“Golpearás la peña y saldrá de ella agua” (Ex. 17, 6).
El largo viaje de los israelitas por el desierto sirve de contexto inmediato al pasaje del Éxodo. Una de las dificultades mayores presentadas por un viaje en el desierto a un pueblo tan numeroso, que llevaba consigo rebaños de ganado, fue ciertamente la falta de agua. Por esto es comprensible que, en los días en que el hambre y la sed se hacían sentir de modo más agudo, los israelitas añorarán Egipto y murmuraran contra Moisés. Dios, que había manifestado de tantos modos su particular benevolencia para con aquel pueblo, exige ahora la fe, el abandono absoluto en Él, la superación de las propias seguridades humanas. Y precisamente en el momento en que el pueblo no puede contar ya con sus propios recursos, está extenuado y abatido, y alrededor no hay más que la desnuda roca estéril y árida y sin vida, interviene Dios, se hace presente y hace brotar de esa roca agua abundante que da la vida. Precisamente de esa roca maciza podrá sacar los israelitas agua en su viaje hacia la tierra prometida, lo mismo que del Corazón de Cristo, sediento en la cruz, brotará el agua que salva a quienes han emprendido su camino de fe. Por esta semejanza, Pablo identifica la roca con Cristo mismo, nuevo Templo y manantial que da de beber en la vida eterna (cf. 1 Cor 10,4). He aquí cómo la potencia de Dios se manifiesta en el misterio del agua viva, que salta hasta la eternidad, porque es el agua regeneradora de la gracia y reveladora de la verdad.
San Juan Pablo II, homilía en la parroquia de los Santos Pedro y Pablo, durante la misa de la visita pastoral, III domingo de cuaresma, 22 de marzo de 1981