El abandono confiado a la divina Providencia (II)

Multiplicación de los panes y los peces

    Obras selectas de San Claudio de la Colombièr             

Arrojarse en los brazos de Dios

 

Supongo, por ejemplo, que un cristiano sea liberado de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada puede llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se pueden distinguir lo que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están mezclados casi por todas partes, Y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo peor; que sus deseos no hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad de Dios, que no se hace nada fuera de su mandato y que no ordenan nada a nuestro respecto que no nos sea ventajoso.

Pero ¿no es una quimera que a un hombre le impresiónen tanto los males como los bienes ¿ No, no es ninguna quimera; conozco personas que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la riqueza como la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud.

No hay nada más cierto que lo que os voy a decir: cuanto más nos sometemos a la voluntad de Dios, más condescendencia tiene Dios con nuestra voluntad. Parece que desde que uno se compromete únicamente a obedecerle,  Él solo cuida de satisfacernos: y no sólo escucha nuestras oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos ahogar para agradarle y los supera a todos.

En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa la voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún temor turba su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla. Me lo represento como un hombre sentado sobre una roca en medio del océano; deben ir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le agrada verlas y contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies; que el mar este calmo o agitado; que el viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e inquebrantable.

De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos servidores de Dios.

Práctica del abandono confiado

Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta virtud. Pero, las grandes ocasiones de practicarla son bastante raras, es necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen uso nos prepara enseguida para soportar los mayores reveses, sin conmovernos. No hay nadie a quien cien cosillas contrarias a sus deseos e inclinaciones, sea por nuestra imprudencia o distracción, sea por La inconsideración o malicia de otro, ya sea en el fruto de un puro efecto del azar o del concurso imprevisto de ciertas causas necesarias. Toda nuestra vida está sembrada de esta clase de espinas que sin cesar nacen bajo nuestras pisadas, que producen en nuestro corazón mil frutos amargos, mil movimientos involuntarios de aversión, de envidia, de temor, impaciencia, mil enfados pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil turbaciones que alteran la paz de nuestra alma al menos por un momento. Se nos escapa por ejemplo una palabra que no quisiéramos haber dicho o nos han dicho otra que nos ofende, un niño nos molesta, un inoportuno os detiene, se rompe un mueble, se mancha un traje o se rompe.

Sé que en todo esto no hay que ejercitar una virtud heróica, pero os digo que bastaría para adquirirla infaliblemente si quisiéramos,  si alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios todas estas contrariedades y aceptarlas como dadas por su providencia, y si además se dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima con Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y funestos accidentes de la vida.

A este ejercicio, tan útil para nosotros y tan agradable a Dios, podemos añadir este otro: pensar todos los días, por las mañanas, en todo lo que pueda sucederos de molesto a lo largo del día. Aceptar todos estos males en caso de que quiera Dios permitirlos; obligad vuestra voluntad a consentir en este sacrificio y no os deis ningún reposo hasta que no la sintáis dispuesta a querer o al no querer todo lo que Dios quiera o no quiera.

En fin, cuando una de estas desgracias se deje en efecto sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de los hombres o de la fortuna, id a arrojaros a los pies de vuestro divino Maestro, para pedirle la gracia de soportar este infortunio con constancia.

Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea éste el primero de todos vuestros cuidados; id a contarle, por así decirlo, el trato que os ha dado, el azote que se ha servido para probaros. Besad mil veces las manos de vuestro Maestro crucificado, esas manos que os han herido, que han hecho todo el mal que os aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también Él decía a su Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga vuestra voluntad y no la mía.

Sí, mi Dios, en todo lo que queráis de mi hoy y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga esta voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple en el cielo .

e.