Del libro «Miremos al Traspasado», Joshep Ratzinger-Benedicto XVI
1. La crisis de la veneración al Corazón de Jesús en el tiempo de la reforma litúrgica.
La Encíclica “Haeurietis Aquas” fue escrita en un tiempo en el que la veneración del Corazón de Jesús se conservaba aún viva en las formas del siglo XIX, pero ya se experimentaba una crisis en esa forma de devoción. En Europa central, la espiritualidad del movimiento litúrgico reinó con fuerza creciente en el clima espiritual de la Iglesia. Esa espiritualidad, que era cercana al tipo clásico de la liturgia romana, significó, no obstante, un alejamiento decisivo de la piedad fuertemente afectiva del siglo XIX y de su simbolismo. Ella veía su modelo en la forma severa de las oraciones romanas, en el que el sentimiento está contenido y en el que reina el orden extremo de una expresión liberada de toda subjetividad. A esto corresponde un modelo teológico que quería orientarse por completo según la Escritura y los Padres de la Iglesia y que al mismo tiempo solía determinarse estrictamente según las leyes basilares de lo cristiano. Las posiciones básicas muy marcadas por lo emocional aportadas por la modernidad debían volver a encauzarse en esa forma objetiva. Esto significaba, ante todo, que la devoción mariana y otras formas modernas de oraciones cristológicas, como el Vía Crucis y la veneración de Corazón de Jesús, debían retirarse o bien buscar una forma nueva.
Desde la irrupción del movimiento bíblico y litúrgico habían surgido también esfuerzos por una fundamentación y profundización bíblica y patrística de la veneración del Corazón de Jesús y de la piedad mariana, para salvaguardar la herencia de la Iglesia Moderna e incorporarla en la nueva dedicación a los orígenes cristianos. En el ámbito de la lengua alemana, aquí ha de ser mencionado Hugo Rahner, que puso de manifiesto la relación entre María y la Iglesia en la teología de los Padres y de este modo fue uno de los primeros que preparó el camino de la mariología del Concilio Vaticano II. Él procuró dar una nueva fundamentación a la devoción del Corazón de Jesús, relacionándola con la exégesis que los Padres habían dado de Juan 7,37-39 y Juan 19,34. Ambos pasajes tratan del costado abierto de Jesús, del agua y la sangre que manan de Él. Ambos pasajes expresan el misterio pascual: del corazón traspasado del Señor brota la fuente de vida de los sacramentos; el grano de trigo que muere se transforma en espiga, da a lo largo de los siglos el fruto de la Iglesia viva. Ambos textos expresan, también, la relación interior entre cristología y pneumatología: el agua de vida que brota del costado del Señor es el Espíritu Santo. Él es la fuente de vida que transforma el desierto en tierra floreciente. Y así, aparece la relación entre cristología, pneumatología y eclesiología: Cristo se participa en el Espíritu Santo, que es el que transforma la arcilla en un cuerpo vivo; esto significa fusionar a los hombres divididos en el único organismo del amor de Jesucristo. El Espíritu Santo es también quien da un nuevo sentido a las palabras dichas a Adán “los dos se transformarán en una nueva carne” refiriéndose al segundo Adán: “Quien se une al Señor, se hace un solo Espíritu con Él” (1 Cor 6,17). El movimiento litúrgico había encontrado, de este modo, el punto central de la piedad cristiana en el misterio pascual. Hugo Rahner había procurado mostrar con sus estudios que también la devoción del Corazón de Jesús era una consagración al misterio pascual y por tanto ella estaba totalmente referida al núcleo central de la fe cristiana.
La encíclica “Haurietis aquas” comienza con aquellas palabras proféticas de Isaías 12,3, cuyo cumplimiento en el misterio pascual fue anunciado por el Señor mismo en Juan 7,37-39. La encíclica hace suya con sus primeras palabras los esfuerzos de hombres como Hugo Rahner: también para ella debía superarse el dualismo peligroso entre piedad litúrgica y devoción del siglo XIX, ambas realidades debían relacionarse recíprocamente de un modo fecundo, sin por eso disolverse la una de la otra. No obstante esto, es sabido que la encíclica era consciente de que las solas reflexiones de Hugo Rahner no eran suficientes para una nueva fundamentación y para la supervivencia de la devoción al Corazón de Jesús. Pues Hugo Rahner, es verdad, había clarificado convincentemente la referencia de la devoción de Jesús a una realidad bíblica central, había clarificado que ella era piedad pascual. Él había puesto ante las almas de la cristiandad la gran imagen del costado abierto de Jesús, de la que mana sangre y agua, como la nueva imagen devocional, como el icono bíblico de la devoción al Corazón de Jesús, y con ello había invitado a realizar en la meditación de esa imagen las palabras proféticas de Zacarías 12,30, que el mismo Juan cita en ese contexto: “Mirarán al que traspasaron” (cf. Jn 19, 37; Apo 1,7: cf. también Jn 3,14) Pero permanecían dos objeciones, con las que Hugo Rahner no se había confrontado:
- En Juan 7 y en Juan 19, los dos textos que él había escogido como la fundamentación bíblica de la devoción al Corazón de Jesús, no aparece la palabra “corazón”. Para quien presupone ya la devoción al Corazón de Jesús como una realidad viva en la Iglesia, esos textos pueden transformarse en el fundamento interior y en el contenido más profundo de esa devoción, pues ellos explican realmente el misterio del corazón. Pero ellos no pueden fundamentar por sí mismos por qué el corazón del Señor es el centro de la imagen pascual.
- Podríamos preguntarnos de un modo aún más radical: si la devoción al Corazón de Jesús debe ser una forma de piedad pascual, ¿qué es entonces lo específico de ella? ¿No es superfluo contemplar sensiblemente el misterio pascual en una imagen devocional, en vez de co-realizarlo realmente allí dónde él existe realmente in mysterio, es decir, en los sacramentos, en la liturgia de la Iglesia? ¿No es la compenetración devocional del misterio pascual una forma secundaria frente a la mística primaria del mysterium, es decir, de la liturgia? ¿No estriba el problema en que esa mística primaria ya no era conocida, ya no era comprensible por el endurecimiento y la solidificación de la antigua liturgia? ¿Esa piedad secundaria no deviene caduca, cuando esa liturgia primaria vuelve a despertarse?