CONSAGRACIÓN FAMILIAR

María y el niño Jesús en Nazaret

LA PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO, MODELO DE LA CONSAGRACIÓN FAMILIAR

Luis María Mendizabal. S.J, Homilía pronunciada el 2 de febrero de 1979

 

Queridos hermanos: En nuestro programa de preparación para renovar nuestra fe en el amor de Jesucristo y renovar nuestra respuesta de amor, la fiesta que hoy precisamente celebra la Iglesia, en este primer viernes, nos puede dar una lección fundamental. Estamos atendiendo muy particularmente, insistiendo en esa catequesis de la consagración de la familia. Y aquí vamos a ver una acción de esta Santa Familia que es modelo nuestro, y que nos va a indicar el camino para vivir de veras nuestra consagración al Señor.

El evangelio que acabamos de leer es profundo dentro de un marco sumamente normal, que ha de ser la característica siempre de nuestra vida de consagración al Corazón de Jesús, dentro de un marco sencillo. La sencillez, la limpidez, son características del Espíritu de Dios. Y en ese marco sencillo se viven los grandes Misterios, se viven las grandes realidades.

Es sorprendente, en el evangelio que acabamos de leer, la insistencia en el cumplimiento de la ley, según estaba prescrito en la ley, una vez que cumplieron lo que la ley mandaba, para hacer con Él lo que la ley prescribía. Al menos cinco veces aparece esa fidelidad a la ley. Y es que María y José, viviendo como vivían en docilidad a Dios comprendían que esa ley, válida para ellos, era el signo de la voluntad de Dios. Y les parecía lo más natural el seguir las indicaciones de la ley de Dios. Donde hay una norma dada por el Señor, lo da el evangelio como obvio, que María y José la cumplían. Es el Espíritu del Señor, es la sencillez muy lejos de todo lo que puede parecer espíritu de excepción, espíritu de rareza, espíritu de búsqueda de cosas extrañas y raras.

Y así, en el cumplimiento de esa ley, llevan a Jesús a Jerusalén. Aquí vamos a ver la acción de una familia, una familia que cumple la ley de Dios. El Señor les guía a travésde las normas de la ley.

El anciano Simeón por su parte -porque aquí tenemos el gran Misterio del encuentro, y toda consagración es un encuentro-, el anciano Simeón es preparado por la acción del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo estaba en él. El Espíritu Santo le había prometido que no moriría sin encontrarse con el Mesías”. Y aquel hombre anciano tampoco extraordinario seguramente, un hombre normal, quizás con sus rarezas de anciano, pero allí estaba lleno del Espíritu Santo, que no está reñido, aun cuando a nosotros nos parezca imposible, y no está reñido, con esas debilidades, con esas flaquezas propias de la edad. Y el Espíritu descansaba en él y se complacía en él y le había prometido que vería al Salvador.

“Y el Espíritu Santo le movió a ir hacia el templo”. Tenemos pues la acción del Espíritu que mueve a María. Es el Corazón de Jesús de aquel Niño, de aquella Palabra silenciosa, que aparentemente ni cae en la cuenta de lo que sucede alrededor, pero que en realidad es el que está moviendo el corazón de todos ellos, está moviendo los pasos de todos, el que tiene en sus manos los hilos de todas aquellas vidas y el que está moviendo a María, su Madre, a que le lleve, a que le lleve al encuentro del anciano Simeón, imagen del encuentro de Dios con la humanidad anciana, decadente, con el hombre viejo. Y viene a María, como instrumento de Jesús, movida por Él, que lleva a Jesús. Que es lo que nos sucede siempre a nosotros. Siempre el Señor nos mueve a que le llevemos porque el Señor se acerca a los hombres a través de los que lo llevan.

Y así Jesús mueve a María a que le lleve, cumpliendo la ley, al templo para encontrarse allí, mientras se ofrece al Padre, con Simeón, con la humanidad, en esa unión inseparable de esos dos elementos que han de sellar siempre nuestra consagración al Señor.

En el consagrarnos a Dios nos encontramos con los hermanos necesariamente, siempre. Nunca consideremos la consagración como una separación. Hay consagraciones que separan al hombre materialmente de la humanidad: es la consagración de una vida monástica, es la consagración de una vida eremítica. Los hay, son llamadas del Señor. Pero no toda consagración por su esencia lleva esto. Consagración no es separación. Consagración es unión con Dios y compenetración con Él, participación de sus sentimientos que suelen ordinariamente llevarnos a integrarnos más en el mundo en el cual estamos, para infundir en ese mundo el Corazón de

Dios.

Ahí tenemos pues Simeón y Jesús, en los brazos de María que lo lleva hasta el encuentro con el anciano Simeón. Todo obra del Espíritu del Señor.

Y María y José van juntos. Es una familia la que sube a Jerusalén. Tal es así que san Lucas dice una frase estrictamente hablando incorrecta. Dice: “Cuando llegó el tiempo de la purificación de ellos”. La purificación era siempre de la madre que había tenido un hijo, y sin embargo él llama “la purificación de ellos”. Quiere decir que todos estaban de alguna manera comprometidos en el cumplimiento de esta purificación. Y que ahí es donde se unen una serie de Misterios uniendo a la Purificación de María la Presentación del Niño en el templo y el ofrecimiento de aquel sacrificio que estaba prescrito por la ley. Es pues una familia que sube a Jerusalén hacia el Señor.

Y María y José en silencio. Es sorprendente también cómo en estas escenas María y José callan, no hablan. Nos enseñan el lenguaje elocuente de los hechos, que la consagración no consiste en palabras bellas y hermosas y poéticas, sino puede hacerse en perfecto silencio exterior.

Y María y José caminan y llegan, suben. Esta palabra en San Lucas “subieron a Jerusalén” es una palabra que está connotando en él, que está haciendo resonar, la subida a Jerusalén para la Pascua, para el Calvario. Es ya una anticipación de aquella subida a la Pascua definitiva y final, es ya una imagen de lo que será el sacrificio de la cruz donde estará también María con Jesús. También allá. Y María con José silenciosamente llevando al Niño suben a Jerusalén y suben al templo, “subieron a Jerusalén para presentarlo al Señor”.

Presentarlo, ese ‘presentar’ es palabra litúrgica. Presentar es lo que se hacía con el sacerdote, diríamos, consagrar al sacerdote, presentarlo, o lo que se hacía también con la víctima, presentar a la víctima. Pues bien, María y José van a presentar, presentar, ofrecer. Van a entregar, van a eso, a hacer una consagración, la consagración de aquel Niño primogénito que era ya santo. No para hacerlo santo, lo era, para declarar esa santidad que ya la tenía, para ofrecerlo al Padre en sacrificio verdadero. Estaba prescrito por la ley, exteriormente no hacía más que lo que hacían todas las demás madres cuando habían tenido al primogénito. Igual que todas. Había un rito, había una fórmula, y María la sigue al pie de la letra.

Nunca pensemos que la vitalidad de nuestra liturgia va a depender de la imaginación que tiene el que la lleva adelante, o de las cosas raras que se pueden montar en torno de ella. No es eso, es vivir de veras la liturgia, es vivir lo que contiene. Y si nos hacemos presentes a ese misterio veríamos cómo en realidad hay una fila de mujeres con su niño que se acercan hasta el sacerdote que espera allí en la puerta delante de las mujeres. Y ellas van pasando con un rito normal: levantan su niño, le dan al sacerdote, el sacerdote lo retiene un momento, lo devuelve. Y así van pasando todas. Y entre ellas pasa María, y pasa desapercibida exteriormente, y Ella hace el mismo gesto.

Mirando esa fila de mujeres desde fuera no se ha notado ninguna diferencia; quizás en la verdad de su acción, quizás en la sinceridad de su gesto, pero la acción es la misma, es la acción ritual. Y el sacerdote toma ese Niño y lo devuelve a su Madre y Ella parte. ¡Y se ha realizado un hecho de valor definitivo, el hecho de la entrega verdadera de María en nombre de la humanidad, que ofrece Cristo al Padre como lo hará en la cruz! Es el contenido de las cosas lo que vale. En ese gesto vivido, en la Eucaristía que nosotros vamos a celebrar ahora, se renueva ese gesto. Nosotros lo ofrecemos en silencio. Si comprendiéramos el valor de lo que es ofrecer en silencio, pero ofrecer de verdad.

María ha hecho de veras su ofrecimiento. Ella conscientemente, sabiendo lo que tiene en sus manos, el tesoro maravilloso, como Madre de aquel Hijo y como criatura de aquel Dios, lo toma en sus manos, lo levanta y dice: -Si quieres. Sabiendo que el Padre lo quiere, sabiendo que lo acepta, sabiendo que aquella oblación es verdadera, y Ella lo dice de verdad. Y cuando el sacerdote se lo devuelve sabe que aquel Hijo no es para Ella, que aquel Hijo es para ser ofrecido, es para la Redención del mundo. Y María lo toma como encargada de preparar aquella víctima, de ser de verdad Madre humanamente que lleve adelante aquel Niño hasta su edad madura para que realice la obra de la Redención. Pero siempre la vivirá en esa misma actitud en que Ella lo está viviendo, como en ese momento.

Así hemos de ver siempre a María. María está siempre ofreciendo Jesús al Padre. Pero siempre, cuando nosotros ofrecemos un don, en el don nos ofrecemos a nosotros mismos. Sería mentirosa nuestra ofrenda si al acercarnos al altar le quisiéramos ofrecer al Señor una cosa nuestra pero sin intención de darnos a nosotros. El sacrificio es signo de nuestra entrega. Por lo tanto, es claro que en ese momento en que María ofrece Jesús al Padre, se ofrece Ella misma, y se ofrece también José con Ella al Padre.

Y allí tenemos lo que constituye en el fondo, lo que es la ocupación habitual del alma santa, del hombre espiritual: ofrecer Cristo al Padre y ofrecerse con Cristo al Padre en el silencio que está debajo de toda la actividad de la vida. Y toda la actividad de la vida dentro tiene ese contenido vivido. En todas las cosas, no separándonos de ellas, sino en todas ellas vivir esta realidad en diálogo íntimo de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Él que se nos da en el Hijo, y nosotros que nos damos en su Hijo, en nuestra Cabeza, en Cristo.

Ofrecer Cristo al Padre y ofrecernos con Cristo al Padre. Esto lo hacemos solemnemente en la liturgia de la Eucaristía. Lo vamos a hacer ahora. Ese gesto de María que presenta así Jesús al Padre, en el cual vemos inmediatamente el gesto del Calvario donde está realizando esa misma actitud ofreciendo Cristo al Padre, y Cristo que da su vida, y Cristo que se ofrece a sí mismo, y Ella lo ofrece y se ofrece con Él, ese gesto se renueva y se perpetúa en la Eucaristía. Y es la Iglesia la que presenta Cristo al Padre, Ella en nombre de Cristo, unida a Cristo, Cuerpo de Cristo que ofrece Cristo y a Sí misma con Cristo al Padre. Y es lo más grande que podemos hacer en este mundo, ese ofrecimiento sincero en la cumbre de nuestro diálogo con

Dios.

Y éste es el Misterio, el ofrecimiento de valor inmenso que no lo apreciamos muchas veces en nuestra vida. En este mundo de la eficiencia parece que sólo cuentan las cosas, lo que se da, el regalo, y no cuenta el ofrecimiento. Y sin embargo, el ofrecimiento es el acto personal con el cual se ofrece el don. ¡Y es de una enorme importancia! Y esto lo vivimos. Y esto es lo que constituye también nuestra consagración, consagración al Corazón de Jesús: el sabernos dejar en manos de María para que, unidos a Cristo, Ella nos ofrezca al Padre, y dejarnos en manos de la Iglesia para que Ella nos ofrezca al Padre mientras nosotros ofrecemos a Cristo. En el ofrecer a Cristo nos ofrecemos nosotros, en esa Eucaristía, nos unimos con Él en el ofrecimiento de nuestra vida.

En el encuentro del anciano Simeón que, movido por el Espíritu, reconoce a Jesús en aquel Niño, el Salvador, se nos da todavía la luz para comprender el sentido sacrifical de este ofrecimiento.

Decíamos que la consagración termina en los brazos de Simeón el anciano. Ese consagrarnos a Dios nos hace entregarnos a los hermanos. Y es así. Y de hecho María, que ha ofrecido Jesús al Padre, dice inmediatamente san Lucas, que entrega Jesús a Simeón, al hombre, a la humanidad en su dignidad de hijo de Dios. Le entrega. Y es que todo consagrado a Dios debe estar entregado a los hermanos. No se pueden separar las dos cosas.

Y entonces Simeón, reconociendo a Jesús, anuncia la grandeza de esa Luz que ha de iluminar a todo el mundo. En cada uno de nosotros -el Señor nos repetirá “vosotros sois la luz del mundo”- en la medida en que nos consagramos a Cristo nos hacemos instrumentos de Cristo. Entregarnos a Él es dejar que Él se entregue a nosotros, que Él brille en nosotros, sin las sombras de nuestros egoísmos y de nuestras reservas sino con la luminosidad de la caridad y del amor. Y por eso podemos comprender también que es ese cántico en el cual se anuncia cómo éste -que ya por fin ha encontrado y por haberlo encontrado puede morir en paz es luz para las gentes y gloria de Israel. Y es Luz haciéndonos luz a todos, así es como ilumina. No es que Él quede sólo iluminando y todo lo demás en tinieblas. La Luz se va comunicando, nos va cristificando, nos va haciendo luz. Y es ese campo maravilloso de luces que es la Iglesia de Dios en la cual, al ser consagrados, participamos también nosotros para hacernos luz para iluminar al mundo, para iluminar a ese mundo que nos rodea en la acción apostólica que nos rodea.

Pero inmediatamente, el anciano Simeón, proféticamente, para completar el sentido de esa escena, de ese ofrecimiento, hace referencia a la Pasión del Señor. Y dice: “Éste está puesto como signo de contradicción para la caída y elevación de muchos. Y tu mismo corazón lo atravesará una espada”. Indica pues ya, en la lejanía, el perfil del Calvario, que está puesto para caída y elevación de muchos, como signo de contradicción. Ahí está levantado en la cruz: los unos contra Él injuriándole, como el mal ladrón, los otros como Él aceptando por su amor la propia cruz, puestos a su derecha como el buen ladrón que se refugian en Él. Signo de contradicción. Y en ese momento culminante, en que Jesús se presenta y manifiesta como signo de contradicción, puesto que nos juzga desde la cruz y cada uno es juzgado por su postura ante la cruz, allí está María participando de esa cruz. Esa oblación no va a quedar en esa simple oblación que diríamos del pan, sino que ha de ser la oblación de la sangre, del vino, ha de ser la oblación del Calvario, del derramamiento de la sangre. Y esa cruz le va a entrar a María hasta el centro de su corazón. Y ha de entrar también en cada uno de nosotros. Nuestra entrega al Señor irá acompañada de la cruz del Señor, y una cruz proporcional al don de amor con que Él se digne enriquecernos para hacer nuestra entrega al Señor. Ahí tenemos pues el gran modelo para nosotros, gran modelo de consagración. ¡Esa consagración que en esta fiesta hemos de contemplar y vivir, hemos de contemplar y participar, hemos de penetrar y compenetrar! Y hacer de veras hoy esta entrega nuestra al Señor por las manos de María.

Pero quisiera indicar un aspecto al menos respecto a la familia cristiana. Este ejemplo de María y José y el Niño, la familia que sube al templo, es para nosotros una lección de la familia cristiana que se consagra.

Decíamos: al entregar al hijo primogénito se entregan ellos mismos también en sacrificio. Aquellas dos tortolillas que ellos ofrecían podemos decir que eran símbolo de ellos dos, que se ofrecían al ofrecer a Jesús. Porque el mismo ofrecimiento de Jesús llega más dentro del Corazón de María que su propio sacrificio personal, porque es ofrecer lo más querido que tiene y más que Ella misma. Y así José también se ofrece. Se ofrece pues la familia entera. Y es voluntad del Señor que la familia entera se ofrezca y que la familia entera suba al templo, y la familia entera se una al sacrificio de Cristo, y que el niño que nace se integre en esa familia. ¡Es una cuestión tan importante para nosotros!

Se nos acercan tiempos en que hemos de tener una gran limpidez. Y nuestra consagración al Señor no es para retraernos de la vida, es para vivirla con más perfección. No nos saca del mundo si no es una consagración y una vocación de tipo eremítico, sino que nos lleva a ordenar el mundo mismo hacia Dios con todas nuestras fuerzas. Y lo primero que hemos de ordenar es esa misma familia, una familia que se entrega al Señor, que se ofrece al Señor. Y el niño que nace en esa familia justamente lo llevamos a bautizar.

Y esto no es ningún abuso, como se dice: -Cuando sea mayor que él lo decida. –Pues no le enseñe usted nada, que cuando llegue a la edad mayor decida qué lengua va a aprender para no hacerle una injusticia antes de tiempo; porque si él quería haber sabido más bien inglés que francés o español ¿por qué le ha enseñado usted otra lengua? Que lo escoja él cuando sea mayor. ¡Son posiciones absurdas! Es un deber de los padres dar a los hijos lo mejor. Es verdad, sin violentar su libertad, cierto; por lo tanto cuando llegue el momento de sus decisiones libres las tomará y se respetarán y se deben respetar. Pero es cierto que le deben dar lo mejor. Y lo mejor que tienen en la fe, si es verdadera, es el ser hijo de Dios y es el incorporarlo a Cristo y es la riqueza del Espíritu Santo. Y así lo ofrecen. Y además tienen obligación de hacerlo, porque no es sólo el hijo el que se ofrece, son los padres también los que ofrecen en su voluntad, y ofrecen con sacrificio propio a ese hijo a Dios como Dios se lo pide. Y lo hacen con todo amor.

Ese ofrecimiento hacerlo de verdad, ese ofrecimiento al Padre, que lleva consigo evidentemente el volverlo a tomar, pero para formarlo. Y una consagración de familias quiere decir que los padres toman conciencia de lo que es esa educación del hijo. Educación del hijo de Dios que Dios ha puesto en sus manos para que ellos lo eduquen y lo formen religiosamente. Y esto se ha de trabajar y esto se ha de cuidar con suma delicadeza.

Yo os aconsejo que leáis las palabras del Concilio sobre la familia, en el Decreto sobre la actividad apostólica de los seglares, donde tenéis un programa maravilloso, maravilloso. ¡Cuánta ignorancia del Concilio Vaticano II! Los esposos cristianos –dice ahí- son para sí mismos, para sus

hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Esto es tomar conciencia, consagrarse al Corazón de Jesús, caer en la cuenta de los planes de amor de Dios, de los planes de amor de Cristo para entregarnos, sí, y entregarnos para ser instrumentos de su amor, cooperadores de la gracia para sí mismos, para sus hijos y para los demás familiares y testigos de la fe. Es necesario que vivamos esa fe de verdad, desde el punto de vista personal, es un primer aspecto, cada uno de ellos para los demás. Y son para sus hijos los primeros predicadores y educadores de la fe. Ésta es misión asumida, es algo que te confía el Corazón de Jesús: educación en la fe.

Los forman –sigue el Concilio- con su palabra y ejemplo para la vida cristiana y apostólica. Los forman por la cercanía de amor para la vida cristiana y apostólica. Tienen que ver en los padres un interés y celo apostólico, un celo de irradiación, cristiano, no fanático, no desordenado, no desequilibrado en el sentido de que no debe ser incoherente. Que a veces tenemos un celo inmenso porque los demás sean muy de Dios y descuidamos nuestra propia entrega al Señor, y descuidamos nuestra humildad y mansedumbre interiores. No es eso. Coherencia pero apostólica, que vean que la familia no se encierra en sí misma, sino que se siente una célula de la Iglesia metida en la gran empresa de la redención del mundo.

Los forman pues con su palabra y ejemplo, y les ayudan prudentemente a elegir su vocación, y fomentan con todo esmero la vocación sagrada cuando la descubren en sus hijos, y les ayudan para ofrecerlos al Señor. Porque esos hijos que se ofrecen, cuando llega el momento de una vocación religiosa no es sólo la persona, el hijo, el que se ofrece, son los padres también los que le acompañan al templo, los que en silencio y quizás con lágrimas lo entregan y de corazón a Dios. Lo entregan sabiendo que éste va a ser colaborador de Cristo, participante de su cruz redentora. Y continúa con toda la misión que tienen, y de la cual iremos hablando más adelante en las diversas homilías que nos quedan todavía.

Pero en esa escena en que María, José y Jesús van al templo y se ofrecen, y luego los vemos a los doce años de nuevo, creo que podríamos recalcar lo que dice el Concilio en ese mismo número 11: Esta misión de ser la célula primera y vital de la sociedad la familia la ha recibido directamente de Dios. ¡De nadie!, no es un derecho humano, ¡de Dios!, este deber, esta misión. Cumplirá esta misión si por la mutua piedad de sus miembros –mutua piedad, unión familiar, unión de amor de padres a hijos, es la virtud de la piedad, de hijos a los padres, de hermanos entre sí, de esposos entre sí, la piedad es ese sentimiento característico de las relaciones de los miembros de una familia- si por la mutua piedad de sus miembros por un lado y la oración en común dirigida a Dios.

Esto es algo que no debemos olvidarlo. Son consejos del Concilio, orientaciones del Concilio. Y nuestro Papa Juan Pablo II insiste en esa valoración de la familia, y le oiremos insistir cada vez más en ello, porque llegan momentos en que hemos de insistir también nosotros. No esperemos que nos lo den todo por un Decreto oficial. Debemos trabajar por ello, debemos vivirlo y extenderlo con las armas del evangelio, de la palabra, de la persuasión, del ejemplo. ¡Dar testimonio de la fe pero irlo irradiando! No contentarnos con callar y dejar que poco a poco se apague la fe en nuestra vida familiar. La oración en común dirigida a Dios se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia. Por lo tanto es un elemento. Y creo que una consagración verdadera al Corazón de Jesús que se entroniza, quiere decir que la vida de familia se realiza bajo esa mirada, y que tiene momento en los cuales se detiene para acercarse a ese Corazón de Jesús en la oración familiar, en común. Y esto se puede hacer y hay que cuidarlo, desde pequeño llevarlo al templo. Y se puede hacer con esa oración bien hecha, en los momentos oportunos, qué es lo que ha de buscar. Si la oración al niño se le tiene que hacer cuando está divirtiéndose más, y cuando tiene que dejar algo en lo cual estaba metido, se le puede hacer odiosa. Es cierto y no hay que pretender milagros de los niños. Hay que hacerlo oportunamente.