San Juan Pablo II, discurso a los penitenciarios y confesores de las basílicas romanas, con motivo del Año Santo de la Redención, 9 de julio de 1984.
En la Confesión, pues, se cumple, se renueva continuamente, como en el Bautismo, lo que podemos llamar el milagro de la divina Misericordia. No podemos dejar que se pierda este fruto del Año Santo. Si la celebración jubilar ha confirmado la importancia, más aún, la necesidad vital, para los hombres y para la Iglesia, del Sacramento de la Penitencia; si nos ha permitido constatar que muchísimos creyentes son sensibles y dóciles al reclamo de la Iglesia hacia este Sacramento, porque toca una necesidad interior que ellos tienen y en muchos casos un deseo real aunque muchas veces no expresado o quizás claramente sofocado por las preocupaciones o distracciones cotidianas; si la victoria del buen sembrador se os ha dado y vosotros, más que ningún otro, habéis podido recoger tanta mies: ahora es preciso continuar ocupándose del misterio de la Reconciliación con nuevo impulso pastoral, y esto es, con nueva disponibilidad, con nueva generosidad, con nuevo espíritu de sacrificio y con nueva inteligencia de su función en la economía salvífica como medio de recuerdo y canal de comunicación entre el Corazón de Jesucristo crucificado y cada uno de los hombres, todos necesitados de redención (cf. Rom. 3,23).
Fe, amor, misericordia, paz, son las bases indispensables para una pastoral del Sacramento de la Penitencia que permite afrontar muchos problemas y casos particulares, pero sobre todo realizar lo que, según las intenciones de la Iglesia, debe ser el sagrado ministerio, como lo ha sido, gracias a Dios, sed del Año Santo y deberá continuar siéndolo cada vez más y mejor: una expansión de la gracia redentora, que desde el Corazón de Cristo crucificado llega a cuantos por todos los caminos del mundo esperan y buscan “la bienaventurada esperanza” de la salvación. Con este auspicio, lleno de esperanza os bendigo de corazón.