ASPECTOS TEOLÓGICOS DOCTRINALES: LA CONSAGRACIÓN Y LA REPARACIÓN (II)

Jesús en la custodia

Padre Cándido Pozo, S.J.

TEOLOGÍA DE LA REPARACIÓN

 

Ante todo, creo importante subrayar que la reparación surge, como consecuencia necesaria, de la misma consagración al Corazón de Jesús y del compromiso de imitar a Cristo en sus actitudes más profundas, que la consagración implica. Desgraciadamente, dada nuestra debilidad, cumplimos mal el compromiso que con traemos en nuestra consagración. Fallamos diariamente en el. Este nuestro fallo hace que tengamos que presentarnos siempre ante Dios como pecadores. Cuando Jesús nos enseñó a orar, incluyó en el texto del “Padre Nuestro” una petición muy concreta: “perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es de suma importancia en la enseñanza del Concilio de Trento al recordarnos que la oración dominical fue pensada y compuesta por Jesús para que la dijeran también—y primariamente—los hombres en estado de gracia, los cuales, a pesar de encontrarse en ese estado de justicia al decir diariamente el “Padre Nuestro”, tienen que incluir en su fórmula con humildad y verdad las palabras de petición de perdón que en él se contienen; en otros términos: si Jesús nos enseñó a rezar cada día el “Padre Nuestro” y a pedir perdón en él, es porque cada día tenemos motivos objetivos para decirlo con humildad y verdad. Por voluntad de Jesús, cada día tenemos que pedir perdón de nuestras faltas y presentarnos así ante Dios como pecadores. Ello implica que cada día lo somos, pues Jesús no puede habernos mandado que realicemos diariamente una comedia. Como tampoco puede ser comedia el hecho de que la Iglesia nos obligue, cada día, aunque estemos en estado de gracia, a comenzar la celebración de la Santa Misa pidiendo perdón por nuestros pecados; la Iglesia nos obliga a esta petición de perdón, porque estamos necesitados de él. Igualmente responde a nuestra situación real, el que más adelante, al estructurar el rito de la reparación a la comunión, la Iglesia haga que lo iniciamos con el “Padre Nuestro” en el que se contiene, una vez más, la petición de perdón, y lo cerremos diciendo inmediatamente antes de la comunión misma:” Señor, no soy digno de que entrase en mi casa.” Todo esto sólo tiene sentido, porque cada día hay en nosotros falta de indignidad.

En la parábola del fariseo y el publicano (lc. 18,9 – 14), Jesús plantea dos actitudes oracionales, la de aquel que orar como justo y la de aquel que ora como pecador. Y es decisivo que Jesús dice taxativamente al final de la parábola que quien hora como justo es rechazado, mientras que sólo quien hora como pecador es aceptado: “Os digo que esté bajo a su casa justificado, y no el otro”. Todo ello quiere decir que el hombre necesariamente tiene que presentarse siempre delante de Dios como pecador. Los enunciados de Jesús son tan estrictos y universales que no es posible excluir de ellos a nadie, ni siquiera los santos. También ellos tuvieron siempre que orar a Dios como pecadores.

No había insinceridad alguna en los Santos cuando, al orar, se proclamaban pecadores, e incluso grandes pecadores. ¿Hubieran podido obrar de otro modo, es decir, como justos, sin ser rechazados por Dios? Su actitud respondía, también en ellos, a la realidad, pues en ellos había defectos y faltas. Su énfasis en considerarse grandes pecadores se comprende, si consideramos la sensibilidad de los santos, conscientes con finura espiritual no sólo de su consagración bautismal, sino de los compromisos ulteriores que habían contraído, y de las últimas exigencias que todos estos hechos deberían crear en un hombre consagrado por el bautismo plenamente a la Trinidad y, más tarde, por posteriores consagraciones en las que, con sentido del radicalismo, se pretende vivir el compromiso bautismal en sus últimas consecuencias. A esta mayor sensibilidad de lo que Dios espera de ellos, inevitablemente es correspondía una más fina conciencia subjetiva de la inadecuación de la propia respuesta personal.

Aplicando a nosotros la doctrina expuesta, es claro que después de habernos consagrado al Corazón de Jesús, inevitablemente tenemos que vivir nuestra relación con Cristo con el dolor de haber cumplido mal los compromisos de nuestra consagración. Aquí se encuentra la primera y más fundamental raíz por la que tenemos que reparar. Quien cada día necesita sinceramente pedir perdón, tiene que pasar a una actitud con la que desea satisfacer por aquello en que falló.

Ulteriormente con un sentido de solidaridad que nos da nuestra conciencia de formar parte de un Cuerpo Místico y que es también exigencia del precepto fundamental y primario del Señor Jesús, es decir, el de la caridad fraterna (cf. Jn. 13,34; 15,12), nuestra petición de perdón y nuestro deseo de satisfacer no pueden limitarse a nuestros fallos, sino que tiene que extenderse a los de nuestros Hermanos y abarcar así la gran decepción que la humanidad produce a Cristo que habiendo dado todo por ella, no recibe de ella más que ofensas, fallos e injurias.

En resumen, nuestra reparación ha de tener dos dimensiones. Tenemos que reparar por nuestros propios pecados, ya que es claro que siempre somos pecadores y que esta realidad no puede ser olvidada en nuestras relaciones con Dios como objeto de petición de perdón y de deseo de satisfacer. Pero la reparación ha de tener también una dimensión colectiva: hemos de orar y satisfacer por las faltas de aquellos que siendo pecadores, no reparan; esta segunda dimensión esta postulada por nuestra caridad hacia ellos que incluye un sentido de solidaridad sobrenatural.

Cuando la piedad se enfoca preferentemente como relación personal con Cristo, es obvio que también la reparación se dirija directamente a Cristo. Es el planteamiento que tiene la Encíclica Misentissimus Redemptor, la cual expone la reparación como actuó directo a Cristo nuestro Señor. Los motivos de este planteamiento son propios. Es con Cristo con quien nos comprometimos en nuestra consagración a su corazón, es a Él a quien hemos decepcionado con nuestra falta de entrega y fidelidad, es a Él a quien tenemos que reparar. Pero es claro que las razones de este planteamiento no se colocan únicamente a nivel de un mero enfoque de relación personalista humana. El pecado, como tuvo que subrayar Pío XII en la Encíclica Humani Generis, es ofensa personal a Dios. Cristo es persona divina. Por ello, nuestra reparación enfocada directamente a Él, es reparación a una persona divina que ha sido directamente ofendida por el pecado.

Sin embargo, la idea de reparar ahora directamente a Cristo que está actualmente glorioso en el cielo, presenta alguna dificultad teológica que no debe soslayarse. El modo cómo Pío XI explicó la reparación al Corazón de Jesús en la Encíclica Misentissimus Redemptor es bien conocido. Pío XI insistía en que Jesús en el huerto de Getsemaní no solo padece angustia ante la conciencia de su muerte cercana, sino que se siente allí mucho más angustiado por la previsión de la ingratitud con que los hombres iban a pagar todos sus sacrificios de entonces. Quizás podría resumirse la pregunta de Cristo, llena de ansiedad, en el huerto, en estas palabras: ¿valía la pena cuánto iba a hacer por nosotros, teniendo en cuenta lo poco que se lo íbamos a agradecer y lo mal que se lo íbamos a pagar? Juntamente con esta previsión de nuestras infidelidades, su ciencia humana infusa le hizo también prever nuestras infidelidades y, por tanto, nuestras futuras reparaciones. En ese sentido, nuestra reparación de hoy fue prevista en Getsemaní y consoló entonces a Jesús en la aflicción de su agonía.

  1. Rahner ha objetado que este esquema supone una complicación psicológica difícilmente realizable por el cristiano medio. Con los debidos respetos, quiero decir con toda claridad que siento cierto miedo ante aquellos teólogos de gabinete que dictaminan y pontifican sobre qué es difícilmente asimilable por parte de los fieles y que sería, por el contrario, lo fácilmente asimilable, quizás sin comprobar la experiencia real de los fieles. Creo que, en este caso, cualquier sacerdote que tenga un mínimo de experiencia pastoral personal, sabe perfectamente que los fieles, incluso los más sencillos, son capaces de realizar este salto temporal sin mayores complicaciones psicológicas, sino con la convicción sincera que si Cristo previó entonces mis reparaciones de ahora, sintió consuelo y alivio por ellas, de la misma manera que la previsión de las ingratitudes de los hombres le hizo llenarse de tristeza.

Por lo demás, prescindiendo de Rahner, pienso que la opción actual, bastante difundida, a este enfoque de la reparación al Corazón de Jesús está más bien en el hecho de que no pocos teólogos no admiten en Cristo una ciencia humana infusa en virtud de la cual pudiera ver en Getsemaní mis reparaciones de ahora, entonces todavía futuras. Por ello, consideró necesario reafirmar la doctrina tradicional sobre esta materia, cuyo fundamento especulativo, a mi juicio, radica en que sería absurdo que Cristo que con su voluntad y Corazón humano se entrega en el Calvario a la muerte por amor y mediante esa muerte obtiene mi salvación, lo haya hecho sin conocerme y amarme en concreto. Defiendo la existencia de una ciencia humana infusa de Cristo en su Pasión por qué no creo admisible que él haya ido a morir por mí sin que previamente me conociera, me amara y quisiera entregar su sangre precisamente por mí; insisto en que ese conocimiento  debe situarse a nivel de su ciencia humana—y no sólo de su ciencia divina–, porque es en el plano de su psicología humana—el único en que podía darse el mérito en Él—donde se realiza realmente la redención: la voluntad humana de Cristo es la que meritoriamente se entrega y su dolor humano el que me salva; pero la voluntad humana de Cristo tiene que haber estado regida por su ciencia humana y no sólo por su ciencia divina, si queremos mantener una explicación coherente de la psicología de Cristo.

Con esto queda justificado el sentido de la explicación de la reparación que Pío XI propuso en la Encíclica Misentissimus Redemptor: tiene sentido la reparación directa a Cristo  en un coloquio con Él en el Sagrario, coloquio que aunque tenido ahora, fue percibido por Él ya en Getsemaní; tiene sentido la alegría de saber que en Getsemaní Jesús fue consolado por mi esfuerzo y por mi buena voluntad de ahora.

Pero además de esta reparación al Corazón de Jesús, también tiene sentido una reparación con el Corazón de Jesús, es decir, unirme a Cristo en su ofrecimiento al Padre por los pecados de todos los hombres y dirigir así mi reparación al Padre. Porque ambos enfoques son legítimos, había que evitar exclusivismo os de planteamiento. Me parece necesaria esta advertencia porque en determinados ambientes, después de considerar prácticamente inviable el planteamiento que la Encíclica Misentissimus Redemptor hace sobre la reparación, se propone como una solución del problema unirnos al Corazón de Jesús para reparar al Padre. Ya he indicado cómo y porqué no puedo estar de acuerdo con los teólogos que consideran inaceptable el enfoque de Pío XI en la Encíclica Misentissimus Redemptor; por ello, no puedo tampoco considerar el enfoque de una reparación al Padre, unidos con el Corazón de Jesús, como la única solución. Pero, una vez hecha esta salvedad, que nos pone al resguardo de la tentación de la exclusividad, creo que la reparación al Padre con el Corazón de Jesús representa una fórmula sumamente rica. Creo que vale la pena promover y renovar este enfoque. Ello nos permitirá recuperar para la piedad popular la idea de Cristo mediador, tanto tiempo olvidada en el pueblo. Ello nos lleva también a unirnos a Cristo que en la cruz repara al Padre por nuestros pecados, contemplando así en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo (cf. Col. 1,24). La Santa Misa debería ser ocasión privilegiada para vivir esta actitud. En ella no sólo se hace presente el Señor Jesús, como estuvo presente en medio de sus discípulos, según la fórmula que precede inmediatamente a la consagración en nuestra vieja y entrañable liturgia mozárabe, sino también—y ello es motivo último por el que en ese momento caemos de rodillas abrumados por la grandeza de lo que sucede delante de nosotros—se hace, de nuevo, presente el misterio del Calvario, en cuanto que Jesús al hacerse presente sobre el altar, renueva la oblación que dio Valor y sentido al sacrificio de la cruz. Por eso, para vivir la Santa Misa, el esquema más sencillo de tipo reparador sería unirnos a Jesús que se ofrece sobre el altar y hace así presente en el altar aquel acto que constituye lo más esencial del misterio del Calvario: su oblación de los dolores entonces presentes y ahora pretéritos. De este modo nos asociamos a Jesús que se entregó por nosotros y renuevo ahora su acto de entrega como ir reparamos juntamente con Él al Padre.

Sin embargo, ante esta fórmula que se ha presentado muchas veces como salvadora y como la única que da sentido a la reparación—frente a la idea de consolar con nuestras reparaciones de ahora los sufrimientos ya pretéritos de Getsemaní, a la que se acusa de retorcimiento psicológico–, hay que subrayar la conveniencia de no simplificar, al apelar a ella, el problema teológico. En efecto, ¿qué significa, en este caso, reparar al Padre?

Evitemos toda explicación demasiado fría de la reparación, es decir, una especie de reparación meramente objetiva: una vez cometida una transgresión del orden por el pecado, ser prepararía para restaurar ese orden. La reparación tiene que situarse en un plano mucho más personal. El problema que plantea reparar y consolar a Cristo, actualmente glorioso, para cuya solución se remite al efecto de la reparación sobre los sufrimientos pretéritos de Jesús en Getsemaní, se hace mucho más grave, si se trata de reparar, en una dimensión personal, al Padre. Si la reparación no es una mera restauración del orden violado por el pecado, sino que ha de tener una dimensión personal, ha de llegar entonces hasta la intimidad de Dios. Pero, ¿en qué puede afectar a Dios mi reparación?

En orden a resolver el problema es ineludible recuperar una serie de fórmulas bíblicas, misteriosas, pero que tienen que tener algún sentido real. Cuando la Escritura nos habla de la corrupción de la humanidad que provocó el diluvio, dice que ”Yahveh se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra” (Gen. 6,6), para a continuación introducir las palabras que Dios pronuncia, observando que las dijo” con el corazón apesadumbrado ”. Sin duda, todo este modo de expresarse encierra un claro y enorme antropomorfismo. Pero ello indica que el pecado de la humanidad no es indiferente a Dios. Hay algo en el interior de Dios—a pesar de todas las razonables especulaciones sobre la inmutabilidad de Dios–, como consecuencia del pecado, que es misterioso e ininteligible para la mente humana, pero que no podemos expresar con el lenguaje de los hombres, si no es echando mano de estas formulaciones antropomórficas. En este hecho fundamental radica lo que de válido tiene la intuición encerrada en la moderna “teología del dolor de Dios”, representada por libros como el del protestante japonés K. Kitamori o el del Jesuita belga, Profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana, J. Galot. Pero si el pecado no es indiferente a Dios, tampoco le es indiferente me reparación. Y si en el caso del pecado, esa no indiferencia sólo puede expresarse en lenguaje humano diciendo que el pecado le hace sufrir, habrá que utilizar también un modo de hablar según el cual la reparación le consuela. No podemos expresarnos de otra manera. Hay que ser conscientes de toda la problemática teológica que implica este modo de hablar por su misma imperfección (simultáneamente deben mantenerse en la inmutabilidad de impasibilidad de Dios), pero nuestro lenguaje no puede expresarse de otra manera.

Aparecen así dos posibles referencias distintas de mi reparación: una una referencia directa a Cristo a través de un coloquio personal con Él (en tal caso tenemos todo el derecho de saber que mi reparación de ahora consoló a Jesús en Getsemaní); y una referencia al Padre a quien reparo poniéndome en la reparación que Cristo ofreció sobre la cruz y que cada día renueva en el sacrificio de la Misa (tal reparación no es indiferente al Padre, como tampoco le es indiferente mi pecado, y ésta no indiferencia sólo puede expresarse con lenguaje humano diciendo que mi reparación alegra y consuela a Dios, mientras que mi pecado le disgusta y le hace sufrir). Sólo queda añadir que la referencia directa a Cristo puede dirigirse al único Jesús que ahora existe, que es Jesús resucitado, que actualmente vive en tren nosotros en el Sagrario. De modo análogo al que hemos visto que sucede en Dios, debe decirse que Cristo resucitado, aunque esté glorioso, no es indiferente ni al pecado ni a la reparación. El pecado produce algo en Él que no sé explicar con claridad, pero que mi lenguaje humano sólo puede expresar diciendo que el pecado le disgusta y entristece; de manera paralela, aunque no sepa cómo, he de decir que me reparación le consuela y alegra. Esta certeza dará a mi diálogo con Jesús presente en el Sagrario toda la profundidad de intimidad que debe tener.