San Juan Pablo II. AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 31 de agosto de 1988
El amor con que Jesús nos ha amado, es humilde y tiene carácter de servicio. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). La víspera de la pasión, antes de instituir la Eucaristía, Jesús lava los pies a los Apóstoles y les dice: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15). Y en otra circunstancia, los amonesta así: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos» (Mc 10, 43-44).
A la luz de este modelo de humilde disponibilidad que llega hasta el «servicio» definitivo de la cruz, Jesús puede dirigir a los discípulos la siguiente invitación: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El amor enseñado por Cristo se expresa en el servicio recíproco, que lleva a sacrificarse los unos por los otros y cuya verificación definitiva es el ofrecimiento de la propia vida «por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Esto es lo que subraya San Pablo cuando escribe que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25).
Otra cualidad exaltada en el himno a la caridad es que el verdadero amor «no busca su interés» (1 Cor 13, 5). Y nosotros sabemos que Jesús nos ha dejado el modelo más perfecto de esta forma de amor desinteresado. San Pablo lo dice claramente en otro texto: «Que cada uno de nosotros trate de agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación. Pues tampoco Cristo buscó su propio agrado…» (Rom 15, 2-3).