Obras selectas de San Claudio de la Colombière.
Verdades consoladoras
Una de las verdades mejor establecidas y de la más consoladoras que se nos han revelado es que nada nos sucede en la tierra, excepto el pecado, que no sea porque Dios lo quiere; Él es quien envía las riquezas y la pobreza; si estáis enfermos, Dios es la causa de vuestro mal; si habéis recobrado la salud, es Dios quien nos la ha devuelto; si vivís, es solamente a Él a quien debéis un bien tan grande; y cuando venga la muerte a concluir vuestra vida, será de su mano de quien recibiréis el golpe mortal.
Pero, cuando nos persiguen los malvados, ¿debemos atribuirlo a Dios? Sí, también le podéis acusar a Él del mal que sufriste. Pero no es la causa del pecado que comete vuestro enemigo al maltrataros, y si es la causa del mal que os hace este enemigo mientras peca.
No es Dios quien ha inspirado a vuestro enemigo la perversa voluntad que tiene de haceros mal, pero es Él quien le ha dado el poder. No dudéis, si recibís alguna llaga, es Dios mismo quien os ha querido. Aunque todas las criaturas se aliaran contra vosotros, si el creador no lo quiere, si Él no se une a ellas, si Él no les da la fuerza y los medios para ejecutar sus malos designios, nunca llegarán a hacer nada: no tendrías ningún poder sobre mí sino te hubiera sido dado de lo alto, decía el Salvador del mundo a Pilatos. Lo mismo podemos decir a los demonios y a los hombres, incluso a las criaturas privadas de razón y de sentimiento. No, no me afligiríais, ni me incomodaríais como hacéis si Dios no lo hubiera ordenado así; es Él quien os envía, Él es quien nos da el poder de tentarme y afligirme: no tendríais ningún poder sobre mí si no os fueran dados de lo alto.
Si meditáramos seriamente, de vez en cuando, este artículo de nuestra fe, no se necesitaría más para obrar todas nuestras murmuraciones en las pérdidas, en todas las desgracias que nos suceden. Es el Señor quien me ha dado los bienes, es el mismo quien me los ha quitado; no es ni esta partida, y este juez, ni este ladrón quien me ha arruinado; si este hijo ha muerto… Todo esto pertenecía a Dios y no ha querido dejármelo disfrutar más largo tiempo.
Confiemos en la sabiduría de Dios
Es una verdad des fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aun más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos conviene.
Sí, muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor que nosotros lo que nos es útil, ¿No será una locura pensar que nosotros vemos las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y el afecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a veces los accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas, y que por el contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de manera funesta. También es una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente opuestos a los que la prudencia humana acostumbra a escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos posteriormente, ¿Cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la previsión de Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitarnos de su Providencia? José es vendido, se le lleva como esclavo, y se le encarcela; si se afligía era de sus desgracias, se afligía de su felicidad, pues son otros tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto. Saúl ha perdido las asnas de su Padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e inútilmente, mucha preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo eso estaba permitido para conducirle al profeta que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión cuando comparezcamos delante de Dios, Y veamos las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que hemos recibido tan a pesar nuestro!
He lamentado la muerte del hijo único en la flor de la edad: pero si hubiera vivido algunos meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría muerto en pecado mortal. Debo treinta o cuarenta años de vida esta enfermedad que he sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación eterna a esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. ¿De qué nos molestamos? ¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo suponemos entendido en su profesión; el manda que se nos hagan las operaciones más violentas, alguna vez que os abran el cráneo con el hierro; que os horaden, que os corten un miembro para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón. Se sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa libremente, porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario, porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡Y no le concedemos el mismo honor a Dios!
Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos infaliblemente todo lo que Él quiere.
Cuando Dios nos prueba
¿Pero queréis estar persuadidos que en todo lo que Dios permite, en todo lo que os sucede, sólo se persigue vuestro verdadero interés, vuestra verdadera dicha eterna? reflexionar un poco en todo lo que ha hecho por vosotros. Ahora estáis en la aflicción; pensad que el autor de ella, es el mismo que ha querido pasar toda su vida en dolores para ahorraros los eternos; que es el mismo que tiene su ángel a vuestro lado, velando bajo su mandato en todos nuestros caminos y aplicándose a apartar todo lo que podría herir vuestro cuerpo o mancillar vuestra alma; pensar que el que os ata a esta pena es el mismo que en nuestros altares no cesa de rogar y de sacrificarse y mil veces al día para expiar vuestros crímenes y para apaciguar la cólera de su Padre a medida que le irritáis; que es el que viene a vosotros con tanta bondad en el sacramento del Eucaristía; El que no tienen mayor placer, que el de conversar con vosotros y el de unirse a vosotros. Tras estas pruebas de amor, ¡Qué ingratitud más grande desconfiar de Él, dudar sobre si nos visita para hacernos bien o para perjudicarnos!
Tal vez habéis oído hablar del príncipe que prefirió exponerse a ser envenenado antes que rechazar el brebaje que su médico le había ordenado beber, porque había reconocido siempre en este médico mucha fidelidad y mucha afición a su persona. Y nosotros, cristianos, ¡Rechazaremos el cáliz que nos ha preparado nuestro divino Maestro, osaremos ultrajarle hasta ese punto!