San Juan Pablo II, homilía durante la misa celebrada en el aeropuerto de Vancouver, 18 de setiembre de 1984 .
“Bendice alma mía al Señor, y todo mi ser a su santo nombre» (Salmo 102, 1).
Con estas palabras de la liturgia de hoy, queridos hermanos y hermanas, deseo dirigirme, yo junto con todos vosotros al Dios de amor. Y deseo hacerlo a través del misterio del Corazón de Cristo.
Elijo estas palabras porque hablan de nuestro corazón humano, a lo que el Salmo se refiere como «todo mi ser». Es precisamente esto lo que tenemos en mente cuando hablamos del «corazón»: todo nuestro ser, todo lo que está dentro de cada uno de nosotros. Todo lo que nos forma desde dentro, en lo más profundo de nuestro ser. Todo eso constituye nuestra humanidad entera, nuestra persona completa en su dimensión espiritual y física. Todo lo que se expresa como una persona única e irrepetible en su «ser interior» y al mismo tiempo en su «trascendencia».
Las palabras del salmo – «Mi alma da gracias al Señor, todo mi ser bendice su santo nombre» – diga que nuestro «corazón» humano se dirige a Dios en toda la majestad inimaginable de su divinidad y su santidad y, al mismo tiempo, en su maravillosa «apertura» a la humanidad: en su «condescendencia».
De esta forma, «el corazón» se encuentra al «Corazón»; el «corazón» habla al «Corazón».
Cuando decimos «Corazón de Jesucristo», nos adentramos con la fe en todo el misterio cristológico: el misterio del Dios-Hombre.
Este misterio se expresa con riqueza y profundidad en los textos de la liturgia de hoy. Estas son las palabras del apóstol Pablo en su carta a los Colosenses:
«Cristo Jesús es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque por medio de Él fueron creados todas las cosas en el cielo y en la tierra: todo visible y todo invisible, Tronos, dominaciones, principados y potestades» ( Col. 15-16).
Estas últimas palabras se refieren precisamente a los seres «invisibles»: las criaturas que tienen una naturaleza puramente espiritual.
«Todas las cosas fueron creadas por medio de Él y para Él. Él es anterior a todo y todo se sostiene en Él » (Col.1, 16-17).
Estas maravillosas frases de la Carta de San Pablo se unen a lo que se nos proclama hoy en el prólogo del Evangelio de San Juan:
«En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. El mundo se hizo por medio de ella «(J.1, 1-3).
Tanto en el texto de Juan como en el texto de Pablo está contenida la doctrina revelada sobre el Hijo, la Palabra de Dios, que tiene la misma sustancia divina que el Padre. Esta es la fe que profesamos al decir el Credo, esa profesión de fe que proviene de los dos Concilios más antiguos de la Iglesia universal, en Nicea y Constantinopla:
“Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y tierra, de todo lo visible hilo invisible. Creemos en un solo Señor, Jesucristo, hijo único de Dios, nacido el Padre antes de todo los siglos, y Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho.»
El Hijo es uno en esencia con el Padre. Él es Dios de Dios.
Al mismo tiempo, todo lo que se crea tiene su comienzo divino en Él, como la Palabra eterna. En Él se hicieron todas las cosas y en Él tienen su existencia.
Esta es nuestra fe. Esta es la enseñanza de la Iglesia acerca de la Divinidad del Hijo. Este Hijo Eterno, verdadero Dios, la Palabra del Padre, se hizo hombre. Estas son las palabras del Evangelio: «El Verbo se hizo carne, vivió entre nosotros» (Ibid 1, 14).
En el Credo profesamos: «Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió del cielo: por el poder del Espíritu Santo se encarnó en la Virgen María, y se hizo hombre».
Aquí tocamos más directamente sobre la realidad del Corazón de Jesús. Porque el corazón es un órgano humano, perteneciente al cuerpo, que pertenece a toda la estructura, a la composición espiritual y física del hombre: «Y el Verbo se hizo carne».
Corazón físico y corazón símbolo
En esta constitución el corazón tiene su lugar en cuanto a órgano. Al mismo tiempo, tiene un significado como el centro simbólico del yo íntimo, yo intimo que es espiritual por naturaleza.
El Corazón de Jesús fue concebido bajo el Corazón de la Virgen Madre, y su vida terrenal cesó en el momento en que Jesús murió en la Cruz. Esto es testificado por el soldado romano que perforó el costado de Jesús con una lanza.
Durante toda la vida terrenal de Jesús, este Corazón fue el centro en el cual se manifestó, en una forma humana, el amor de Dios: el amor de Dios el Hijo y, a través del Hijo, el amor de Dios el Padre.
¿Cuál es el mayor fruto de este amor en la creación?
Lo leemos en el Evangelio: «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron les dio poder para ser hijos de Dios …». (Jn.1, 11-12).
Aquí está el regalo más magnífico, más profundo del Corazón de Jesús que encontramos en la creación: el hombre nacido de Dios, el hombre adoptado como un hijo en el Hijo Eterno, la humanidad dotada con el poder de ser hijos de Dios.
Y por lo tanto, nuestro corazón humano «transformado» de esta manera puede decir y le dice al Divino Corazón lo que escuchamos en la liturgia de hoy:
«Bendice, alma mía, del Señor y no olvides sus beneficios. El perdona todas las culpas y cura todas sus tus enfermedades. El rescata de la fosa y te colmada de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia «(Sal 102, 2-4. 8).
Estas son las palabras del Salmo en las que el Antiguo Testamento habla del misterio del amor de Dios. ¿Cuánto más nos dicen los Evangelios del divino Corazón del Hijo e indirectamente del Corazón del Padre?
¡Corazón de Jesús, morada de justicia y amor!
¡Corazón de Jesús, paciente y misericordioso!
¡Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad!
Finalmente podemos repetir con Isaías que aquellos que confían en el Corazón divino «renuevan su fuerza, les nacen alas como águilas. Corren sin cansarse, marchan sin fatigarse » (Is. 40, 31).
El Corazón de Jesús, una llamada a la humanidad
El Corazón de Jesús es un llamamiento fuerte y constante de Dios a la humanidad, a cada corazón humano. Sigamos escuchando las palabras de Pablo en la liturgia de hoy:
«Él es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que recibiera toda la plenitud. Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de la cruz»(Col. 1, 18-20).
Esta es la perspectiva última que el Corazón de Jesucristo nos abre a través de la fe. Él es el principio y el fin de todo lo que ha sido creado en Dios mismo. Él es la plenitud.
Toda la creación visible e invisible avanza hacia esta Plenitud en Él. En Él está la Plenitud en la que toda la humanidad es llamada, reconciliada con Dios por la sangre de Jesucristo derramada en la Cruz.
Señor Jesucristo, Hijo eterno del Padre eterno, nacido de la Virgen María, te pedimos que sigas revelándonos el misterio de Dios: para que podamos reconocer en Ti “la imagen del Dios invisible”; para que le encontremos a Él en Ti, en tu Persona divina, en el calor de tu humanidad, en el amor de tu Corazón.
¡Corazón de Jesús en quien habita la plenitud de la Divinidad!
¡Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido!
¡Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones, por siempre!
Amén