Contenido y fundamento profundo de la veneración del Corazón de Jesús(II).

Sagrado Corazón de Jesús
Del libro «Miremos al Traspasado», Joshep Ratzinger-Benedicto XVI

2. Elementos  para una nueva fundación de la devoción al Corazón de Jesús en referencia a la encíclica “Haurietis Aquas”

Después del Concilio Vaticano II, esas preguntas llevaron a pensar que todo lo realizado antes de la reforma litúrgica había sido nulo. De ese modo, han provocado, de hecho, una sensible desaparición de la devoción al Corazón de Jesús. Esto es, sin duda, una errónea comprensión del Vaticano II: la encíclica “Hauerietis aquas” había dado respuesta precisamente a tales preguntas, una respuesta que fue presupuesta, no anulada, por la reforma litúrgica del concilio. Así, no solo los 25 años de la aparición de esta encíclica nos ofrecen una ocasión exterior para consagrarnos a su contenido, sino que lo exige la situación actual de la piedad en la Iglesia. En mis reflexiones yo quisiera simplemente delinear las respuestas esenciales de la encíclica a esas preguntas y trazar e iluminar un poco mejor sus líneas a la luz del trabajo teológico realizado desde entonces.

  1. Fundación en una teología de la encarnación.

La encíclica desarrolla una antropología y una teología del cuerpo, en la que ella se ve fundamento filosófico y también psicológico del culto al Corazón de Jesús: el cuerpo no está exteriormente junto al espíritu, sino que es su auto-expresión, su “imagen”. Lo que constituye al cuerpo biológico, es constitutivo de la persona del hombre. La persona misma se cumple, actúa en el cuerpo y el cuerpo es por tanto su expresión; en el cuerpo puede verse lo invisible del espíritu. Porque el cuerpo es la visibilidad de la persona y la persona es la imagen de Dios, por eso el cuerpo en todo su ámbito de relaciones es a la vez el espacio en el que se refleja, deviene visible y decible lo divino. Es por eso que la Biblia, desde el inicio, ha representado el misterio de Dios en las imágenes del cuerpo y del mundo ordenado al cuerpo. De ese modo, la Biblia no crea de un modo exterior imágenes para Dios, sino que puede usar las cosas corporales como imágenes, contar a Dios en parábolas, porque todas ellas son verdaderas imágenes. La Escritura no enajena el mundo corporal con tales parábolas, sino que con ella toca y denomina su ser más profundo, el núcleo mismo de lo que es el mundo. Al concebir el mundo como una reserva y una fuente de imágenes al servicio de la historia de Dios con el hombre, la Biblia muestra la verdadera esencia del mundo y hace visible a Dios donde Él realmente se expresa. En este contexto, la Biblia también comprende la encarnación: la acogida del mundo humano, de la persona humana que se expresa en el cuerpo, palabra bíblica, su transformación en imagen y semejanza de Dios por medio del anuncio bíblico, es ya una especie de encarnación anticipada. En la encarnación del Logos se cumple lo que en la historia bíblica estaba en camino desde el inicio. Es como si la Palabra permanentemente atrajera sí a la carne, la hiciera su carne, su espacio vital. Por una parte, puede tener lugar la encarnación, porque la carne es desde siempre la forma de expresión del espíritu y así ella es el posible hogar de la Palabra. Por otra parte, solo la encarnación del Hijo da al hombre y al mundo visible su sentido definitivo.

Con esta filosofía y teología del cuerpo, la encíclica completa el aspecto pascual que había dominado en la concepción de Hugo Rahner. Por cierto, la encarnación no existe para sí misma; de acuerdo a su misma esencia ella tiende a la trascendencia y por tanto a la dinámica del misterio pascual. Ella se funda en que Dios, por su amor paradojal, se trasciende hacia la carne y por tanto en la pasión del ser hombre. Pero en ese trascenderse de Dios sale a la luz, a la inversa, aquella otra trascendencia interior y constitutiva desde la creación toda que el Creador había depositado en ella: el cuerpo, por sí mismo, es movimiento de trascendencia hacia el espíritu y el espíritu es movimiento de trascendencia en y hacia Dios. La contemplación de lo invisible en lo visible es un acontecimiento pascual. La encíclica ve este acontecimiento plasmado de un modo comprensivo en Juan 20, 26-29: el incrédulo Tomás, que necesita ver y tocar para poder creer, pone su mano en el costado abierto del Señor, y ahora, en el contacto físico, reconoce lo intangible y toca realmente lo intangible; contempla lo invisible y no obstante lo ve realmente: “Señor mío y Dios mío” (20,28). La encíclica ilustra esto con las hermosas palabras de la “Vid mística” de Buenaventura, que se cuentan entra las referencias clásicas de toda piedad del Corazón de Jesús: “Las heridas del cuerpo muestran las heridas del alma… ¡Contemplemos por las heridas visibles las heridas invisibles del amor”.

De este modo, al fin y al cabo, en la encíclica todo se orienta hacia el misterio de la Pascua. Pero en ella se hace visible el fundamento sobre el cual se encuentra el misterio pascual, qué relaciones ontológicas y psicológicas le sirven de presupuestos: la relación de cuerpo y espíritu, de logros, espíritu y cuerpo, que el Logos encarnado transforma en una “escalera” por la que nosotros podemos avanzar contemplando, sintiendo y experimentado. Todos nosotros somos Tomás, el incrédulo. Pero todos nosotros podemos tocar el corazón de Jesús abierto, expuesto y allí tocar, sentir, contemplar al logos mismo, y así, con los ojos y las manos puestas en ese Corazón, confesar: “¡Mi señor y mi Dios!”

 

  1. El significado de los sentidos y de la sensibilidad para la piedad.

Gracias al primer punto surge ya la conclusión esencial que la encíclica ha sacado de su teología del cuerpo y de la encarnación: el hombre necesita el mirar la pausa contemplativa que se transforma en contacto para percibir interiormente los misterios de Dios. El hombre debe poner el pie en la “escala” del cuerpo, para encontrar en ella el camino al que la fe lo invita. A partir de los problemas del tiempo presente se podría decir, aclarando, que la denominada piedad objetiva de la co-realización festiva de la liturgia no alcanza. La extraordinaria profundización espiritual aportada por la mística medieval y por la gran piedad eclesial moderna no pueden ser dejadas de lado como algo superado o incluso, desacertado de un redescubrimiento de la Biblia y de los Padres de la Iglesia. La liturgia puede ser celebrada según su exigencia propia, si ella es preparada y acompañada por un permanecer meditativo, en el que el corazón comienza a ver y a comprender y, de este modo, los sentidos se transforman en un ver del corazón. “Solo se ve bien con el corazón” como Saint-Exupéry le hace decir a su pequeño príncipe. Esta frase es una imagen concreta de aquel “hacerse niños”, que es capaz de volver a encontrar lo esencial del hombre, invisible a la sola razón, saliendo de la locura inteligente del mundo adulto.

La teología del cuerpo que propone la encíclica es a la vez, entonces, una apología, una defensa del corazón, de los sentidos y del sentimiento, también y precisamente en el ámbito de la piedad. La encíclica se funda, para ello, entre otros pasajes, en Ef 3,18-19: “(…) para que, arraigado y cimentados en el amor, podías comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento (…)”. Este pasaje ya había llevado a los Padres, en especial a la tradición que proviene del Pseudo-Dionisio, a acentuar los límites de la razón. A partir de él, la tradición dionisia concibió el concepto ignote cognoscere, conocer en el no conocer, que luego condujo a la palabra octa ignorantia; surge así la mística de la oscuridad, en la que solo el amor ve. Aquí se podrían citar muchos textos, en primer lugar, las palabras de Gregorio el Grande: Amor ipse notitita est; luego la frase de Hugo de St, Víctor: Intrat dilectio et appropinquat, ubi scientia foris est; o la hermosa sentencia de Ricardo de St. Víctor: Amor oculus est et amare videre est (el amor es el ojo y amar es ver). La encíclica permanece en el versículo 18, en las palabras de la anchura y extensión, altura y profundidad y las interpreta así: “es necesario percibir que el amor de Dios no es solo espiritual.” Las afirmaciones del Antiguo Testamento, de los Salmos, en especial, y del Cantar de los Cantares son expresión de un amor totalmente espiritual, “mientras, por el contrario, aquel amor del que habla el Evangelio, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis, no solo expresa el amor divino, sino también la forma sensible del amor humano… pues la Palabra de Dios no ha asumido un cuerpo ficticio y carente de sentido…” Aquí somos invitados expresamente a participar en una piedad sensible que corresponde al amor divino humano de Jesús. Piedad sensible significa, para la encíclica, esencialmente, piedad del corazón, porque el corazón es el fundamento comprensivo de los sentidos, el lugar del encuentro y de la interpenetración de los sentidos y el espíritu, que en él se hacen una sola cosa. Piedad sensible es piedad en el sentido de la divisa del Cardenal Newman: Cor ad cor loquitur (el corazón habla al corazón). Estas palabras son, quizá, el resumen más hermoso de lo que es la piedad del corazón como piedad ordenada al corazón de Jesús.

A esta reflexión de la tradición de la devoción al Corazón de Jesús, la encíclica añade aún otro grupo de significados: el corazón es expresión para las pasiones del hombre, para sus pasiones, y de este modo, para pasión del ser humano en general. Frente al ideal estoico de la apatía, frente al Dios aristotélico que es pensamiento de pensamiento, se encuentra el corazón como quintaesencia de las pasiones, sin las cuales no podría existir la pasión del Hijo. La encíclica cita a Justino, Basilio, Crisóstomo, Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Juan Damasceno, y expresa en una sentencia –diferenciándola en sus distintos aspectos- lo que es el bien común de la cristología patrística: (…) passionum nostrarum particeps factus est (Él se hizo partícipe de nuestras “pasiones”). Para los Padres, que prevenían del ideal moral de la escuela estoica, del ideal de la falta de pasiones del sabio, en quien la inteligencia y la voluntad controlan y superan el sentimiento irracional, para ellos éste era precisamente uno de los puntos en el que se hizo más difícil la síntesis de herencia griega y fe bíblica. El Dios del Antiguo Testamento, que se encoleriza, que siente compasión y ama, parecía más cercano a los dioses de las religiones superadas que al alto concepto de Dios de la filosofía antigua, gracias al cual fue posible la irrupción del monoteísmo en el mundo mediterráneo. Agustín  no podía encontrar el camino de regreso a la Biblia desde el Hortensius de Cicerón; que separaba al Dios del Antiguo Testamento del Dios del Nuevo Testamento. Pero, por otra parte, había que tener en cuenta que la figura de Jesús, que sufre angustia, se enoja, se alegra, espera y se desanima, estaba en la esfera del pensamiento de Dios del Antiguo Testamento, sí, que en Él –el Logos encarnado- los antropomorfismos del Antiguo Testamento alcanzan su radicalización extrema y su profundidad última. La tentación docetista, que explicaba el sufrimiento de Jesús como algo irreal, como una pura apariencia, era muy cercana al estoicismo. Pero, a todo lector imparcial de la Biblia le resultaba claro que con esto se cuestionaba al centro vital del testimonio bíblico de Cristo: el misterio pascual. El sufrimiento de Cristo no debía ser removido, y Passio (divina) sin pasiones no existe: el sufrimiento presupone capacidad de sufrir presupone la capacidad de sentir. Entre los Padres, fue sobre todo Orígenes quien mejor comprendió la temática del Dios sufriente, y quien también expresó sin rodeos que ese tema no podía reducirse a la humanidad de Jesús, sino que tocaba la imagen cristiana de Dios. Dejar que el Hijo sufra es la pasión del Padre, y en ella sufre con ambos el Espíritu, del cual Pablo dice que gime en nosotros, que porta en nosotros y para nosotros la pasión según el deseo de la redención total (Rm 8,26). Orígenes fue también quien formuló la hermenéutica canónica del tema del Dios sufriente: Si escuchas hablar de las pasiones de Dios, entonces relaciónalo siempre con el amor. Dios sufre, porque ama. La temática del Dios sufriente sigue a la temática del Dios amante y remite siempre a ella. El auténtico avance del concepto de Dios cristiano respecto al antiguo radica en saber que Dios es amor.

El tema del Dios sufriente se ha convertido en nuestros días  casi en un tema de moda, alejándose – no sin razón – de una teología unilateralmente racional y de un empequeñecimiento de la figura de Jesús como de la representación de Dios, en el que el amor de Dios degenera en la futilidad de un Dios bueno, demasiado bueno. En ese horizonte, el cristianismo es disminuido a una fuerza filantrópica de mejoramiento del mundo y la eucaristía a una cena fraterna. Pero la temática del Dios sufriente solo puede permanecer sana si está anclada en el amor a Dios y en la donación orante a su amor. Según la visión de la encíclica “Haurietis aquas”, las pasiones de Jesús  – que se concentran y se representan en el Corazón – son la justificación y fundación de que en la relación del hombre con Dios también se ha de incluir el corazón, es decir, la capacidad de sentir, al emoción del amor. Piedad encarnatoria debe ser piedad pasional, piedad de corazón al corazón y, así, ella es precisamente piedad pascual, pues el misterio pascual es como misterio de la pasión y del dolor, según su misma esencia, un misterio del corazón.

El desarrollo posterior al concilio ha confirmado esta visión de la encíclica. La teología no está hoy confrontada, ciertamente, con ninguna moral estoica de la apatía, pero ella se encuentra frente a una racionalidad técnica que remueve lo emocional del hombre hacia lo irracional y así remite el cuerpo a lo puramente instrumental. A esto corresponde una especia de proscripción de lo emocional en la piedad, a la que siguió luego una onda de lo emocional que en muchos aspectos permaneció desordenado y carente de compromiso. Se podía decir que la proscripción de la pasión (Pathos) conduce a su patologización, mientras que el objetivo es lograr su integración en el todo de la existencia humana y de nuestro estar ante Dios. De un modo semejante, la renuncia a una piedad contemplativa, del ser y del permanecer, en favor de una exclusiva actividad comunitaria ha provocado una onda de meditación que no se relaciona con los contenidos sustanciales de lo cristiano o que incluso los siente molestos. Precisamente, estos desarrollos muestran  cuánto se perdió en la vida de la Iglesia en el momento en que se creyó poder dejar de lado toda la piedad del segundo milenio cristiano considerándola insignificante, para conformarse con lo que se consideraba la pura piedad de la Biblia y del primer milenio.