CARTAS DE SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE(XIV)

Cartas a la señora Abadesa del monasterio de la Benissons Dieu, Luisa Houel de Morainville (CIX-CXII)

CARTA CIX

Paray, julio de 1676

Señora:

El domingo por la noche, me dijo usted cosas que no he podido olvidar; y, si hubiera tenido más pronto el descanso que Dios me da ahora, le habría expresado ya mis pensamientos. Además de que descubría en usted un fondo admirablemente apropiado para la santidad, no puedo dejar de admirar la dulzura y la fuerza con que el Señor la llama y la atrae. Basta de resistir, señora, ha llegado el tiempo en que es necesario rendirse. Todo será en vano, no tendrá usted descanso mientras no haya contentado a Dios que visiblemente quiere ser dueño de su corazón. Al oírla hablar, juzgué que el asunto estaba sumamente adelantado, y me sometí con algún trabajo a la orden de la Providencia que me obligaba a partir tan pronto. Me parecía que, si me quedaba algún tiempo más, tendría el placer de verla hacer el sacrificio que no podría diferir más sin hacerse culpable de una horrible ingratitud. ¡Qué feliz es usted, señora, de ser tan amada por Dios! Porque, en fin, no puedo dudar de su excesiva bondad con usted; la reconozco en mil señales; pero Él le dará muchas otras pruebas, si usted no se opone.

Me habló usted de hacer un retiro espiritual; ese pensamiento es una inspiración de Dios; respondo de ello. Está usted en el momento oportuno para hacerlo con un fruto increíble. Pero como yo soy todavía muy joven, y no tengo ni bastante sabiduría ni bastante experiencia para dirigir las almas, no me atrevo a comprometerme a servirla en esta ocasión en que usted necesita un hombre muy ilustrado y muy virtuoso. No creo que se deba diferir ese retiro para más tarde; sería de desear que lo comenzara lo más pronto. No dejará usted de hacer una buena confesión general, con la misma exactitud con que la haría si debiera morir un momento después, a fin de purificar bien esa alma que N. S. quiere escoger por esposa y a la que proyecta hacer en el porvenir tanto mayor bien cuanto más indigna se ha hecho.

Y no tema ni las dificultades de una vida santa, ni su carácter, ni sus malos hábitos; eso podría intimidar a un alma a quien Dios amara menos; abandónese simplemente a Él y pronto allanará esas montañas que la asustan. Si quiere usted seguir el impulso que Él le da de pensar plenamente en su santificación, me atrevo a asegurarle que, en quince días, quedará destruido todo lo que en usted se opone a la gracia; quizás se verificará eso en el mismo momento en que usted forme la resolución de ser toda de Nuestro Señor.

Mientras entra usted en una más perfecta consideración de sí misma, le aconsejo que lea cada día en particular algún libro de piedad con la mayor atención que pueda. Si tiene las «Confesiones», de san Agustín, creo que no hará mal en leer algunos capítulos, y sobre todo el libro octavo o el noveno, donde encontrará muchas cosas conformes a la disposición en que está usted al presente. Podrá leer también la vida de algún santo religioso o religiosa, como la de santa Teresa escrita por ella misma o alguna otra.

En cuanto a las meditaciones, hágalas durante algún tiempo sobre la muerte, el juicio, el infierno, a fin de que esas grandes verdades sujeten la imaginación y acostumbren su espíritu a fijarse en un buen pensamiento. Medite también algún punto de la Pasión, si le es posible.

Cuando no pueda usted aplicarse a otra cosa, haga un poco de examen de su vida, eche una mirada a todo lo que ha transcurrido, vea cómo ha vivido, de qué manera ha respondido a su vocación, qué clase de religiosa ha sido usted desde el noviciado hasta hoy. Si todas las religiosas hubieran sido semejantes a usted, ¿habría sido Dios glorificado? ¿Habría tenido esposas dignas de Él? Compárese con aquellas que viven mejor; recorra todas sus reglas, todos sus votos, todas las virtudes, todos los vicios, todas las acciones del día y de la semana. ¿Qué uso ha hecho usted de sus sentimientos y de todas las facultades de su alma? Será maravilla que no se conmueva con esa consideración, y que no halle en eso con qué fijar la ligereza de que se queja.

Si a pesar de todo no puede conseguir nada en el interior, haga por lo menos que en el exterior no haya nada desarreglado. Sea de las más exactas en el silencio y la obediencia, en el oficio, en la observancia de las más menudas reglas. Haga algunas ligeras mortificaciones corporales, cuando su poca salud se lo permita; use al menos de aquellas que humillan el espíritu, aunque aflijan poco al cuerpo; recite algunas oraciones prosternada en el oratorio. Cuando trate usted de arreglar así el exterior, lo que está más en su poder, Dios no dejará de hacer en el interior lo que es principalmente obra de su gracia.

Vaya también algunas veces sola ante el Santísimo Sacramento para rogar a Jesucristo que tenga piedad de usted; preséntese a Él como una pobre desgraciada toda cubierta de lepra y atada con mil cadenas, a fin de que Él vea el estado en que está usted y se conmueva.

 

Pero sobre todo, le recomiendo la comunión. Preséntese allí con entera confusión, con el recuerdo de la vida que ha llevado y con el pensamiento de que sus hermanas presentan muy diferente retiro a Jesucristo. Ruegue con instancia a Nuestro Señor que la cure con su contacto y que haga un milagro en su favor.

No se acueste nunca sin esforzarse por concebir una sincera contrición de sus pecados, a fin de que, si la muerte la sorprendiera antes de haber hecho lo que Dios espera de usted, no dejara de hacerle misericordia.

Dedique también alguna devoción extraordinaria a la Santísima Virgen, como refugio seguro de todos los pecadores para que Ella la ayude con su poder.

He aquí, señora todo lo que puedo decirle por ahora. Espero que, si practica usted estas cosas, se dispondrá para recibir mayores luces de Aquél que es fuente de ellas. Guárdese de recaer en la indiferencia respecto a su perfección. No deje extinguir en su corazón esa llamita que Dios enciende en él; si eso sucediera no creo que pudiera usted volverla a encender jamás.

Pido a Dios que la libre de esa desgracia, y se lo ruego por su bondad infinita y, sobre todo, por el sumo amor que le tiene a usted. Si no teme usted que sepan que le he escrito, le agradecería que saludara a esa joven prudente cuyo fervor la ha edificado, y que me encomendara en sus oraciones.

Yo las ofrezco por usted todos los días ; ya he dicho varias misas por su intención. No olvide en su fervor, señora,

a su muy humilde y muy obediente servidor.

La Colombière

CARTA CX

Paray, agosto de 1676

Reverenda Madre:

Estaba ausente el martes pasado cuando trajeron su paquete; volví el miércoles por la noche y por eso no recibió usted respuesta. Enviaré sus bulas a Lyon; pero no creo que den indulgencias hasta después de la elección del nuevo Papa. Yo no estaré ya aquí en ese tiempo; daré orden de que le envíen lo que se haya obtenido; le devuelvo la que es perpetua. Según mi opinión, no será muy difícil conseguir lo que me pide con tal de que se pueda esperar el tiempo favorable.

No sé lo que quiere usted decir de su desesperación; se diría que nunca ha oído hablar de Dios ni de su misericordia infinita. No puedo perdonarle ya esos sentimientos; le ruego que les tenga horror, y que recuerde que todo el mal que ha hecho no es nada en comparación del que hace faltando a la confianza. Espere pues hasta el fin, se lo mando con todo el poder que usted me ha dado sobre sí; si me obedece en este punto, yo le respondo de su conversión.

Partiré tal vez más pronto de lo que pensaba. La veré antes, pero no sé si podré quedarme mucho tiempo en Paray. Quieren enviarme a Inglaterra para ser predicador de la señora duquesa de York. No sé lo que resultará de todo esto. Que se cumpla la voluntad de Dios.

Hágame el favor de rogar a Dios por mí.

Soy todo suyo en Nuestro Señor.

La Colombière

CARTA CXI

Paray, agosto de 1676

Mi muy querida Hermana:

Recibí su paquete. No sé cómo se ha perdido mi respuesta pero, de cualquier modo que haya sucedido, ha sido permitido por Dios, y hay que guardarse de murmurar. Tal vez se la entregaron después de su última carta. Sea lo que fuere, la voluntad de Dios debe cumplirse en todo. Él sabrá recompensarla de pérdida tan pequeña. Esto no impedirá que sea usted toda de Dios y que se aplique sin descanso a hacer una verdadera penitencia, llevando en el corazón una amargura continua y una gran pena por el abuso que ha hecho de las bondades de Dios, y soportando todo lo que le envíe de penas, sea interiores, sea exteriores, con humilde sumisión, hasta que la justicia de Dios quede satisfecha, y a fuerza de castigarla la ponga en estado de recibir los favores y las caricias de su bondad. Conténtese con esto, si le place, por esta vez. Le hablaré más largo en la primera respuesta que le dé. Entre tanto ruegue a Dios por mí como lo ha hecho hasta ahora; yo lo hago por usted como lo haré hasta la muerte.

Encomiéndeme a su comunidad a la que deseo mil bendiciones. Todo suyo en Nuestro Señor Jesucristo.

La Colombière

CARTA CXII

Paray, septiembre de 1676

Mi Reverenda Madre:

Estaré mañana en su monasterio a eso de las siete. No puedo darle todo el tiempo que usted desea; es preciso someterse a las órdenes de la Providencia; tiene usted suficientes pruebas de que lo que ella hace es lo mejor, para no quejarse del obstáculo que pone a sus deseos en esta circunstancia.

Valor, mi querida Madre, espero que el tiempo de su libertad se acerca. Tiene usted necesidad de una gran misericordia; pero la de Dios ciertamente es infinita. Basta lo escrito, créame; usted me dirá lo que haya escapado a mi pluma. Es extraño que sea usted tan poco sensible a la vista de tantas faltas reunidas, y que no pueda arrepentirse de haber despreciado a un Dios tan bueno como el suyo. ¿Qué le ha hecho, para que haya podido llegar usted a tan gran indiferencia? No sé si ha amado a nadie más que lo que le ha amado a usted. ¿Es posible que usted, que parece tan racional en todo lo demás, lo sea tan poco en este asunto? Confieso que esto me asombra; pero espero mucho de la bondad de Jesucristo y de la virtud de su sangre. Represéntese a menudo su vida en bloque, y a la vista de Nuestro Señor que la ve, trate de procurar la confusión que debería usted sentir, si no fuera insensible. Diremos más mañana. Pido a Dios que le dé una gracia semejante a la que conmovió a santa Magdalena y al buen Ladrón. Por su parte ruegue usted a Dios por mí, que soy muy sinceramente, mi Reverenda Madre,

su muy humilde y muy obediente servidor.

La Colombière