San Juan Pablo II, homilía en la misa celebrada en el parque de Friburgo, 13 de junio de 1984.
Como tú me has enviado al mundo, así los he enviado también yo al mundo (Jn.17, 18). Así es como Jesucristo se expresa ante su Padre en el momento de dejar este mundo. Un apóstol es un “enviado”; en todo discípulo de Cristo está también él llamando a ser un testigo activo, el testigo de Cristo venido al mundo “para dar testimonio de la verdad, para salvar, no para condenar; para servir, no para ser servido” (cf, Gaudium et Spes, 3, par. 2). Es como si Cristo os dijera: “ Yo tengo necesidad de ti, de tus manos, de tus labios, de tu mirada, de tu corazón, para llevar mi mensaje hasta las más secretas profundidades de los hombres. Los “talentos” que tú has recibido debes hacer que aprovechen a los demás”.
El Corazón de Cristo está abierto a todas las naciones. Lo mismo el corazón de su discípulo no podría limitar su horizonte a sus más cercanos, a los de su pueblo, de su vida, de su medio, de su país, sino que debe buscar el bien y el progreso de todos los hombres. Tiene que tener la pasión del Reino de Dios para que venga a toda la tierra; de este modo el mundo será “lleno del conocimiento del Señor, como las aguas llenan el mar” (Is. 11,9).
Y ¿cuál debe ser la originalidad de esta misión universal, de este testimonio? “Con el Espíritu Santo, seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta las extremidades de la tierra” (Act. 1,8). Lo que Cristo nos pide que aportemos a los demás, lo que nos exige testimoniar, no es en primer lugar una riqueza exterior a nosotros; no es lo que nos sobre de una superioridad adquirida por nosotros mismos o por un conjunto de oportunidades históricas. Es el espíritu que sacamos del Corazón de Cristo y que, por su gracia, actúa ya en nuestra propia vida. Y en este sentido oró Jesús por sus Apóstoles en el momento de su sacrificio, de su don supremo: “Padre, guarda a mis discípulos en la fidelidad a tu nombre… para que sean uno como nosotros… No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno… Conságralos en él la verdad. Yo me consagro por ellos, para que ellos también sean consagrados en la verdad” (Jn. 17, 11.15. 17.19).