia.

A principios de 1660 el Noviciado recibió la visita de Luis XIV en su viaje a los Pirineos a fin de contraer matrimonio con María Teresa. El lunes de Pascua el rey oyó la Misa y como recuerdo de su paso, queriendo honrar una iglesia dedicada a un rey de Francia, su antepasado, regaló una corona de oro fino para que sirviese de diadema al tabernáculo. En el séquito real iba el Cardenal Mazarino, el ministro Juan Bautista Colbert y el duque de Villeroy, gobernador de Lyon.

No poseemos detalles de su vida de novicio, pero debió ser muy semejante a la de todos los Noviciados de la Compañía. Algo debió haberle costado, por un comentario suyo hecho varios años después. “Señor: Yo me había representado tu ley como una ley dura, como yugo insoportable para mi debilidad. Yo había creído que el comprometerme a una exacta observancia de todos tus preceptos, era poco menos que echarme grilletes a los pies y esposas en las manos, condenándome de esta suerte a una tortura sin fin. Sin embargo, tengo experiencia de todo lo contrario. Tengo conciencia de que tus mandamientos son muy suaves y ligeros”.

Testigo de la acción de la gracia en Claudio, el Padre Juan Papon cifró en él las mayores esperanzas, a juzgar por lo que el año 1660 escribió al Padre General Goswino Nickel dándole cuenta del Noviciado. Hablando de Claudio, anotó: “Tiene grandes talentos, juicio poco común, una prudencia consumada. Su experiencia es bastante grande. Por lo que hace a los etudios los ha comenzado bien. Lo creo apto para toda clase de ministerios”.

En 1660, poco antes de la fiesta de San Luis, fecha habitual en que comenzaban las clases, Claudio fue enviado al Colegio de la misma ciudad de Aviñón a cursar el tercer año de filosofía. Allí el 20 de octubre de octubre de 1660 pronunció sus votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia.

Aviñón. Colegio 1660-1666.

En el Colegio de Aviñón Claudio pasará 6 años, divididos en dos etapas: estudiante de filosofía un año, y profesor cinco años. El tercer año de filosofía o metafísica fue coronado con un “eminente en filosofía”, juicio dado por sus Superiores.

Durante ese año acaecieron dos muertes muy sentidas por Claudio. El 28 de julio, en su comunidad, murió el Padre Pablo de Barry, escritor y predicador brillante. Este Padre en 1626 como predicador y evangelizador en Pary-le Monial, había suscitado en varias personas los deseos por la vida religiosa. Para satisfacer esos deseos había hecho venir a la ciudad a las Hijas de la Visitación, preparando así el Monasterio donde viviría y se santificaría Santa Margarita María de Alacoque.

También, poco después de la muerte del Padre Barry, se extinguiría en Saint-Symphorien la madre de Claudio. Una nota de Bertrand La Colombière, su esposo, dice: “El tercer día de agosto murió mi buerna esposa en nuestra casa de Saint-Symphorien y fue enterrada en la iglesia, detrás del altar de San Crispín. Dios se digne recibirla en su paraíso, adonde creo que orá mediante su gracia, pues ha sufrido mucho”. El párroco había concedido sin dificultad el que fuese enterrada en la iglesia “habiendo muerto como una buena católica y después de recibir devotamente los santos Sacramentos de la Iglesia”.

Un antiguo biógrafo del Padre Claudio La Colombière, el Padre Séguin, afirmó que Claudio asistió a los últimos momentos de su madre. Al narrar el hecho puso en labios de la moribunda señora La Colombière estas palabras: “Hijo mío, tú serás un santo religioso”.

Al comenzar el curso 1661, Claudio fue nombrado “Regente” o profesor, dando así inicio a la experiencia de Magisterio en la Compañía de Jesús. Durante cinco años subirá de una clase a otra con sus alumnos, y los conducirá hasta Humanidades.

En el año 1665 tuvo a su cargo el discurso inaugural, con el que dio comienzo al curso de las clases, y que por las circunstancias políticas, era difícil. Las tensas relaciones entre Luis XIV y el Papa Alejandro VII, ciertamente, se acrecentaban en la ciudad papal de Aviñón.

En 166 tuvo en el Monasterio de la Visitación un sermón solemne, en presencia del arzobispo y las autoridades civiles, con motivo de la Canonización de San Francisco de Sales. En los ocho días de celebraciones habían predicado el Vicario general de Orange, el Prior de los Carmelitas, el Definidor de los Recoletos, el Provincial de los Agustinos, el Corrector de los Mínimos de Arlés, dos famosos predicadores jesuitas, y con ellos, ahora también, Claudio La Colombière.

Llegó para Claudio el tiempo de comenzar sus estudios de Teología. Es curioso, pero es el mismo Padre General, Pablo Oliva, quien en persona decidió intervenir en el proceso de esos estudios teológicos de Claudio La Colombière. Ya en la primavera había escrito al Padre Jean Platière, Provincial de Lyon: “Antes de que comience usted a preocuparse de los cambios del curso que viene, quiero prevenirlo de que no debe tomar ninguna decisión sobre Claudio La Colombière, profesor de Humanidades en el Colegio de Aviñón, porque me reservo el disponer yo mismo de él fuera de la Provincia de Lyon”.

Y en otoño, el 18 de mayo de 1666, el Padre General escribió: “El Padre Esteban Chavary saldrá de Roma, para ir, por orden mía, a París. Deseo que le señaléis por compañero de viaje al joven estudiante Claudio La Colombière quien cursará en aquella ciudad sus estudios de Teología Os lo prevengo con anticipación para que señaléis quien le pueda sustituir en su clase. Es necesario que el Padre Chavary, que no hará más que pasar por Aviñón, no sufra ningún retraso y que su compañero no deje de estar dispuesto a partir por partir por falta de previsión.”

El Padre General respondió un tiempo después una carta de Claudio el cual le había agradecido el destino a París y su intervención personal. “La carta expresando su gratitud ha llegado a mis manos y me ha agradado mucho. En cuanto a mí, me ha sido agradable el serle útil, porque en el pasado se ha hecho Ud. digno de esta gracia y confío en que lo será siempre en el porvenir”

París 1666-1670

El enorme Colegio de Clermont que los jesuitas dirigían en París, en pleno barrio latino, entre la Sorbona y Santa Bárbara, era un centro de poderoso prestigio y un lugar privilegiado de observación para estudiar el movimiento intelectual y religioso de entonces.

Llamado Colegio Clermont en honor del Obispo de esa ciudad, que lo había fundado en 1560, había sido atacado duramente por los protestantes. Sin embargo, había gozado siempre de la protección oficial de los reyes. De los cien establecimientos de educación que los jesuitas dirigían en Europa, éste era sin duda el más célebre. Y a fin de asegurar este prestigio, los Superiores seleccionaban con mucho cuidado a los profesores.

Allí habían enseñado Maldonado y Petavio que, sin duda, deben contarse entre los mejores teólogos de la Compañía. El Padre General quiso, por lo tanto, de veras, que Claudio La Colombière se beneficiara de un grupo selecto de profesores para así prepararse a las serias misiones que recibiría, sin duda, en el futuro.

El Rector del Colegio era el Padre Esteban de Champs, llamado martillo de los jansenistas, por sus agudas y profundas controversias contra ellos. Más tarde va a ser dos veces Provincial, una de ellas en Lyon.

Entre los profesores de Teología figuraban el Padre Guillermo Ayrult, futuro Provincial de Francia; también el Padre Juan Garnier y el Padre Domingo Bouhours y el célebre humanista Francisco Vavasseur. El Jansenismo retenía la atención de todos ellos y, en sus clases sobre el libre arbitrio, la Gracia, la Eucaristía, la Predestinación, rectificaban con firmeza sus errores.

La doctrina jansenista que restringía el amor de Dios y daba a entender que Jesucristo no había muerto por todos los hombres, no podía prevalecer entre los teólogos de la Compañía de Jesús. Los jesuitas ponían más de relieve, según lo había atestiguado el mismo San Francisco de Sales, los aspectos más suaves, dulces y consoladores del dogma católico.

Semejante base doctrinal fue para La Colom bière de gran utilidad en Paray-le Monial y más tarde en Londres. La estadía de Claudio en París coincidió con el extraordinario tiempo de renovación cristiano creado por Berulle, Olier y San Vicente de Paul. El modelo de San Sulpicio, en las cercanías del Colegio de Clermont, empezaban ya a renovar el ministerio parroquial.

Claudio asistió también muy de cerca a las fases más características del conflicto jansenista. En el ambiente de La Colombière se repetían con dolor el juicio del Arzobispo de París sobre las hijas de la Madre Angélica, abadesa de Port Royal: “Puras como ángeles, orgullosas como demonios”.

Pero no todo fue Jansenismo en el París de esos años 166-1670. En los círculos literarios se imponían Racine y Molière. En la oratoria eran los tiempos de Bossuet y, muy cerca, en la misma Compañía de Jesús, los éxitos tan sonoros del Padre Luis Bourdaloue.

En el mismo Colegio de Clermont junto a los estudiantes de Teología había 1.500 jóvenes que cursaban Gramática y Literatura. Los planes de estudios habían ya incorporado las Matemáticas y la Ingeniería.

El Jubileo de 1667 concedido por Clemente OX produjo en todos ellos excelentes frutos espirituales. En el Internado un gran número de alumnos hizo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio por espacio de ocho días. El entusiasmo por servir a los pobres, las visitas a los hospitales y las cárceles y la renovación de costumbres hicieron exclamar entonces al Padre General: “Una piedad tan viva, semejante empeño por la disciplina, tanto celo por el estudio, me llenan de consuelo como po0cas veces he experimentado”.

No se puede, por cierto, precisar la medida en que Claudio contribuyó a esta renovación porque, a diferencia de otros alumnos de Teología, él no tenía con los alumnos internos relaciones habituales.

Con los hijos de Colbert 1667

Aunque Juan Bautista Colbert, el todopoderoso Ministro de Hacienda de Luis XIV, no amaba a los jesuitas, ciertamente los estimaba. Ya en 1664 había deseado confiar al Padre Domingo Bouhours la educación de su hijo mayor, Juan Bautista, el futuro Marqués de Seigneley, entonces de trece años de edad. Cuando Juan Bautista y su hermano Santiago Nicolás, futuro Arzobispo de Rouen, frecuentaron el Colegio de Clermont, en 1667, Claudio La Colombière fue señalado como Ayudante del Padre Bouhours, y luego como sucesor de él en el cargo de Preceptor de los hijos del célebre Ministro.

La educación del mayor de los Colbert debió ofrecer grandes dificultades. Juan Bautista, el hijo mayor, tenía una personalidad muy difícil. Su afán por mostrar su superioridad y el desdén a los demás no lo hacían ser querido. Pero en los estudios brillaba, gracias a la dirección de Claudio La Colombière. Proporcionó mayores satisfacciones a La Colombière y a su padre al ser admitido en sus dos últimos años de Colegio a defender públicamente sus Tesis escolares: la de Lógica y el Conjunto de la Filosofía y de las Matemáticas.

El Ministro, orgulloso por los éxitos de su hijo, empezó a demostrar a Claudio un gran afecto y a distinguirlo con su amistad. Con frecuencia lo invitaba a su palacio y lo hizo partícipe de su mesa, presentándolo a los grandes de la cultura y del Reino de Francia. La selecta sociedad que el jesuita encontraba allí sirvieron enormemente en su crecimiento como humanista.

Allí nacieron, por ejemplo, sus relaciones con Olivier Patru, el hombre de Francia que hablaba mejor el francés y que por entonces ejercía una influencia preponderan te en la Academia Francesa. El célebre Patru llegó a decir, hablando de La Colombière, que era uno de los hombres del reino que mejor dominaba la lengua francesa.

El 6 de abril de 1669 Claudio La Colombière recibió la ordenación sacerdotal en ceremonia muy solemne. Sin embargo, a fines del verano de 1670, al término de la Teología, debió regresar a su Provincia de Lyon.

Lyon 1670-1674

Hacía doce años que La Colombière había dejado el Colegio de la Trinité para entrar en la Compañía de Jesús. El Rector del Colegio era ahora el Padre Francisco de la Chaize, futuro Provincial y futuro confesor de Luis XIV.

Al Padre La Colombière se le confió la cátedra de Retórica, la más importante del ciclo de enseñanza. Al mismo tiempo tomó de la dirección de la Congregación Mariana de los alumnos (hoy, Comunidades de Vida cristiana, CVX) y de la predicación en la Iglesia.

El Colegio, por cierto, no había hecho más que prosperar. El artífice más activo del gran desarrollo había sido el Padre Claudio Francisco Millet de Chales quien fuera el primero en publicar en Francia un curso completo de Matemáticas, obra inmensa en tres gruesos volúmenes.

El Padre Francisco de la Chaize se distinguía en su cátedra de Física. En Historia el Padre Juan de Bussières, el autor de una célebre Historia de Francia. Pero el jesuita que más honró no solamente al Colegio, sino a toda la ciudad, fue el Padre Claudio Francisco Ménestrier, inteligencia de primer orden, memoria prodigiosa, hombre universal y autor de innumerables obras.

Para Claudio, en los inicios del ministerio sacerdotal, el volver a una ciudad donde estudió por muchos años, donde podrá encontrar amistades, compañeros de otros tiempos y parientes, fue jugar con todas las ventajas. Su hermano mayor, Humberto, era entonces miembro del Parlamento. Y su hermano menor José, abogado notable en la ciudad.

Tres años estuvo allí como profesor y director de la Congregación Mariana. En octubre de 1673 fue testigo de la estadía, en Lyon, de la joven María Beatriz de Este a quien un matrimonio, contraído por procurador y celebrado en Módena, la había hecho duquesa de York. Iba camino de Londres, a reunirse con su esposo Jacobo a quien no conocía todavía, hermano del rey Carlos II de Inglaterra.

Ese mismo año 1673 Claudio La Colombière, por disposición de su Rector el Padre Francisco de la Chaize, dejó el cargo de Profesor y pasó a ser el Predicador titular en la iglesia del Colegio de la Trinité. Como oyentes va a tener todos los domingos y días de fiesta a los intelectuales escogidos de la Congregación de Notables. Fue ciertamente una misión delicada y de relieve que tan sólo se confiaba a oradores experimentados.

Tercera Probación 1674-1675

El tercer año de Noviciado, señalado por San Ignacio, lo realizó en Ainay, muy cerca de Lyon, bajo la dirección del Padre Gilberto Arhiaud, antiguo Rector del Colegio de Aviñón a quien conocía hacía ya buen tiempo

Resuelto a ser extremadamente fiel y sincero, Claudio se obligó desde un principio a llevar un Diario Espiritual con el que pensó ayudar al Padre Instructor a dirigirlo mejor, y así conservar para más tarde el recuerdo de las luces recibidas y de los propósitos formulados.

En ese Diario aparecen sus notas durante el mes de Ejercicios espirituales. “Dios mío, quiero hacerme santo, a cualquier precio que sea. Es preciso que Dios esté contento. Deseo hacer todo lo que pueda para ser de Dios, sin reserva… amarle con todas mis fuerzas”.

Con la aprobación de su Instructor, hizo el Voto de observar las Constituciones y las reglas de la Compañía y la determinación de ser fiel toda la vida. Día a día, en ese Diario Espiritual, anotó sus logros, sus luchas, sus desánimos, sus deseos.

Aparece también, en la festividad de San Francisco Javier, la narración de una especie de visión de futuro: “De repente se hizo una gran luz en mi mente; me pareció verme cubierto de hierros y cadenas y arrastrado a una prisión, acusado, condenado porque había predicado a Cristo crucificado, deshonrado por los pecadores… ¿Moriré acaso a manos de un verdugo?. ¿Me veré deshonrado por una calumnia?.

Todo mi cuerpo tembló y me sentí como apretujado por el horror. ¿Me juzgará Dios digno de padecer algo extraordinario para su honra y gloria?. No hay la menor apariencia de ello, pero si Dios me hiciese tal honra, me abrazaré con gusto a todo lo que sea de su agrado, aunque fuesen cárceles, calumnias, desprecios, enfermedades; sólo le agradan nuestros sufrimientos… No sé si me equivoco, pero siento y me parece que Dios me prepara males que sufrir. Envíame, Señor, esos males. Y tú, gran apóstol, alcánzamelos, y al dar gracias a Dios por toda la eternidad por ello, también te alabaré a ti”.

También consagró varias meditaciones a la Inmaculada Concepción. “El día de la Inmaculada, resolví entregarme de tal manera a Dios, que está siempre en mí y en quien vivo y en quien estor. Que nada me preocupa mi conducta no sólo exterior pero ni aún interior, pues descanso tranquilamente entre sus brazos sin temor a tentación, ni a ilusión, ni a prosperidad, ni a adversidad, ni a mis malas inclinaciones, no aún a mis faltas. Me parece que se está muy a gusto en un refugio tan seguro y tan dulce y que no debo temer ni a los hombres, ni a los demonios, ni a mí mismo, ni a la vida, ni a la muerte”.

En Navidad escribió: “He considerado, con una vista clarísima y un gusto muy exquisito, la excelencia de los actos que la Virgen practicó en el nacimiento de su Hijo. He admirado la fuerza de ese corazón y el amor en que arde para con su divino Hijo. Me ha parecido ver los latidos de ese corazón, lo cual me ha enajenado”

El 20 de noviembre de 1674, el Padre Francisco de la Chaize, nuevo Provincial de Lyon, comunicó que el Padre General había autorizado al Padre Claudio La Colombière hacer su Profesión solemne. Se había determinado la fecha, el 2 de febrero siguiente. Le quedaría poco más de un mes para prepararse.

En los últimos ocho días de Ejercicios pensó mucho en la misericordia de Dios: “Lo que me llena de admiración es el considerar que es tan bueno, misericordioso y bienhechor como grande. Es verdad que es un abismo de grandeza, pero también lo es de misericordia; he ahí lo que me anima a esperar, lo que me hace atreverme a acercarme a él y hablarle; sin esta consideración creo que no me atrevería ni siquiera a pensar en Dios. Pensaré, sin embargo, en Ti. Dios mío.”

Quizás conocía ya su nombra miento como Superior de Paray-le-Monial. Le costó abandonar Lyon, una ciudad tan querida, donde tenía tantos amigos. “Pero mis amigos me aman y los amo; Tú lo ves y yo lo siento. ¡Dios mío, el único bueno, el único amable! ¿Es preciso sacrificártelos, pues me quieres todo para Ti? Pues haré este sacrificio, que me costará más que el primero que hice cuando abandoné a mi padre y a mi madre.

Haré, pues, el sacrificio y lo haré de buena gana, puesto que me prohibes dar parte de mi amistad a ninguna criatura”. Y a continuación: “Acepta, Señor, este sacrificio tan costoso; pero, a cambio, divino Salvador mío, sé Tú mi amigo. En mis oraciones haré que todos los días te acuerdes de ellos, te importunaré tanto que te obligaré, por decirlo así, a darles a conocer y estimar todo el bien que para ellos supone el mandamiento que me das de no tener más amigos, a fin de poder serlo tuyo. Sé, pues, Jesús, su amigo, su único y verdadero amigo”.

Al término de su Tercera Probación precisó en su Diario el voto solemne de Obediencia, mediante el compromiso de “no manifestar jamás inclinación ni repugnancia, en relación con los empleos que puedan prescribirme los Superiores”. Le pareció poco y añadió: “Si aconteciere que los Superiores me dejasen a mí el elegir, te prometo, Dios mío, renovarte el voto que me has inspirado de escoger siempre el sitio y el empleo a los que sienta más repugnancia y don de crea, según Dios y en verdad, que sufriré más”.

¿A dónde iban a destinarlo los Superiores? La decisión del Padre Provincial, por decir lo menos, fue para muchos desconcertante. Los talentos de Claudio, sus éxitos, lo señalaban claramente para las grandes cátedras de una gran ciudad. Y, sin embargo, era enviado a un pueblo, Paray-le-Monial, que no contaba arriba de 1.600 comulgantes, a una Residencia que ni siquiera era autónoma, sino que dependía del Colegio de Roanne, a una Casa todavía más modesta con tres ventanas en la fachada, un solo piso, un pequeño Colegio básico anexo con dos profesores. ¡Qué diferencia con los Colegios de Aviñón, París, Lyon donde había vivido hasta entonces! Se terminaba la compañía de los Bouhours, de los Colbert y de los Patru.

¿En qué estaba pensando el Padre de la Chaize? El conocía a Claudio La Colombière, pues había sido su Rector en Lyon durante tres años y su Provincial desde hacía un año. Todos sabían que el Padre de la Chaize era un espíritu agudo, consejero prudente, de quien el Arzobispo de Lyon, Camilo de Neuville, había declarado al Padree General no poder pasar mucho tiempo sin él.

Las cualidades del Padre de la Chaize eran tan conocidas como para, que a la muerte del Padre Ferrier, confesor de Luis XIV, el marqué de Villeroy, hermano del Arzobispo de Lyon, lo propusiera como sucesor. Y el monarca, a pesar de la costumbre de que este cargo lo desempeñase un religioso de París, acababa precisamente en este mes de enero de 1675 de nombrar confesor suyo a este jesuita forastero.

Y si conocía los valores del Padre Claudio ¿cómo no le reservaba un empleo mejor? Así murmuraba la vana sabiduría del mundo. El Padre de la Chaize tuvo razones poderosas al decidir enviar a Paray-le-Monial al Padre La Colombière. Se trataba de un asunto espiritual enmarañado, delicado y que le preocupaba resolver.

Se necesitaba allí la presencia de un guía prudente y osado. Y el Padre Provincial señaló para ese cargo a uno de sus hijos a quien conocía muy a fondo. Al mismo tiempo en Paray-le-Monial, Nuestro Señor daba a conocer este Director la persona escogida que necesitaba ser guiada: “Yo te enviaré a mi fiel siervo y perfecto amigo”.

Paray-le-Monial 1675

Una pequeñísima localidad. En ella se destacaban, a igual que hoy, los tres campanarios románicos de la bella iglesia del priorato de los monjes de Cluny.

Los jesuitas habían llegado a Paray-le-Monial en 1619 e instalado allí una Misión con dos sacerdotes dependientes del Colegio de Roanne. En 1626 era Superior de la Misión el Padre Pablo de Barry quien había obtenido de Santa Francisca Chantal la autorización necesaria para una fundación en la pequeña ciudad, y así recibir a varias personas deseosas de entrar en religión.

Los comienzos de esta fundación habían sido muy duros: la casa muy pequeña, la imposibilidad de una verdadera clausura y por fin la peste de 1628 que se había ensañado en las religiosas. Santa Francisca Chantal había pensado, abandonar la fundación. Los jesuitas para asegurarla, habían propuesto a las hijas de Santa Francisca Chantal un cambio de casas. Y así el monasterio definitivo de Paray-le Monial había quedado instalado en los terrenos de los jesuitas.

En 1651 los jesuitas habían transformado su Misión en Residencia al hacerse cargo del pequeño Colegio municipal-

El Padre Claudio La Colombière al llegar a ésta su nueva y modesta Residencia encontró en ella a tres sacerdotes y a un Hermano. Con grandes sacrificios iban llevando los cursos del Colegio y los diversos apostolados en la ciudad. En septiembre del mismo año 1671 La Colombière consiguió un profesor más en la persona del Padre Luis Miraillon. Y también, gracias ayudas reales obtenidas a través del Padre de la Chaize, pudo comprar la propiedad vecina y proyectar una futura iglesia.

Santa Margarita María 1675

Por ese entonces vivía en la Visitación una religiosa, Margarita María de Alacoque. Para los que vivían con ella, aparecía como “un signo de contradicción”. Desde niña había sido elegida y agraciada, con gracias místicas. Al ingresar en el monasterio de la Visitación de Paray-le-Monial en 1671, la Maestra de Novicias, Madre Thouvant, había tenido buen cuidado de decirle que las vías extraordinarias, los éxtasis y las visiones no entraban en el espíritu de las hijas de Santa María. Y justamente, el mismo empeño continuado de querer vivir unida íntimamente a Dios, absorta y como ausente, le parecía a la Superiora un obstáculo para perseverar en el monasterio.

Cuando había llegado el tiempo de la profesión, la Madre Francisca de Saumaise dudó en concederla, pero ¿qué hacer? Dios parecía poseerla de tal forma y tan sensiblemente que, estando sola en su celda, no podía permanecer sentada; se quedaba de rodillas si no prosternada en el suelo. “Yo busco – ,le habría dicho un día Jesús – una víctima para mi Corazón que quiera sacrificarse como un a hostia de inmolación al cumplimiento de todos mis designios. No la busco entre tus compañeras. Te quiero sólo a ti y quiero que tú con sientas en mis deseos”.

Durante los ejercicios de la profesión, hacia la fiesta de Todos los Santos de 1672 habría oído a Cristo que le había dicho: “He aquí la llaga de mi costado para que sea tu morada actual y perpetua”.

Todo esto todavía era poco. Un día de San Juan Evangelista, sin duda en 1673, había contado ella a la Madre de Saumaise: “Nuestro Señor me hizo descansar durante largo rato sobre su pecho donde me descubrió los secretos inexplicables de su Corazón que hasta entonces me había tenido ocultos. Te he escogido como un abismo de indignidad e ignorancia para cumplir el gran designio mío, a fin de que todo sea hecho por Mí.

Es preciso repartir por tu medio mi Amor y que se manifieste a los hombres para enriquecerlos con sus preciosos tesoros”. Después le habría tomado el corazón que puso en el suyo y al devolvérselo le habría dicho con claridad “que esta gracia no es una imaginación; y aunque he cerrado la llaga de tu costado, el dolor te quedará para siempre”. Y así había sido. Y como por días había quedado impotente para pronunciar una sola palabra, inhábil para las acciones más ordinarias, las otras religiosas la creían estúpida y la trataban de hipócrita y de visionaria.

Desde entonces todos los primeros viernes del mes sentía las manifestaciones del Corazón de Jesús. A comienzos de 1674 se le mostró “más brillante que un sol, rodeado de una corona de espinas que significaban las punzadas que le daban nuestros pecados, y dominado por una cruz que significaba que desde los primeros instantes de su Encarnación la cruz había estado allí”.

Su Superiora, la Madre Francisca de Saumaise, no sabía qué hacer. Para probarla la mortificó y la humilló fuertemente; no concedió nada sino que trató con desprecio lo que Margarita María le comunicaba con temblor, obligada por la obediencia.

“Esto me consoló mucho – escribió Margarita María – y me retiré con mucha paz”.

Le vi no una fiebre violenta. Se temió por su vida. “Pues bien – le ordenó la Superiora – pida a Dios su curación. Así conoceremos si todo eso viene del Espíritu de Dios. Entonces le permitiré todo: comunión de los primeros viernes y la hora santa del jueves en la noche”. Y la enferma había recuperado la salud.

Perpleja y sin saber cómo conducirla la Madre de Saumaise había creído su deber obligarla a descubrir a algunas personas de doctrina lo que por ella estaba pasando. Varios la habían tratado de visionaria y le habían prohibido detenerse en sus inspiraciones. Uno de ellos se había permitido dar este notable consejo: “Hagan que esta Hermana tome caldo y todo irá mejor”. Los más prudentes no habían sabido qué pensar y habían suspendido sus juicios.

Los dos Santos 1675 – 1676

Así estaban las cosas. El Padre Pedro Papon, Superior de los jesuitas de Paray-le-Monial, enterado de su traslado como Rector del Colegio n o pudo ocultar al Padre de la Chaize, entonces Provincial, las dificultades con que tropezaría en Paray-le-Monial su sucesor.

El caso de la Hermana Margarita María, por las consultas precedentes, era ya conocido en toda la ciudad. El nuevo Superior tendría que intervenir y, con su prudencia y juicio, debería lograr restablecer la paz en la iglesia de Paray-le-Monial.

La elección del Padre de la Chaize recayó en La Colombière a quien conocía profundamente. Debió decirse: He aquí el hombre. Sólo así puede explicarse la respuesta dada por el Padre Forest a la señorita María Rosalía, de Lyon. Como esta persona no saliese de su admiración al ver que habían enviado a una tan pequeña ciudad a un hombre de tal talla: “Es en favor de un alma que necesita de su dirección”.

Por su parte, Santa Margarita María llena de angustias, trataba de resistir a las inspiraciones que le parecían venir del Cielo. Seguía los consejos de sus Superioras y de los sacerdotes que hasta entonces habían intervenido. Un día recibió una promesa: “Yo te enviaré a mi fiel siervo y perfecto amigo que te enseñará a conocerme y a abandonarte a mí”.

A fines de febrero de 1675 el Padre Claudio La Colombière hizo la primera visita al Monasterio de la Visitación. “Este es el que yo te envío”, oyó Santa Margarita María. Como confesor de Témporas fue a la Visitación nuevamente, el 8 de marzo, pero ella no se atrevió a abrir su alma. Poco después la Madre de Saumaise le ordenó que no ocultara nada al Padre La Colombière. Y a mediados de marzo Margarita María, en confesión, le manifestó sus repugnancias.

El Padre le respondió enseguida: “Me alegro de darle ocasión de ofrecer un sacrificio a Dios. Entonces – dice la Santa – sin pena ni formas le descubrí el fondo de mi alma, lo mismo lo malo que lo bueno. Me dio muy grandes consolaciones asegurándome que no había nada que temer en la conducta de este Espíritu, por lo mismo que no me quitaba de la obediencia.

Que debía seguir sus movimientos abandonándole todo mi ser a fin de sacrificarme e inmolarme según su beneplácito. Admirando la gran bondad de Dios al no verse ofendido por tanta resistencia, me enseñó a estudiar los dones de Dios y a recibir con respeto y humildad las frecuentes comunicaciones y familiares coloquios con que me favorecía, por los cuales debía dar continuas gracias a una tan grande bondad”.

En una entrevista, el Padre ordenó a Margarita María que pusiera por escrito todo lo que pasaba en ella, porque quería meditarlo despacio. La Hermana sentía una repugnancia mortal. Lo escribió para obedecer y luego lo quemó creyendo haber cumplido así con la obediencia. No se quedó con ello tranquila y, menos mal, le entraron escrúpulos y el Padre La Colombière le dio orden de no hacerlo más. De esas confidencias ten emos tan sólo la relación que el Santo incorporó al final de sus Ejercicios en Londres en 1677, acerca de lo cual hablaremos más adelante.

La devoción al Corazón de Jesús y San Claudio La Colombière

“Los elementos esenciales de la devoción al Corazón de Cristo – nos dice el Papa Juan Pablo II – pertenecen de manera permanente a la espiritualidad de la Iglesia a lo largo de su historia. Desde sus mismos comienzos la Iglesia ha dirigido su mirada al Corazón de Jesús traspasado en la Cruz y del cual brotaron la sangre y el agua que son los símbolos de los Sacramentos que la constituyen. En el Corazón del Verbo Encarnado han visto los Padres, de Oriente y Occidente, el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del Amor divino Redentor, que el Corazón traspasado simboliza tan expresivamente”

La espiritualidad de la Compañía de Jesús ordenada al “conocimiento interno del Señor para más amarlo y seguirlo” suscita desde los tiempos mismos de San Ignacio un camino apostólico de amor y misericordia que lleva a los hombres hacia Dios y los reconcilia entre ellos como hijos queridos de un mismo Padre.

San Ignacio mismo, muy fiel a su principio de “no recorrer los puntos sino con una breve y sumaria explicación” lleva en sus Ejercicios Espirituales, con sobriedad, a descubrir el misterio señalado por San Juan en el Evangelio; “su costado fue herido por la lanza y salió sangre y agua”.

Ciertamente San Ignacio conocía la amplia y ardiente meditación que Ludolfo el Cartujano había propuesto en su Vida de Cristo y que él tantas veces había considerado. Al dejar al ejercitante frente al costado herido de Cristo, quiere que sea él mismo quien haga propio el descubrimiento señalado por el Cartujano: “Que el hombre se apresure a entrar en el Corazón de Cristo. Debes unirte de tal manera a Cristo por amor, que tu corazón entre totalmente en Él, que hiera tu corazón con sus heridas”.

Esta pedagogía ignaciana lleva a la visión del Corazón de Jesús de San Pedro Canisio, a la oración a la Sagrada Llaga de San Francisco de Borja, al éxtasis del Beato Pedro Fabro en Maguncia delante de la Cruz del Señor. También a San Alonso Rodríguez a quien desde la contemplación del Rostro sufriente del Crucificado llega el secreto que revela esta Faz: el misterio del Corazón.

El Padre La Colombière no estuvo ajeno a este carisma ignaciano. Al comienzo de la Tercera Semana del mes de Ejercicios, a propósito del prendimiento de Cristo en Getsemaní, escribió: “Dos cosas me han conmovido extraordinariamente. La primera es la disposición con que Jesucristo se presentó delante de los que lo buscaban. Su Corazón está sumergido en horrible amargura; todas las pasiones están sueltas dentro de él, toda la naturaleza está desconcertada y, a través de todos estos desórdenes, de todas esas tentaciones, el Corazón se dirige derechamente a Dios; no duda en tomar el partido que le sugieren la virtud y la más alta virtud.

La segunda cosa es la conducta de este mismo Corazón con Judas que le hace traición, con los apóstoles que le abandonan cobardemente, con los sacerdotes y con los demás autores de la persecución de que es objeto; todo eso no fue capaz de excitar en Él el menor sentimiento de odio o de indignación. Me represento, pues, a ese Corazón sin hiel, sin acritud, lleno de una verdadera ternura para con sus enemigos”.

Siguiendo el ejemplo de otros Siervos de Dios, San Juan Eudes por ejemplo, tampoco quiso el Padre La Colombière separar el Corazón de Jesús del de su Madre. Y así terminó esa meditación: “Oh Corazones verdaderamente dignos de poseer todos los corazones, de reinar sobre todos los corazones de los ángeles y de los hombres. En adelante seréis mi regla y en ocasiones semejantes procuraré revestirme de vuestros sentimientos; quiero que mi corazón en lo sucesivo no esté sino en el de Jesús y en el de María, o que el de Jesús y el de María estén en el mío, a fin de que le comuniquen sus movimientos”.

Así, pues, para conocer y rogar al Corazón de Jesús, al corazón de carne, símbolo del amor, Claudio no necesitó esperar las confidencias de Margarita María. ¡Cuántas veces al reno var su heroico voto de observar fielmente todas las reglas de la Compañía había repetido; “Sed, pues, amable Jesús, mi padre, mi amigo, mi maestro, mi todo; y ya que quieres contentarte con mi corazón, ¿no sería una sinrazón el que él mismo no se contentase con el Tuyo?

¿Qué autores, además de Ignacio, iniciaron a Claudio en este conocimiento? No importa mucho, pero es manifiesto que desde el primer cuarto del siglo XVII, especialmente en Francia, los hombres espirituales, sacerdotes, religiosos o seglares, se sintieron atraídos de una manera especial a la contemplación del interior de Jesús para, conforme a él, modelar el suyo. Sin hablar de San Francisco de Sales, de Bérulle, de Olier, del famoso Padre José y sobre todo de San Juan Eudes, varios entre sus hermanos jesuitas, antes que Claudio, contribuyeron a este movimiento de devoción al amor y al Corazón de Cristo.

El Padre Pedro de Oultreman había publicado en Lille en 1652 un infolio de más de mil páginas titulado “El amor increado extendido sobre las creaturas”, cuyo quinto libro llevaba por subtítulo “Amor intenso: su tipo, el Corazón o el costado abierto de Cristo”. Apoyándose en los Padres, en los filósofos, en los Santos, especialmente en Santa Catalina de Siena y Santa Gertrudis, el autor pretendía probar que el Corazón es el símbolo del amor.

No nos atrevemos a afirmar que el Padre Claudio, a pesar de ser hombre de vasta lectura, hubiera leído personalmente esta obra. No sabemos si conoció los emocionantes “Afectos” para el Sagrado Corazón del Padre Alvarez de Paz, o las “Consideraciones sobre las llagas de Cristo” del Padre Vicente Caraffa quien murió siendo General de la Compañía de Jesús, o el precioso manual de Gaspar Druzbicki: “El Corazón de Jesús, meta de los corazones”.

Otros en su derredor, en Aviñón, Lyon o París, su Maestro de Novicios, sus Padres espirituales; su Instructor de Tercera Probación, los conocieron profundamente y alimentaron en ellos sus coloquios espirituales.

De los jesuitas de Francia en el siglo XVII figuraron entre los devotos del Corazón de Cristo, hay uno que ciertamente Claudio no pudo ignorar:

Se trata del Padre Luis Lallemant, el célebre Director espiritual e Instructor de Tercera Probación. Casi todos los misioneros y mártires jesuitas del Canadá y Norteamérica, ocho de ellos canonizados, fueron sus discípulos.

En la época de La Colombière, todavía no se había dado a la imprenta el libro “Doctrina Espiritual” de Lallemant. Sin embargo en vida, por sus enseñanzas y virtudes, y también después de su muerte (1635), por sus novicios y sus tercerones había ejercido una larga y profunda influencia en toda la Compañía de Jesús. Este maestro de la vida espiritual tenía la costumbre en todas las cosas que se prestaban a elección, sobre todo cuando se trataba de pruebas, de cruces y de humillaciones, de dirigir a los suyos al Corazón de Jesús: “Consulten los sentimientos de ese Corazón – decía – y después hagan elección”. El Instructor de Tercera Probación, de Claudio La Colombière, el Padre Gilberto Athiaud, lo conocía bien y se consideraba su seguidor.

Dieciocho meses vivió el P. Claudio La Colombière en Paray-le-Monial. Además de Superior de la pequeña Residencia, dirigió la Congregación de Notables, predicó en la parroquia de San Nicolás y en la iglesia abacial. Atendió espiritualmente a sacerdotes, religiosas y laicos. Predicó y dio misiones en casi todos los pueblos de la región y fueron numerosas las personas que se convirtieron muy seriamente y consagraron sus vidas en los monasterios religiosos.

Con la Hermana Margarita María de Alacoque hizo un discernimiento orientador con gran seriedad y profunda oración. Puso paz. Supo ver, en la devoción al Corazón de Cristo, el mismo modo espiritual, de misericordia y amor que él mismo había encontrado en la espiritualidad de San Ignacio. Se dio cuenta además, desde los primeros momentos y contactos con ella, que esa misma devoción era el camino de Dios para los hombres de su tiempo y el mejor antídoto al riguroso jansenismo de la época.

En julio de 1676,el Padre Claudio La Colombière ya supo que el próximo mes de septiembre debería abandonar Paray-le-Monial, sin conocer todos los detalles de su nuevo destino.

El Padre Francisco de la Chaize, que no es ahora su Superior jerárquico, por ser confesor de Luis XIV, lo ha señalado como el hombre indicado para una nueva misión extraordinariamente delicada: ir a Inglaterra con el cargo oficial de predicador de la Duquesa de York.

Inglaterra 1676

En Inglaterra reinaba Carlos II, hijo del infortunado Carlos I víctima de Cromwell. Al ser repuesto en el trono de Inglaterra en 1660 este hijo de Enriqueta, princesa de Francia, había querido dar la libertad de conciencia en beneficio de los católicos, pero el Parlamento no lo habría permitido. En 1662 había contraído matrimonio con Catalina de Braganza, católica, hija de Juan IV de Portugal. No teniendo descendiente legítimo, el heredero del trono era su hermano Jacobo, duque de York, católico.

Del primer matrimonio de Jacobo con Ana Hyde sobrevivían dos hijas, Mary que debía ser más tarde la esposa de Guillermo de Orange, y Ana. En 1671 había muerto Ana Hyde haciendo pública confesión de fe católica a la que se hallaba adherida desde hacía un año. Pero, al no tener heredero varón, Jacobo, con el fin de asegurar mejor la sucesión a la corona de Inglaterra se había resuelto dos años más tarde a contraer segundas nupcias. Solicitó, con pleno conocimiento de su hermano Carlos II, la mano de una princesa católica María Beatriz, hija de Alfonso duque de Módena y de Laura Martinozzi, sobrina del Cardenal Mazarino.

María Beatriz tenía quince años. Sus deseos íntimos eran los de ingresar como religiosa en el Monasterio de las Salesas de Módena. Las resistencias de María Beatriz al matrimonio con el duque de York debieron caer, debido a las intervenciones de los Cardenales Barberini y Altieri, del rey Luis XIV y del mismo Papa Clemente X en persona. María Beatriz debía considerar el mayor bien de la Fe católica y dejarse guiar por el celo de procurar un bien superior.

De ahí que el 30 de septiembre de 1673 hubiera tenido lugar en Módena, por procurador, el matrimonio entre esos dos príncipes que nunca se habían conocido y estaban tan distantes el uno del otro. En Londres en el Palacio de Saint James vivirá, así se pactó, con una corte de doce italianos y veintisiete ingleses. Tendrá por confesor a u jesuita, el Padre Antonio Galli, y un predicador en la fe católica.

Los jesuitas ingleses eran unos treinta en Londres, en el Colegio San Ignacio. En el resto del país había otros cien, diseminados, y sin residencia fija. Los novicios y escolares se formaban en el continente.

La duquesa de York, por las capitulaciones tenía derecho a tener una Capilla y un predicador señalado por Francia. El designado para este oficio, el Padre Saint-Germain, había, hasta la fecha, cumplido su oficio a satisfacción de todos. Sin embargo, a fines de 1675 debió regresar a su patria. Había sido acusado de alta traición, por un francés apóstata, por haberlo tratado de convertir a la Iglesia de Roma.

El Padre Francisco de la Chaize se dio, por cierto, perfecta cuenta de la situación compleja y difícil que se presentaba y, tan pronto como tuvo el encargo de nombrar al titular, no dudó en la elección. Hacía falta un hombre que, en medio de una Corte relajada, supiese vivir como un asceta, libre e irreprochable, prudente y lleno de inteligencia. Ese hombre no podía ser otro que aquél a quien el Padre de la Chaize había confiado ya en Paray-le-Monial una misión difícil. ¿Qué importaba que sólo tuviera 35 años?

El Padre Claudio La Colombière, después de pasar algunos días en París para recibir las necesarias instrucciones, se puso en camino para Inglaterra el 5 de octubre de 1676.

El 13 de octubre de 1676 llegó al palacio de Saint James, residencia de la duquesa de York, de quien, con el título de predicador, iba a ser el apoyo y el consejero espiritual durante casi tres años.

Londres 1676

La vida de inseguridad y de semi dispersión en que vivían los jesuitas ingleses, no permitió al Padre La Colombière hallar alojamiento entre sus hermanos de la Compañía de Jesús. Por ello debió ocupar la habitación que le estaba reservada en el Palacio Saint James. También allí vivían otros dos jesuitas, el Padre Antonio Galli, confesor titular de la duquesa y el Padre Tomás Bedingfield, gran amigo y consejero del duque Jacobo.

La autorización de predicar y de celebrar la Misa en público se extendía sólo para los sacerdotes extranjeros y en beneficio de sólo los extranjeros.

Las relaciones del Padre La Colombière con el Padre Guillermo Waing, Rector del Colegio San Ignacio y sus súbditos, con el Padre Thomas Whitbread, Provincial de todos los dispersos, y con el Padre D’Obeith, francés, que vivía en la Embajada de Francia, deberían ser de extraordinaria prudencia.

Un decreto del Parlamento, fechado el mismo día de la llegada del Padre La Colombière, prohibió a los vasallos ingleses frecuentar las capillas católicas de las Embajadas. Esta prohibición no parece haberse aplicado con demasiado rigor en la Capilla de la duquesa de York. El Padre La Colombière predicó todos los domingos y días de fiesta, y durante el Adviento y la Cuaresma varias veces entre semana, imponiéndose el trabajo de redactar hasta con la más mínima exactitud cada uno de sus sermones. Comenzó por la Fiesta de Todos los Santos.

Su auditorio se componía en buena parte de gente que dependía de la corte de Saint James, franceses e italianos. Pero, a pesar de todas las prohibiciones del Parlamento, los ingleses se juntaban de ordinario en gran número y, en ciertos días, también asistían protestantes. Con estos últimos no mantuvo, jamás, ningún espíritu de controversia, penetrado de benevolencia y consciente de su papel de enseñar e instruir y no de discutir.

Se conservan unos 80 sermones y unas 40 reflexiones. Con este material se podría componer un tratado casi completo de Catecismo, pues en ellos se hallan expuestas las verdades que hay que creer sobre Jesucristo, el Espíritu Santo, la Iglesia, la Santísima Virgen, los Novísimos, los Mandamientos, las Virtudes, la Oración y los Sacramentos. Estas enseñanzas explican en buena parte la influencia que el Padre Claudio La Colombière ejerció en Inglaterra.

Cuando se piensa que todo este vasto programa representa el esfuerzo de dos años, en medio de otras múltiples ocupaciones, no puede uno menos de admirarse de la capacidad de trabajo y de energía que ellos supone, aun tenida en cuenta la preparación de los diez meses como predicador en Lyon. Claudio La Colombière siempre animó, exhortó, levantó. Siempre triunfó la misericordia y el don de Dios

Otro aspecto notable en sus predicaciones fue el de la confianza, la tranquilidad y serenidad de alma en medio de las dificultades y peligros que parecían rodear a los oyentes y a él mismo.

Al acabar sus Ejercicios de año, en enero de 1677, escribió Claudio: “Me he comprometido a procurar por todos los medios posibles la ejecución de lo que se me mandó de parte de mi adorable Maestro, en relación con su precioso Cuerpo en el Santísimo Sacramento del Altar. Movido de compasión por los ciegos que no quieren someterse a creer este grande e inefable misterio, daría gustoso mi sangre a fin de persuadirlos de esta verdad en la que creo y que profeso.

En un país en el que se cree un honor dudar de tu Presencia real en este augusto Sacramento, siento mucho consuelo en hacer varias veces al día actos de fe, concernientes a la realidad de tu Cuerpo adorable bajo las especies de pan y vino”.

Respecto al amor al Corazón de Cristo, Claudio escribió a renglón seguido la nota de enero de 1677, a la cual hemos hecho alusión, recibida por Margarita María, en relación con el Sagrado Corazón, y la hizo preceder de las siguientes líneas:

“He conocido que Dios quería que yo le sirviese procurando el cumplimiento de sus deseos relativos a la devoción que Él ha sugerido a una persona a quien se comunica confidencialmente, y en favor de la cual se ha querido servir de mi debilidad; ya la he inspirado a bastantes personas en Inglaterra, he escrito a Francia suplicando a uno de mis amigos que la dé a conocer en el sitio donde se encuentra; esa devoción será muy útil y el crecido número de almas escogidas que hay en esa comunidad me hace creer que su práctica en esa santa Casa será muy agradable a Dios”

La dirección espiritual en la Capilla de Saint James debió hacerse con extremada prudencia. Lo que fueron estas conversaciones, su influencia y la fama que le dieron a su autor, nos lo hace ver, por ejemplo, un episodio contado en la vida de San Juan Wall, mártir franciscano.

“Era la caída de la noche, la víspera de Todos los Santos del año 1678, dos semanas antes del arresto del Padre La Colombière. Ese religioso que, como todos los sacerdotes ingleses, tenía prohibida la estancia en su patria, sintiéndose próxima la persecución y aprovechándose de la oscuridad de la noche, consiguió introducirse en las habitaciones del predicador de Saint James.

Padre – le dijo – soy un pobre menor conventual de San Francisco que viene a buscar junto a usted la fortaleza y el consejo del Sagrado Corazón de Jesús: porque en todo el país es sabido que usted es su apóstol. Entre todos los amigos míos que yo deseaba ver en Londres hay uno que es miembro de vuestra Compañía, el Padre Anthony Turner, de quien me han asegurado que está ya prisionero en Newgate esperando la corona del martirio. Si una orden de mis Superiores no me hubiera bruscamente enviado lejos de aquí habría yo obtenido la misma gracia con la perspectiva de u a misma recompensa.

El Padre La Colombière lo felicita por ir a buscar la fortaleza en su verdadera fuente y luego añade: Nadie puede penetrar los misterios de ese Corazón sin gustar el cáliz de amargura con que Jesús se sació en Getsemaní. Los amigos de Cristo, aun si reciben ya en esta vida en consolación el ciento por uno de lo que se ha entregado, no podrán escapar a la espada dolorosa de la persecución. ¡Oh, si yo pudiese recibir esta gracia tan preciosa que vuestros sacerdotes ingleses están ahora cosechando en esta región de cruces!

Durante gran arte de la noche estos dos apóstoles prolongaron su coloquio sobre el amor de Jesús: horas santas y reconfortantes. Al amanecer, el día de Todos los Santos, después de haber dicho su misa San Juan Wall en el altar del Sagrado Corazón que el Padre La Colom biere había erigido en su oratorio, se separarom.

Más adelante, dando cuenta de esta entrevista, dijo el santo franciscano:

“Ya antes había oído hablar del famoso jesuita: esperaba encontrarme con un hombre profundamente versado en la ciencia del divino amor; pero cuando me vi en su presencia, creía que tenía que habérmelas con el apóstol San Juan, vuelto a la tierra para encender este amor en el fuego del Sagrado Corazón. Su actitud bella y tranquila me parecía ser la que debió tener el discípulo amado al pie de la Cruz, cuando la lanza traspasó el costado de su Señor y descubrió el tabernáculo de su ardiente caridad”

¿Cuál fue en relación con estas dos devociones, a la Eucaristía y al Corazón de Cristo, el efecto producido por las predicaciones del Padre Claudio La Colombière? No podemos precisarlo a no ser por lo que se refiere a la duquesa de York. En su vida de desterrada en Francia, después de haber sido reina de Inglaterra, ya sea en su pequeña corte de Saint Germain o en la Visitación de Chaillot, se hallaron sin dificultad los reflejos de las enseñanzas recibidas en Saint James. Lo han contado las Salesas, testigos de su vida.

Al salir o entrar de casa, la duquesa de York iba a prosternarse delante del Santísimo. Comulgaba cada ocho días y frecuentemente dos veces por semana. Hacía una hora de oración y se confesaba siempre antes de la misa en la que iba a comulgar. Hasta el final de su larga existencia, María Beatriz mantuvo su gratitud para con Claudio La Colombière por la dirección que supo imprimir a su vida espiritual. En confidencias con la Superiora de la Visitación de Chaillot le indicó que después del Padre La Colombière no había abierto plenamente su corazón a nadie, porque no había encontrado persona alguna que le diese consejos tan atinados y justos para su conciencia.

En cuanto a la devoción al Corazón de Cristo, fue la duquesa de York la primera, entre todas las personas reales de Europa, en solicitar al Papa el establecimiento de una fiesta solemne en su honor.

Director Espiritual 1676-1678

Para obtener algunos detalles concretos de los efectos del celo de La Colombière como director espiritual de personas debemos recurrir como único medio a su correspondencia. La discreción impedía a La Colombière decirlo todo, pero por sus cartas, sobre todo en las dirigidas a la Madre Francisca de Saumaise, podemos conocer algo de ese aspecto de su apostolado en Londres.

“Confieso – declaró públicamente el predicador de Saint James – que desde que la Providencia me ha traído a este reino, siempre que pienso en el gran número de almas que podrían perderse en él, lo hago con el corazón traspasado de dolor”. Esta exclamación del Santo es un eco de otra exclamación, expresada por San Francisco Javier, también en una carta.

Apenas si ha pasado un mes de su llegada, y escribió: “Ya me he acostumbrado a la vida de los ingleses, como si de hecho me hubiese educado en Londres”. No siendo el francés, en Londres, sino la lengua de la diplomacia y de la corte, tuvo que aprender inglés, y lo aprendió, por cierto, muy pronto. Tomó muy a pecho su inculturación al pueblo inglés. Más adelante, va a llegar a considerar un “exilio” el regreso a su propia patria francesa.

En todo mostró optimismo. A su hermano Humberto le escribió: “En medio de la total comprensión que la separación de la fe ha producido en esta gran ciudad, yo encuentro mucho fervor y virtudes perfectas. ¡Dios mío, las mujeres santas que yo conozco aquí! Si te dijese de qué manera viven, te llenarías de admiración!”

A la Madre de Saumaise escribió: “Todos los días, veo nuevos y grandes efectos de la gracia de Dios en las almas. Hoy he recibido la abjuración de una joven. Ruegue usted a Dios por ella. Hace apenas ocho días tuve otra. Dios es en todo admirable. Escribiría un libro con las misericordias de que me ha hecho testigo desde que estoy aquí”

Dos semanas más tarde, en la fiesta de la Visitación, escribió: “Dos señoritas de unos veinte años han escogido este día para consagrarse a Dios por el voto de castidad perpetua. Jesucristo ha prometido el ciento por uno y yo le puedo decir que nunca he hecho nada sin que haya recibido no cien, sino mil veces mas de lo que yo había dado”.

¿Habría que contar entre los ministerios apostólicos del Padre La Colombière en Londres la relación que tuvo con Carlos II? De hecho, Claudio tuvo tres o cuatro largas entrevistas con el rey de Inglaterra. Lo único que podemos saber es que en la víspera de su muerte el rey rechazó las proposiciones de los obispos anglicanos y manifestó a su hermano el duque de York su deseo de morir en la religión católica, la de su madre, la de su hermana y la de su esposa. En las manos del Padre Huddleston pronunció su abjuración y luego en la plenitud de sus sentidos recibió la Extremaunción y la Santa Eucaristía.

Entre sus papeles se encontraron relaciones detalladas de cinco o seis páginas de varias conversaciones sobre la única y verdadera Iglesia fundada por Jesucristo, que no es otra que la llamada Iglesia católica romana. Resúmenes, sin duda, redactados por un sacerdote y que el rey había copiado personalmente, de su puño y letra, para n o comprometer a su autor.

¿Se refería Claudio a estas conversaciones cuando escribió a la Madre de Saumaise el 12 de julio de 1678: “Entreveo grandes cosas que Dios prepara para su gloria”, y el 19 de septiembre; “Tengo entre manos la más bella esperanza del mundo para el año que viene”, y en octubre: “Veo una gran mies. No puedo escribirle todo”?

La Congregación Provincial 1678

La Congregación Provincial de la Provincia inglesa de la Compañía de Jesús tenía que celebrarse en la primavera de 1678. A ella debían asistir cuarenta sacerdotes. En la situación religiosa de Inglaterra tal reunió n parecía una gran temeridad. Y sin embargo, la Congregación se celebró, y en condiciones bien excepcionales.

Con el consentimiento del duque de York las sesiones se tuvieron, con gran secreto, en el mimo palacio de Saint James. La Colombière, por no pertenecer a la Provincia Inglesa y por no tener la edad correspondiente, no tomó parte en la asamblea. Pero conoció, emocionado, a todos los sacerdotes que iban a confesar, muy poco después, su fe con la prisión y el martirio.

Más tarde, los acusadores de los jesuitas van a hacer alusión a la celebración de la Congregación Provincial y van a acusarlos de haber tramado crímenes y un complot. Lo que nunca supieron fue el sitio en que tan audazmente se habían reunido secretamente los Padres congregados.

Su enfermedad 1678

Los trabajos, las angustias y el clima riguroso de Londres fueron minando su salud, que no era tan firme como él creía. En agosto tuvo una primera crisis: “Comencé a echar sangre la víspera de la Asunción. Lo dejo todo en manos de la Providencia”

Y la enfermedad de la tisis siguió implacable: “He estado a punto de morir de un nuevo vómito de sangre. He estado a punto de volver a Francia porque mis Superiores de aquí y la mayoría de la gente así lo aconsejaba. Los médicos no me han dejado, diciéndome que no estaba en condiciones de hacer el viaje, y que podría recuperarme. No puedo escribir, ni hablar, no casi rezar. Nunca he tenido tantos deseos de trabajar y no puedo hacer nada. Que se cumpla la voluntad de Dios”.

Correspondencia y dirección 1676 – 1678

Las cartas escritas desde Londres fueron muy numerosas. Se conservan unas 139, dirigidas: a su hermano Humberto, a su hermana Isabel, salesa, a algunos jesuitas, al señor Bouillet, cura párroco de Paray-le-Monial, a Santa Margarita María, a la Madre de Saumaise, y a otras religiosas, antiguas dirigidas espirituales. Todas estas cartas son de una gran finura y muestran al director espiritual perfecto.

“La más débil de todas las creaturas – escribió a una salesa – no tiene más motivos de desesperar que la más fuerte, porque nuestra confianza está en Dios que es igualmente fuerte para los fuertes y para los débiles. Nunca hará usted lo bastante para meterse en la cabeza la idea de que es Nuestro Señor principalmente el que, no obstante nuestros pecados, hace todo en nosotros; y que no hay que mirar a nuestras faltas y debilidades, sino esperarlo todo de Él”

A una religiosa desolada le escribió: “Si yo estuviese en su lugar, he aquí cómo me consolaría. Yo diría a Dios con confianza: Señor, he aquí un alma que está en el mundo para ejercitar tu misericordia y para hacerla brillar ante el cielo y la tierra. Los demás te glorifican haciendo ver cuál es la fuerza de tu gracia, por su fidelidad y constancia, y cuán dulce y liberal eres para los que te son fieles. En cuanto a mí, yo te glorificaré haciendo conocer cuán bueno eres para con los que pecadores y que tu misericordia está por encima de toda malicia, que nada es capaz de agotarla, que ninguna recaída, por vergonzosa y criminal que sea, debe conducir a ningún pecador a la desconfianza del perdón. Te he ofendido gravemente, amable Redentor mío, pero sería mucho peor si te hiciera esta grave ofensa de pensar que no eres tan bueno como para perdonarme”

Claudio no perteneció al número de los moralistas rígidos. “Oh, la grande y frecuente ilusión – escribió a una salesa de Paray-le-Monial – es el imaginarse que se tiene poca o ninguna virtud, porque se tienen pocas o muchas distracciones en la oración. He conocido religiosas elevadas a un alto grado de contemplación y que con frecuencia estaban distraídas desde el comienzo hasta el fin. Mi buena Hermana, aunque fuese usted arrobada en éxtasis veinticuatro veces al día y yo tuviese otras tantas distracciones al recitar el Avemaría, si yo fuese tan humilde y mortificado como usted, no querría cambiar mis distracciones involuntarias por sus éxtasis sin mérito.

No conozco perfección donde no hay mortificación. Violéntese perpetuamente, sobre todo en el interior; no consienta que la naturaleza sea la dueña, ni que su corazón se apegue a cosa alguna, y la canonizaré, y ni siquiera le preguntaré cómo va su oración”.

“No es ni la soledad – escribió – ni las largas comunicaciones con Dios lo que hace a los santos; es el sacrificio de nuestra propia voluntad aun en las cosas más santas y una adhesión inquebrantable a la voluntad divina”.

Entregarse a la desesperación por causa de las dificultades en las que la Providencia nos pone, es censurable:

“Todo lo que de Dios viene, ha de recibirse con humildad, silencio, dulzura, gozo espiritual y una perfecta tranquilidad. Usted cree que tendría menos distracciones afuera de los negocios en que Dios la ha colocado; y yo creo que tendría menos si tomase esos asuntos con más conformidad con la voluntad de Dios y si se considerase en sus ocupaciones como una sierva o esclava de Jesucristo a quien su señor ocupa en lo que le agrada y que está igualmente contenta en cualquier servicio que exija de ella. Procure vivir en el estado en que está como si nunca hubiera de salir de él y piense más bien en hacer buen uso de sus cruces que en soslayarlas bajo pretexto de estar más libre para servir a Dios”.

A su hermana Isabel le escribió: “Me dices que si yo tuviera tiempo de verte más a menudo serías mejor. Quizás no has reflexionado lo bastante, en que tienes en tu soledad a Aquel de quien procede toda gracia espiritual, sin cuyo auxilio espiritual ningún hombre puede serte útil y que no tiene por qué servirse de mí ni de ningún otro para santificarte. Examínate bien sobre este punto y no repliques a este pensamiento, porque no puedes hallar nada sólido en contra. Nuestra poca confianza es la que nos impide el sacar provecho de la presencia de Cristo, el cual no está entre nosotros para no hacer nada; pero ¡se acude tan pocas veces a Él! Y con tan escasa fe, que no es maravilla se participe tan poco de los tesoros de luces y bendiciones que comunica a los que se dirigen a Él como al maestro y a la fuente de toda perfección”.

Cuando una persona era escrupulosa, el Padre cortó por lo sano y decidió por ella con todo rigor, como es necesario: “No se preocupe más por su vida pasada: lo que indica acerca de las ocasiones no ha sido dicho para usted. ¿Me cree usted tan ignorante que no haya sabido guiarla para hacer una buena confesión en el peligro de muerte? Bástele saber que la dejé bien con Dios y no me hable nunca más de esas cosas; yo salgo su fiador”.

Alguna que otra vez, La Colombière se encontró cara a cara con un caso crítico y doloroso, de una orden dada, según él, en forma imprudente o con poco acierto. ¿Qué hacer? Su dirección no por eso dejó de ser firme: “Un Superior puede gobernar mal, pero es imposible que Dios os gobierne mal por su medio”.

El camino de la dulzura le pareció que conducía más fácilmente a Dios. Así escribió a una Superiora, con motivo de una joven inglesa recién ingresada en la Visitación de Charolles: “Me parece muy bien el aparente rigor que observa usted con ella. Lo cual no quiere decir que, a mi pobre parecer, no sea necesario quizás cambiar algunas veces e imitar el ejemplo del mismo Dios, quien de ordinario mezcla la dulzura con la severidad, concede sucesivamente la consolación y la desolación a fin de someternos acto seguido a nuevas pruebas.

Este proceder es más conforme con nuestra debilidad, y aun es causa de que las pruebas sean más sensibles y útiles. Pero me equivoco tan a menudo en mis sentimientos, que no sé si el que le expongo es en realidad razonable. Espero que Nuestro Señor, que ha puesto estas almas en sus manos, le dará sus luces para conducirlas, mientras se las pidáis, como lo hacéis, con humildad y confianza”.

Uno de los deberes más aconsejados a los religiosos es, sin duda el de la oración. El método que aconsejó preferentemente, imitado del que él practicaba, no tuvo nada de esa rigidez con la que algunos han querido ridiculizar caricaturescamente el método de oración ignaciano. Puede juzgarse, de lo que aconsejaba a los religiosos, por los avisos que daba a la gente de mundo.

“Por lo que hace a la oración, temo que vaya demasiado sujeta a los puntos de su libro; sin embargo, no cambie usted si le va bien. Acuérdese de que siempre que esté llena de algunos sentimientos extraordinarios, bien de gratitud, bien de amor a Dios, de admiración por sus bondades, de deseo de agradarle, de desprecio de las cosas terrenas, o bien en fin de su presencia, hay que hacer de ellos el objeto de la meditación ocupándose de saborear y fortalecer esos sentimientos”.

“Guste usted, prolongue y aumente el deseo que Dios le da de hacer algo por él. Que ello sea el objeto de su meditación mientras se sienta animada a esos sentimientos. No tome usted otra materia sino cuando su corazón se sienta vacío de todo otro buen pensamiento; y si resulta que está siempre animada y ocupada con movimientos de admiración, de deseo de vergüenza, de dolor, de sumisión, de desprecio del mundo, de amor de Dios, de respeto por su presencia, entonces puede prescindir de los libros, y con razón”.

Pero un alma generosa no debe contentarse con la estricta obligación:

“Si no hace usted oración sino cuando está obligada, o porque está obligada, nunca logrará hacerla bien, nunca la amará, ni le gustará al conversar familiar mente con Dios. Ni los votos, ni las promesas son los que han de llevar a este santo ejercicio, si no la felicidad que halla un alma fiel en acercarse con frecuencia a Dios”.

El “Terror” papista 1678

En octubre de 1678 la duquesa de York viajó a Holanda para asistir a la princesa María, su hijastra, que iba a tener su primer hijo. Al volver a Londres se sorprendió vivamente del cambio que se había operado en menos de dos semanas.

 

El 3 de noviembre escribió a su hermano, el duque de Módena: “Aquí se suceden tantas intrigas y tantas supuestas conjuraciones que no se pueden escribir ni la centésima parte. Me limito a decir tan sólo que la cosa marcha mal para los católicos”.

Y el 24 de noviembre: “Cada día se inventan nuevas historias y nuevas conspiraciones, demasiado largas y confusas para ser contadas. Por otra parte, ¿para qué escribir, si todos los correos son detenidos y todas las cartas son abiertas? Los católicos son expulsados de Londres y muchas pobres gentes mueren de hambre y de miseria”

El 8 de diciembre agregó: “Nunca se han oído tantas historias. Han acusado a la misma reina”

En fin, ocho días más tarde escribió: “Lo peor es que varios de esos desgraciados, forzados por la necesidad, abandonaron nuestra santa fe, cosa lamentable. En cuanto a mí, con gran pesar mío he tenido que despedir a mis servidores ingleses católicos, pues el Parlamento les prohibe a todos ellos tener acceso a la Corte”.

¿Qué iba a acontecer si el Duque de York, católico, sucediera en el trono a su hermano? Ciertamente, como Carlos no tenía hijo legítimo, normalmente debía sucederle Jacobo, a menos que un acontecimiento imprevisto, o preparado, viniere a impedirlo. Dos pretendientes al trono, el duque de Monmouth, el mayor de los hijos naturales del rey, y Guillermo de Orange, sobrino político de Carlos II, por el matrimonio con María, hija del duque de York, miraban con ansiedad los acontecimientos.

En esa atmósfera turbia y sobrecargada, estalló como un trueno la noticia del “complot papista” fraguado por Titus Oates.

Titus Oates era hijo de un ministro bautista. Pastor él mismo de la Iglesia Anglicana se había visto privado de su beneficio por acusación de perjurio y de inmoralidad. Fingió entonces convertirse al catolicismo. Enviado a España, al Colegio Inglés de Valladolid había sido expulsado del mismo, pero obtuvo a fuerzas de súplicas ser admitido en el Colegio de San Omer, en Francia. Allí supo que los jesuitas ingleses se habían reunido en Londres en Congregación Provincial a fines de abril de 1678.

Un inglés, de paso por el Colegio de San Omer, exclamó: “¡Qué monstruo alimenta la Compañía de Jesús en su seno!”. Por fin, un día los jesuitas comprendieron que Titus Oates debía abandonar el Seminario. Por la noche se le encontró en la Capilla, los codos apoyados sobre el altar, frente al tabernáculo: ¿Qué haces ahí? Digo adiós a Jesucristo, respondió.

Titus Oates volvió a Londres a principios de julio de 1678. Inmediatamente comenzó a fraguar una acusación contra los jesuitas de Inglaterra. Con falsedad desde diversa índole logró que se arrestase al provincial de Inglaterra el Padre Thomas Whitbread gravemente enfermo y a otros dos jesuitas. Pronto siguieron otros arrestos de religiosos y seglares.

Después, en noviembre, comenzó un verdadero período de terror. Los más descabellados rumores se propagaron como el fuego: sótanos llenos de puñales, legiones francesas navegando hacia Londres, ejércitos papistas avanzando. Todo lo que se decía contra los papistas se consideró palabra del Evangelio. El pueblo parecía respirar venganza contra ellos.

En el Palacio Real se duplicó la guardia. Todos los días, ante los Lores o los Comunes, Oates peroró contra la conspiración papista. Carlos II no creyó en la conspiración, pero se vio obligado, al fin, a aceptar, bajo la presión del Parlamento, que cinco de los Lores denunciados por Oates fueran encerrados en la Torre de Londres.

En pleno Consejo privado, Titus Oates se atrevió a narrar que, habiendo acompañado a algunos jesuitas a Sommerset-House, había oído a la reina Catalina decir, deshecha en lágrimas: “No puedo sufrir por más tiempo tales afrentas a mi lecho de esposa” refiriéndose a las infidelidades del rey. “Yo, Titus Oates exclamó, acuso a la reina de alta traición”.

La primera sangre fue derramada pronto, en 1678. Eduardo Coleman, secretario del duque de York fue conducido el 3 de diciembre a Tyburn, donde después de haber renovado su profesión de fe y declarado que la religión católica no acarreaba ningún perjuicio ni al rey, ni al gobierno, con toda calma sufrió el suplicio.

“Sería colgado hasta la semi estrangulación; descolgado de la cuerda, todavía vivo, mutilado; luego rajado el vientre; su corazón y sus entrañas, quemadas frente al cadáver partido en cuatro partes, éste y su cabeza, expuestos en las esquinas para escarmiento de sus correligionarios. Que Dios tenga piedad de su alma.”

Desde el mes de enero siguiente varios jesuitas participaron de esa misma suerte Eduardo Coleman ha sido beatificado.

Confesor de la Fe. Noviembre – diciembre de 1678

Las maniobras de Titus Oates no alcanzaron ni siquiera indirectamente al Padre Claudio. Nadie molestó al Padre La Colombière quien vivía ignorado y completamente ajeno a los asuntos políticos. Y, sin embargo, fue traicionado por un compatriota suyo.

“Fui acusado por un joven del Delfinado, que yo creía haber convertido y a quien, desde su pretendida conversión, había yo tratado durante tres meses m s o menos. Su conducta me hizo temer, con razón, alguna queja. La imposibilidad en que yo me encontraba de seguir ayudándole con recursos me obligó a abandonarlo. Entonces decidió vengarse de mí, descubriendo la relación que habíamos tenido los dos. Así lo hizo y me imputó, al mismo tiempo, ciertas palabras contra el Rey y el Parlamento. Como conocía una parte de mis asuntos, no tardó en acusarme de grandes crímenes por el poco bien que hice entre los protestantes, y me hizo aparecer mucho más lleno de celo y mucho más feliz en mis trabajos que lo que de hecho yo estaba”

Por una recompensa de cien libras esterlinas se hizo la siguiente acusación:

  1. La Colombière habría dicho, en conversación familiar, que le Rey era católico en el alma.
  2. Que el Parlamento no siempre iba a tener el mismo poder.
  3. Que el Padre La Colombière era amigo de Eduardo Coleman, secretario del duque de York
  4. Que habría sobornado a un antiguo franciscano francés para hacerlo volver al claustro.
  5. Que se ocupaba de un convento de religiosas que vivían ocultas en Londres.
  6. Que había logrado enviar sacerdotes católicos a Virginia y Terranova, en América.

Esa misma noche fue violada la habitación del Padre Claudio La Colombière en el palacio de Saint James. “Fui detenido a las dos, después de media noche”.

Fue trasladado a la prisión de King’s Bench. “Me sacaron dos días después para ser examinado y careado con mi acusador, delante de doce o quince comisarios de la Cámara de los Lores”

¿Quiénes eran las religiosas con quienes trataba el Padre La Colombière? En esos años, en Londres, no existían otras que las hijas de aquella noble y santa mujer llamada María Ward, cuya residencia en Saint Martin’s Lane era una casa corriente, sin ninguna apariencia externa de convento. Ellas mismas no llevaban hábito, ni toca, que las distinguiera de las demás personas del mundo. Habían sido fundadas en el primer cuarto del siglo XVII para ocuparse de la educación de las jóvenes.

Se dedicaban a ello sin encerrar a sus alumnas, como se hacía entonces, detrás de las rejas del monasterio. Y ellas mismas, pretendían llevar la vida del claustro sin la ayuda de la clausura.

En 1631 habían tenido que dispersarse y a año siguiente Urbano VIII las llamó a Roma, donde bajo la protección de la Santa Sede nació el Instituto de la Bienaventurada Virgen María.

Recomendada por el Papa, en 1639, a la joven Henriqueta de Francia, reina de Inglaterra por su matrimonio con Carlos, la comunidad comenzó a reagrupar en Londres a sus miembros dispersos. Tres años más tarde, María Ward pudo ir a Yorkshire, su país natal, a fundar una casa en la que habría de morir.

El Instituto, en los años del Padre Claudio La Colombière, continuaba su tarea educadora tanto como se lo permitían las circunstancias. Habiendo la fundadora desde un comienzo calcado su Regla sobre la de San Ignacio, nada tiene de extraño que sus hijas hubieran recurrido para la dirección de sus almas al predicador de Saint James.

Los cargos contra La Colombière parecían absurdos. Así lo comprendió Antonio Arnauld, el gran Arnauld, poco sospechoso, por cierto, de parcialidad hacia los jesuitas: “Pido a todo hombre de razón que diga si algo en esos seis artículos tiene apariencia de conspiración contra la vida del Rey y contra el Estado. El pueblo de Inglaterra ve en todo una conjuración. Si un jesuita, autorizado por el Rey a ser capellán de su cuñada, aconseja a un fraile apóstata que vuelva a su convento, es una conjuración.

Si dirige a algunas jóvenes católicas, que quieren vivir como religiosas, es conjuración. Si desea que algunos sacerdotes pudiesen predicar la fe a los infieles en algunos sitios de América, ocupados por los ingleses, conjuración. Nada hay más ridículo que esto”.

Entretanto La Colombière, encerrado en un calabozo, no tuvo para curar su tisis más que frío, humedad y hambre. Sus compañeros jesuitas ingleses, prisioneros al mismo tiempo que Claudio, pagaron con sus vidas los odios de la persecución. El Padre Eduardo Hawey, socio del Padre Provincial, apaleado por los soldados y brutalmente tratado durante varias semanas sucumbió a los malos tratos el 3 de diciembre de 1678 en los calabozos de Newgate.

El Padre Ecónomo Provincial, Padre William Ireland, fue colgado en Tyburn el 28 de enero de 1679. El Padre Provincial Thomas Whitbread y el Padre John Fenwick fueron colocados separadamente en los calabozos y condenados a la última pena en Tyburn, con otros varios el 20 de junio de 1679.

De esos jesuitas, prisioneros al mismo tiempo que el Padre Claudio La Colombière y martirizados poco después, ocho están ya en los altares. San Felipe Evans, San David Lewis y los Beatos Thomas Whitbread, William Ireland, John Fenwick, John Gavan, William Harcoourt y Anthony Turner.

La sentencia para el Padre Claudio La coloriere fue dictada el 17 de diciembre de 1679, expulsión del país.

Destierro en Francia enero 1680

En enero de 1680 llegó a París. “Siento mucho volver a la Provincia en este estado en que aparentemente no podré trabajar mucho en este año, pues tengo los pulmones muy estropeados y tan susceptibles al frío y al calor que he recaído dos veces por contención de respiración y una por haber sufrido un poco el frío. Sin embargo, los médicos de Inglaterra me han asegurado que el aire de Francia y los frescores de la primavera me pondrán infaliblemente en el estado en que estaba antes de este mal.

Yo creo que, fuera del trabajo de la predicación, puedo hacer ya desde ahora todo aquello de que me juzgue capaz; y si quiere que haga la prueba de la predicación, no siento en ello ninguna repugnancia. Quizás me complazco en el pensamiento de que eso me puede incomodar; cambiaré de opinión tan pronto como vea la orden de V.R., y cuando haya de obedecer espero que, con la gracia de Dios, nada me será imposible”

En París, en la Casa Profesa, encontró al Padre Francisco de la Chaize. Todo lo invita ba a tener con él largas entrevistas: la gratitud, la amistad y más que nada la necesidad de darle cuenta de su misión.

A fines de enero el Padre La Colombière se puso en camino hacia la Provincia de Lyon, con un tiempo excepcionalmente frío. Zarandeado de mil maneras por las diligencias en que tuvo que hacer el viaje, en algunos días llegó al Colegio de los jesuitas en Dijón.

En Dijón lo esperaba especialmente la Madre Francisca de Saumaise que estaba ahí de Maestra de Novicias. Nacida en esa misma ciudad en 1620, había entrado como in terna a los diez años en la Visitación. Cuando Santa Juana Francisca Chantal vino por última vez a Dijón, fijó su atención en ella y la prestó a Paray-le-Monial para que fuese Superiora durante dos trienios.

Hacía más de treinta y tres meses que Claudio había abandonado Paray-le-Monial. La Colombière, allí en Dijón, de labios de la Madre de Saumaise, pudo conocer todos los episodios del monasterio de Paray y el estado de Santa Margarita María, y sus pruebas. Especialmente las tribulaciones que tenía con la nueva Superiora, la Madre Greyfié. El Padre La Colombière hizo un corto viaje de dos días a Paray-le-Monial para tranquilizar a Margarita María y a su Superiora.

“Estos temores – escribe la Madre Greyfié – se me comunicaban a mí también, pero el Padre La Colombière me tranquilizó en un a entrevista que tuve con él. Me hizo saber que él no dudaba que lo que pasaba por esta querida Hermana fuesen verdaderas gracias de Dios. Pero ¿qué tiene que ver, me dijo, que sean ilusiones diabólicas, con tal que reproduzcan en ella los mismos efectos que las gracias del Señor? No hay apariencia en ello, me dijo además, porque sucedería que queriéndola engañar, el diablo se engaña a sí mismo; ya que la humildad, la simplicidad, la exacta obediencia y la mortificación no son frutos del espíritu de las tinieblas. Con esto me quedé tranquila”.

El sacrificio de no hacer nada 1679

Sobre sus sentimientos en Lyon, el mismo Claudio La Colombière escribió: “Aquí estoy desde hace once meses y me he encontrado peor de lo que nunca me he sentido desde que salí de Inglaterra; y aun he arrojado un poco de sangre y he estado próximo a recaer en el primitivo estado. Creo que lo que me ha librado de esta recaída ha sido una pequeña sangría que me han hecho; hace ya dos días que me siento, a lo que creo, algo mejor. Desde que estoy aquí como carne, incluso los viernes y sábados, por prescripción facultativa; pronto podré tomar leche de burra que espero que me haga algún bien. Que se cumpla la voluntad de Dios.

En todas partes hallo una tan abundante mies que me cuesta contenerme; sin embargo, me mandan silencio y estoy dispuesto a observarlo según su consejo. Si la Providencia me llama de nuevo al país de las cruces, estos dispuesto a partir; pero Nuestro Señor, desde hace algunos días, me enseña a hacer un sacrificio mayor todavía, cual es el estar dispuesto a no hacer nada en absoluto, si es su voluntad, a morir cualquier día, a pagar con la muerte el celo y los grandes deseos que tengo de trabajar en la santificación de las almas, o bien a arrastrar en silencio una vida lánguida y enferma siendo una carga inútil en todas las casas en que me encuentre”

No siendo favorable para su enfermedad el clima de Lyon, su hermano Humberto propuso a los Superiores llevarlo a Saint-Simphorien d´’Ozon a respirar los aires natales donde estivo poco más de un mes.

Director Espiritual 1679 – 1681

A su regreso a Lyon, se le confió el cuidado espiritual de quince o dieciséis jóvenes jesuitas, que acabado el noviciado, debían completar durante dos años sus estudios de filosofía. Con el título de Prefecto de Estudiantes desempeñó su cometido durante dos cursos escolares, de 1679 a 1681.

Entre los jóvenes, dirigidos espirituales, se encontraron Juan Francisco de Dortan quien más adelante será Provincial de Lyon y José de Gallifet, también futuro Provincial de Lyo9n, y Asistente de Francia. La ciencia teológica del Padre Gallifet y la suave tenacidad de su personalidad lograrán triunfar, un día, en favor del culto del Sagrado Corazón, sobre los obstáculos que se presentarán medio siglo más tarde.

El Padre Gallifet recordará con gratitud lo que él debía a su Maestro: “El año 1680. Al salir de mi Noviciado, tuve la dicha de caer bajo la dirección espiritual del R. P. Claudio La Colombière, el Director que Dios había dado a la Madre Margarita que entonces aún vivía. De este siervo de Dios recibí las primeras instrucciones acerca de la devoción al Sagrado Corazón de Jesucristo; desde entonces comencé a estimarlo y aficionarme s él”

En octubre de 1680 comenzó el rectorado del Colegio de la Trinité del Padre Gilberto Athiaud, su antiguo Instructor de Tercera Probación. Apenas terminó el primer curso escolar juzgó el Padre Athiaud, de acuerdo con el Padre Provincial, que el clima del Ródano y del Saona no era el más indicado para la tisis del Padre La Colombière. Por otra parte su enfermedad podría contagiar a los jóvenes.

En cambio, en el Colegio de Paray-le-Monial, donde no había alumnos internos, sin jóvenes estudiantes jesuitas, el peligro podría ser menor. Además, todos sabían que La Colombière iba a ser recibido con los brazos abiertos, sería cuidado con gran caridad y al mismo tiempo su presencia podría ser muy útil de diversas maneras.

Por el mes de agosto de 1681 Claudio se puso en camino hacia su nuevo destino donde Dios le iba a pedir el sacrificio de su vida.

Los últimos sufrimientos 1681 – 1682

Cuando Claudio llegó a Paray-le-Monial estaba en tal estado de debilidad que fue preciso vestirlo y desvestirlo, porque era incapaz de valerse por sí mismo para ningún servicio.

En septiembre escribió: “Habiéndome permitido mis fuerzas y el buen tiempo – dice – dar algunos paseos, me sentí aliviado: pero la humedad y las lluvias me volvieron de nuevo al estado en que antes me encontraba. Desde entonces me incomoda mucho una grande tos y una opresión continua que a tiempos disminuye y a tiempos aumenta. No salgo nada, hablo con dificultad, aunque tengo buen apetito y casi todas las demás señales de buena salud. Todavía no he podido experimentar si este aire me es saludable o no porque tan sólo puedo respirar el del fuego y el de mi cuarto”.

La comunidad la formaba un total de cinco sacerdotes.

Alrededor de la fiesta de Todos los Santos se entrevistó con Margarita María.

En la octava de San Francisco de Sales, Claudio todavía pudo celebrar la Santa Misa. Pero el enfermo no se forjaba ilusiones. Cada día estaba más convencido de que no podría restablecerse.

Avisado el Padre Provincial de Lyon por carta del doctor Guillermo Billet que lo atendía, Floris La Colombière, hermano de Claudio y arcediano de la iglesia principal de Vienne, se presentó en Paray-le-Monial con un coche cómodo para llevarse al enfermo. La partida debía tener lugar enseguida, el jueves, fiesta de San Francisco de Sales, sin ningún preparativo y sin decir adiós a nadie.

Margarita María mandó a decir al Padre que, si podía, sin contravenir las disposicio9nes de la obediencia, que n o se pusiese en camino. Lo que sucedió en los diez días siguientes n o está claro. ¿Insistió su hermano Floris en el viaje? ¿Mandó el Provincial de Lyon instrucciones precisas?

El hecho es que, hacia el 9 de febrero, Claudio creyó su deber intentar ponerse en camino. Pudo llegar hasta la colina de Survaux, pero un violento acceso de fiebre lo obligó a volver al Colegio.

El 15 de febrero der 1682, primer domingo Cuaresma, a las siete de la tarde, murió en un vómito de sangre.

Después de su muerte

No se había cumplido aún un año de su muerte y ya estaban reunidos y revisados todos los escritos del Padre Claudio La Colombière. En marzo de 1684 s terminó la impresión de seis volúmenes. El primero de ellos llevaba el título Ejercicios Espirituales del Padre La Colombière. A los Ejercicios de Tercera Probación, los editores añadieron los Ejercicios de Londres que contenían la relación de la aparición de junio de 1675 del Corazón de Cristo a Santa Margarita María. Fueron muchos los que los leyeron con gran provecho.

En el convento mismo de la Visitación en Paray-le-Monial esos Ejercicios se leyeron en el comedor. La religiosa a quien incumbió el cuidado de preparar la lectura lo hizo tan rápidamente que no se fijó en las últimas páginas. ¿Por qué desconfiar? En un escrito del Padre La Colombière todo es igualmente bueno para las almas.

El libro tocaba a su fin. Al terminar los Ejercicios de Londres el autor anotaba sus sentimientos ante la Eucaristía y la misericordia de Dios. Las oyentes, sin reserva, Margarita María y sus compañeras, se asociaban al querido Padre La Colombière. Pero la lectura, sin transición, dio un corte en medio de un silencio impresionante. Se oyeron estas palabras: “He conocido que Dios quería que yo le sirviese procurando el cumplimiento de sus deseos, concernientes a la devoción que ha sugerido a una persona con quien se comunica confidencialmente y en favor de la cual se ha querido servir de mi debilidad”.

Margarita María estaba en ascuas. “Estando – dice esta alma – delante del Santísimo Sacramento un día de su Octava, recibí de mi Dios gracias excesivas de su amor. Movida del deseo de reciprocidad y de devolver amor por amor, me dijo: No me lo puedes dar mayor que haciendo lo que tantas veces te he pedido. Y descubriendo su Divino Corazón: He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que no ha escatimado nada hasta agotarse y consumirse para manifestarles su amor; y en reconocimiento yo no recibo de la mayor parte sino ingratitud, desprecios, irreverencias, sacrilegios y frialdades que tienen para conmigo en este Sacramento de Amor.

Y lo que es todavía más repugnante es que son corazones que me están consagrados. Por todo ello e pido que el primer viernes que sigue a la Octava del Santísimo Sacramento sea consagrado a una fiesta especial para honrar a mi Corazón reparando su honor con un acto público de desagravio comulgando ese día para reparar las injurias que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto sobre los altares; y te prometo que mi Corazón se dilatará para esparcir con abundancia las influencias de su divino amor sobre los que tributen este honor. Pero, Dios mío, ¿a quién os dirigís? A una creatura tan malvada y a un pobre pecador (sic) a quien su misma indignidad sería capaz de impedir el cumplimiento de vuestros designios? ¡Tenéis a tantas almas generosas que pueden poner en ejecución vuestros designios! ¡Eh, pobre inocente! ¿No sabes que me sirvo de los individuos más débiles para confundir a los fuertes, que es ordinariamente sobre los pobres de espíritu y los pequeños sobre quienes hago brillar mi poder con más ostentación a fin de que no atribuyan nada a sí mismos? – Dadme, pues – le dije yo – el medio de hacer lo que mandáis. Añadió tan sólo: Dirígete a mi siervo N. y dile de mi parte que haga todo lo posible para establecer esta devoción y dar ese gusto a mi Divino Corazón, que no se desanime por las dificultades que encontrará, que no le faltarán; mas debe saber que es todopoderoso aquel que desconfía enteramente de sí mismo para confiar únicamente en mí”.

Al final de su Diario de Ejercicios hizo él mismo su acto de entrega al Corazón de Cristo con estas palabras: “A fin de reparar tantos ultrajes y tan crueles ingratitudes, oh adorable y amantísimo Jesús, y para evitar en la medida de lo posible el caer en una tal desgracia, os ofrezco mi corazón con todos los movimientos de que es capaz, me doy por entero a Vos; y desde ahora protesto sinceramente, así lo creo, que deseo olvidarme de mí mismo y de todo lo que puede referirse a mí a fin de quitar el obstáculo que podría cerrarme la entrada en ese Divino Corazón que tan bondadosamente me habéis abierto y en donde deseo entrar para vivir y morir con Él con vuestros más fieles servidores, todo penetrado y abrasado en vuestro amor. Ofrezco a ese Divino Corazón todo el mérito, toda la satisfacción de todas las misas, de todas las oraciones, de todos los actos de mortificación, de todas las prácticas piadosas, de todas las obras de celo, actos de humildad, de obediencia y de todas las demás virtudes que practique hasta el último día de mi vida.

Todo eso será no sólo para honrar al Corazón de Jesús y sus admirables disposiciones, sino que también le pido se digne aceptar la donación total que le hago, que disponga de ella como le plazca y en favor de quien quiera; y como yo he cedido ya a las almas del Purgatorio todo lo que hay en mis obras capaz de satisfacer a la divina justicia, deseo que todo ello les sea distribuido o aplicado conforme al beneplácito del Corazón de Jesús”

La Superiora, la Madre Meliú, deseó ciertamente i interrumpir la lectura, pero sería dar importancia al asunto. La regla prohibía en el comedor, mirar alrededor para ver qué pasaba. Una novicia, sin embargo, no pudo contener su mirada y vio a su querida Maestra de Novicias: “Bajando los ojos y en un profundo aniquilamiento”. Terminada la comida, al comienzo de la recreación esa misma novicia se acercó a Santa Margarita María y le dijo: “Querida Hermana, hoy en la lectura han hecho un muy buen elogio suyo y el Padre La Colombière no podía hacer mejor alusión a usted”.

Desde ese día en el monasterio empezaron a caer por tierra muchas prevenciones y susceptibilidades. Los mismos resultados se notaron en los otros monasterios de la Visitación y demás lugares donde se leían los escritos del Padre La Colombière.

Medio siglo más tarde el Padre José Gallifet, tan bien informado de los orígenes del culto al Sagrado Corazón que le era tan querido, confirmará todos los testimonios haciendo esta declaración: “Fue el primer medio de que se sirvió Nuestro Señor para hacer públicos la revelación y la devoción de su Sagrado Corazón”.

El suave encargo 1688

Seis años después de la muerte del Padre Claudio La Colombière, por obediencia a la Madre Francisca de Saumaise, Margarita María le manifestó, por escrito, una nueva visión. Era en la tarde del día de la Visitación, 2 de julio de 1688. En esta fiesta patronal de su Congregación, Margarita María había pasado todo el día delante del Santísimo Sacramento, recibiendo del Corazón de Cristo gracias muy particulares.

Se le “representó entonces un sitio muy eminente, espacioso y admirable por su belleza, en medio del cual, sobre un trono de llamas, estaba el amable Corazón de Jesús. Por un lado estaba la Santísima Virgen, por otro San Francisco de Sales con el Santo Padre La Colombière. Alrededor muchas hijas de la Visitación, asistidas de sus ángeles de guarda. La Santísima Virgen, dirigiéndose a éstas les señala el Divino Corazón y les asegura que ella desea hacerlas depositarias de ese precioso tesoro no sólo para adelantamiento personal sino para enriquecer a todo el mundo sin temor a que falte, pues cuanto más saquen, más hallarían que sacar.

Después, volviéndose hacia el Padre La Colombière, la Santísima Virgen le dijo: En cuanto a ti, fiel siervo de mi divino Hijo, tienes gran parte de este precioso tesoro; porque si a las Hijas de la Visitación les está encomendado el darlo y distribuirlo, está reservado a los Padres de vuestra Compañía dar a conocer su utilidad y valor, a fin de que todos se aprovechen de él”

Como la Madre Francisca de Saumaise experimentara algunas dificultades en la propagación de la devoción al sagrado Corazón, Santa Margarita María la sostuvo con estas palabras: “Debe servirle de gran consuelo espiritual el estar tan estrechamente unida con el Padre La Colombière, de suerte que él obtiene del cielo, por sus intercesiones, lo que se realiza aquí en la tierra para gloria de este Sagrado Corazón. Sobrelleve, pues, con valor todas las pequeñas contradicciones.”

Las mismas seguridades dio algunos meses más tarde al Padre Croiset: “Hay que dirigirse a su fiel amigo el buen Padre La Colombière a quien Dios ha concedido un gran poder, poniendo en sus manos, por decirlo así, lo que se refiere a esta devoción. Le digo sinceramente que recibo grandes auxilios y que me es ahora más favorable que cuando estaba en la tierra; porque, si no me equivoco, esta devoción al sagrado Corazón le hacho más poderoso en el cielo y lo ha elevado más alto en la gloria que cuanto hubiera podido hacer en todo el curso de su vida”.

Margarita María tan persuadida del crédito de su Director, lo escogió como Protector especial y lo invocó con la más filial confianza. Habiéndole permitido la santa obediencia conservar un grabado en pergamino que representaba al Padre, escribió al dorso un a oración en la que se leía: “Oh, bienaventurado Padre Claudio La Colombière, os elijo como intercesor delante del Sagrado Corazón de Jesucristo. Obtenedme de su bondad la gracia de no resistir a los planes que tiene sobre mi alma y que yo sea una perfecta imitadora de las virtudes de su Divino Corazón. Obtenedme, gran santo, os lo suplico, el que yo muera de la muerte mística, a fin de que la natural venga lo antes posible”.

Mucho más adelante, los discípulos del Padre Claudio La Colombière van a ser incansables en la propagación de la devoción al Corazón de Cristo. Sobresalieron los Padres Juan Croiset y José Francisco Gallifet quienes lograron presentarla y, ser aceptada por la Iglesia, como “la escuela más eficaz del amor divino”.

La Compañía de Jesús y el Corazón de Cristo.

Los prepósitos Generales de la Compañía de Jesús, Tirso González y Miguel Angel Tamburini, se mostraron en un comienzo reticentes, no ciertamente ante una espiritualidad del Corazón como tal, sino a propósito de las formas en las que quería expresarse la devoción al Corazón de Jesús.

Habiéndose obtenido en 1766 la autorización de celebrar la fiesta del Sagrado Corazón, el prepósito General de la época, el Padre Lorenzo Ricci, invitó, el 3 de junio de 1767, a toda la Compañía a encontrar en el Corazón de Jesús un refugio seguro durante el período tan doloroso que empezaba a atravesar toda la Compañía.

Desde su elección en 1757, como General, el Padre Lorenzo Ricci no vivió sino dolor ante la persecución y asistió, quince años después, impotente, a la supresión de la Orden.

Los jesuitas fueron expulsados o encarcelados. Primero en Portugal y sus colonias en 1759. Luego dispersos en Francia en 1763. Después, de la noche a la mañana, expulsados de España el 2 de abril de 1767; y de sus colonias, el agosto siguiente.

Las demandas sobre la supresión total de la Compañía ejercieron fuerte presión sobre el Papa electo en 1769. Clemente XIV debió finalmente capitular en julio de 1773. El 16 de agosto de 1773, el Papa publicó en Roma el Breve, suprimiendo a la Compañía de Jesús. En el nombre de la Compañía, Lorenzo Ricci aceptó la decisión del Papa, según el voto de obediencia. Murió encarcelado en Castel Sant’Angelo el 24 de noviembre de 1775.

Las cartas del Padre General Lorenzo Ricci dirigidas a toda la Compañía de Jesús fueron verdade­ramente desgarradoras. El 3 de junio de 1767, es­cri­bió:

“Todos los Nuestros durante las visitas diarias al Santísimo Sacramento, continúen las oraciones con gran confianza, insistiendo en ellas, especialmente en la próxima fiesta del Sa­gra­do Corazón. En ese día los sacerdotes ofrecerán la misa por la Compañía y los no sacerdotes ofrecerán la Comunión y rezarán el Rosario por la misma in­tención. Pedirán a la Madre de Dios y Madre nues­tra, que nos alcance un fácil acceso al Corazón de su divino Hijo. En El solo, y por medio de Él, la Com­pañía encontrará refugio y seguro auxilio; en nin­gu­na otra morada podrá en­con­trar más seguro descanso”.

En carta del 17 de junio de 1769 añadió:

“Ni mi solicitud ni vuestras oraciones han visto el fruto deseado. Todavía no ha sido el agrado de Dios el sacarnos de nuestras tribulaciones. Sabemos que un Padre amantísimo no acostumbra rechazar y aban­do­nar a sus hijos que esperan en Él. Confiados en esta esperanza no cesamos de clamar al Señor; Él a su tiempo escuchará nuestras oraciones si permanecemos constantes en ayunos y súplicas.

Ello hay que rea­li­zarlo más fervientemente, porque a las pasadas cala­midades tan duras, ahora se presentan otras nuevas y están por llegar peligros más graves. La Compañía entera es acometida con violencia. Se ha de insistir hasta que el Señor se compadezca, en obsequios ofrecidos a la Bienaventurada Virgen y al Santísimo Corazón de Jesús. Desearía que al ofrecerlos lo ha­gáis con todo el esfuerzo del alma y con la se­gu­ri­dad y fe de obtener lo pedido. Cuando nos acer­que­mos a Cristo, en la visita al Santísimo, o en la fiesta del Corazón Santísimo de Jesús, querría os acor­da­rais de aquellas palabras que dijo cuando todavía vi­vía en este mundo: “Acercaos a Mí todos los que es­táis rendidos y abrumados que Yo os aliviaré”.

Con tales palabras, como mostrando su Corazón abierto a todos los agobiados con la carga, suavísimamente los atraía como a casa de refugio y ayuda de que­bran­tos. Pongamos ente Él sus promesas y juntamente las calamidades que nos agobian. Con ello El no dejará de conmoverse siendo El benévolamente rico en mi­se­ricordia”.

Y en carta del 22 de febrero de 1773:

“Veo con confusión que el Señor todavía no se ha dignado ex­tender su mano para levantarnos. Adoro sus juicios siempre justos. La causa de las calamidades las atribuimos a nuestras culpas y muy especialmente a las mías. Completamente solos estamos, y faltos de toda estima humana. ¿Qué temeremos si Dios es nuestro escudo y nuestra protección? Nuestros ruegos deben ser hechos en nombre de Jesucristo y nosotros ¿qué otra cosa pedimos cuando levantamos nuestros corazones a Dios sino la conservación de la Compañía y nuestra perseverancia en ella? Rogamos al Señor que nos permita perseverar en esta vocación, por la que fuimos destinados a este Instituto piadoso, santo, laudable, en gran manera fructuoso y sumamente apto para promover la gloria de Dios y sal­va­ción de las almas”.

Restauración

Suprimida la Compañía de Jesús, el Breve Pontificio de supresión universal no fue promulgado ni en Rusia, ni en Rusia Blanca. El Romano Pontífice, consultado, permitió, en esos lugares esa tan frágil permanencia.

La muerte y la supervivencia de la Compañía van a ser señaladas por el Padre Juan Bautista Roothaan, General de la Compañía de Jesús restaurada, como “la participación en la muerte y en la resurrección del Señor, de que es testimonio su Corazón atravesado”

La restauración universal de la Compañía por el Papa Pío VII, en 1814, tanto tiempo pedida, fue considerada, siempre, por los jesuitas como el mayor don que pudo haber dado el Corazón de Cristo, a ellos como “fieles remeros de la Iglesia”.

La Congregación General XXIII, en 1883, aceptó solemnemente en nombre de todo el cuerpo apostólico de la Compañía, con profundo agradecimiento, el encargo sumarísimo de propagar el Culto del Sagrado Corazón de Jesús.