CARTAS DE SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE(IX)

Cartas a diversas religiosas de la Visitación de Paray

CARTA LXXI

A una religiosa de Paray

Paray, 1676

Mi querida Hermana:

Tendría motivo de disculparme con usted por haber tardado tanto en devolverle su papel, si no estuviera usted persuadida, como lo creo, de que no es deseo de servirla lo que me faltó, sino estar más libre de mis ocupaciones de lo que estoy. Para aprovechar pues, este rato libre le diré, mi querida Hermana, que he leído todos sus papeles y, después de haberlos examinado, me ha sorprendido que le dé tanta pena una cosa en la cual tomó usted tantas precauciones para no tenerla; de suerte que no creo que esa obligación de hacer oración la exponga a ningún pecado, a no ser que usted quiera dispensarse de ella con propósito deliberado, por gusto e intencionadamente, sin ninguna razón de enfermedad u ocupación. No concibo que uno se pueda obligar más levemente que lo ha hecho usted, ni que una obligación acompañada de todas esas circunstancias pueda dejar alguna duda de conciencia; puesto que puede hacerse dispensar de ella a voluntad.

Así, mi querida Hermana, le aconsejo que sea muy fiel en esto. Pero tenga cuidado de no contentarse con satisfacer a esa obligación; porque si no hace usted oración sino cuando esté obligada, o porque está obligada, nunca adelantarán adelantará en la oración, nunca la amará ni se complacerá en conversar familiarmente con Dios. Un alma que se dispensa de hacer oración en las enfermedades, por temor de hacerse daño, no sabe hacer oración; porque, lejos de hacer daño, sostiene el espíritu y el corazón, mantiene al alma en calma y deja un consuelo que alivia mucho la pena. No digo esto para obligarla, mi querida Hermana, sino para hacerle entender que se engaña usted mucho si espera sacar fuerzas de un ejercicio que deja usted tan a menudo porque puede en conciencia dispensarse de él. Ni los votos ni las promesas han de ser los que nos atraigan a ese santo ejercicio, sino, más bien, la felicidad que encuentra un alma fiel en acercarse a Dios con frecuencia. Ruego al Espíritu Santo que le dé parte del santo don de oración; es ese tesoro oculto del Evangelio por cuya posesión es preciso deshacerse de todo para gustar a Dios y merecer sus caricias.

Le doy las gracias por el trabajo que ha tomado usted en el asunto que le confié. Sólo desean saber si había una pensión vitalicia, no piden otras informaciones, y no les disgustará que sea para una de las hijas de la Señora… a fin de quitar su inquietud a los que pudieran sospechar otras cosas.

Creo que se prepara usted para recibir al Espíritu Santo, mi querida Hermana. Pido a ese Divino Espíritu que le haga desprender el corazón de todas las criaturas, a fin de que, hallándolo vacío, lo llene con su luz y su amor. Hágame la misma caridad, y créame todo a su servicio.

La Colombière

CARTA LXXII

A una religiosa de Paray

Londres, 1677

Mi muy querida Hermana:

Alabo a Dios, como estoy seguro de que lo hace usted misma, por el estado a que le place reducirla. La engañaría si le dijera que recibí la noticia con dolor. No podría afligirme de ver que se cumple la voluntad de Dios, y me parece que nada es malo en este mundo sino lo que es contrario a esa divina voluntad. Pues bien, mi muy querida Hermana, hay que pensar en el paraíso y hacer a Nuestro Señor un sacrificio de esta miserable vida que hemos recibido de Él. Espero que usted lo hará de buena gana y que ningún pretexto la hará vacilar en esta circunstancia. ¿Sabe lo que me serviría para despertar mi confianza si estuviera tan cerca de dar cuenta a Dios como lo está usted, según me dicen? Sería precisamente el número y la magnitud de mis pecados. He aquí una confianza verdaderamente digna de Dios, que lejos de dejarse abatir a la vista de sus faltas se fortalece, al contrario, con la idea infinita que tiene de la bondad de su Creador. La confianza que inspira la inocencia y la pureza de vida no da, según me parece, muy grande gloria a Dios, porque salvar a un alma santa que nunca lo ha ofendido, ¿es acaso todo lo que puede hacer la misericordia de nuestro Dios?

Lo cierto es que, de todas las confianzas, la que más honra al Señor es la de un pecador insigne que está tan persuadido de la misericordia infinita de Dios, que todos sus pecados le parecen como un átomo en presencia de esa misericordia.

Pero, me dirá usted, tal vez, que todavía no ha hecho nada para el cielo, que no ha hecho ninguna penitencia ni adquirido ninguna santidad, ninguna virtud. Pues bien, ¿y por eso no se ha de hacer la voluntad de Dios? ¿No valdrá más que se cumpla esa voluntad que si estuviéramos seguros de llegar a la santidad de nuestra buena Madre la Virgen? He aquí, Hermana mía, la disposición con que deseo entregue usted su alma en manos de Jesucristo; que aunque supiera usted infaliblemente que viviendo un día por su propia voluntad iría derecha al cielo y estaría colocada muy por encima de los serafines, prefiriera morir por voluntad de Dios e ir a satisfacer a su justicia en el purgatorio hasta el fin del mundo. Sí, Dios mío, es necesario que se cumpla vuestra voluntad, es lo único que importa. Que muera tarde o temprano; de una enfermedad o de otra; enteramente purificada o no; me importa poco, con tal de que muera en el momento, de la enfermedad y en el estado de perfección que quiera Nuestro Señor. Trate, hija mía, de morir con ese espíritu de verdadera víctima; arrójese a ciegas en el seno de Dios, y espero que no ha de perder a un alma que no confía sino en Él y que se entrega a Él sin reserva.

Adiós mi queridísima Hermana, le deseo mil bendiciones. No cesaré de rogar por usted. No me olvide en el cielo.

La Colombière

CARTA LXXIII

A la Hermana María Catalina, carmelita de Chaillaux

Londres, febrero de 1677

Mi muy querida Hermana:

Alabo a Dios de todo corazón por la misericordia infinita que tiene con usted. Me da usted compasión por una parte, y por otra le tengo envidia. No olvide nunca los sentimientos que tuvo el día de santa Catalina y persevere en el sacrificio que hizo a Nuestro Señor de toda la paz y todo el reposo de espíritu que podría desear. ¿No es bienaventurada por hallarse en el mismo estado en que se encontró Jesucristo en el huerto de los Olivos?[2]

He dejado pasar el tiempo de Adviento sin escribirle, ni le contesté sobre las prácticas de devoción que me pedía usted para ese tiempo. Pero llega ya el carnaval, y creo que este tiempo no es menos a propósito para la penitencia que el que ha pasado. En esta hora en que el mundo triunfa, en que reina el pecado, en que Dios es ultrajado y sufre una cruel pasión, la misma que soportó en el Huerto de los Olivos, cuando a la vista de nuestros pecados sudó sangre y agua, es necesario que sus buenos amigos tomen parte en su duelo y traten de devolverle toda la gloria que los otros le arrebatan. Imagínese pues, mi querida hija, que es usted la víctima pública; tome sobre sí, por amor a Dios, todos los desórdenes que se cometen actualmente en todo el mundo y, para expiarlos, no se contente con aceptar todas las penas interiores que sufre, ofrézcase para sentir otras todavía más crueles.

En cuanto a las mortificaciones corporales, en vista de la debilidad de su complexión, creo que debe moderarlas con el consejo de su confesor.

Tiene usted razón en considerar el estado en que está como una gracia que le hace Dios; lo es verdaderamente, y aún más grande de lo que puede pensar; nada me ha hecho admirar más su bondad como la manera paternal y misericordiosa que usa para con usted. Piense un poco en lo que habrían sido las penas que hubiera sufrido en la otra vida, puesto que es necesario para evitarlas que Dios le imponga en ésta otras tan pesadas.

Se engaña completamente cuando cree que sus ejercicios espirituales le son inútiles. Pero aunque fuera así, ¿habría motivo por ello para omitirlos o para inquietarse? Es necesario obedecer a Dios y esto le debe bastar, sin examinar demasiado si su obediencia le trae provecho. ¿No sabe usted que hay que sacrificarlo todo a Dios?

Duda usted todavía de que pueda comulgar, después de lo que me indica. ¿No ve usted que esas turbaciones que preceden a las comuniones son del mal espíritu que les tiene horror, y que ese momento de paz que las sigue es del espíritu de Dios que las aprueba? Me asombra que vacile usted en eso; es más claro que el día; ya estaría usted perdida sin ese socorro. Tan lejos estoy de disminuirle las comuniones que la obligaría a recurrir a ellas con más frecuencia que las demás, si no temiera hacerla parecer singular. Guárdese bien de importunar en adelante a la Reverenda Madre para obtener que le dispense; pero continúe descubriéndole sus pensamientos y tenga cuidado, en nombre de Nuestro Señor, de no ocultarle nada, por mucho que le cueste declararle lo que pasa en usted.

Por lo demás, todos sus ejercicios espirituales y toda su vida no deben ser sino sacrificio y conformidad con todo el querer divino. La justicia es la perfección que debe usted amar y adorar en Él sobre todas las demás. Es la que ha brillado más y casi únicamente respecto a Jesucristo; y para usted será un honor, que no sabría estimar bastante, el ser tratada como el Hijo único del Padre Eterno. En medio de sus mayores desolaciones será dulce para usted representarse a ese Cordero inocente, ya prosternado en el Huerto diciendo: Si es posible, etc., ya clavado en la Cruz exclamando: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¡Cuán bueno es ese Salvador! Es decir, que, sin retirarse de usted, la ha entregado a la tentación, no para perderla sino para castigarla y purgarla de todas sus faltas, a fin de que se haga pura y agradable a sus ojos. Sería preciso castigarla mucho para ponerla en el mismo estado en que debiera estar, si no le hubiera usted ofendido. Pero también ¡qué felicidad si al fin pudiera usted volver a eso!

Adiós, mi querida Hermana. Ruegue por mí a Nuestro Señor que tenga piedad de mí, como la tiene de usted. Viva en paz en medio de todas sus tribulaciones.

La Colombière

CARTA LXXIV

A la Hermana Rosselin

Londres, 1677

Mi querida Hermana:

Recibí dos cartas suyas en menos de 18 días; continúe escribiéndome por lo menos cada dos meses, con tal de que sus superioras no lo encuentren mal.

En la primera me indicaba usted que estaba muy descontenta de sí misma y que le viene a veces el pensamiento de atribuir su desgracia a causas extrañas y a una falta que no es posible corregir. Le confieso, Hermana, que a veces he tenido el mismo pensamiento. Pero, alabado sea Dios. Él ha tenido sus razones para permitir lo que le sucede, y sería una horrible tentación creer que hubiera en ello algún mal irreparable. Aunque hubiera cometido usted alguna infidelidad, lejos de perder el valor, debía ser para usted un motivo de mayor fervor a fin de reparar esa cobardía.

Tampoco debe dejarse abatir cuando ve que las más fervorosas tienen temores y escrúpulos. Porque en primer lugar, hay que admirar en este punto un efecto del amor a Dios, que nunca está satisfecho ni encuentra nada que pueda compararse a las bondades que el Señor tiene con nosotros; que estima que todo lo que se hace para conocerle es nada; que comprende cuán grande mal es disgustarle; que a la sola vista del peligro en que estamos de pecar, se estremece. En segundo lugar, si ese temor y escrúpulos llegan a la inquietud, guárdese de creer que sean una virtud. Hay que servir a Dios con todo el corazón, no olvidar nada para impedir el ofenderle; mas es necesario hacerlo todo con alegría, con corazón libre y lleno de confianza, a pesar de todas las debilidades que se experimenten y las faltas que se cometan. Nunca se turbará usted, si no fuere por una mala causa o por un efecto de su poca virtud. La verdadera virtud anima, alienta, pide siempre ir adelante, le parece que no hace nada y tiene razón; pero no pierde por eso la paz interior. Todo movimiento que inquieta al alma, o que debilita en ella la esperanza de adquirir la santidad, es infaliblemente del mal espíritu.

Temo que sea usted en efecto un poco lenta y pusilánime; si es así lo conocerá en estos indicios: si se siente tentada a diferir lo que tiene obligación de hacer o lo que ha resuelto ejecutar; si se cansa cuando ha comenzado una obra buena; si cambia a menudo de método, de práctica de devoción; si se imagina que hay algo superior a usted y que debe dejarlo para las grandes santas; si omite el hacer alguna cosa por respeto humano, por miedo de pasar por mejor de lo que es, por temor de importunar a las superioras, porque no parezca que quiere condenar a las demás, por no mortificarlas; si no trata usted con gran sinceridad con las personas a quienes debe revelar su interior; si se persuade de que debe contentarse con un fervor mediano; si tiene usted la idea de que hay cosas pequeñas en la obediencia y que una palabra no es nada, que se puede esperar un momento, hacer un punto, etc. El remedio es no perdonarse nada, no escuchar ninguna repugnancia, tratar de vencerse continuamente; estar muy convencida de que es ya motivo para hacer una cosa el sentir alguna dificultad, y para no hacerla tener inclinación a ella, suponiendo siempre que no se haga nada contra la obediencia.

Si yo estuviera seguro de que usted procedía así, poco cuidado me darían esas oraciones de que se queja usted en su segunda carta. ¡Oh, qué gran ilusión es, mi querida Hermana, y sin embargo, qué común, imaginarse que se tiene poca o mucha virtud según que se tenga muchas o pocas distracciones en la oración! He conocido religiosas que habían sido elevadas a un alto grado de contemplación, y que a menudo estaban distraídas desde el principio hasta el fin de la oración. La mayor parte de esas personas, que sufren tan gran pena por tener esas divagaciones de espíritu, son almas llenas de amor propio, que no pueden sufrir la confusión que eso causa delante de Dios y de los hombres, y que no pueden soportar el disgusto y la fatiga que les producen los ejercicios espirituales, pues quisieran, por recompensa de las mortificaciones que practican, los consuelos sensibles que esperan.

Querida Hermana: aunque sea usted arrebatada en éxtasis veinticuatro veces al día y tenga yo veinticuatro distracciones al rezar una avemaría, siendo yo tan humilde y mortificado como usted, no quisiera cambiar mis distracciones involuntarias por todos sus éxtasis sin mérito. En una palabra, no reconozco devoción donde no hay mortificación. Hágase una violencia perpetua sobre todo en el interior; no soporte nunca que domine la naturaleza ni que su corazón se apegue a nada, sea lo que fuere; y yo la canonizaré sin preguntarle siquiera cómo va su oración.

Estoy encantado de que ame tanto su vocación, no sé en qué lo conoce, pero una buena señal es cuando no hay una sola regla, ni el más pequeño reglamento, que no se quiera observar tan exactamente como los votos.

O no había oído hablar de la pensión o lo había olvidado. Si yo estuviera en su lugar, he aquí cómo procedería: tal como si fuera pensión de otra persona a quien nunca hubiera visto y de quien nunca hubiera oído hablar. Preferiría que mi padre me hubiera dejado al morir su maldición, (lo que es cosa bien horrible), que una herencia en la cual tuviera yo más confianza que en los tesoros del rey de la China; preferiría morir de pura miseria que salir de la tumba por medio de ese dinero. ¡Oh Dios mío!, ¡cuándo se conocerá la felicidad de la pobreza, y se la amará tanto como vos amáis a los que la aman! ¿De qué me sirve haber hecho voto de pobreza si temo que me falte alguna cosa, si quiero estar tan seguro como los ricos de que nada me ha de faltar? En cuanto a mí, le confieso que no comprendo qué pobreza es esa y qué gran mérito puede haber en practicarla.

El afecto de los parientes es bueno cuando es en Jesucristo, quiero decir, cuando no tiene afanes, ni inquietudes, ni interés, cuando no se recibe nada de ellos ni se les da nada.

Adiós, Hermana mía. He leído muy bien sus dos cartas. No sé cuándo regresaré a Francia; no hay señal de que sea antes del mes de septiembre del año que viene, y no sé todavía lo que sucederá entonces. Que se haga la voluntad de Dios.

La Colombière

CARTA LXXV

A una religiosa de la Visitación

Londres, mayo-junio de 1678

Mi muy querida Hermana en Nuestro Señor:

He sabido con grande alegría la perseverancia que Dios le da en su santo servicio, y doy gracias con toda mi alma. Espero que continuará haciéndole esa gracia hasta el fin, y le ruego en su nombre que también lo espere usted, pues esa esperanza no ha engañado nunca a nadie. Si considerásemos nuestra debilidad, sé muy bien que habría que abandonarlo todo; pero es cierto que tanto la más débil de las criaturas como la más fuerte no tienen motivo para desesperar, porque nuestra confianza está en Dios que es igualmente fuerte para los fuertes y para los débiles.

Es indudable que pierde usted mucho al perder a su buena Madre. Sin embargo, si su confianza estaba puesta en ella, le conviene a usted que se vaya; y si confía usted en Dios, a Él no le faltarán medios de ayudarla, después de haberle quitado ese socorro. Ofrezca a Nuestro Señor el dolor de esta separación por el tiempo en que no se aprovechó usted bien de la dirección verdaderamente maternal de su superiora, y espere que, por esta resignación, expiará todas las faltas cometidas respecto de ella. ¡Oh, qué feliz será, mi querida hermana, si puede tener, para con aquella que debe sucederle, un corazón igualmente franco y un espíritu enteramente sumiso! No importa cuál sea su carácter; el Señor bendice la sencillez y la obediencia, cualesquiera que sean los superiores; y así esas virtudes le serán igualmente útiles si las practica usted tan perfectamente en el porvenir como lo ha hecho hasta ahora. Ya ve usted bien que las comunicaciones con el exterior no le son ventajosas. Tiene usted en casa la fuente de su felicidad; aficiónese a ella, se lo suplico, y sea fiel en este punto; esto es esencial para usted. Si es usted desgraciada, no podrá serlo sino por no haber seguido este consejo, que quisiera poder grabar en lo más profundo de su corazón.

¿En qué piensa usted cuando teme que Nuestro Señor la abandone? Pues qué, hermana, no la abandonó en un tiempo en que usted parecía huirle y ¿la dejará ahora cuando usted le busca? Aleje de sí al demonio que le sugiere un pensamiento tan ofensivo para la misericordia del Señor, y hágale la justicia de creer que es infinitamente bueno, después de todas las pruebas que ha recibido de su bondad infinita.

Aunque no se adelante en la destrucción de las pasiones, no se deja de avanzar en el amor de Dios combatiéndolas. A Dios toca destruir mis pasiones, y lo hará cuando le plazca; pero a mí me toca reprimirlas e impedirles que estallen y me arrastren al mal, a donde tratan de llevarme. Estas cruces que no había usted esperado, mi queridísima hermana, si quiere hacerse un poco de violencia, serán seguidas de consuelos que nunca hubiera usted esperado. Créame, vienen de la mano de Dios como las otras gracias, y la creo demasiado prudente para rehusar lo que viene de tan buena parte y lo que la sabiduría eterna juzga que le es necesario.

No tenga ninguna pena, sea que le permitan, sea que le rehúsen poder escribirme. No haga depender su paz de lo que está fuera de sí misma; verá usted que Nuestro Señor suplirá a todo, y cuando usted quiera contentarse con Él solo, encontrará más en Él que en todo el resto de las criaturas. Guárdese, mi querida hermana, de pensar que pueda usted tener necesidad de mí o de cualquiera otro a quien Dios haya alejado de usted. Es demasiado fiel para quitarle los socorros que puedan serle necesarios para la perfección que le exige.

Suplico humildemente a Dios que se digne alimentar e inflamar sus buenos deseos; que la sostenga en las preciosas humillaciones que le envía; que se las haga soportar con mansedumbre; que le haga imitar el silencio que Jesucristo practicó en semejantes ocasiones; que le haga conocer el valor de sus cruces, a fin de que las ame y que lleguen a ser sus delicias, como lo fueron para todos los santos.

Adiós, mi queridísima hermana, acuérdese de mí en sus devociones. Por mi parte no cesaré de pedir a Dios que le dé constancia, hasta que la haya coronado con una santa muerte, a menos que me llame antes que a usted. Que se cumpla eternamente su santa voluntad.

La Colombière

CARTA LXXVI

A una religiosa de la Visitación

Londres, mayo-junio de 1678

Aunque haya recibido noticias suyas por otra parte, he tenido mucho gusto, mi querida hermana en N. Señor, en recibirlas de usted misma y ver que Jesucristo la conserva, por su gracia, con tan buenos sentimientos, que pueden hacerla constantemente feliz. Le alabo mil veces por las victorias que le ha hecho alcanzar contra sí misma, y le suplico con toda mi alma que acabe en usted lo que ya ha comenzado.

En cuanto a las quejas de sí misma, que no deja usted de darme, las recibo, y responderé a ellas como si estuvieran bien fundadas. En una palabra, mi querida hermana, todo se vence con la humildad y la sencillez; y estas virtudes no son, como se pudiera creer, de espíritus apocados o sin personalidad; por el contrario, los espíritus débiles y limitados no son capaces de ellas en modo alguno. Hay que tener muchas luces para conocerse a sí misma, y mucha fuerza para despreciar todo lo que no es Dios, para abandonarse a Él y a aquellos que nos gobiernan en su lugar; de suerte que las personas que tienen menos docilidad y que se apoyan en sí mismas, porque se persuaden de que tienen más conocimientos, esas personas, digo, me dan gran compasión. Sería una extraña ceguera la de pensar que hay algún saber o alguna prudencia superior a la de Dios, la cual nos dispense de seguir el Evangelio. En cuanto a mí, querida hermana, le confieso que, a medida que me vuelvo más razonable, hallo más ridícula la confianza demasiada que tuve en mi propio espíritu; a medida que adquiero más luz por la experiencia y el estudio de mí mismo, más facilidad encuentro para ser humilde y para practicar esa admirable sencillez, que renuncia a sus propias miras, a sus intereses, para obedecer a Dios y a los hombres. No sé si me engaño, pero, después de haber examinado bien la cosa, me parece que toda la sabiduría está encerrada en esas dos virtudes.

Por lo demás, mi querida hermana, una vez que se ha entrado en el verdadero ejercicio de esas dos virtudes me parece que ya no se está sujeto a la inconstancia, y que uno se siente como inquebrantable; se goza de una paz y de una tranquilidad que nada puede alterar; uno se consuela de todo, se está siempre contento con todo; se es verdaderamente filósofo, una cualidad que los más grandes talentos de entre los paganos siempre procuraron, y que sólo los discípulos de la cruz pueden atribuirse con justicia. ¡Oh qué excelente muestra de un buen espíritu, de un espíritu grande y sólido, es la poca estima de sí mismo, la renuncia a su propio juicio, el cual siempre nos engaña por hábiles que seamos! Le diré también esto de mí mismo: Dios quiere servirse a veces de mi ignorancia para dar consejo a personas que desean agradarle; pero yo evito, en cuanto puedo, aconsejarme a mí mismo. A veces hay confesores que no son excesivamente ilustrados y lo mismo superiores; pero yo no me engaño nunca siguiendo sus órdenes; y si tengo alguna dulzura en la vida la atribuyo al cuidado de dejarme conducir por ellos como un niño. Me ha sucedido a veces sentir primero alguna oposición a sus ideas; pero más tarde encontré siempre que tenían razón, y que yo no era sino un ignorante. Ruego a Nuestro Señor que quiso hacerse niño por amor nuestro, y que nos dijo que a menos de volvernos niños no podríamos pretender alcanzar la perfección cristiana, le ruego que la ilumine de tal manera con su luz celestial, que sus luces naturales queden como apagadas, y que usted utilice sabia y cristianamente todas las facultades de su alma.

El desprendimiento de las amistades particulares es una hermosa disposición para el odio de sí misma y el perfecto amor de Dios.

De todas maneras, la compadezco por la pérdida que va a experimentar; sé lo que pierde usted; pero mientras le quede una gran confianza en Dios, y un deseo sincero de perderse en Él, no hay nada perdido.

Le agradezco mucho sus oraciones y no la olvido en el altar.

Todo suyo en Jesucristo.

La Colombière

CARTA LXXVII

Lyon, 1680

¡Qué feliz será usted, mi querida hermana, si soporta con sumisión los horribles golpes que recibe, sea que le vengan de la mano de Dios, sea que la atormenten los demonios por orden de Aquél a quien ha ofendido! No se atormente demasiado, sino humíllese bajo el brazo omnipotente de la justicia de Dios, que la hiere, y acepte con todo el corazón lo que le plazca ordenar respecto a usted. Si por la fuerza de la tentación cae, debe prontamente pedir perdón a Dios, esperar en Él a pesar de la caída, recibir la humillación y detestar la malicia con toda su alma. La incertidumbre en que está de si peca o no, es otra cruz que hay que llevar con resignación perfecta. Si Dios nos hace la gracia de conservarnos la vida, hay probabilidad de que no pasaré mucho tiempo sin verla. Entre tanto ruegue por mí; yo lo hago por usted.

La Colombière

CARTA LXXVIII

Lyon, mayo 1681

Si tiene usted entera confianza en su superiora, no es del todo tan desgraciada como lo dice, mi querida hermana; es difícil perecer cuando se está así unida a los que Dios nos ha dado para conducirnos al cielo. El alejamiento en que se encuentra de todo gusto sensible es un castigo amoroso que Dios ejercita con usted. Si yo estuviera en su lugar, no me turbaría por ello, ni haría grandes esfuerzos de espíritu para recobrarlo; sufriría humilde y pacientemente esos divinos rechazos. Trataría únicamente de impedir que estallaran mis pasiones, obrando a pesar de ellas en todo según la voluntad de Dios, y recibiendo como una penitencia por el pasado todo el trabajo que sintiera en hacer el bien. He aquí, según me parece, mi querida hermana, el mejor consejo que pueda darle. Siguiéndolo exactamente, hallará usted, en la misma turbación, la paz que busca, y que le deseo entera y perfecta.

Todo suyo en Jesucristo.

La Colombière

CARTA LXXIX

A una religiosa de la Visitación

Paray, octubre-diciembre de 1681

Ya ve usted, mi queridísima hermana en Jesucristo, que me aprovecho de su caritativa discreción. Sin embargo, era mi intención verla ayer, pero me detuvo un asunto que sobrevino, y que no había previsto.

Tengo mucho gusto en que haya continuado en el proyecto de hacer los ejercicios por las razones que me indica[]. Ha escogido el libro y el tema de meditación que necesitaba. En cuanto a lo demás, me parece que para sacar algún fruto del retiro debe ser entero, en cuanto sea posible, es decir que no debe interrumpirse por ninguna conversación, a no ser con el director o la superiora, si ella lo desea o si es necesario. Hay que prescribirse una regla para el empleo del tiempo, que no deje un momento libre, y ser muy exacta en observarla. Se debe leer poco; una hora por la mañana y otra por la tarde, basta. No esperar consuelos interiores, sino estar dispuesta para las arideces, el disgusto y otras cruces que quiera Dios enviarle. Estar resuelta a escuchar a Dios y a seguirle, por lejos que quiera llevarla. No siempre se reciben las luces más grandes en el tiempo de oración, sino a menudo en los otros tiempos, si se ha sido fiel en emplearlos de la manera prescrita al principio.

Me parece que es importante emprender estos ejercicios más seriamente de lo que tal vez se ha hecho, para examinar de buena fe si se ha vivido como se debería vivir, si la prudencia y la religión no nos piden alguna cosa para el presente o para el porvenir, que hemos descuidado hasta ahora por falta de suficiente reflexión. ¿De qué se trata? El asunto ¿es de importancia? ¿En qué se funda la confianza en que vivo y los plazos que tomo? ¿Se puede estar así con mucha seguridad? ¿No aventuro demasiado faltando a las menores precauciones?, y ¿qué es lo que pongo en juego? Sirvámonos un poco de nuestra razón en la cosa en que debemos tener más interés que en ninguna, para lo cual únicamente se nos ha dado la razón. Hay que vivir como santa, no digo hasta la muerte, sino por lo menos durante siete u ocho días. La más ligera infidelidad podría echarlo todo a perder, y poner un obstáculo invencible a las gracias que Dios le tiene preparadas.

No debe usted olvidar por esto, sin embargo, que está enferma. Las mayores mortificaciones son las del corazón y del espíritu; no les conceda nada en el tiempo del retiro, si quiere que Dios le haga sentir la unción de su gracia.

Ruegue a Dios por mí, hágame ese favor; yo lo haré también por usted, a fin de que Nuestro Señor la llene de su amor, y le inspire un gran deseo de sufrir y una conformidad tan grande con su voluntad, que, en lo sucesivo, no tema usted ni la vida ni la muerte.

Soy en Él todo suyo.

La Colombière

CARTA LXXX

A la misma religiosa

Paray, octubre-diciembre de 1681

Después que le escribí, mi querida hermana, volví a arrojar sangre y así no creo que podré tener el consuelo de verla durante su retiro. Usted no perderá nada con ello. Nuestro Señor, que es infinitamente bueno, suplirá con ventaja en mi ausencia. Él quiere que pongamos en Él toda nuestra confianza, y por eso nos sustrae todos los socorros que pudiéramos esperar por otra parte. Veo claro que no sirvo para nada, y que no hago sino echar a perder la obra que pone en mis manos, puesto que me quita todo medio de trabajar. Cúmplase únicamente su santa y amable voluntad, y la nuestra, por buena que sea en apariencia, sea anonadada y sacrificada a su beneplácito. Rogaré a Dios con todo mi corazón que le inspire un amor sincero y perfecto a esa adorable y soberana voluntad, a fin de que reine en usted absolutamente, y que triunfe de todos los deseos y de todos los movimientos de su alma. Pida, si le place, la misma gracia para mí, a fin de que estando enteramente muertos a nosotros mismos sólo viva en nosotros Aquél en el cual soy,

Su muy humilde y obediente servidor.

La Colombière